lunes, 1 de agosto de 2016

Paulo Cohelo "Once Minutos "


Paulo Cohelo Once Minutos



Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciu­dad, la cual, sabiendo que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, tornó un frasco de alabastro de ungüento, se puso de­trás de él, junto a sus pies, llorando, y comenzó a lavárselos con lágrimas en los ojos; le enjugaba los pies con los cabe­llos de su cabeza, los besaba y los ungía con el ungüento. Viendo esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: «Si éste fuera profeta, conocería quién es la mujer que lo toca, porque es una pecadora». Tomando Jesús la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Maestro, habla». « Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, le condonó la deuda a ambos. ¿Quién, pues, lo amará más?», y Simón respondió: «Supongo que aquel a quien condonó más». Dijo: «Bien has respondido. -Y señalando a la mu­jer, le dijo a Simón:- ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua en los pies; mas ella los ha regado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, pero ella ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdo­nados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona poco ama».



LUCAS, 7, 37-47



Érase una vez una prostituta llamada María.



Un momento. «Érase una vez» es la mejor manera de comen­zar una historia para niños, mientras que «prostituta» es una pa­labra propia del mundo de los adultos. ¿Cómo puedo escribir un libro con esta aparente contradicción inicial? Pero, en fin, como en cada momento de nuestras vidas tenemos un pie en el cuento de hadas y otro en el abismo, vamos a mantener este comienzo:



Érase una vez una prostituta llamada María.

Como todas las prostitutas, había nacido virgen e inocente, y durante su adolescencia había soñado con encontrar al hombre de su vida (rico, guapo, inteligente), casarse (vestida de novia), tener dos hijos (que serían famosos cuando creciesen) y vivir en una bonita casa (con vista al mar). Su padre era vendedor ambu­lante; su madre, costurera, su ciudad en el interior del Brasil te­nía un solo cine, una discoteca, una sucursal bancaria, por eso María no dejaba de esperar el día en que su príncipe encantado llegara sin avisar, arrebatara su corazón, y partiera con él a con­quistar el mundo.

Mientras el príncipe encantado no aparecía, lo que le queda­ba era soñar. Se enamoró por primera vez a los once años, mien­tras iba a pie desde su casa hasta la escuela primaria local. El primer día de clase descubrió que no estaba sola en su trayecto: junto a ella caminaba un chico que vivía en el vecindario y que asistía a clases en el mismo horario. Nunca intercambiaron ni una sola palabra, pero María empezó a notar que la parte que más le agradaba del día eran aquellos momentos en la carretera llena de polvo, la sed, el cansancio; el sol en el cenit, el niño an­dando de prisa, mientras ella se agotaba en el esfuerzo por se­guirle el paso.

La escena se repitió durante varios meses; María, que detesta­ba estudiar y no tenía otra distracción en la vida que la televisión, empezó a desear que el día pasase rápido, esperando con ansie­dad volver al colegio y, al contrario que el resto de las niñas de su edad, pensando que los fines de semana eran aburridísimos. Co­mo las horas de un pequeño son mucho más largas que las de un adulto, ella sufría mucho, los días se le hacían demasiado largos porque solamente pasaba diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él, imaginando lo maravilloso que se­ría si pudiesen charlar.

Entonces sucedió.

Una mañana, el chico se acercó hasta ella para pedirle un lá­piz prestado. María no respondió, mostró un cierto aire de irrita­ción por aquel abordaje inesperado, y apresuró el paso. Se había quedado petrificada de miedo al verlo andar hacia ella, sentía pa­vor de que supiese cuánto lo amaba, cuánto lo esperaba, cómo so­ñaba con tomar su mano, pasar por delante del portal de la escue­la y seguir la carretera hasta el final, donde, según decían, había una gran ciudad, personajes de la tele, artistas, coches, muchos ci­nes y un sinfín de cosas buenas que hacer.

Durante el resto del día no consiguió concentrarse en la clase, sufriendo por su comportamiento absurdo, pero al mismo tiempo aliviada, porque sabía que él también se había fijado en ella y que el lápiz no era más que un pretexto para iniciar una conversación, pues cuando se acercó ella notó que llevaba un bolígrafo en el bol­sillo. Esperó a la próxima vez y durante aquella noche, y las no­ches siguientes, empezó a imaginar las muchas respuestas que le daría, hasta encontrar la manera oportuna de comenzar una his­toria que no terminase jamás.

Pero no hubo próxima vez; aunque seguían yendo juntos al colegio, algunas veces María unos pasos por delante con un lá­piz en la mano derecha; otras, andando detrás para poder con­templarlo con ternura, él no volvió a dirigirle la palabra, y ella tuvo que contentarse con amar y sufrir en silencio hasta el final del curso.

