EL CUENTO DEL MOLINERO
Geoffrey Chaucer
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Érase
una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía
el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un
estudiante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una
irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular
respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno podía preguntarle cuándo las
estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de cualquier
clase. No puedo relacionarlos todos.
Este
estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al
mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial
para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo
ingenioso y extremadamente discreto. En su alojamiento ocupaba un aposento
privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan delicioso
como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto y otros libros
de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astrolabio y las tablas de
cálculo que precisaba para su ciencia, estaban situados en estanterías a la
cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar
vestidos, y sobre este tenía un salterio1 que tocaba cada
noche, llenando su aposento de agradables melodías; solía entonar el Ángelus
de la Virgen, cantando a continuación la Tonadilla del
rey. La gente elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo pasaba
el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los ingresos que tenía y
de lo que sus amigos proveían.
El
carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que
amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era
viejo, los celos lo movieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se
había imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el
consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca.
Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya
que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: están a matar. Pero
al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como otros.
Era
ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cimbreante y flexible como el
de una nutria. Rodeándole el talle llevaba un delantal de un blanco
deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo
bordado alrededor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con
una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de la camisa y una
ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la cabeza. Debajo de sus
arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas, mostraba unos ojos
profundamente lascivos.
Era
más deliciosa de mirar que un peral en flor y más suave que los añinos al
tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le
pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar con una chica como
esa o con semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro
recién acuñada en la Torre; cantaba con la alegría y la claridad de una
golondrina posada en el granero; solía saltar y retozar como una cabritilla o
un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el
arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un potrillo,
alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja del cuello
colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los cordones de sus
zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de san Pablo, por las
pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pimpollo, un bombón para la
cama de un príncipe o esposa digna de algún acaudalado labrador.
Ahora
bien, señores, sucedió que un día, cuando su marido se hallaba en Oseney,
Nicolás, elEspabilado -estos estudiantes son hábiles y astutos-,
empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en sus
partes y le dijo:
-Querida,
si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.
Y
prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:
-Por
el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.
Ella
se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:
-Vete,
no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo socorro. ¡Quítame las manos
de encima! ¿Es este modo de comportarse?
Pero
Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemencia, que, al fin, ella se
rindió y juró por santo Tomás de Canterbury que sería suya tan pronto como
pudiera encontrar la ocasión.
-Mi
esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas
con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás -dijo ella-. Por eso,
debemos mantenerlo en secreto.
-No
te preocupes por ello -dijo Nicolás-. Si un estudiante no se las sabe más que
un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.
Por
ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión
propicia.
Arreglado
esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó
dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.
Pero
ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrumpió sus faenas domésticas,
se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su
parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había
un sacristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se
extendía como un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el
centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo en el sentido más amplio de
la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises de ganso y vestía con gran
estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con dibujos tan fantásticos como
el rosetón de la catedral de san Pablo. La chaqueta larga de color azul claro
le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta por un vistoso
sobrepelliz de color blanco que semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe
mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender
documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo
la moda de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían
disparadas a uno y otro lado); cantaba con un agudo falsete acompañándose de
un violín de dos cuerdas. También tocaba la guitarra. No había posada o
taberna de la ciudad que no hubiera animado con su visita, especialmente las
que había con vivarachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un
poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía una conversación latosa.
En
aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario,
se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las
incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del
carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría
pasarse toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y Absalón
un gato, juro que se le hubiera arrojado encima inmediatamente. Tan chalado
estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres al hacer
la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.
Aquella
noche la luna brillaba intensamente cuando Absalón cogió la guitarra para ir
a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó
a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un
ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose
con su guitarra:
-Queridísima
dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.
El
carpintero se despertó y le oyó.
-Alison
-dijo a su mujer-, ¿no oyes a Absalón cantando bajo el muro de nuestro
dormitorio?
Ella
replicó:
-Sí,
Juan; claro que oigo cada nota.
Las
cosas prosiguieron como pueden suponer. El alegre Absalón fue a cortejarla
diariamente, hasta que se puso tan desconsolado, que no podía dormir ni de
día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por
intermediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgoritos como un
ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza especiada y pasteles recién
salidos del horno; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad en la que
había cosas que comprar. Algunas pueden ser conquistadas con riquezas; otras,
a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.
En
una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el
papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto
amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; solo
recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un
mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran
verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimula. Un amante ausente no
satisface su gula.»
Ya
podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, solo por estar presente,
lo desbancaba sin esfuerzo.
¡Vamos,
espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Absalón con su gimoteo! Sucedió
que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison
convinieron que idearían alguna estratagema para engañar al pobre esposo
celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en
sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no
podía esperar más, llevó silenciosamente a su aposento suficiente comida y
bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Alison que cuando su
esposo preguntara por él, ella le contestase que no le había visto en todo el
día y que ignoraba dónde podía hallarse; aunque creía que debía de haber
caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle, él no había
replicado, a pesar de las grandes voces que dio.
Así,
Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo,
durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la
noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué
diablos podría ocurrirle a Nicolás:
-¡Por
santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios mío,
que no haya fallecido repentinamente. Este es un mundo poco seguro, en
verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un
hombre al que había visto trabajando este lunes.
Entonces
dijo al muchacho que le servía.
-Sube
corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven
enseguida a decirme qué es lo que hay.
El
muchacho subió decidido las escaleras y voceó y aporreó la puerta del
aposento
-¡Eh!
¿Qué haces, maese Nicolás? ¿Cómo puedes estar durmiendo todo el día?
Pero
no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles
inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al
interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca
abierta como si tuviera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y
explicó a su dueño inmediatamente el estado en que le había encontrado.
El
carpintero empezó a persignarse diciendo:
-¡Ayúdanos,
santa Frideswide! ¿Quién puede predecirnos lo que el destino nos depara? A
este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio
suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe meter sus narices
en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el Credo!
Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio que salió
a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de adivinar el
futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin embargo, ¡por
santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que está en
el cielo, que le voy a escarmentar de sus estudios, si es que yo valgo para
algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas.
Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.
Y
se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un muchacho muy fuerte, y
la puso fuera de sus goznes en un momento. La puerta cayó al suelo. Allí se
hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta
tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desesperación; lo
agarró fuertemente por los hombros y lo sacudió con fuerza diciéndole:
-¡Eh,
Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de
Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!
Entonces
empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la
casa y la parte exterior del umbral de la puerta:
Jesucristo,
san Benito.
Los malos espíritus prohíban: espíritus nocturnos, huyan del Padrenuestro. Hermana de san Pedro, no abandones a este siervo tuyo.
Después
de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró
profundamente y dijo:
-¡Ay!
¿Debe el mundo terminar tan pronto?
El
carpintero contestó:
-¿De
qué hablas? Confía en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el
sudor de su frente.
A
lo que replicó Nicolás:
-Vete
a buscarme una bebida y te diré -en la más estricta confianza, te advierto-
algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré
a nadie más.
El
carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno
hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al
carpintero junto a él diciéndole:
-¡Querido
Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca
revelarás este secreto a nadie, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y
estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues este será el castigo: si me
traicionas te convertirás en un loco rematado.
-¡Que
Jesucristo y su santa sangre me protejan! -repuso el ingenuo carpintero-. No
soy ningún boquirroto y, aunque está mal que lo diga, no soy nada locuaz.
Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo
repetiré a hombre, mujer o niño alguno.
-Pues
bien, Juan -dijo Nicolás-. Te aseguro que no miento: por mis estudios de
astrología y mis observaciones de la luna cuando brilla en el cielo, he
averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve,
lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé
quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo -prosiguió-, que todo el
mundo se ahogará en menos de una hora y la Humanidad perecerá.
