domingo, 28 de agosto de 2016
J.L.Borges
"...vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo... " J.L.Borges
Rafa Urretabizkaya "Estar despierto"
Estar despierto
Pudrirse una naranja
el hambre de los gatos
el otoño
la muerte...
desafilarse un cuchillo
la sed
andar en bici sin recordar llamar al equilibrio,
son todas cosas que suceden
mientras nos atamos los cordones
cuando pensamos en los trenes
mientras llega el cartero
y en alguna otra circunstancia.
Sin embargo,
perder un sueño
encender un sueño
olvidar un sueño
abandonar un sueño
amamantar un sueño
matar un sueño
criar un sueño,
son todas cosas que suceden
solamente,
cuando estamos despiertos.
de
mientras nos atamos los cordones
cuando pensamos en los trenes
mientras llega el cartero
y en alguna otra circunstancia.
Sin embargo,
perder un sueño
encender un sueño
olvidar un sueño
abandonar un sueño
amamantar un sueño
matar un sueño
criar un sueño,
son todas cosas que suceden
solamente,
cuando estamos despiertos.
de
domingo, 21 de agosto de 2016
Exvoto: A las chicas de Flores (Girondo)
Exvoto
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como
las almendras azucaradas de la Confitería del Molino,
y usan moños de seda que les liban las nalgas
en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los
brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y
si alguien las mira en las pupilas, aprietan las
piernas,de miedo de que el sexo se les caiga en la
vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin
madurar del ramaje de hierro de los balcones, para
que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche, al remolque de sus mamás -empavesadas
como fragatas- van a pasearse por la plaza, para
que los hombres les eyaculen palabras al
oído y sus pezones fosforescentes, se enciendan
y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de
que las nalgas se pudran, como manzanas que
se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las
sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse
de él como un corsé, ya que no tienen el
coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y
arrojárselo, a todos los que le pasan la vereda.
Autor: Oliverio Girondo
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como
las almendras azucaradas de la Confitería del Molino,
y usan moños de seda que les liban las nalgas
en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los
brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y
si alguien las mira en las pupilas, aprietan las
piernas,de miedo de que el sexo se les caiga en la
vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin
madurar del ramaje de hierro de los balcones, para
que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche, al remolque de sus mamás -empavesadas
como fragatas- van a pasearse por la plaza, para
que los hombres les eyaculen palabras al
oído y sus pezones fosforescentes, se enciendan
y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de
que las nalgas se pudran, como manzanas que
se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las
sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse
de él como un corsé, ya que no tienen el
coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y
arrojárselo, a todos los que le pasan la vereda.
Autor: Oliverio Girondo
"La rosa de Paracelso" y "Tigres azules", por Jorge Luis Borges strict warning: Only variables should be assigned by reference in
"La rosa de Paracelso" y "Tigres azules", por Jorge Luis Borges
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Los dos cuentos borgeanos que ofrecemos a vuestra lectura pertenecen a La memoria de Shakespeare. En "La rosa de Paracelso", Borges imagina su ficción desde la tradicional relación maestro-discípulo. El verdadero maestro elige con matemática precisión a un discípulo. La sabiduría reclama verdad y también autenticidad en su descubrimiento y asimilación. Si la motivación del candidato a discípulo no es noble, el saber corre peligro y pierde una posibilidad para su correcta conservación. Y si el maestro intuye nubes oscuras en la frente del falso discípulo deberá ocultar su gema, fingir ignorancia; deberá quemar una rosa y luego no ensayar su mágica resurrección...
El maestro que inspira el relato borgeano es Paracelso, el célebre médico y alquimista suizo del Renacimiento que pensó la imaginación como una fuerza corpórea y experimentó con el homúnculo, la creación de un artificial ser humano en el laboratorio alquímico. Paracelso es un importante personaje en el universo renacentista del duque Pier Francesco Orsini recreado por Manuel Mujica Láinez en su esencial novela histórica Bomarzo.
El segundo cuento, "Tigres azules", sólo en su abertura es otra reincidencia en la pasión borgeana por los felinos de Bengala y Siberia. El verdadero manantial del relato borbotea en unas "insensatas piedras que engendran". Mágicas piedras azules que se multiplican con vigor en una lujuria caótica y sin respetar ningún patrón lógico de multiplicación. Entonces, más que un regreso al fervor por los animales de las muchas rayas, lo que bulle aquí es la intuición de un caos inextricable que se halla en el espinazo inasible de la realidad a la manera de "La lotería de Babilonia", otro esencial relato de Borges.
El camino auténtico hacia la sabiduría y el descenso al tembladeral caótico del mundo generan las situaciones fantásticas de estos dos relatos que incluimos en Grandes relatos fantásticos de Temakel.
El maestro verdadero y las piedras que se multiplican nos arrojan a las aguas aún desconocidas.
