En el principio
Dios creó los celos y la siesta, para dormir, y, finalmente, el Olimpo paradisíaco. Luego
Ella. Luego Él. Estallaron mil palabras para crearlo todo, incluso aquellos
carruajes infalibles que conducen al prístino infierno. Dios bendijo a la mujer
y le confirió seduciéndola abismalmente la palabra y al hombre le reveló el don
de la guerra.
La metamorfosis
del cosmos –tan abrupta- fue cuando comieron de ese árbol. Ella selló su forma
como una condesa sangrienta, él, como un Duque de lo Real.
Perpleja e Hija
de la posteridad, ella, quiso gozarlo todo, poseerlo todo, quiso mudar de aires
el mundo en simples segundos cuando escuchó el ave que lloraba por ser feliz.
Así, quiso su voz alzarse sobre el tumulto para ser entregada en mano a él, de
la mano de Dios que se desliza por su excéntrico delirio.
Ella era una
Amante sin fronteras, llena de aventuras
pecaminosas de la carne. Su alma de condesa sangrienta, de vampiresa convertía
–transmutaba- el odio en pasión.
Su única
tormenta de amor fue un duque de la
Realeza –del mundo de lo Real. De este amor solo quedó la
pasión del olvidarlo, la pasión de llorarlo a burbujas.
Su suicidio
–incierto, puro, magistral- era más bien un
suicidio de la palabra que exhalaba. No podía conciliar el sueño. Ese
suicidio del primer beso hiperbóreo. Lo que perdió; jamás lo encontró. Ni en su
tumba infernal, que, -dicen- fue cargada por
ángeles de la vitrina, de esos que uno compra y tira.
Le prometió que
lo olvidaría eternamente para que
viviera en Ella y Él le dijo: “Te prometo que haré que perdonar sea una estrofa
sin sentido y tu estribillo será una
canción de odas, odas, odas, de la alegría, de la alegría, de la alegría”
Sentada en su
trono está Ella. Busca en sus ojos perdidos una mirada. Observa un espejo que
se destruye brutalmente. La arrebata la misericordia de su primer beso que, era
al mismo tiempo, una felicidad, una frialdad excesivamente caliente, como si el
mármol de su corazón veteado de cisnes y pájaros salvajes se uniesen todos en
el silencio de su conciencia.
Desde el otro
lado está él. Piensa “Cambio, change, canje, chantaje”. Eso fue lo que vio en
su mirada. Se desdoblaba cuando la veía
impactado por su belleza inaudita, extravagante, voluptuosa. Y no fue por una simple flecha de Cupido o por
desorden del Caos o por unos monótonos teísmos.
Su conciencia
giraba y se decía a sí mismo como una larga letanía “Prefiero postrarme en el
vacío, en el funeral de la palabra para descubrirte –cosa que nunca pude. Si
llegaste a ser mi maestra es porque permití que se filtren tus cartillas de concordia en mis días y
nunca tuve una clave de lectura que me permita llegar a tu corazón”
Su amor prendió
como un rubí, rojo sangre, de un Infierno musical.
Cállate –gritó
ella.
Cállate –tú-
también- voz cantante.
Cállate tu boca
de jarro –dijo ella.
Cállate –dijo él.
Cállate- dijo
ella.
Déjame que te hable también con tu silencio-
dijo él.
Y ella arrulló.
Su cuerpo de
mujer esculpido en piedra preciosa –oro purpúreo- lo dormitaba en su vientre
con su inusitada cabellera rojiza. Juntos se hicieron espuma en sus
lenguas y entonaron aleluyas toda
la noche. Hicieron ecos cada vez, haciendo
el amor en nombre del padre, en nombre de la madre tierra, y del
espíritu de la pasión.
Sonrió. Pegó un
grito es-pe-luz-nan-te. Llega, ¡oh!, ¡sí, llega!. Se sintió congeladamente
ardiente y congregada a la cosmogonía. Era
todo un desafío esperar la carroza de fuego, el vientre maternal. Que era todo rápido y furioso, como un rayo que cae
deprimido.
Felizmente se
enamoraron en fresas y amapolas y
hablaron el amaranto por primera
vez.
Allí: el Fruto
del amor vehemente que prendió como rosal nuevo, la creación de una pasión y descontrol por la ira del aquel retoño.
Y él cantó por
primera vez:
“tu aroma de
mujer
tu voz que
estimula mi sexo
tu boca –quema-
que me llama
son llamas
abiertas las venas
te viajo desde
la cintura
no sé por dónde cazar
porque me gustas
toda
quiero
zambullirme en toda tu alma
femme, mi femme,
mi princesa
es un canto a la
luna tus senos
y tus manos son
mi canto preferido
que acaricio y bebo
tu cuello
pretendo morder
y te abrazo
hasta el oasis
eres un noema,
un síema, un poema, mi poema...”
(…)
Una mendiga con
un fervor impasible, vieja y ruin, me comentó que la libertad está en poder
mirar el cielo con una mano y con la otra prolongar el silencio del oído y ver
que allá estarán ellos: Nuestros primi-genios Padres. Acullá, en el crepúsculo lunático
habitan, existen. En el límite de lo imaginario y lo Real. Ella, la mendiga de
amor, se suicidó para vivir. Él, brilla por su presencia.
Dios, no se
inmutó.