Al
oír eso, el carpintero exclamó:
-¡Pobre
esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!
Quedó
tan impresionado, que casi se desmayó.
-¿No
puede hacerse nada? -preguntó.
-Sí,
ya lo creo que sí -dijo Nicolás-; pero solamente si te dejas guiar por un
consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer
brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te
alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te
prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes
cómo Noé fue salvado cuando el Señor le advirtió por anticipado que todo el
mundo perecería bajo las aguas?
-Sí
-dijo el carpintero-, hace mucho, muchísimo tiempo.
-¿No
has oído también -prosiguió Nicolás- lo que le costó a Noé y a todos los
demás conseguir que su esposa subiera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar
que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una
barca solo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podríamos hacer? Esto
requiere actuar con rapidez, y en una emergencia no hay tiempo para parloteos
ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco
profunda para cada uno de nosotros tres y asegúrate de que sean lo
suficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon alimentos en
ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas retrocederán y
desaparecerán a eso de las nueve de la mañana siguiente. Pero tu muchacho
Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la criada;
no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los
secretos de Dios. A menos que estés loco, debería ser suficiente para ti el
ser favorecido igual que el propio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer.
Ahora, vete y busca bien.
»Cuando
tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las
colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus
preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los
alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cortar
la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una
abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por donde
se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya terminado
el diluvio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato blanco
detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Anímense,
las aguas descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos
días. Te veo muy bien, pues es de día." Y entonces seremos los reyes de
la Creación para el resto de nuestras vidas, igual que Noé y su mujer.
»Pero
te tengo que advertir una cosa: cuando embarquemos esa noche, procura que
ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos
rezar para cumplir las órdenes divinas. Tú y tu mujer deberán estar lo más
alejados que puedan el uno del otro para que no exista pecado entre ustedes,
ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus instrucciones.
Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos duerman, nos
meteremos en nuestras amasaderas y permaneceremos allí sentados confiando en
que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando de esto.
La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres
tan listo, que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas.
Te lo ruego.»
El
ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el secreto a su mujer, que ya
sabía la finalidad de todo el plan mucho mejor que él. Sin embargo, simuló
estar asustadísima.
-¡Ay!
-exclamó-, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa
verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras
vidas.
¡Qué
poder tiene la fantasía! La gente es tan impresionable, que puede morir de
imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a
ver cómo el diluvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dulce
mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se lamentó y se sintió
muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de
grandes tinas, las metió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó
de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus
peldaños para poder alcanzar las tinas que colgaban de las vigas. Luego puso
provisiones, tanto en la amasadera como en las dos tinas, de pan,
queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente para todo un día.
Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le servía y a la
criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la noche,
cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es
debido. Un momento más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se
sentaron en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.
-Ahora
reza el Padrenuestro -dijo Nicolás-, y ¡chitón!
-¡Chitón!
-respondió Juan.
-¡Chitón!
-repitió Alison.
El
carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró
nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.
Tras
un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dormido como un tronco a
eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron
que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no
descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó
silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin
hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el
carpintero solía dormir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y
Nicolás estuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la
cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los maitines y los frailes
empezaron a cantar en el presbiterio.
Aquel
lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspirando de amor como de
costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente,
preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el
carpintero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:
-No
sé; no lo he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a
buscar madera para el abad; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en
la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se
halla.
Absalón
pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto; no
lo he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar
el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison
todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y
como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi
boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al menos la besaré. Pensar
que he estado soñando toda la noche que estaba en un banquete... Ahora haré
una siesta de una o dos horas, y así esta noche podré estar despierto y
divertirme un poco.»
Al
primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus
mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su
aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando
que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero
y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo
que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:
-¿Dónde
estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de canela? ¡Despierta, amor mío,
háblame! No pienses en mi infortunio; sin embargo, languidezco de amor por
ti, cuando te deseo tanto como el corderito ansía la ubre de su madre. De
verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma
enamorada y como menos que una chiquilla.
-¡Aléjate
de la ventana, majadero! -respondió ella-. Por Dios que no vas a tener mis
besos; amo a otro -tonta sería si no lo amase-, un hombre mucho mejor que tú:
Absalón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una
piedra!
-¡Córcholis
y recórcholis! -repuso Absalón-. Jamás fue el amor verdadero tan mal
recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor de
Dios y por amor a mí.
-Prometes
marcharte si lo hago? -le replicó ella.
-Sí,
desde luego, amor mío -respondió Absalón.
-Entonces,
prepárate -repuso ella-, que ahora vengo.
Y
susurró a Nicolás:
-No
hagas ruido, que podrás reír a gusto.
Absalón
se dejó caer de rodillas diciendo:
-De
todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero.
¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.
Apresuradamente
ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo:
-Vamos,
acabemos de una vez.
Y
añadió:
-No
te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea.
Absalón
empezó por secarse los labios. La noche era oscura como boca de lobo, negra
como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que
Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un sonoro beso.
Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó
una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.
-¡Uf!
¿Qué he hecho?
-¡Ja,
ja, ja! -exclamó ella, y cerró la ventana de golpe.
Absalón
se quedó meditando su triste caso.
-¡Una
barba! ¡Una barba! -gritó Nicolás el Espabilado-. Por
Dios, esta sí que es buena.
El
pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los labios de rabia. Se dijo
a sí mismo:
-¡Te
haré pagar por esto!
¡Si
supieran lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja,
trapos y raspaduras!
-¡Que
el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este insulto antes que llegar a
poseer la ciudad entera -se repetía a sí mismo-. ¡Ay, si al menos me hubiera
echado para atrás!
Su
ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el
culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por
una mujer hermosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres veleidosas,
llorando como un niño al que acababan de zurrar.
Lentamente
cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese Gervasio,
que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos
y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:
-Abre,
Gervasio, y deprisa, por favor.
-¿Qué?
¿Quién esta ahí?
-Soy
yo: Absalón.
-¡Cómo,
Absalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos bendiga!
¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere,
supongo. ¡Por san Nedo! Sé lo que quieres decirme.
Absalón
no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cuestión era mucho más complicada
de lo que imaginaba Gervasio. Así que fue y le dijo:
-¿Ves
aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chimenea, amigo? Pues
déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.
Gervasio
contestó:
-Por
supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa
llena de soberanos. Pero, en nombre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?
-No
te preocupes -repuso Absalón-. Cualquier día te lo explicaré.
Y
cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy silenciosamente salió
por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y
luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.
Alison
respondió:
-¿Quién
está ahí llamando? Seguro que es un ladrón.
-¡Oh,
no! -dijo Absalón-. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te
quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en
gloria esté. Es muy bonito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro
beso.
Nicolás,
que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que
Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y,
silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:
-Habla,
chatita mía, que no sé dónde estás.
Entonces
Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio
ciego por la explosión; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo
aplicó al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte
posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del ancho de una mano.
Nicolás creyó morir de dolor, y en su angustia empezó a dar gritos
frenéticamente diciendo:
-¡Socorro!
¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!
El
carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si
estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»; sin más, se
levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los
tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.
Alison
y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:
-¡Socorro,
que quiere matarnos!
Todos
los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que
seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto
un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado
todavía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás lo interrumpieron.
Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar: aterrorizado por un
imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres amasaderas y las había
colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios que se sentasen allí con
él y le hiciesen compañía.
Todos
empezaron a reír de sus propósitos, mirando embobados hacia las vigas en lo
alto y burlándose de sus apuros. Era inútil cuanto dijese el carpintero:
nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la
ciudad lo creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de
acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rieron mucho de este asunto.