LA ROSA DE PARACELSO
Por Jorge Luis Borges
En su taller que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lampara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló:
- Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente – dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
- Mi nombre es lo de menos -replicó el otro -. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lampara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
- Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
- El oro no me importa- respondió el otro.
- Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
- El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta:
- Pero.. ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
- Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
- Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
- ¿Cuándo?- preguntó con inquietud Paracelso.
- Ahora mismo - contestó con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. El muchacho elevó en el aire la rosa.
- Es fama -dijo - que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
- Eres muy crédulo- dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
- Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
- Eres crédulo - dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
- Nadie es incapaz de destruirla - dijo el discípulo.
- Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
- No estamos en el Paraíso - habló tercamente el muchacho; - aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto de pie e inquirió:
- ¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
- Una rosa puede quemarse- desafió el discípulo.
-Aún queda el fuego en la chimenea. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
- ¿Una palabra?- dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso lo miró con tristeza.
- El atanor esta apagado – repitió – y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
- No me atrevo a preguntar cuáles son - dijo el otro con astucia o con humildad.
- Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Kabalah.
El discípulo dijo con frialdad:
- Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
- Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
- Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
- Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y solo quedó un poco de ceniza.
Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
- Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
- He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompaño hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja.
Y la rosa resurgió. (*)
(*) Fuente: Jorge Luis Borges, "La rosa de Paracelso", en Obras Completas, editorial Emecé, Buenos Aires, pp. 89-92.
TIGRES AZULES
Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigres, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco -la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es- convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).
Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión.
A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. la noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era "Bláland", Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz. Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque se que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre -por razones que luego aclararé- no quiero acordarme.
Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorio de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.
La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo.
Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura.
Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado.
Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el te, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla.
En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban.
Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.
Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.
No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró.
La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.
Veinte o treinta minutos de subir y pise la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños.
En cuanto al tigre... Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.
El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.
Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allabahad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia.
Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno.
La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuanto tiempo pasó.
Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta.
Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuantos eran.
El anciano los miró y me miró.
- Estas piedras no son de aquí . Son las de arriba -dijo con una voz que no era la suya
- Así es -le respondí. Agregué no sin desafío. que las había hallado en la meseta, en inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.
Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta.
Bhagwan Dass balbuceó:
- Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.
- Eres un cobarde -le dije.
Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.
Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.
-¡Son las piedras que engendran! -exclamó-. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.
La aldea entera nos rodeaba.
Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.
La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza.
Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia.
Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé porqué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos.
Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro... A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana.
Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.
En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.
La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras.
Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las gritas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.
Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres.
Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, una arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano?
El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer.
Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul.
Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra "cálculo". Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas...
Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos.
Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable.
No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber porqué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación.
No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:
- He venido.
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto
Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
- Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondí:
-No tengo una sola moneda.
-Tienes muchas -fue la contestación.
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
- Tienes que darme todas - me dijo-. El que no ha dado todo no ha dado nada.
Comprendí y le dije:
- Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.
Me contestó:
- Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.
Después me dijo:
- No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.
No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba. (*)
(*) Fuente: Jorge Luis Borges, "Tigres azules, en La memoria de Shakespeare, incluido en Obras Completas, v.III, Ed. Emecé, Buenos Aires, pp. 381-388.
El maestro que inspira el relato borgeano es Paracelso, el célebre médico y alquimista suizo del Renacimiento que pensó la imaginación como una fuerza corpórea y experimentó con el homúnculo, la creación de un artificial ser humano en el laboratorio alquímico. Paracelso es un importante personaje en el universo renacentista del duque Pier Francesco Orsini recreado por Manuel Mujica Láinez en su esencial novela histórica Bomarzo.
El segundo cuento, "Tigres azules", sólo en su abertura es otra reincidencia en la pasión borgeana por los felinos de Bengala y Siberia. El verdadero manantial del relato borbotea en unas "insensatas piedras que engendran". Mágicas piedras azules que se multiplican con vigor en una lujuria caótica y sin respetar ningún patrón lógico de multiplicación. Entonces, más que un regreso al fervor por los animales de las muchas rayas, lo que bulle aquí es la intuición de un caos inextricable que se halla en el espinazo inasible de la realidad a la manera de "La lotería de Babilonia", otro esencial relato de Borges.
El camino auténtico hacia la sabiduría y el descenso al tembladeral caótico del mundo generan las situaciones fantásticas de estos dos relatos que incluimos en Grandes relatos fantásticos de Temakel.
El maestro verdadero y las piedras que se multiplican nos arrojan a las aguas aún desconocidas.
Esteban Ierardo
LA ROSA DE PARACELSO
Por Jorge Luis Borges
En su taller que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lampara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló:
- Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente – dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
- Mi nombre es lo de menos -replicó el otro -. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lampara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
- Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
- El oro no me importa- respondió el otro.
- Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
- El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta:
- Pero.. ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
- Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
- Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
- ¿Cuándo?- preguntó con inquietud Paracelso.
- Ahora mismo - contestó con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. El muchacho elevó en el aire la rosa.