Durante las interminables vacaciones que siguieron, María se despertó una mañana con las piernas bañadas en sangre y pensó que iba a morir. Decidió dejarle una carta diciéndole que él ha­bía sido el gran amor de su vida y planeó internarse en la selva para ser devorada por alguno de los dos animales salvajes que atemorizaban a los campesinos de la región: el hombre lobo o la mula sin cabeza[1]. Así, sus padres no sufrirían con su muerte, pues los pobres mantienen siempre la esperanza, independientemente de las tragedias que siempre les suceden. Pensarían que había si­do raptada por una familia rica y sin hijos, pero que tal vez vol­vería un día, en el futuro, llena de gloria y de dinero; mientras, el actual (y eterno) amor de su vida se acordaría de ella para siem­pre, sufriendo todas las mañanas por no haber vuelto a dirigirle la palabra.

No llegó a escribir la carta, porque su madre entró en el cuarto, vio las sábanas rojas, sonrió y dijo: «Ya eres una mujer, hija mía». María quiso saber qué relación había entre ser mujer y el he­cho de sangrar, pero su madre no supo explicárselo, simplemente afirmó que era normal y que de ahora en adelante tendría que usar una especie de almohada de muñeca entre las piernas, durante cuatro o cinco días al mes. Luego preguntó si los hombres usaban algún tubo para evitar que la sangre les corriese por los pantalo­nes, pero se enteró de que eso sólo les ocurría a las mujeres. María se quejó a Dios, pero acabó acostumbrándose a la mens­truación. Sin embargo, no conseguía acostumbrarse a la ausencia del niño y no dejaba de recriminarse por la actitud estúpida de huir de aquello que más deseaba. Un día, antes de empezar las cla­ses, fue hasta la única iglesia de su ciudad y juró ante la imagen de San Antonio que tomaría la iniciativa de hablar con él.



Al día siguiente, se arregló de la mejor manera posible, ponién­dose un vestido que su madre había hecho especialmente para la ocasión, y salió, agradeciéndole a Dios que por fin las vacaciones hubiesen terminado. Pero el niño no apareció. Y así pasó otra an­gustiosa semana, hasta que supo, por algunos amigos, que se ha­bía mudado de ciudad. «Se fue lejos», dijo alguien.

En ese momento, María aprendió que ciertas cosas se pierden para siempre. Aprendió también que había un lugar llamado «le­jos», que el mundo era vasto, su aldea, pequeña, y que la gente in­teresante siempre acababa marchándose. A ella también le habría gustado irse, pero todavía era demasiado joven; aun así, mirando las calles polvorientas de la pequeña ciudad en la que vivía, deci­dió que algún día seguiría los pasos del niño. Los nueve viernes si­guientes, conforme a una costumbre de su religión, comulgó y le pidió a la Virgen María que algún día la sacase de allí.

También sufrió durante algún tiempo, intentando inútilmente encontrar la pista del chico, pero nadie sabía adónde se habían mudado sus padres. María empezó a creer entonces que el mun­do era demasiado grande, el amor, algo muy peligroso, y la Virgen, una santa que vivía en un cielo distante y que no escuchaba lo que los niños pedían.



Pasaron tres años, María aprendió geografía y matemáticas, empezó a seguir las telenovelas, leyó en el colegio sus primeras re­vistas eróticas, comenzó a escribir un diario en el que hablaba de su monótona vida y de las ganas que tenía de conocer aquello que le enseñaban en clase: océano, nieve, hombres con turbante, mu­jeres elegantes y llenas de joyas... Pero como nadie puede vivir de deseos imposibles, sobre todo cuando la madre es costurera y el padre no para en casa, en seguida entendió que debía prestar más atención a lo que pasaba a su alrededor. Estudiaba para superar­se, al mismo tiempo que buscaba a alguien con quien poder com­partir sus sueños de aventuras.

A los quince años se enamoró de un chico que había conoci­do en una procesión de Semana Santa. No repitió el error de la infancia: charlaron, se hicieron amigos y empezaron a ir al cine y a las fiestas juntos. También se dio cuenta de que, tal como había sucedido con el niño, el amor estaba más asociado a la ausencia que a la presencia de la persona: vivía echándolo de menos, pasa­ba horas imaginando lo que iba a decirle en la próxima cita y re­cordaba cada segundo que habían estado juntos, intentando des­cubrir lo que había hecho bien y en qué había errado. Le gustaba verse a sí misma como a una chica experimentada que ya había dejado escapar un gran amor; sabía el dolor que eso causaba. Aho­ra estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas por este hom­bre, por el matrimonio, porque éste era el adecuado para el ma­trimonio, los hijos, la casa junto al mar. Fue a hablar con su madre, que imploró:

-Aún es muy pronto, hija mía.

-Pero tú te casaste con papá cuando tenías dieciséis años. La madre no quería explicarle que había sido a causa de un embarazo inesperado, de modo que usó el argumento «eran otros tiempos», para zanjar así la cuestión.