Y
así es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del
carpintero fue jodida, Absalón besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron
el suyo con un hierro candente.
Así
acaba esta historia, y que Dios nos proteja.
|
Las
mil y una noches
¡Aquello que quiera Alah! ¡En
el nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso! Que las leyendas de los
antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el hombre aprenda en
los sucesos que ocurren a otros que no son él. Entonces respetará y comparará
con atención las palabras de los pueblos pasados y lo que a él le ocurra, y se
reprimirá. Por esto ¡gloria a quien guarda los relatos de los primeros como
lección dedicada a los últimos!
HISTORIA DEL REY SCHAHRIAR Y
DE SU HERMANO EL REY SCHAHZAMAN
Cuéntase -pero Alah es más
sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico- que en lo que transcurrió en
la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes
de Sassan, en las islas de la India y de la China. Era dueño de ejércitos y
señor de auxilliares de servidores y de un séquito numeroso. Tenía dos hijos, y
ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor
reinó en los países, gobernó con justicia entre los hombres, y por eso le
querían los habitantes del país y del reino. Llamábase el rey Schahriar. Su
hermano, llamado Schahzaman; era el rey de Samarcanda Al-Ajam.
Siguiendo las cosas el mismo
curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas
durante veinte años. Y llegaron ambos hasta el límite del desarrollo y el
florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta
que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a su
visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y
obedezco."
Partió, pues, y llegó
felizmente par la gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la
paz, le dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto
de su viaje era invitarle a visitar a su hermano. El rey Schahzaman contesto:
"Escucho y obedezco." Dispuso los preparativos de la partida,
mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus
servidores y sus auxiliares. Nombró a su visir gobernador del reino y salió en
demanda de las comarcas de su hermano.
Pero a media noche recordó
una cosa que había olvidado; volvió a su palacio secretamente y se encaminó a
los aposentos de su esposa a quien pensaba encontrar triste y llorando por su
ausencia. Grande fue, pues, su sorpresa al hallarla departiendo con gran
familiaridad con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal desacato, el
mundo se obscureció ante sus ojos. Y se dijo: "Si ha sobrevenido ésto
cuando apenas acabo de dejar la ciudad. ¿Cuán sería la conducta de esta esposa
si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?" Desenvainó
inmediatamente el alfanje, y acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los
tapices del lecho. Volvió a salir, sin perder una hora ni un instante, y ordenó
la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de su
hermano.
Entonces éste se alegró de su
proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó
hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y
se puso a hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la
fragilidad de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se
había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el
rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su
reino y de su país, lo dejaba estar sin preguntarle nada. Al fin, un día, le
dijo: "Hermano, tu cuerpo enflaquece y su cara amarillea." Y el otro
respondió: "¡Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne
viva-!" Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa. El rey
Schahriar le dijo: "Quisiera que me acompañase a cazar a pie y a caballo,
pues así tal vez se esparciera tu espíritu." El rey Schalizaman no quiso
aceptar y su hermano se fue solo a la cacería.
Había en el palacio unas
ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas el rey
Schahzaman, vio corno se abría una puerta secreta para dar salida a veinte
esclavas y veinte esclavos, entre los cuales, avanzaba la mujer del rey
Schahciar en todo el esplendor de su belleza, y ocultándose para observar lo
que hacían, pudo convencerse de que la misma desgracia de que él había sido
víctima, la misma o mayor, cabía a su hermano el sultán.
Al ver aquello, pensó el
hermano del rey: "¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta
otra." Inmediatamente, dejando que se desvaneciese su aflicción, se dijo:
"¡En verdad, esto es más enorme que cuanto me ocurrió a mí!" Y desde
aquel momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano,
volvió de su excursión y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey
Schahriar observó que su hermano el rey Schalizaman acababa de recobrar el buen
color, pues su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que
comía con toda su alma después de haberse alimentada parcamente en las primeros
días. Se asombró de ello, y dijo: -"Hermano, poco ha te veía amarillo de
tez v ahora has recuperado los colores. Cuéntame qué te pasa." El rey le
dijo: "Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero dispénsame de
reterirte el motivo de haber recobrado los colores." El rey replicó:
"Para entendernos, relata primeramente la causa de tu pérdida de color y
tu debilidad." Y se explicó de este modo: "Sabrás, hermano, que
cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia, hice mis preparativos de
marcha, y salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que te destinaba
y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi mujer y a un
esclavo negro departiendo con gran familiaridad. Los maté a los dos, y vine
hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal aventura. Este fue el motivo
de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de haber
recobrada mi buen color, dispénsame de mencionarla."
Cuando su hermano oyó estas
palabras, le dijo: "Por Alah te conjuro a que me cuentes la causa de haber
recobrado tus colores." Entonces el rey Schalizaman le refirió cuanto
había visto. Y el rey Schaliriar dijo: "Ante todo, es necesario que mis
ojos vean semejante cosa." Su hermano le respondió: "Finge que vas de
caza, pera escóndete en mis aposentos, y serás testigo del espectáculo: tus
ojos lo comprobarán."
Inmediatamente, el rey mandó
que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus
tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y
dijo a sus jóvenes esclavos: "¡Que nadie entre!" Luego se disfrazó,
salió a hurtadillas y se dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su
hermano, y se asomó a la ventana que daba al jardín. Apenas había pasado una
hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los
esclavos. E hicieron cuanto había contado Schahzaman.
Cuando vio estas cosas el rey
Schahriar, la razón se ausentó, de su cabeza, y dijo a su hermano: "Marchemos
para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común
debemos tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una
aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a nuestra
vida." Su hermano le contestó lo que era apropiado, y ambos salieron por
una puerta secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que
por fin llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto al mar
salado. En aquella pradera había un manantial de agua dulce. Bebieron de ella y
se sentaron a descansar.
Apenas había transcurrido una
hora del día, cuando el mar empezó a agitarse. De pronto brotó de él una negra
columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la
pradera. Los reyes, asustados, se subieron a la cima del árbol, que era muy
alto, y se pusieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la
columna de humo se convirtió en un efrit de elevada estatura, poderoso de
hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el
suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la
tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apareció en seguida una
encantadora joven, de espléndida hermosura, luminosa lo mismo que el sol, como
dijo el poeta:
¡Antorcha en las tinieblas,
ella aparece y es el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras!
¡Los soles irradiar con su
claridad y las lunas con las sonrisas de sus ojos! ¡Que los velos de su
misterio se rasguen, e inmediatamente las criaturas se prosternan encantadas a
sus pies!
¡Y ante los dulces relámpagos
de su mirada, el rocío de las lágrimas de pasion humedece todos los párpados!
Después que el efrit hubo
contemplado a. la hermosa joven, le dijo: "¡Oh soberana de las sederías!
¡Oh tú, a quien rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco." Y
el efrit colocó la cabeza en las rodillas de la joven y se durmió.
Entonces la joven levantó la
cabeza hacia la copa del árbol y vio ocultos en las ramas a los dos reyes. En
seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les
dijo por señas: "Bajad, y no tengáis miedo de este efrit." Por señas,
le respondieron: "¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan peligroso!"
Ella les dijo: "¡Por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis
que avise al efrit; que os dará la peor muerte." Entonces, asustados,
bajaron hasta donde estaba ella, la joven los tomó de las manos, se internó con
ellos en el bosque y les exigió algo que no pudieron negarle. Una vez
estuvieron cumplidos sus deseos sacó del bolsillo un saquito y del saquito un
collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les pregunto
"¿Sabéis lo que es esto?" Ellos contestaron: "No lo
sabemos." Entonces les explicó la joven: "Los dueños de estos anillos
hicieron lo mismo que vosotros junto a los cuernos insensibles de este efrit.