- Es fama -dijo - que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
- Eres muy crédulo- dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
- Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
- Eres crédulo - dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
- Nadie es incapaz de destruirla - dijo el discípulo.
- Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
- No estamos en el Paraíso - habló tercamente el muchacho; - aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto de pie e inquirió:
- ¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
- Una rosa puede quemarse- desafió el discípulo.
-Aún queda el fuego en la chimenea. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
- ¿Una palabra?- dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso lo miró con tristeza.
- El atanor esta apagado – repitió – y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
- No me atrevo a preguntar cuáles son - dijo el otro con astucia o con humildad.
- Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Kabalah.
El discípulo dijo con frialdad:
- Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
- Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
- Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
- Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y solo quedó un poco de ceniza.
Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
- Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
- He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompaño hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja.
Y la rosa resurgió. (*)
(*) Fuente: Jorge Luis Borges, "La rosa de Paracelso", en Obras Completas, editorial Emecé, Buenos Aires, pp. 89-92.
TIGRES AZULES
Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del tigres, forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del zoológico; nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los libros de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron revelados los Jungle Books, me desagradó que Shere Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes humanas. Hasta hace poco -la fecha me parece lejana, pero en realidad no lo es- convivió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor de lógica occidental y consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés; acaso el amor de los tigres fue el que me atrajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en mis sueños siempre vi tigres (ahora los pueblan de otras formas).
Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión.
A fines de 1904, leí que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie. la noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó. Sospeché un error, dada la impresión habitual de los nombres de los colores. Recordé haber leído que en islandés el nombre de Etiopía era "Bláland", Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres; era evidentemente apócrifo. El azul de la ilustración me pareció más propio de la heráldica que de la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había visto nunca y para el cual no hallo la palabra justa. Sé que era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el matiz. Meses después un colega me dijo que en cierta aldea muy distante del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato no dejó de sorprenderme, porque se que en esta región son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso. Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea, de cuyo nombre -por razones que luego aclararé- no quiero acordarme.
Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más ancho que alto, y la cercaba y amenazaba una jungla, que era de un color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el villorio de mi aventura ya que en ellas está toda la India, y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía las chozas. Hacia el sur había ciénagas y arrozales y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca, y después, de nuevo, la jungla.
La población era de hindúes. El hecho, que yo había previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre de las creencias que proceden del judaísmo.
Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día era opresivo y la noche no tenía frescura.
Los ancianos me dieron la bienvenida, y mantuve con ellos un primer diálogo, hecho de vanas cortesías. Ya dije la pobreza del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de ese lugar había llegado hasta Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron; intuí inmediatamente que había cometido una torpeza y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras habrían profanado.
Esperé a la mañana del otro día. Consumido el arroz y bebido el te, abordé mi tema. Pese a la víspera, no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me oyeron con alivio. Alguno me dijo que lo había divisado en el lindero de la jungla.
En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla, había divisado al tigre azul en la otra margen del río. Pensé que la luz de la luna nueva no permitiría divisar el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había guardado silencio, dijo que lo había visto. Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la cabra, pero la fiera que la había llevado, bien podía no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros que, desde luego, nada probaban.
Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros en la invención de rastros circunstanciales. El tigre podía ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que los observadores se turnaban con regularidad sospechosa. Mi llegada coincidía invariablemente con el momento exacto en que el tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos. Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.
Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera, les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada. El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de quedarse locos o ciegos.
No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil pendiente. No había camino y la maleza me demoró.
La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba a ser importante, quizá el más importante de mis días. Recuerdo aún los tonos obscuros, a veces casi negros, de la hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un solo pájaro.
Veinte o treinta minutos de subir y pise la meseta. Nada me costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada a su pie. Comprobé que no era la cumbre, que era una suerte de terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre, como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión. No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme; sentí que de algún modo eran niños.
En cuanto al tigre... Las muchas frustraciones habían gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.
El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño. Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad le prestaba algo artificial, como si fueran fichas.
Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el puñado en el bolsillo derecho, en el que había una tijerita y una carta de Allabahad. Estos dos objetos casuales tienen su lugar en mi historia.
Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño observé el color; era el del tigre ya soñado y el de las piedritas de la meseta. Me despertó el sol en la cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Las dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno.
La sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía. Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban las rodillas. No se cuanto tiempo pasó.
Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que había disminuido su número. Cerré la puerta con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta posición anterior y quise persuadirme de que todo había sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión, en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética. No sé si me auxiliaron. Temí instintivamente que me hubieran oído hablar solo, y abrí la puerta.
Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban, en la tierra. Ya no se cuantos eran.
El anciano los miró y me miró.
- Estas piedras no son de aquí . Son las de arriba -dijo con una voz que no era la suya
- Así es -le respondí. Agregué no sin desafío. que las había hallado en la meseta, en inmediatamente me avergoncé de darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.
Me duele confesar que saqué el revólver y le repetí la orden en voz más alta.
Bhagwan Dass balbuceó:
- Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.