Al día siguiente fueron a caminar por los alrededores de la ciu­dad. Charlaron un poco, María le preguntó si no le apetecía via­jar, pero, en vez de responder, él la agarró entre sus brazos y le dio un beso.

¡El primer beso de su vida! ¡Cómo había soñado con aquel mo­mento! Y el paisaje era especial, las garzas volando, la puesta de sol, la región semiárida con su belleza agresiva, el sonido de una música a lo lejos. María fingió reaccionar contra el impulso, pero después lo abrazó y repitió aquello que había visto tantas veces en el cine, en las revistas y en la tele: restregó con violencia sus la­bios contra los de él, moviendo la cabeza de un lado a otro, en un movimiento medio rítmico, medio descontrolado. Notó que, de vez en cuando, la lengua del chico tocaba sus dientes, y lo encon­tró delicioso.

Pero él dejó de besarla de repente. -¿No quieres? -preguntó.

¿Qué debía responder?, ¿que quería? ¡Claro que quería! Pe­ro una mujer no debe comportarse de esa manera, sobre todo ante su futuro marido, o se pasará el resto de la vida desconfia­do porque ella lo acepta todo con mucha facilidad. Prefirió no decir nada.

Él la abrazó de nuevo, repitiendo el gesto, esta vez con menos entusiasmo. Volvió a parar, sorprendido, y María sabía que algo iba muy mal, pero tenía miedo de preguntar. Lo tomó de la mano y caminaron hasta la ciudad, charlando sobre otros asuntos, co­mo si nada hubiese pasado.

Aquella noche, escogiendo algunas palabras difíciles -porque creía que todo lo que escribiese sería leído algún día- y segura de que algo muy grave había ocurrido, anotó en su diario:



Cuando conocemos a alguien y nos enamoramos, tenemos la impresión de que todo el universo está de acuerdo; hoy sucedió en la puesta de sol. ¡Sin embar­go, aunque algo salga mal, no sobra nada! Ni las gar­zas, ni la música a lo lejos, ni el sabor de sus labios. ¿Cómo puede desaparecer tan de prisa la belleza que allí había hace unos pocos minutos?

La vida es muy rápida; hace que la gente pase del cielo al infierno en cuestión de segundos.



Al día siguiente fue a hablar con sus amigas. Todas la habían visto salir a pasear con su futuro «novio»; después de todo, no es suficiente tener un gran amor, también es necesario hacer que to­dos sepan que eres una persona muy deseada. Sentían muchísima curiosidad por saber qué había pasado, y María, muy orgullosa, dijo que la mejor parte había sido cuando su lengua le tocaba los dientes. Una de las chicas se rió.

-¿No abriste la boca?

De repente, todo estaba claro, la pregunta, la decepción.

-¿Para qué?

-Para dejar que la lengua entrase.

-¿Y cuál es la diferencia?

-No tiene explicación. Se besa así.

Risitas escondidas, aires de supuesta compasión, venganza conmemorada entre las chicas que jamás habían tenido un pre­tendiente. María fingió que no le daba importancia, también rió, aunque su alma llorase. Secretamente blasfemó contra el cine, donde había aprendido a cerrar los ojos, a agarrar la cabeza del otro con la mano, a mover la cara un poco hacia la izquierda, un poco hacia la derecha, pero que no mostraba lo esencial, lo más importante. Elaboró una explicación perfecta («no me quise en­tregar ya, porque no estaba convencida, pero ahora he descubier­to que tú eres el hombre de mi vida») y aguardó a la próxima opor­tunidad.

Pero no vio al chico hasta tres días después, en una fiesta en el club de la ciudad, tomado de la mano de una de sus amigas, la mis­ma que le había preguntado sobre el beso. María de nuevo fingió que no tenía importancia, aguantó hasta el final de la noche char­lando con sus compañeras sobre artistas y otros chicos de la ciu­dad, fingiendo ignorar algunas miradas compasivas que de vez en cuando una de ellas le lanzaba. Al llegar a casa, sin embargo, dejó que su universo se derrumbase, lloró toda la noche, sufrió durante ocho meses seguidos, y concluyó que el amor no estaba hecho pa­ra ella, ni ella para el amor. A partir de ahí, empezó a considerar la posibilidad de hacerse monja y dedicar el resto de su vida a un tipo de amor que no hiere ni deja marcas dolorosas en el corazón, el amor a Jesús. En el colegio hablaban de misioneros que se iban a África, y ella decidió que allí estaba la solución a su vida vacía de emociones. Hizo planes para entrar en el convento, aprendió pri­meros auxilios (ya que, según algunos profesores, moría mucha gente en África), se dedicó con más ahínco a las clases de religión, y comenzó a imaginarse como santa de los tiempos modernos, sal­vando vidas y conociendo la selva donde vivían tigres y leones.