De suerte que me vais a dar vuestros anillos." Lo hicieron así,
sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit
me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca,
le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten
las olas. Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no hay quien la
venza." Ya lo dijo el poeta:
¡Amigo: no te fíes de la
mujer; ríete de sus promesas! ¡Su buen o mal humor depende de sus caprichos!
¡Prodigan amor falso cuando
la perfidia-las llena y forma como la trama de sus vestidos!
¡Recuerda respetuosamente las
palabras de Yusuf! ¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por causa
de la mujer!
¡No te confíes, amigo! ¡Es
inútil! ¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al amor puro una
pasión loca!
Y no digas: "¡Si me
enamoro, evitaré las locuras de los enamorados!" ¡No lo digas! ¡Sería
verdaderamente un prodigio único ver salir a un hombre sano y salvo de la
seducción de las mujeres!
Los dos hermanos; al oír
estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro:
"Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más
enormes que a nosotros, esta aventura debe consolarnos." Inmediatamente se
despidieron de la joven y regresaron cada uno a su ciudad.
En cuanto el rey Schahriar
entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y
esclavas. Después persuadido de que no existía mujer alguna de cuya fidelidad
pudiese estar seguro, resolvió desposarse cada noche con una y hacerla degollar
apenas alborease el día, siguiente. Así estuvo haciendo durante tres años, y
todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les
quedaban.
En esta situación, el rey
mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más
que buscó, no pudo encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el
alma transida de miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas
de gran hermosura-, que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y
eran de una delicadeza exquisita. La mayor se llamaba Schathrazada, y el nombre
de la menor era Doniazada.
La mayor; Schaltrazada, había
leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las
historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de
crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la
antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente v daba gusto oírla.
Al ver a su padre, le habló
así: "Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de
pesadumbres y aflicciones?... Sabe, padre, que el poeta dice: "¡Oh tú, que
te apenas, consuélate! Nada es duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar
se olvida."
Cuando oyó estas palabras el
visir; contó a su hija cuanto había ocurrido desde el principio al fin,
concerniente al rey. Entonces le dijo Schahrazada: "Por Alah, padre,
cásame con el rey, porque si no me mata seré la causa del rescate de las hijas
de los musulmanes y podré salvarlas de entre las manos del rey." Entonces
el visir contestó: "¡Por Alah sobre ti! No te expongas nunca a tal
peligro." Pero Schahrazada repuso: "Es imprescindible que así lo
haga." Entonces le dijo su padre: "Cuidado no te ocurra lo que les
ocurrió al asno y al buey con el labrador. Escucha su historia:
FÁBULA DEL ASNO, EL BUEY Y EL
LABRADOR
"Has de saber, hija mía,
que hubo un comerciante dueño de grandes riquezas y de mucho ganado. Estaba
casado y con hijos. Alah, el Altísimo, le dio igualmente el conocimiento de los
lenguajes de los animales y el canto de los pájaros. . Habitaba este
comerciante en un país fértil, a orillas de un río. En su morada había un asno
y un buey.
Cierto día llegó el buey al
lugar ocupado por el asno y vio aquel sitio barrido y regado. En el pesebre
había cebada y paja bien cribadas, y el jumento estaba echado, descansando.
Cuando el amo lo montaba, era sólo para algún trayecto corto y por asunto
urgente, y el asno volvía pronto a descansar. Ese día el comerciante oyó que el
buey decía al pollino: "Come a gusto y que te sea sano, de provecho y de
buena digestión. ¡Yo estoy rendido y tú descansando, después de comer cebada
bien cribada! Si el amo, te monta alguna que otra vez, pronto vuelve a traerte.
En cambio yo me reviento arando y con el trabajo del molino." El asno le
aconsejo: "Cuando salgas al campo y te echen el yugo, túmbate y no te
menees aunque te den de palos. Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y
si entonces te vuelven al establo y te ponen habas, no las comas, fíngete
enfermo. Haz por no comer ni beber en unos días, y de ese modo descansarás de
la fatiga del trabajo."
Pero el comerciante seguía
presente, oyendo todo lo que hablaban.
Se acercó el mayoral al buey
para darle forraje y le vio comer muy poca cosa. Por la mañana, al llevarlo al
trabajo, lo encontró enfermo. Entonces el amo dijo al mayoral: "Coge al
asno y que are todo el día en lugar del buey." Y el hombre unció al asno
en vez del buey y le hizo arar todo el día.
Al anochecer, cuando el asno
regresó al establo, el buey le dio las gracias por sus bondades, que le habían
proporcionado el descanso de todo el día; pero el asno no le contestó. Estaba
muy arrepentido.
Al otro día el asno estuvo
arando también durante toda la jornada y regresó con el pescuezo desollado,
rendido de fatiga. El buey, al verle en tal estado, le dio las gracias de nuevo
y lo colmó de alabanzas. El asno le dijo: "Bien tranquilo estaba yo antes.
Ya ves cómo me ha perjudicado el hacer beneficio a los demás." Y en
seguida añadió: "Voy a darte un buen consejo de todos modos. He oído decir
al amo que te entregarán al matarife si no te levantas, y harán una cubierta
para la mesa con tu piel. Te lo digo para que te salves, pues sentiría que te
ocurriese algo."
El buey, cuando oyó estas
palabras del asno, le dio las gracias nuevamente, y le dijo: "Mañana
reanudaré mi trabajo." Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y hasta
lamio el recipiente con su lengua.
Pero el amo les había oído
hablar. En cuanto amaneció fue con su esposa hacia el establo de los bueyes y
las vacas, y se sentaron a la puerta.Vino el mayoral y sacó al buey, que en
cuanto vio a su amo empezó a menear la cola, y a galopar en todas direcciones
como si estuviese loco. Entonces le entró tal risa al comerciante, que se cayó
de espaldas. Su mujer le preguntó: "¿De qué te ríes?" Y él dijo:
"De una cosa que he visto y oído; pero no la puedo descubrir porque me va
en ello la vida." La mujer insistió: "Pues has de contármela, aunque
te cueste morir." Y él dijo: "Me callo, porque temo a la
muerte." Ella repuso: "Entonces es que te ríes de mí." Y desde
aquel día no dejó de hostigarle tenazmente, hasta que le puso en una gran
perplejidad. Entonces el comerciante mandó llamar a sus hijos, así como al kadí
y a unos testigos. Quiso hacer testamento antes de revelar el secreto a su
mujer, pues amaba a su esposa entrañablemente porque era la hija de su tío paterno,
madre de sus hijos, y había vivido con ella ciento veinte años de su edad. Hizo
llamar también a todos los parientes de su esposa y a los habitantes del barrio
y refirió a todos lo ocurrido, diciendo que moriría en cuanto revelase el
secreto. Entonces toda la gente dijo a la mujer: "¡Por Alah sobre ti! No
te ocupes más del asunto; pues va a perecer tu marido, el padre de tus
hijos." Pera ella replico: "Aunque le cueste la vida no le dejaré en
paz hasta que me haya dicho su secreto." Entonces ya no le rogaron más. El
comerciante se apartó de ellos y se dirigió al estanque de la huerta para hacer
sus abluciones y volver inmediatamente a revelar su secreto y morir.
Pero había allí un gallo
lleno de vigor, capaz de dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a él
hallábase un perro. Y el comerciante oyó que el perro increpaba al gallo de
este modo: " ¿No te avergüenza el estar tan alegre cuando va a morir
nuestro ama?" Y el gallo preguntó: "¿Por qué causa va a morir?"