- Eres un cobarde -le dije.
Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y recogí un puñado de piedras con la mano izquierda. Guardé el revólver y las dejé caer en la palma abierta de la otra. Su número era mucho mayor.
Sin saberlo, ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones. Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.
-¡Son las piedras que engendran! -exclamó-. Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.
La aldea entera nos rodeaba.
Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba, los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer o multiplicarse o disminuir extrañamente.
La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con ellos. En un momento sentí que ese desorden estaba profanando el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a la choza.
Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día, que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún. Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente feliz, ya que estuvo poblada, como otras, por la obsesión del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo que el cisne negro del romano, que se descubrió después en Australia.
Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital. Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé porqué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los discos.
Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son cuatro, no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología de cuatro, una manera diferente de decir cuatro... A mí, Alexandre Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen esa ley esencial de la mente humana.
Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación personal importaría menos que la prueba de que en el universo cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce, entonces la razón es una locura.
En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba en convertirse en terror. El sueño era más o menos el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos escalones de hierro que bajaban en espiral y un sótano o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías, en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las piedras que eran también Behemoth o Leviathan los animales que significaban en la escritura que el Señor es irracional. Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el cajón, listas a transformarse.
La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos, que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier instante de la noche, en cualquier instante de la noche, en cualquier instante del día, podían castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi acto, pero noté que ahora eran todos peligrosamente serviles. No volví a ver al niño que había jugado con los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda. Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio. Nadie, desde aquella primera mañana, había querido ver las piedras.
Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de discos. El ámbito familiar de mis discos no me trajo el alivio que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta y en la meseta las pequeñas grietas y en las gritas las piedras. Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares. La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga la jungla.
Rehuí la presencia de mis amigos. Temí ceder a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba la ciencia de los hombres.
Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga con un disco al que había cercenado con una lima, una arco de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un punzón abrí un orificio en el centro de un disco y repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso espacio era ése, que absorbía las piedras y devolvía con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a un arbitrio inhumano?
El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles variaciones quise hallar una ley. Consagré los días y las noches a fijar una estadística de los cambios. Mi procedimiento era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra. Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la operación. Inútil fue la búsqueda de un orden, de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas que conté fue 419; el mínimo, tres. Hubo un momento que esperé, o temí, que desaparecieran. A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros no podía multiplicarse o desaparecer.
Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar o dividir, eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos, podían, divididos, dar nueve; los nueve, divididos a su vez, podían ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro que su peso era constante y leve. El color era siempre aquel azul.
Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra "cálculo". Las matemáticas, dije, tienen su comienzo y ahora su fin en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas...
Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable. Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de verlos aumentar y decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que insistían en manejarlos.
Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar en las piedras, porque sabía que el olvido sólo podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento sería intolerable.
No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado los colores. No había un alma en el patio. Sin saber porqué, hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto, pensé que Dios y Alá son dos nombres de un ser inconcebible, y le pedí en voz alta que me librara de mi carga. Inmóvil, aguardé una contestación.
No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:
- He venido.
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto
Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
- Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondí:
-No tengo una sola moneda.
-Tienes muchas -fue la contestación.
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
- Tienes que darme todas - me dijo-. El que no ha dado todo no ha dado nada.
Comprendí y le dije:
- Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.
Me contestó:
- Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el ruido más leve.
Después me dijo:
- No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.
No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba. (*)
(*) Fuente: Jorge Luis Borges, "Tigres azules, en La memoria de Shakespeare, incluido en Obras Completas, v.III, Ed. Emecé, Buenos Aires, pp. 381-388.
viernes, 19 de agosto de 2016
LOS OTROS PAPELES
Viernes, 15 de Enero de 2016
Los otros papeles
De Carlos Gorostiza- 0
Una visita inesperada y frívola se asoma a las paredes de la institución. Dos seres vanidosos, movidos por la superficialidad de una existencia estoica y vacía, reclaman los papeles que cambiarían sus vidas. Para su asombro, se encuentran con una realidad desconcertante, que moviliza los sentimientos más profundos. Y esto, está en contra de todas las disposiciones, o sino...
Sintesis argumental: Gorostiza nos induce en Los Otros Papeles a una profunda reflexión sobre diferentes aspectos de nuestra realidad social. Una obra atemporal que nos deja extractos en su texto y personajes de una fuerte crítica e hilarantes situaciones que ponen en crisis la convivencia de un grupo de personas.
La visita de una sobrina a su tía es el disparador que...
(ver más)
Sintesis argumental: Gorostiza nos induce en Los Otros Papeles a una profunda reflexión sobre diferentes aspectos de nuestra realidad social. Una obra atemporal que nos deja extractos en su texto y personajes de una fuerte crítica e hilarantes situaciones que ponen en crisis la convivencia de un grupo de personas.
La visita de una sobrina a su tía es el disparador que...