Pero aquel año, el de su decimoquinto aniversario, no sólo le había reservado el descubrimiento de que el beso se da con la bo­ca abierta, o que el amor es sobre todo una fuente de sufrimiento. Descubrió una tercera cosa: la masturbación. Fue casi por casua­lidad, jugando con su sexo mientras esperaba que su madre vol­viese a casa. Acostumbraba a hacerlo cuando era niña, y le gusta­ba mucho lo que sentía, hasta que un día el padre la vio y le dio una paliza, sin explicarle el motivo. Jamás lo olvidó: aprendió que no debía tocarse delante de los demás. Como no podía hacerlo en medio de la calle, y como en su casa no tenía una habitación pa­ra ella sola, se olvidó de esa sensación agradable.

Hasta aquella tarde, casi seis meses después de aquel beso. Su madre tardaba, ella no tenía nada que hacer, el padre acababa de salir con un amigo, y a falta de un programa interesante en la te­le, comenzó a examinar su cuerpo con la esperanza de encontrar algún pelo no deseado, que en seguida sería arrancado con una pinza. Para su sorpresa, notó una pequeña pepita en la parte su­perior de su vagina; se puso a juguetear con ella y ya no pudo pa­rar; la sensación era cada vez más placentera, más intensa, y to­do su cuerpo, sobre todo la parte que estaba tocando, se estaba poniendo rígido. Poco a poco fue entrando en una especie de pa­raíso, la sensación fue aumentando de intensidad, notó que ya no veía ni oía bien, todo parecía haberse vuelto amarillo, hasta que gimió de placer y tuvo su primer orgasmo.

¡Orgasmo! ¡Gozo!

Fue como si hubiese subido hasta el cielo, y ahora bajase en paracaídas, lentamente, a la tierra. Su cuerpo estaba bañado en sudor, pero ella se sentía completa, realizada, llena de energía. En­tonces, ¡el sexo era aquello! ¡Qué maravilla! Nada de revistas por­nográficas, en las que todo el mundo hablaba de placer pero po­nía cara de dolor. Nada de necesitar hombres, a los que les gusta­ba el cuerpo pero despreciaban el corazón de una mujer. ¡Podía hacerlo todo solita! Repitió una segunda vez, ahora imaginando que era un actor famoso el que la tocaba, y de nuevo fue hasta el pa­raíso y bajó en paracaídas, todavía más llena de energía. Cuando iba a comenzar por tercera vez, su madre llegó.

María fue a hablar con sus amigas sobre su nuevo descubri­miento, esta vez evitando decir que había probado por primera vez hacía pocas horas. Todas, excepto dos, sabían de qué se trata­ba, pero ninguna de ellas había osado tocar el tema. En ese mo­mento, María se sintió revolucionaria, líder del grupo, e inventan­do un absurdo «juego de confesiones secretas», le pidió a cada una de ellas que contase su manera preferida de masturbarse. Apren­dió varias técnicas, como hacerlo debajo de las mantas en pleno verano (porque, decía una de ellas, el sudor ayudaba), usar una pluma de ganso para tocarse en ese sitio (ella no sabía el nombre de ese sitio), dejar que un chico lo hiciese (a María eso le parecía innecesario), usar la ducha del bidet (en su casa no tenían, pero en cuanto visitase a una de sus amigas ricas, probaría).

En cualquier caso, al descubrir la masturbación, y después de usar algunas de las técnicas sugeridas por sus amigas, desistió pa­ra siempre de la vida religiosa. Aquello le daba mucho placer, y por lo que insinuaban en la iglesia, el sexo era el mayor de los pe­cados. Se enteró de algunas leyendas al respecto por sus propias amigas: la masturbación llenaba la cara de espinillas, y podía con­ducir a la locura o al embarazo. Aun así, corriendo todos esos ries­gos, continuó dándose placer al menos una vez a la semana, ge­neralmente los miércoles, cuando su padre salía a jugar a las cartas con los amigos.

Al mismo tiempo, se sentía cada vez más insegura en su rela­ción con los hombres, y más ansiosa por marcharse del lugar en el que vivía. Se enamoró una tercera vez, y una cuarta, ya sabía besar, tocaba y se dejaba tocar cuando estaba a solas con sus no­vios, pero siempre sucedía algo, y la relación terminaba justo en el momento en que por fin estaba convencida de haber hallado a la persona adecuada para pasar con ella el resto de su vida. Des­pués de mucho tiempo, terminó concluyendo que los hombres só­lo aportaban dolor, frustración, sufrimiento, y con la sensación de que los días se arrastraban. Una tarde, mientras observaba en el parque a una madre jugando con su hijo de dos años, decidió que podía llegar a pensar en marido, hijos y en la casa con vista al mar, pero que jamás volvería a enamorarse de nuevo, porque la pasión lo estropeaba todo.