Entonces el perro contó toda
la historia, y el gallo repuso: "¡Por Alah! Poco talento tiene nuestro
amo. Cincuenta esposas tengo yo, y a todas sé manejármelas perfectamente,
regañando a unas y contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene una y no sabe
entenderse. con ella! El medio es bien sencillo: bastaría con cortar unas
cuantas varas de morera, entrar en el camarín de su esposa y darle hasta que
sucumbiera o se arrepintiese. No volvería a importunarle con preguntas."
Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó sus palabras se iluminó su
razón, y resolvió dar una paliza a su mujer.
El visir interrumpió aquí su
relato para decir a su hija, Schahrazada: "Acaso el rey haga contigo lo
que el comerciante con su mujer." Y Schahrazada preguntó: "¿Pero qué
hizo?" Entonces el visir prosiguió de este modo:
"Entró el comerciante
llevando ocultas las varas de morera, que ocababa de cortar, y llamó aparte a
su esposa: "Ven a nuestro, gabinete para que te diga mi secreto." La
mujer le siguió; el comerciante se encerró con ella y empezó a sacudirla
varazos, hasta que ella acabó por decir: "¡Me arrepiento, me
arrepiento!" Y besaba las manos y los pies de su marido. Estaba
arrepentida de veras. Salieron entonces, y la concurrencia se alegró muchísimo,
regocijándose también los parientes. Y todos vivieron muy felices hasta la
muerte."
Dijo. Y cuando Schahrazada,
hija del visir, hubo oído este relato, insistió nuevamente en su ruego: Padre,
de todos modos quiero que hagas lo que te he pedido." Entonces el visir,
sin replicar nada, mandó que preparasen el ajuar de su hija, y marchó a
comunicar la nueva al rey Schahrían
Mientras tanto, Schahrazada
decía a su hermana Doniazada: "Te mandaré llamar cuando esté en el
palacio, y así que llegues y veas que el rey ha terminado de hablar conmigo, me
dirás: "Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la
noche." Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de
la emancipación de las hijas de los musulmanes."
Fue a buscarla después el
visir, y se dirigió con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró
muchísimo al ver a Schahrazada, y preguntó a su padre: "¿Es ésta lo que yo
necesito?" Y el visir dijo respetuosamente: "Sí, lo es."
Pero cuando el rey quiso
acercarse a la joven, ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo: "¿Qué te
pasa?" Y ella contestó: "¡Oh rey poderoso, tengo una hermanita, de la
cual quisiera despedirme!" El rey mandó buscar-a la hermana, y vino
Doniazada.
Después empezaron a conversar
Doniazada dijo entonces a Schahrazada: "¡Hermana, por Alah sobre ti! cuéntanos
una historia que nos haga pasar la noche." Y Schahrazada contestó:
"De buena gana, y como un debido homenaje, si es que me lo permite este
rey tan generoso, dotado de tan buenas maneras." El rey, al oír estas
palabras, como no tuviese ningún sueño, se prestó de buen grado a escuchar la
narración de Schahrazada.
Y Schahrazada, aquella
primera noche, empezó su relato con la historia que sigue:
Las hermanas
James Joyce
James Joyce
No había esperanza esta vez:
era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las
vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche
lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo,
vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben
colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me
queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora
supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la
ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me
sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra
simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me
dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.
El viejo Cotter estaba
sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía
mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:
-No, yo no diría que era
exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi
opinión.
Empezó a tirar de su pipa,
sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto!
Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos;
pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.
-Yo tengo mi teoría -dijo-.
Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...
Sin exponer su teoría comenzó
a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:
-Bueno, creo que te apenará saber
que se te fue el amigo.
-¿Quién? -dije.
-El padre Flynn.
-¿Se murió?
-El señor Cotter nos lo acaba
de decir aquí. Pasaba por allí.
Sabía que me observaban, así
que continué comiendo como si nada. Mi tío le daba explicaciones al viejo
Cotter.
-Acá el jovencito y él eran
grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, para que vea; y dicen que
tenía puestas muchas esperanzas en este.
-Que Dios se apiade de su
alma -dijo mi tía, piadosa.
El viejo Cotter me miró
durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me examinaban, pero no le di el
gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió,
maleducado, dentro de la parrilla.
-No me gustaría nada que un
hijo mío -dijo- tuviera mucho que ver con un hombre así.
-¿Qué quiere usted decir con
eso, señor Cotter? -preguntó mi tía.
-Lo que quiero decir -dijo el
viejo Cotter- es que todo eso es muy malo para los muchachos. Esto es lo que
pienso: dejen que los muchachos anden para arriba y para abajo con otros
muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es cierto, Jack?
-Ese es mi lema también -dijo
mi tío-. Hay que aprender a manejárselas solo. Siempre lo estoy diciendo acá a
este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete, cada mañana
de mi vida, fuera invierno o verano, me daba un baño de agua helada! Y eso es
lo que me conserva como me conservo. Esto de la instrucción está muy bien y
todo... A lo mejor acá el señor Cotter quiere una lasca de esa pierna de cordero
-agregó a mi tía.
-No, no, para mí, nada -dijo
el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la
despensa y lo puso en la mesa.
-Pero, ¿por qué cree usted,
señor Cotter, que eso no es bueno para los niños? -preguntó ella.
-Es malo para estas criaturas
-dijo el viejo Cotter- porque sus mentes son muy impresionables. Cuando ven
estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
Me llené la boca con potaje
por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón, nariz de pimentón!
Era ya tarde cuando me quedé
dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por haberme tildado de criatura, me
rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería él decir con sus frases
inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara grisácea del paralítico en la
oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y traté de pensar en las
Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a todas partes. Murmuraba algo; y
comprendí que quería confesarme cosas. Sentí que mi alma reculaba hacia
regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré allí, esperándome. Empezó a
confesarse en murmullos y me pregunté por qué sonreía siempre y por qué sus
labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces que recordé que había muerto de
parálisis y sentí que también yo sonreía suavemente, como si lo absolviera de
un pecado simoniaco.
A la mañana siguiente,
después del desayuno, me llegué hasta la casita de la Calle Gran Bretaña. Era
una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago nombre de Tapicería. La
tapicería consistía mayormente en botines para niños y paraguas; y en días
corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se Forran Paraguas. Ningún
letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había un crespón
atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero del
telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para
leerla.
1 de Julio de 1895
El Reverendo James Flynn
(quien que perteneció a la parroquia de la
Iglesia de Santa Catalina, en
la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad,
ha fallecido.
R. I. P.
Leer el letrero me convenció
de que se había muerto y me perturbó darme cuenta de que tuve que contenerme.
De no estar muerto, habría entrado directamente al cuartito oscuro en la
trastienda, para encontrarlo sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado
dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me habría entregado un paquete de
High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quien
tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que sus manos temblaban
demasiado para permitirle hacerlo sin que derramara por lo menos la mitad.
Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la nariz, nubes de
polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la pechera del
abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus viejas
vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo,
renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que
trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no
tuve valor para tocar. Me fui caminando lentamente a lo largo de la calle
soleada, leyendo las carteleras en las vitrinas de las tiendas mientras me
alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estuviéramos de luto y hasta me
molestó descubrir dentro de mí una sensación de libertad, como si me hubiera
librado de algo con su muerte. Me asombró que fuera así porque, como bien
dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas cosas. Había estudiado en el
colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar el latín correctamente. Me
contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó
el sentido de las diferentes ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras
que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas
difíciles, preguntándome lo que había que hacer en ciertas circunstancias o si
tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus
preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas que son ciertas instituciones
de la Iglesia que yo siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes
del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan
graves que me preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar;
y no me sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito
libros tan gruesos como la Guía de Teléfonos y con letra tan menuda como la de
los edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones
intrincadas. A menudo cuando pensaba en todo ello no podía explicármelo, o le
daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir
con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los
responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba,
él sonreía meditativo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente
polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al
descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el
labio inferior -costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra
relación, antes de conocerlo bien.