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Una visita inesperada y frívola se asoma a las paredes de la institución. Dos seres vanidosos, movidos por la superficialidad de una existencia estoica y vacía, reclaman los papeles que cambiarían sus vidas. Para su asombro, se encuentran con una realidad desconcertante, que moviliza los sentimientos más profundos. Y esto, está en contra de todas las disposiciones, o sino...
Sintesis argumental: Gorostiza nos induce en Los Otros Papeles a una profunda reflexión sobre diferentes aspectos de nuestra realidad social. Una obra atemporal que nos deja extractos en su texto y personajes de una fuerte crítica e hilarantes situaciones que ponen en crisis la convivencia de un grupo de personas.
La visita de una sobrina a su tía es el disparador que plantea la historia. El motivo aparente es el largo tiempo que llevan sin saber una de otra, pero la hipocresía se hace carne en Aurora, un personaje dominante quien esconde bajo sus intenciones el reclamo de una vieja herencia familiar. Ella es acompañada en su demagogia por Atilio, otro de sus maridos, quien bajo el manejo de Aurora expresa de igual manera en el encuentro la frialdad con la cual viven sus días. Idea, despojada de algún interés material es consolada por el Profe. Dos personas que parecen estar bajo una cierta lejanía con la realidad pero son quienes representan la esencia de todo. Ellos habitan una vetusta y abandonada casona que funciona como dependencia pública. Allí es donde la Señora desprende su autoritarismo, será el árbitro de la contienda. La conversación derivará lentamente en transparentar los ideales opuestos de cada pareja, en quienes se pude observar la caracterización de un mundo que nos conflictúa a través de nuestras diferencias como seres humanos.
Grupo de teatro independiente: MuchaSobras
[^]
Sintesis argumental: Gorostiza nos induce en Los Otros Papeles a una profunda reflexión sobre diferentes aspectos de nuestra realidad social. Una obra atemporal que nos deja extractos en su texto y personajes de una fuerte crítica e hilarantes situaciones que ponen en crisis la convivencia de un grupo de personas.
La visita de una sobrina a su tía es el disparador que plantea la historia. El motivo aparente es el largo tiempo que llevan sin saber una de otra, pero la hipocresía se hace carne en Aurora, un personaje dominante quien esconde bajo sus intenciones el reclamo de una vieja herencia familiar. Ella es acompañada en su demagogia por Atilio, otro de sus maridos, quien bajo el manejo de Aurora expresa de igual manera en el encuentro la frialdad con la cual viven sus días. Idea, despojada de algún interés material es consolada por el Profe. Dos personas que parecen estar bajo una cierta lejanía con la realidad pero son quienes representan la esencia de todo. Ellos habitan una vetusta y abandonada casona que funciona como dependencia pública. Allí es donde la Señora desprende su autoritarismo, será el árbitro de la contienda. La conversación derivará lentamente en transparentar los ideales opuestos de cada pareja, en quienes se pude observar la caracterización de un mundo que nos conflictúa a través de nuestras diferencias como seres humanos.
Grupo de teatro independiente: MuchaSobras
[^]
Ficha técnico artística
- Histórico de funciones (2)
- TEATRO MARIA CASTAÑA (2011)
- ALQUIMIA ESTUDIO DE ARTES ESCÉNICAS (2010)
- Notas relacionadas (1)
- 12/02/2011 - Militancia, política y teatro: juntos pero no revueltos - Por: María Natacha Koss
jueves, 11 de agosto de 2016
La muerta enamorada/FANFICTION
La muerta enamorada
EN: https://www.fanfiction.net/s/7487979/1/La-muerta-enamorada
By: Leim Park Seok
Es un arte sin retorno el internarse en
una memoria y se presenta como única salida, el término de aquel tan lúcido
recuerdo.
Rated:
Fiction K+ -
Spanish - Poetry/Drama - Neji H., Tenten - Chapters: 3 - Words: 5,957 -
Reviews: 9 -
Favs: 1 - Follows: 1 - Updated: Nov 26, 2011 - Published: Oct 23, 2011 - id:
7487979
+ -
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Disclaimer: Ni el texto original, ni los personajes son míos. Más sí
la idea de mezclar esas dos cosas. Naruto le pertenece a Masashi Kishimoto y el
texto original de la muerta enamorada a Théophile Gautier.
Personajes: (principales) Ama Tenten, Hyuga Neji; (secundarios) Lee Rock, Uzumaki Naruto
Extensión: 1.872 palabras
Sumario: Es un arte sin retorno el internarse en una memoria y se presenta como única salida, el término de aquel tan lúcido recuerdo.
Personajes: (principales) Ama Tenten, Hyuga Neji; (secundarios) Lee Rock, Uzumaki Naruto
Extensión: 1.872 palabras
Sumario: Es un arte sin retorno el internarse en una memoria y se presenta como única salida, el término de aquel tan lúcido recuerdo.