Y así pasaron los años de la adolescencia de María. Se fue po­niendo cada vez más atractiva, con su aire misterioso y triste, y la pretendieron muchos hombres. Salió con uno, con otro, soñó y sufrió, a pesar de la promesa que había hecho de no volver a ena­morarse. En una de esas citas perdió la virginidad en el asiento trasero de un coche; ella y su novio se estaban tocando con más ardor que de costumbre, el chico se entusiasmó, y ella, cansada de ser la última virgen de su grupo de amigas, permitió que él la pe­netrase. Contrariamente a la masturbación, que la llevaba al cie­lo, aquello sólo la dejó dolorida, con un hilo de sangre que man­chó la falda y que le costó limpiar. No tuvo la sensación mágica del primer beso, las garzas volando, la puesta de sol, la música... no, no quería acordarse más de aquello.

Hizo el amor con el mismo chico algunas veces más, después de amenazarlo, diciendo que su padre sería capaz de matarlo si descubría que habían violentado a su hija. Lo convirtió en un ins­trumento de aprendizaje, intentando entender a toda costa dón­de estaba el placer del sexo con una pareja.

No lo entendió; la masturbación daba mucho menos trabajo, y muchas más recompensas. Pero todas las revistas, programas de televisión, libros, amigas, todo, ABSOLUTAMENTE TODO, decía que un hombre era importante. María empezó a creer que debía de te­ner algún problema sexual inconfesable, se concentró aún más en los estudios y olvidó por algún tiempo esa cosa maravillosa y ase­sina llamada Amor.

Del diario de María, cuando tenía diecisiete años:



Mi objetivo es comprender el amor. Sé que estaba viva cuando amé, y sé que todo lo que tengo ahora, por más interesante que pueda parecer, no me entusiasma.

Pero el amor es terrible: he visto a mis amigas su­frir, y no quiero que eso me suceda a mí. Ellas, que an­tes se reían de mí y de mi inocencia, ahora me pregun­tan cómo consigo dominar a los hombres tan bien. Sonrío y callo, porque sé que el remedio es peor que el propio dolor: simplemente no me enamoro. Cada día que pasa veo con más claridad qué frágiles son los hombres, inconstantes, inseguros, sorprendentes... algu­nos padres de estas amigas llegaron a hacerme propo­siciones, yo las rechacé. Antes me sorprendía; ahora creo que forma parte de la naturaleza masculina.

Aunque mi objetivo sea comprender el amor, y aun­que sufra por culpa de los hombres a los que entregué mi corazón, veo que aquellos que tocaron mi alma no consiguieron despertar mi cuerpo, y quienes tocaron mi cuerpo no consiguieron llegar a mi alma.



§



Cumplió diecinueve años, terminó la escuela secundaria, en­contró un empleo en una tienda de tejidos y su jefe se enamoró de ella; pero María a esas alturas ya sabía cómo usar a un hombre sin ser usada por él. Jamás dejó que la tocase, aunque siempre se mos­traba insinuante, conocedora del poder de su belleza.

El poder de la belleza: ¿y cómo sería el mundo para las feas? Tenía algunas amigas en las que nadie se fijaba en las fiestas, na­die les decía: «¿Cómo estás?». Por increíble que parezca, esas chi­cas valoraban mucho más el poco amor que recibían, sufrían en silencio cuando eran rechazadas, e intentaban enfrentarse al fu­turo buscando otras cosas además de arreglarse para alguien. Eran más independientes, más dedicadas a sí mismas, aunque María imaginaba que el mundo debía de parecerles insoportable.

Ella, sin embargo, era consciente de su propia belleza. Aun­que casi siempre olvidaba los consejos de su madre, había por lo menos uno que no se iba de su cabeza: «Hija mía, la belleza no dura». Por eso, continuó manteniendo una relación ni cercana ni distante con su jefe, lo que se tradujo en un considerable au­mento de sueldo (no sabía hasta cuándo conseguiría mantener­lo con la simple esperanza de llevársela un día a la cama, pero mientras tanto ganaba bastante), además de la comisión por tra­bajar horas extras (al fin y al cabo, a él le gustaba tenerla cerca, temiendo tal vez que, si salía por la noche, encontrara un gran amor). Trabajó veinticuatro meses sin parar, pudo darles un mes de sueldo a sus padres, y ¡finalmente lo consiguió! Ahorró dine­ro suficiente para pasar una semana de vacaciones en la ciudad de sus sueños, el lugar de los artistas, la postal de su país: ¡Río de Janeiro!

El jefe se ofreció a acompañarla y a pagar todos sus gastos, pe­ro María mintió, diciéndole que la única condición que su madre le había impuesto era dormir en casa de un primo suyo que prac­ticaba jiu-jitsu, ya que iba a uno de los lugares más peligrosos del mundo.

-Además -continuó-, no puede usted dejar la tienda así, sin una persona de confianza a cargo.