Al caminar solo al sol
recordé las palabras del viejo Cotter y traté de recordar qué ocurría después
en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de terciopelo y una lámpara
colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber estado muy lejos, en
tierra de costumbres extrañas. "En Persia", pensé... Pero no pude
recordar el final de mi sueño.
Por la tarde, mi tía me llevó
con ella al velorio. Ya el sol se había puesto; pero en las casas de cara al
poniente los cristales de las ventanas reflejaban el oro viejo de un gran banco
de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como no habría sido de buen tono
saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la mano. La vieja señaló
hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a subir
trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja
sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano y
con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el
velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme
repetidas veces con su mano.
Entré en puntillas. A través
de los encajes bajos de las cortinas entraba una luz crepuscular dorada que
bañaba el cuarto y en la que las velas parecían una débil llamita. Lo habían
metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos arrodillamos al pie de la
cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme porque los murmullos de
la vieja me distraían. Noté que su falda estaba recogida detrás torpemente y
cómo los talones de sus botas de trapo estaban todos virados para el lado. Se
me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo tendido en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos
y fuimos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en
sus vestiduras de oficiar, con sus largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz.
Su cara se veía muy truculenta, gris y grande, rodeada de ralas canas y con
negras y cavernosas fosas nasales. Había una peste potente en el cuarto: las
flores.
Nos persignamos y salimos. En
el cuartito de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de
él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al
aparador y sacó una garrafa de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos
invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la garrafa en las copas
y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera galletas de soda, pero rehusé
porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco
ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana.
Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza
suspirara para decir:
-Ah, pues ha pasado a mejor
vida.
Eliza suspiró otra vez y bajó
la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de
tomar un sorbito.
-Y él... ¿tranquilo?
-preguntó.
-Oh, sí, señora, muy
apaciblemente -dijo Eliza-. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo
una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
-¿Y en cuanto a lo demás...?
-El padre O'Rourke estuvo a
visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.
-¿Sabía entonces?
-Estaba muy conforme.
-Se le ve muy conforme -dijo
mi tía.
-Exactamente eso dijo la
mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo
conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se
vería tan agraciado.
-Pues es verdad -dijo mi tía.
Bebió un poco más de su copa y dijo:
-Bueno, señorita Flynn, debe
de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que
pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.
Eliza se alisó el vestido en
las rodillas.
-¡Pobre James! -dijo-. Sólo
Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos... pero no
podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.
Nannie había apoyado la
cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.
-Así está la pobre Nannie
-dijo Eliza, mirándola-, que no se puede tener en pie. Con todo el trabajo que
tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd
y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke
no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los
dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el Freeman's
General y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre
James y todo.
-¿No es verdad que se portó
bien? -dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y negó
con la cabeza.
-Ah, no hay amigos como los
viejos amigos -dijo.
-Pues es verdad -dijo mi
tía-. Y segura estoy que ahora que recibió su recompensa eterna no las olvidará
a ustedes y lo buenas que fueron con él.
-¡Ay, pobre James! -dijo
Eliza-. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa
más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y
todo, es que...
-Le vendrán a echar de menos
cuando pase todo -dijo mi tía.
-Ya lo sé -dijo Eliza-. No le
traeré más su taza de caldo de res al cuarto, ni usted, señora, me le mandará
más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
Se calló como si estuviera en
comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:
-Para que vea, ya me parecía
que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le
traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en
su silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y
frunció la frente; después, siguió:
-Pero con todo, todavía
seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen
tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde
nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos
hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos
en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día... decía
él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un
domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja... ¡Pobre James!
-¡Que el Señor lo acoja en su
seno! -dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se
limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato
la parrilla vacía, sin hablar.
-Fue siempre demasiado
escrupuloso -dijo-. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y su
vida, también, fue tan complicada.
-Sí -dijo mi tía-. Era un
hombre desilusionado. Eso se veía.
El silencio se posesionó del
cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego
volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo
embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una
larga pausa dijo lentamente:
-Fue ese cáliz que rompió...
Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío,
quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el
pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!
-¿Y qué fue eso? -dijo mi
tía-. Yo oí algo de...
Eliza asintió.
-Eso lo afectó mentalmente
-dijo-. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por
ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una
visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no
pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que
probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el
sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y
entraron a buscarlo... ¿Y qué le parece, que estaba allí, sentado solo en la
oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?
Se detuvo de repente como si
oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa:
y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un
muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.
Eliza resumió:
-Bien despierto y riéndose
solo... Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que,
pues, que no andaba del todo bien...
FIN
Felicidad
clandestina
Clarice Lispector
Clarice Lispector
Ella era gorda, baja, pecosa
y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme,
mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente,
por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa.
Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado
tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y
nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito
barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima
siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más
que vistos.
Detrás escribía con letra
elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y
"recuerdos".
Pero qué talento tenía para
la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura
venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos
imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo
con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las
humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella
no le interesaban.
Hasta que le llegó el día
magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que
tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame
Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con
él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día
siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de
alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba
lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al
día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una
casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había
prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente.
Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a
apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi
manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba
la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después
mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan
sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y
diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una
sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el
libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me
imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día
siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como
aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto
tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía:
Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido
hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las
ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo
estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su
negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana
de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo
una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la
señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que,
madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa
exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías
leerlo!
Y lo peor para la mujer no
era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado
descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de
perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta,
al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin,
firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo
ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro
todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me
hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que
una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió?
Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada.
Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy
despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra
el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho
caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a
leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de
tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a
cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan
con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba,
lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa
clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser
clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el
aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la
hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un
éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su
amante.
Rayuela -
Capítulo 68
Julio Cortázar
Julio Cortázar
Apenas él le amalaba el
noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes
ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las
incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de
cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban
apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina
al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era
apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios,
consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se
entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y
paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas,
la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una
sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se
sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las
marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de
argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite
de las gunfias.
Capítulo 1
¿Encontraría a la Maga?
Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco
que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el
río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el
Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil
de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir
los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que
sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo
menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la
misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el
tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en
el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el
ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas
o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas
maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en
mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos
habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una
ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los
papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos
encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o
agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin
buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer
parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y
cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que
se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas
viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado
de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya
un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas
de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando
en pájaros pinto o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche,
y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas
cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de
relámpagos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos
de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos,
pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un
parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de
la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto
del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allá lo tiré con
todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos
proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkiria.
Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde,
al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu'en hiver,
a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato,
enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados
o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedó entre el pasto,
mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movió, ninguno de sus
resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos
contentos.
¿Qué venía yo a hacer al Pont
des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la villa
derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Leonie
me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a
que madame Leonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que
leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo
terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue
quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y
vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una
lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca
te llevé a que madame Leonie, Maga; y sí, porque me lo dijiste, que a vos no te
gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil,
donde un anciano agobiado haca miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse
sobre historiografía. Ibas allá a jugar con un gato, y el viejo te dejaba
entrar y no te hacía preguntas, contento de que a veces le alcanzaras algún
libro de los estantes más altos. Y te calentabas en su estufa de gran caño
negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estufa.