1.-Bienaventurados los que lloran, porque
ellos serán consolados
Si me preguntan, si he amado: Sí. Es una historia
singular y terrible, y, aunque ya tengo sesenta y seis años, apenas me atrevo a
remover las cenizas de ese recuerdo. No quiero desairaros, pero no contaré este
semejante relato a un alma poco experimentada. Son acontecimientos tan extraños
que no puedo creer que me hayan sucedido. Durante más de tres años fui juguete
de una ilusión singular y diabólica. Yo pobre sacerdote rural, llevé en sueños
todas las noches (¡Dios quiera que hayan sido solo sueños!) una vida de
réprobo, una vida de hombre mundano y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado
complaciente a una mujer estuvo a punto de causar la pérdida de mi alma; pero,
al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, llegué a dominar al espíritu
maligno que se había apoderado de mí. Mi existencia se había complicado con una
existencia nocturna absolutamente distinta. Durante el día, yo era un sacerdote
del Señor, casto, dedicado a la plegaria y a ocupaciones santa; por la noche,
desde el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero,
experto conocedor de mujeres, de perros y de corceles, que jugaba a los dados,
bebía y blasfemaba; y, cuando despertaba al rayar la aurora, me parecía, por el
contrario, que dormía y soñaba que era Sacerdote. De aquella vida sonambulesca
me han quedado recuerdos de objetos y palabras contra los que no puedo
defenderme, y, aunque, no haya traspasado nunca los muros de mi casa
parroquial, diríase, al oírme, que soy un hombre que, ha recorrido el mundo y
parece haber conocido todo, ha ingresado, en religión y quiere terminar en el
seno de Dios unos días excesivamente agitados, antes que un humilde seminarista
que ha envejecido en una parroquia ignorada, en el fondo de un bosque, y sin
relación alguna con las cosas del siglo.
Sí, yo he amado como
nadie ha amado en este mundo, con un amor insensato y furioso, tan violento que
aún me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué
noches!
Desde mi más tierna
infancia había sentido vocación por el estado sacerdotal; de manera que todos
mis estudios se orientaron en esa dirección, y mi vida, hasta los veinticuatro
años, no fue sino un largo noviciado. Al concluir los estudios de teología,
pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y, a pesar de mi extrema
juventud, mis superiores me consideraron digno de franquear el último y temible
grado. Se fijó, para mi ordenación, un día de la semana de Pascua.
Nunca había salido al
mundo; el mundo para mí, era el recinto del colegio y del seminario. Sabía
vagamente que existía algo llamado mujer, pero eso no absorbía mis
pensamientos; mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y
enferma, dos veces al año. Ésas eran todas mis relaciones con el exterior.
Nada echaba de menos, ni
sentía la menor duda ante aquel compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría
y de impaciencia. Jamás novia alguna ha contado las horas con ardor tan febril;
no dormía soñaba que decía misa; no encontraba nada más bello en el mundo que
ser sacerdote: hubiera
rehusado ser rey o poeta. Mi ambición no concebía
más.
He dicho todo esto para
mostraros cómo no debería haberme sucedido lo que me sucedió, y hasta qué punto
fui víctima de una fascinación inexplicable.
Cuando llegó el gran
día, marché a la iglesia con un paso tan ligero que parecía como si flotase en
el aire o tuviera alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la
fisonomía taciturna y preocupada de mis compañeros; porque éramos varios. Había
pasado la noche en oración y me hallaba en un estado que casi rozaba el
éxtasis. El obispo, venerable anciano, se me antojó Dios Padre contemplando su
eternidad, y yo veía el cielo a través de las bóvedas de templo.
Conocéis los detalles de
esa ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especias, la unción de la
palma de las manos con el óleo de los catecúmenos y, en fin el sacrificio
celebrado conjuntamente con el obispo. No insistiré en ello. ¡Oh, qué razón
tenía Job y qué imprudente es quien no concierta un pacto con sus propios ojos!
Levanté por azar la cabeza, que hasta entonces había mantenido inclinada, y vi
ante mí, tan cerca que hubiese podido tocarla, aunque en realidad estuviera a
bastante distancia y a otro lado de la balaustrada, a una joven de rara belleza
y vestida con una magnificencia regia. Fue como si cayeran las escamas de mis
pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recobrara súbitamente la
vista. El obispo, poco antes tan resplandeciente, se eclipsó en el acto, los
cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y
se hizo en toda la iglesia una oscuridad completa. La encantadora criatura
destacaba sobre fondo sombrío como una revelación angélica; parecía tener luz
propia y difundir la claridad en lugar de recibirla.
Bajé los párpados,
dispuesto a no levantarlos, pera sustraerme a la influencia de los objetivos
exteriores; porque la distracción me invadía cada vez más, y apenas sabía lo
que hacía.
Un minuto después volví
a abrir los ojos, pues la veía, a través de mis pestañas, irisada con los
colores del prisma y en una penumbra purpúrea, como cuando se mira el sol.
¡Oh, qué hermosa era!