-No me trates de usted -dijo él, y María notó en sus ojos aquello que ya conocía: el fuego de la pasión. Eso la sorprendió, porque creía que aquel hombre sólo estaba interesado en el sexo; sin embargo, su mirada decía exactamente lo contrario: «Puedo darte una casa, una familia, y algún dinero para tus padres». Pen­sando en el futuro, resolvió alimentar la hoguera.

Dijo que iba a echar mucho de menos aquel empleo que tan­to le gustaba, a la gente con la que adoraba convivir (evitó men­cionar a nadie en particular, dejando el misterio en el aire: «la gente», ¿lo incluiría a él?), y prometió tener mucho cuidado con su cartera y con su integridad. La verdad era otra: no quería que nadie, absolutamente nadie, estropease aquella primera semana de libertad total. Le gustaría hacer de todo, bañarse en el mar, ha­blar con extraños, ver las vidrieras de las tiendas, y estar dispo­nible para que un príncipe encantado apareciese y la raptase pa­ra siempre.

-¿Qué es una semana, al fin y al cabo? -dijo con una sonrisa seductora, deseando estar equivocada-. Pasa de prisa, y pron­to estaré de vuelta, atendiendo mis responsabilidades.

El jefe, desconsolado, resistió un poco pero acabó aceptando, pues para entonces ya estaba haciendo planes secretos para pe­dirle matrimonio en cuanto volviese y no quería precipitarse de­masiado y estropearlo todo.





María viajó cuarenta y ocho horas en autobús, se hospedó en un hotel de quinta categoría de Copacabana (¡ah, Copacabana! Esa playa, ese cielo...), e incluso antes de deshacer las maletas, co­gió un biquini que se había comprado, se lo puso, y aun con el cie­lo nublado, se fue a la playa. Miró el mar, sintió pavor, pero al fi­nal entró en sus aguas, muriéndose de vergüenza.

Nadie en la playa notó que aquella chica estaba teniendo su pri­mer contacto con el océano, la diosa Iémanja[2], las corrientes ma­rítimas, la espuma de las olas, y la costa de África con sus leones, al otro lado del Atlántico. Cuando salió del agua, fue abordada por una mujer que intentaba vender sandwiches naturales, por un gua­po negro que le preguntó si estaba libre para salir aquella noche, y por un hombre que no hablaba ni una palabra de portugués, pero que hacía gestos y la invitaba a tomar agua de coco con él.

María compró el sándwich porque tuvo vergüenza de decir «no», pero evitó hablar con los otros dos extraños. Y súbitamen­te se sintió triste, ahora que finalmente tenía la posibilidad de ha­cer todo lo que quería, ¡.por qué reaccionaba de manera tan ab­solutamente reprobable? A falta de una buena explicación, se sentó a esperar a que el sol saliese de detrás de las nubes, todavía sorprendida por su propio coraje, y por la temperatura del agua, tan fría en pleno verano.

El hombre que no hablaba portugués, sin embargo, apareció a su lado con un coco y se lo ofreció. Contenta de no verse obli­gada a hablar con él, María bebió el agua de coco, sonrió y él le devolvió la sonrisa. Durante un rato permanecieron en esa có­moda comunicación que no quiere decir nada, sonrisa por aquí, sonrisa por allá, hasta que él sacó un pequeño diccionario de ta­pas rojas del bolsillo y dijo, con un acento extraño: «bonita». Ella volvió a sonreír; claro que le gustaría encontrar a su príncipe en­cantado, pero al menos debía hablar su lengua y ser un poco más joven.

El hombre insistió, hojeando el pequeño libro: -Cenar hoy?

Y después comentó: -¡Suiza!

Y completó la frase con palabras que suenan a paraíso en cual­quier lengua en que sean pronunciadas:

-¡Empleo! ¡Dólar!

María no conocía el restaurante Suiza, pero ¡.acaso eran las cosas tan fáciles y los sueños se realizaban tan de prisa? Mejor desconfiar: «Muy agradecida por la invitación, estoy ocupada, y tampoco estoy interesada en comprar dólares».

El hombre, que no entendió una sola palabra de su respuesta, empezaba a desesperarse; después de muchas sonrisas por aquí, sonrisas por allá, la dejó durante algunos minutos, y volvió des­pués con un intérprete. A través de él le explicó que era de Suiza (no era un restaurante, era el país), y que le gustaría cenar con ella, pues tenía una oferta de empleo. El intérprete, que se presentó co­mo asesor del extranjero y agente de seguridad del hotel en el que éste se hospedaba, añadió por su cuenta:

-Si yo fuera tú, aceptaría. Este hombre es un importante empresario artístico, y ha venido a descubrir nuevos talentos para tra­bajar en Europa. Si quieres, puedo presentarte a otras personas que aceptaron la invitación, se hicieron ricas, y hoy están casadas y con hijos que no tienen que sufrir asaltos ni problemas de de­sempleo.