Pero todo esto había que decirlo en su momento, solo que era difícil precisar
el momento de una cosa, y aun ahora, acodado en el puente, viendo pasar una
pinaza color borra vino, hermosísima como una gran cucaracha reluciente de
limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la
proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel,
aun ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar
a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el
Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces,
yo habría sabido que el rodeo tenía un sentido, y ahora en cambio envilecía mi
fracaso llamándolo rodeo. Era cuestión, después de subirme el cuello de la
canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona de grandes
tiendas que se acaba en el Chatelet, pasar bajo la sombra violeta de la Tour
Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había encontrado y en
madame Leonie.
Sé que un día llegué a París,
sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y
viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de la rue du Cherche-Midi y
que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas
me prohibían cruzar continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más
insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no
recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada,
hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metíamos en un café del Boul
Mich y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida.
Cómo podía yo sospechar que
aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de
anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te
creí, más tarde hubo razones, hubo madame Leonie que mirándome la mano que
había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. "Ella
sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su
pájaro es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts." (Una
pinaza color borra vino, Maga, y por qué no nos habremos ido en ella cuando
todavía era tiempo.)
Y mirá que apenas nos
conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente.
Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo
quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como
estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos
del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo - Maga que era la
torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la arena Klee, el
circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías
como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un
alfil. Y entonces en esos días íbamos a los cine-clubs a ver películas mudas,
porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no entendías
absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa previa a tu nacimiento,
esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí
Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías
de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang. Me hartabas un
poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos, con tu negativa a
aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de l'Odeon, y nos
íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel a cualquier almohada.
Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d'Orleans, conocíamos cada vez mejor
la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan, donde a
veces a medianoche se reunían los del club de la Serpiente pare hablar con un
vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y nos
internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque esa es una de las
pocas zonas de París donde el cielo vale más que la sierra. Sentados en un
montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo o
canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeyas absurdas cortadas por
suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que
había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía
más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes auxiliares,
pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de zapatos
marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma, suelas muy
fines, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par de zapatos
en la mano del recuerdo, el resto venía solo: la cara de doña Manuela, por
ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego
consistía en recobrar tan solo lo insignificante, lo in ostentoso, lo perecido.
Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la
prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los
zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la
cucharita pare el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban
vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el
recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes
efemérides del corazón y los rincones, me obstinaba en reconstruir el contenido
de mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada
Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de
quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque nunca
he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la caja de
útiles, en un compartimiento especial, pero no me acuerdo de cuántas eran ni
puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la
Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento
caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los
montones de basura en busca de los del club. Ya para entonces me había dado
cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin
propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de
pata física hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro
encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en
las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto
sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths
privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor
suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas más
fenomenales de este circo, y sin embargo baste suponerle una conciencia para
comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe
sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le
encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del
fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes con solo
cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el
décimo de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi parte ya me había
acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no encontraba
demasiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuras para recoger un álbum
de discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un ciempiés
gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y encontrar grandes
pelusas grises o verdes dentro de un paquete de cigarrillos, u oír el silbato
de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios pare
incorporarse ex oficio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig Van, o entrar a
una pissottière de la rue de Medicis y ver a un hombre que orinaba
aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su comportamiento, giraba
hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la mano como un objeto
litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores increíbles, y en el
mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro
(aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de
Géographie, había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado público,
sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bastoncillos de marfil,
plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles mágicos, estrellas de mar,
pescados secos, fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes
escarabajos embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las
infaltables señoras.
En fin, no es fácil hablar de
la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando
aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de género rojo. Si no lo
encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los
ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra
esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso
porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca
encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo
que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una
desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la
inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se
me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio
obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es
que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un
trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de
azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de
gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos
con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar
abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la
atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los
terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas
evidentes. Pero este se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual
aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de
la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y
se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se
acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Parker o una dentadura
postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin pedir
permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la
gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de
algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero
igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme
cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar
hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso
tenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido
entre los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la
mesa y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos-gallina que allá
arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Parker
o el Luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una
especie de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una
cara que era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de
reír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me
dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a
agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no
estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me
picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía
de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en
la palma de la mano y sintiendo como se mezclaba con el sudor de la piel, como
asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de
episodios todos los días.
César Bruto - Preámbulo de
Rayuela, de Julio Cortázar
4:22 p. m.
Bruto César , Julio Cortázar , Narrativa
Sin comentarios heno. :
Siempre Que viene el Tiempo
fresco, o el mar al medio del otonio, A mi me da la loca de Pensar las ideas de
tipo eséntrico y Esotico, Como Ser Por egenplo Que Me gustaria venirme
golondrina párr agarrar y volar a los Paix Adonde haiga calor, o Ser hormiga
párr meterme bien adentro De Una curva y comer los Productos Guardados En el
Verano o de Ser Una víbora Como las del solojicO, Que las Tienen bien guardadas
del una jaula de vidrio con calefación Para Que No Se queden duras de frío, Que
es Lo Que les pasa a los Pobres Seres Humanos Que No pueden comprarse ropa con
lo Cara Questa, ni pueden calentarse Por La Falta del querosén, La Falta del
Carbón, La Falta de plata, Porque CUANDO uno Anda con Biyuya ensima Florerias
entrar a boliche CUALQUIER y mandarse Una buena grapa Que Hay Que Ver Lo Que
Calienta, Aunque No abusar conbiene, Porque del Abuso entra el visio y del
visio la dejeneradés del tanto del Cuerpo de Como de las taras de moral Cada
Cual, Y Cuando Se viene abajo Por La pendiente fatal de La Falta de buena
condupta en TODO SENTIDO, ya nadie ni nadies lo salva de Akbar en El Más
espantoso tacho de basura del desprestijio Humano, y Nunca le van a dar Una
Mano párr sacarlo de adentro del fango enmundo Entre el Cual se rebuelca, ni
más ni meno Que Si Fuera la ONU cóndor Que CUANDO joven de supo correr y volar
Por La Punta de las altas montanias, Pero Que de ser e viejo Cayó parabajo Como
bombardero en picada Que le Falia El Moral motor. ¡Y ojalá Que lo que estoy
Escribiendo le sirbalguno párrafo que bien cieno su Comportamiento Y Que no
searrepienta CUANDO es tarde y ya Todo Se haiga ido al corno Por Culpa Suya!
. César Bruto LO QUE ME
GUSTARIA Ser a mi si no soy Que Lo Fuera (Capítulo: Perro de San Bernardo).
16 consejos*
Jorge Luis Borges
En literatura es preciso
evitar:
1. Las interpretaciones
demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo,
describir la misoginia de Don Juan, etc.
2. Las parejas de personajes
groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho
Panza, Sherlock Holmes y Watson.
3. La costumbre de
caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.
4. En el desarrollo de la
trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como
hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.
5. En las poesías,
situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.
6. Los personajes
susceptibles de convertirse en mitos.
7. Las frases, las escenas
intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el
ambiente local.
8. La enumeración caótica.
9. Las metáforas en general,
y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas
agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.
10. El antropomorfismo.
11. La confección de novelas
cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de
Joyce y la Odisea de Homero.
12. Escribir libros que
parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.
13. Todo aquello que pueda
ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una
película.
14. En los ensayos críticos,
toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la
personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar
el psicoanálisis.
15. Las escenas domésticas en
las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y,
en fin:
16. Evitar la vanidad, la
modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.
…………………………………………………………….
Diez mandamientos para
escribir con estilo
Friedrich Nietzsche
Lo que importa más es la vida:
el estilo debe vivir.
El estilo debe ser apropiado
a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar
tu pensamiento.
Antes de tomar la pluma, hay
que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir.