Los más grandes pintores, cuando, persiguiendo en el cielo la belleza ideal,
trajeron a la tierra el divino retrato de la Madona, no se aproximaron siquiera
a aquella fabulosa realidad. Ni los versos del poeta, ni la paleta del pintor
hubieran podido dar una idea de ella. Era alta, con un talle y un porte de
diosa; sus cabellos, de un suave color que se asemejaba al chocolate, se
dividían en el centro de su cabeza y se deslizaban sobre sus sienes como ríos
de tan deliciosa golosina; su frente de una blancura azulada y transparente, se
extendía, amplia y serena, sobre los arcos de sus pestañas morenas, singularidad
que añadía a sus pupilas chocolatosas una vivacidad y un fulgor irresistibles.
¡Que ojos! Con un solo relampagueo podían decidir el destino de un hombre;
tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás
había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi
corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno,
pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio,
quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus
dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto
de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables
mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble
origen, En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de
ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre
su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de
culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la
envolvía como una red de plata.
Llevaba un traje de
terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos
patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados eran de una
transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.
Todos estos detalles
estaban tan presentes en mí como si fuesen ayer, y aunque estaba profundamente
turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: su barbilla
que parecía suave, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el
terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las
mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.
Mientras la miraba
sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos
dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente,
acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me
atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un
siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo,
cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir
no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi
lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mí pesar las palabras
de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el
firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna
lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo
aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos.
Nadie se atreve nunca a
provocar semejante escándalo, ni a decepcionar a tantas personas; todas las
voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además,
todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una
forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los
hechos y sucumbe por completo.
La mirada de la hermosa
desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y
acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no
haber sido comprendida.
Hice un esfuerzo capaz
de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir
nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi
voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era
semejante al de una pesadilla, donde se quiere gritar una palabra de la que
nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.
Ella pareció darse
cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de
divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.
Me decía:
Me decía:
"Si quieres ser mío te haré más dichoso que
el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre
sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a
mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra
vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno".
"Derrama el vino de ese cáliz y serás
libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho
de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios
ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta
Él".
Me parecía oír estas
palabras con un ritmo y una dulzura infinita, su mirada tenía música, y las
frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una
boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a
renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las
formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan
suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas,
y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa (N/A: La madre de los dolores).
Todo terminó. Ya era sacerdote.
Aló (?)
Buenas
tardes/días/noches; depende de donde sean y que horas sean ¿no? Además de
aclarar que la historia lamentablemente no es mía, más sí muchas de las
palabras porque tuve que cambiarle pequeños detalles, para que esa historia
tuviese algo de coherencia con estos muchachos.
Decidí usar (no ocuparé
el termino plagio ya que sí le estoy dando los créditos a Théophile Gautier, el
escritor original de la muerta enamorada) Porque cuando leí esta historia para
la escuela, fue de esas pocas que he tenido que leer, qué en cierto modo me han
hecho pensar bastante en muchas cosas, sí bien sé y comprendo que no son nada
más que ficción sería emocionante ver como esto ocurre en la vida real.
PD: Para no hacer esto
con trozos del libro, le he puesto el nombre que creí conveniente a cada
capítulo.
Bueno, no haciéndoles
perder más tiempo y esperando que la historia de a poco sea entendida dejo aquí
por finalizada la nota de autora y el primer capítulo (:
¿Reviews? Acepto
tomatazos, zapatazos, golpes bajos, quejas, y todas esas cosas, ya sea porque
no tiene sentido o qué se yo.
Nos leemos (:
ºLa muerta enamorada
By: Leim Park Seok
Es un arte sin retorno el internarse en
una memoria y se presenta como única salida, el término de aquel tan lúcido
recuerdo.
Rated:
Fiction K+ -
Spanish - Poetry/Drama - Neji H., Tenten - Chapters: 3 - Words: 5,957 -
Reviews: 9 -
Favs: 1 - Follows: 1 - Updated: Nov 26, 2011 - Published: Oct 23, 2011 - id:
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Disclaimer: Ni el texto original, ni los personajes son míos. Más
sí la idea de mezclar esas dos cosas. Naruto le pertenece a Masashi Kishimoto y
el texto original de la muerta enamorada a Théophile Gautier.
Personajes: (principales) Ama Tenten, Hyuga Neji; (secundarios)
Aburame Shino, Uzumaki Naruto
Extensión: 1.501 palabras
Sumario: Es un arte sin retorno el internarse en una memoria y
se presenta como única salida, el término de aquel tan lúcido recuerdo.
Los ataques del corazón a punto de ocurrir
Jamás fisonomía humana
manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio
súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva
sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar
de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más
bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó
su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos
cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se
apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante
hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más
sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros
y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la
cúpula.
Al franquear el umbral
una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡Una mano de mujer! Jamás había
tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella
ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.
–¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? – me susurró. Luego desapareció entre la multitud.