Y, completó, intentando impresionarla con su cultura interna­cional:

-Además, en Suiza hacen excelentes chocolates y relojes. La única experiencia artística de María se reducía a haber in­terpretado a una vendedora de agua, que entraba muda y salía ca­llada, en la obra sobre la Pasión de Cristo que el ayuntamiento re­presentaba durante Semana Santa. No había conseguido dormir bien en el autobús, pero estaba entusiasmada con el mar, cansa­da de comer sandwiches naturales y antinaturales, y confusa por­que no conocía a nadie y necesitaba hacer un amigo en seguida. Ya había pasado por este tipo de situaciones antes, cuando un hombre lo promete todo y no cumple nada, de modo que esa his­toria de ser actriz no era más que una manera de intentar intere­sarla en algo que fingía no querer.

Pero, segura de que la Virgen le había dado aquella oportuni­dad, convencida de que tenía que aprovechar cada segundo de su semana de vacaciones, y conocer un buen restaurante significaba tener algo muy importante que contar cuando volviese a su tierra, resolvió aceptar la invitación, siempre que el intérprete la acom­pañase, pues ya se estaba cansando de sonreír y de fingir que en­tendía lo que el extranjero decía.

El único problema era, sin embargo, su mayor problema: no tenía ropa adecuada. Una mujer jamás confiesa estas intimidades (es más fácil aceptar que su marido la ha traicionado que confe­sar el estado de su armario), pero como no conocía a aquellos hombres, y tal vez jamás volviese a verlos de nuevo, resolvió que no tenía nada que perder.

-Acabo de llegar del nordeste, no tengo ropa para ir a un res­taurante.

El hombre, a través del intérprete, le dijo que no se preocupa­se, y le pidió la dirección de su hotel. Aquella tarde, María recibió un vestido como jamás había visto en toda su vida, acompañado de un par de zapatos que debían de haber costado tanto como lo que ella ganaba durante un año.





Sintió que allí comenzaba el camino que tanto había ansiado durante su infancia y su adolescencia en la selva brasileña, con­viviendo con la sequía, los chicos sin futuro, la ciudad honesta pero pobre, la vida repetitiva y sin interés: ¡estaba a punto de transformarse en la princesa del universo! ¡Un hombre le había ofrecido trabajo, dólares, un par de zapatos carísimos y un vesti­do de cuento de hadas! Le faltaba el maquillaje, pero la recepcio­nista de su hotel, solidaria, la ayudó, no sin antes prevenirla de que ni todos los extranjeros son buenos, ni todos los cariocas son delincuentes.

María ignoró la advertencia, se vistió con aquel regalo del cie­lo, se pasó horas delante del espejo, arrepentida de no haber lle­vado consigo una simple cámara de fotos para registrar el momen­to, hasta que finalmente se dio cuenta de que ya llegaba con retraso a su cita. Salió corriendo, cual Cenicienta, y fue hasta el hotel donde estaba el suizo.

Para su sorpresa, el intérprete dijo que no iba a acompañarlos y se fue:

-No te preocupes por el idioma, lo importante es que él se sienta bien a tu lado.

-Pero cómo, si no va a entender nada de lo que digo. -Justamente por eso. No tienen que hablar, es una cuestión de energía.

María no sabía qué significaba eso de «una cuestión de ener­gía». En su tierra, la gente necesitaba intercambiar palabras, fra­ses, preguntas, respuestas, siempre que se veían. Pero Maílson, que así se llamaba el intérprete/agente de seguridad, le garanti­zó que en Río de Janeiro, y en el resto del mundo, las cosas eran diferentes.

-No tiene que entender, simplemente haz que se sienta bien. Es viudo, sin hijos, dueño de una discoteca, y está buscando bra­sileñas que quieran presentarse en el extranjero. Yo le dije que tú no dabas la talla, pero él insistió, diciendo que se había enamora­do en cuanto te vio salir del agua. También dijo que tu biquini era bonito.

Hizo una pausa.

-Sinceramente, si quieres encontrar un novio aquí, tendrás que cambiar de modelo de biquini; aparte de este suizo, creo que a nadie más en el mundo le va a gustar; es muy anticuado.

María fingió que no lo escuchaba. Maílson continuó.

-Creo que no desea una simple aventura contigo; cree que tie­nes talento suficiente como para convertirte en la principal atrac­ción de su discoteca. Claro que no te ha visto cantar, ni bailar, pe­ro eso se puede aprender, mientras que la belleza es algo con lo que se nace. Los europeos son así: llegan aquí, creen que todas las bra­sileñas son sensuales y que saben bailar samba. Si es serio en sus in­tenciones, te aconsejo que le pidas un contrato firmado, con firma reconocida en el consulado suizo, antes de salir del país. Mañana estaré en la playa, frente al hotel, búscame si tienes alguna duda.