Escribir debe ser sólo una imitación.
El escritor está lejos de
poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de
discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más
apagado que su modelo.
La riqueza de la vida se
traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como
un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las
respiraciones; También la elección de las palabras, y la sucesión de los
argumentos.
Cuidado con el período. Sólo
tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para
la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.
El estilo debe mostrar que
uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.
Cuanto más abstracta es la
verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella
todos los sentidos del lector.
El tacto del buen prosista en
la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla,
pero sin franquear jamás el límite que la separa.
No es sensato ni hábil privar
al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el
contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra
sabiduría.
……………………………………………………………
Decálogo del perfecto
cuentista
Horacio Quiroga
·
Cree en un
maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
·
Cree que su arte
es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás sin saberlo tú mismo.
·
Resiste cuanto
puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que
ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia
·
Ten fe ciega no
en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte
como a tu novia, dándole todo tu corazón.
·
No empieces a
escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien
logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres
últimas.
·
Si quieres
expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento
frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para
expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son
entre sí consonantes o asonantes.
·
No adjetives sin
necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo
débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero
hay que hallarlo.
·
Toma a tus
personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa
que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no
pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela
depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
·
No escribas bajo
el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces
de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino
·
No pienses en tus
amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu
relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes,
de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del
cuento.
¡Ay mísero de mí...!
[Soliloquio: Fragmento de La
vida es sueño]
Pedro Calderón de la Barca
¡Ay mísero de mí, y ay,
infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrellas
(gracias al docto pincel),
cuando, atrevida y crüel
la humana necesidad
le enseña a tener crueldad,
monstruo de su laberinto;
¿y yo, con mejor instinto,
tengo menos libertad?
Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas, bajel de escamas,
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío;
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?
Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de las flores la piedad
que le dan la majestad
del campo abierto a su huida;
¿y teniendo yo más vida
tengo menos libertad?
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón,
negar a los hombres sabe
privilegio tan süave,
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un
cristal,
a un pez, a un bruto y a un
ave?
Sueña el rey que es rey
[Soliloquio: Fragmento de La
vida es sueño]
Pedro Calderón de la Barca
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento
escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente
reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar
empieza,
sueña el que afana y
pretende,
sueña el que agravia y
ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
La hija del guardaagujas
Vicente Huidobro
La casita del guardaagujas
está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada que sólo
algunos árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus raíces
afiladas, agarrándose a los terrones hasta llegar a la cumbre.
La casita de madera
desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita
pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.
Allí vive el guardaagujas con
su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad
a ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte.
Todos los días, todas las semanas, todo el año. Miles de trenes con millones de
fantasmas, haciendo crujir los huesos de la montaña.
La mujer, como buena mujer,
le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino.
La responsabilidad de tantas
vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro. Apenas si pueden
sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de
tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.
Pasan los trenes con el
fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara
sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.
La hija del guardaagujas
juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que
los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como
ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del mundo... y
ya empieza a mirarlos con desprecio.
Es un encanto de niñita.
Viva, despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que
un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.
En cambio sus padres viven
pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la
adoran.
Ellos saben que un día la va
a matar un tren.
………………………………………………
Tragedia
Vicente Huidobro
María Olga es una mujer
encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande
y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como
árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó
era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y tomó un
amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que
su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel. ¿Qué
tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María
cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Era ella culpable de tener
un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió
el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro,
por no poder comprender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se
equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga
continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy
feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
…………………….
La joven del abrigo largo
[Cuento. Texto completo.]
Vicente Huidobro
Cruza todos los días la plaza
en el mismo sentido.
Es hermosa. Ni alta ni baja,
tal vez un poco gruesa. Grandes ojos, nariz regular, boca madura que azucara el
aire y no quiere caer de la rama.
Sin embargo, tiene un gesto
amargado y siempre lleva un abrigo largo y suelto. Aunque haga un calor
excepcional. Esta prenda no cae jamás de su cuerpo. Invierno y verano, más
grueso o más delgado, siempre el sobretodo como escondiendo algo. ¿Es que ella
es tímida? ¿Es que tiene vergüenza de tanta calle inútil?
¿Ese abrigo es la fortaleza
de un secreto sentimiento de inferioridad? No sería nada raro. Por eso tiene un
estilo arquitectónico que no sabría definir, pero que, seguramente, cualquier
arquitecto conoce.
Tal vez tiene el talle muy
alto o muy bajo, o no tiene cintura. Tal vez quiere ocultar un embarazo, pero
es un embarazo demasiado largo, de algunos años. O será para sentirse más sola
o para que todas sus células puedan pensar mejor. Saborea un recuerdo dentro de
ese claustro lejos del mundo.
Acaso quiere sólo ocultar que
su padre cometió un crimen cuando ella tenía quince años.
Cuento de horror
Marco Denevi
La señora Smithson, de
Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su
marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de
matrimonio. Se lo dijo:
-Thaddeus, voy a matarte.
-Bromeas, Euphemia -se rió el
infeliz.
-¿Cuándo he bromeado yo?
-Nunca, es verdad.
-¿Por qué habría de bromear
ahora y justamente en un asunto tan serio?
-¿Y cómo me matarás? -siguió
riendo Thaddeus Smithson.
-Todavía no lo sé. Quizá
poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás
aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera,
aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de
plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió
que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón,
del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia
Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser
una asesina.
………………….
Epidemia de Dulcineas en el
Toboso
[Minicuento. Texto completo.]
Marco Denevi
El peligro está en que, más
tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso.
Llegará convertida en la
fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente enamorado de
una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse
caballero andante. Las versiones, orales y disímiles, dirán que don Quijote se
ha prendado de la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y
que, ignorando cómo se llama, le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán
que en cualquier momento vendrá al Toboso a pedir la mano de Dulcinea. Entonces
las mujeres del Toboso adoptan un aire lánguido, ademanes de princesa,
expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Se les da por leer poemas de un
romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta sufren un soponcio. Andan todo
el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a
cantar o a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y
hacen caras. No quieren casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio.
Frunciendo la boca y mirando lejos, le dicen al candidato: "Disculpe,
estoy comprometida con otro". Si sus padres les preguntan a qué se debe
esa actitud, responden: "No pretenderán que me case con un
cualquiera". Y añaden: "Felizmente no todos los hombres son
iguales". Cuando alguien narra en su presencia la última aventura de don
Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto. Ese día no comen y
esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las mujeres
del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando al extremo de
leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio.
………………….
Génesis, 2
Marco Denevi
Imaginad que un día estalla
una guerra atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda la tierra es
como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región
sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El
niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo,
aturdido por el horror de la catástrofe, solo sabe llorar y clamar por su
padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios
y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A ratos
recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre
le sonreía o lo amonestaba, o ascendía
(en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse
entre las nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una
oración, un cántico de lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota
la vegetación, las plantas se cubren de flores, los árboles se cargan de
frutos. El niño, convertido en un muchacho, comienza a explorar la comarca. Un
día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se halla frente
a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los estragos de
la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo de la
soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un nuevo
idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de
años más tarde una religión se habrá propagado entre los descendientes de ese
Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la
civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido.
…………………….
La hormiga de Marco Denevi
Un día las hormigas, pueblo
progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a
hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los
hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del
veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra
que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas
bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden,
se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la
dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son
tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado
los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de
identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por
unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se
aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el
corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una
mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres,
rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se
abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un
atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia.
Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:
"Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores..." Las demás
hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que
la hormiga ha enloquecido y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik un
día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la
revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien
znacks.)