El anciano obispo pasó a
mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño,
palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de
mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del
seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia
otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me
entregó un portafolio rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé
en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar
el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: «Tenten, en el palacio
Concini.» Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no
conocía a Tenten, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se
encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como
otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera
ser gran dama o cortesana.
Este amor, nacido hacía
bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me
parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había
apoderado de mí, por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para
transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en
ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había
cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con
la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que
ella me dijo en el octavo pórtico de la iglesia: «infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?». Comprendía todo el horror de mi situación y el
carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante
mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo,
apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada
de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres
desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de
convertir la túnica en un manto para el propio féretro.
Y sentía mi vida como un
lago interior que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza en las
arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe
que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno. ¿Cómo
hacer para ver de nuevo a Tenten? No tenía pretextos para salir del seminario,
no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo,
pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté
arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin
escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme
en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades –que no serían nada
para otros– eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin
experiencia, sin dinero y sin ropa.
«¡Ah!
–me decía a mí mismo en mi ceguera–, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla
todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con
mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una
espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos,
deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando largos
caminos juntos a los de ella, se perderían revueltos a tal punto de no saber
donde terminan los míos y comienzan los de ella. Tendría un lustroso bigote, y
sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas
articuladas me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había
sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!»
Me asomé a la ventana.
El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de
primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La calle estaba
llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en
parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando
canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que
aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad.
Una madre joven jugaba
con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas
de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres
saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante
esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el
corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la
cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y
la manta como un tigre con hambre de tres días.
No sé cuántos días
permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre
Shino, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí
mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.
–Neji, amigo mío –me dijo Shino (N/A: Aburame Shino, el joven
compañero de Hinata Hyuga y Inuzuka Kiba) después de algunos minutos de
silencio–, Te
sucede algo extraño; ¡vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan
sosegado y tan dulce te revuelves ahora como un animal furioso. Ten cuidado
hermano, y no escuches las sugerencias del diablo; el espíritu maligno,
irritado por tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo rapaz, e
intenta un último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi
querido Neji, hace una coraza de oración, un escudo de mortificación y combate
valientemente al enemigo: le vencerás. La virtud necesita de la tentación, y el
oro sale más fino del crisol. No te ausentes ni te desanimes. Las almas mejor
guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Reza,
ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.
El discurso del padre
Shino me hizo volver en mí y me tranquilicé.
–Venía a anunciarte que se te ha sido
asignada la parroquia de las afueras de Konoha: el sacerdote que la ocupaba
acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí. Prepárate para
mañana. – Respondí afirmativamente con la cabeza
y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las
líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi
cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.
¡Partir mañana sin
haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre
nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que
sucediera un milagro!, ¿Escribirle?, ¿Y a través de quién haría llegar mi
carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿A quién podría abrir mi corazón?
¿En quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la
memoria lo que el padre Shino me acababa de decir de los artificios del diablo:
lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Tenten, el destello
fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que
me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad
desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del
diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras.
Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había
caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.
Hola! C:
Buenas
tardes/días/noches; depende de donde sean y que horas sean ¿no? Además de
aclarar que la historia lamentablemente no es mía, más sí muchas de las
palabras porque tuve que cambiarle pequeños detalles, para que esa historia
tuviese algo de coherencia con estos muchachos.
Decidí usar (no ocuparé
el termino plagio ya que sí le estoy dando los créditos a Théophile Gautier, el
escritor original de la muerta enamorada) Porque cuando leí esta historia para
la escuela, fue de esas pocas que he tenido que leer, qué en cierto modo me han
hecho pensar bastante en muchas cosas, sí bien sé y comprendo que no son nada
más que ficción sería emocionante ver como esto ocurre en la vida real.
Ahora! Cometí un error
en eso de los personajes secundarios, porque pensé en convertir a Lee en un
sacerdote, pero! ¿Se han imaginado a Rock Lee, el muchacho de verde, vestido de
blanco? xD Yo simplemente no podría, por eso decidí poner a Aburame Shino, al
cual tendrán que sumarle un poco más de añitos.
PERDÓN! POR LA TARDANZA
soy una méndiga pecadora lo sé, pero merezco su perdón (?) Tengo muchas
excusas, mi cumpleaños, sí! Cumplí 15 el jueves, no, no tuve fiesta de 15, no
soy de esa clases de chicas xD, Comenzaron los exámenes globales (coef.2)
horrible! ;w; Además de muchos problemas familiares, pero a pesar de todo,
¡Voilá! Aquí está, espero lo hayan disfrutado…
Agradezco a selene
uchiha y Tenshi no buki (oh por Jashin-sama, mi ídola *0*), por sus comentarios
:D se les agradece el apoyo
¿Reviews? Acepto
tomatazos, zapatazos, golpes bajos, quejas, y todas esas cosas, ya sea porque
no tiene sentido o qué se yo.
Nos leemos (:
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