El suizo, sonriendo, la tomó del brazo y le mostró el taxi que los esperaba.

-Sin embargo, si su intención es otra, y la tuya también, el precio normal de una noche es de trescientos dólares. No lo dejes en menos.

Antes de que pudiese responder, ya estaba camino del restau­rante con el suizo, que ensayaba las palabras que deseaba decir. La conversación fue muy simple:

-¿Trabajar? ¿Dólar? ¿Estrella brasileña?

María, sin embargo, todavía pensaba en el comentario del agente de seguridad /intérprete: ¡trescientos dólares por una no­che! ¡Qué fortuna! No tenía que sufrir por amor, podía seducirlo como había hecho con el dueño de la tienda de tejidos, casarse, tener hijos, y dar una vida cómoda a sus padres. ¿Qué tenía que perder? Él era viejo, tal vez no tardase mucho en morir, y ella se­ría rica; a fin de cuentas, parecía que los suizos tenían mucho di­nero y pocas mujeres en su tierra.

Cenaron sin hablar demasiado; sonrisa por aquí, sonrisa por allá, María fue entendiendo poco a poco qué era «energía». Él le enseñó un álbum con varias cosas escritas en una lengua que no conocía; fotos de mujeres en biquini (sin duda, mejores y más atre­vidos que el que ella se había puesto por la tarde), recortes de pe­riódicos, folletos chillones en los que lo único que entendía era la palabra «Brazil», mal escrita (¿acaso no le habían enseñado en el colegio que se escribía con «s»?). Bebió mucho, por miedo a que el suizo le hiciese una proposición (después de todo, aunque ja­más lo hubiese hecho en su vida, nadie puede despreciar trescien­tos dólares, y con un poco de alcohol las cosas son mucho más simples, sobre todo si no hay nadie de tu ciudad cerca). Pero él se comportó como un caballero, incluso apartó la silla cuando ella se sentó y se levantó. Al final, dijo que estaba cansada, y concer­tó una cita en la playa para el día siguiente (señalar el reloj, ense­ñar la hora, hacer con la mano el movimiento de las olas del mar, decir, «ma-ña-na» muy despacio).

Él pareció satisfecho, miró también su reloj (posiblemente sui­zo), y estuvo de acuerdo con la hora.

No durmió bien. Soñó que todo era un sueño. Despertó y vio que no lo era: había un vestido en la silla de la modesta habita­ción, un hermoso par de zapatos y una cita en la playa.



Del diario de María, el día en que conoció al suizo:



Todo me dice que estoy a punto de tomar una deci­sión equivocada, pero los errores son una manera de reaccionar. ¿Qué es lo que el mundo quiere de mí? ¿Que no corra riesgos? ¿Que vuelva al lugar del que vengo, sin valor para decirle «sí» a la vida?

Ya reaccioné equivocadamente cuando tenía once años y un niño me pidió un lápiz prestado; desde en­tonces, entendí que a veces no hay una segunda opor­tunidad, que es mejor aceptar los regalos que el mundo nos ofrece. Claro que es arriesgado, pero ¿será el riesgo mayor que un accidente del autobús que tardó cuaren­ta y ocho horas en traerme hasta aquí? Si tengo que ser fiel a alguien o a algo, en primer lugar tengo que ser fiel a mí misma. Si busco el amor verdadero, antes tengo que cansarme de los amores mediocres que encuentre. La poca experiencia de vida que tengo me ha enseñado que nadie es dueño de nada, todo es una ilusión, y eso incluye tanto los bienes materiales como los bienes es­pirituales. Aquel que ya perdió algo que daba por hecho (algo que ya me ocurrió tantas veces) al final aprende que nada le pertenece.

Y si nada me pertenece, tampoco tengo que perder mi tiempo cuidando cosas que no son mías; mejor vivir como si hoy fuese el primer (o el último) día de mi vida.



§



Al día siguiente, junto con Maílson, el intérprete/agente de se­guridad, que ahora decía ser su representante, dijo que aceptaba la invitación, siempre que tuviese un documento expedido por el consulado suizo. El extranjero, que parecía acostumbrado a ese ti­po de exigencias, afirmó que no sólo era un deseo de ella, sino también suyo, ya que para trabajar en su tierra era necesario te­ner un papel que probase que nadie allí podría hacer aquello pa­ra lo que ella se estaba ofreciendo, y no sería difícil conseguirlo, pues las suizas no tenían grandes aptitudes para la samba. Fueron juntos hasta el centro de la ciudad, el agente de seguridad/intér­prete/representante exigió un adelanto en dinero efectivo en cuan­to firmaron el contrato, y se quedó con un treinta por ciento de los quinientos dólares recibidos.

-Esto es una semana de adelanto. Una semana, ¿entiendes? ¡Ganarás quinientos dólares por semana, y sin comisión, porque sólo me quedo con una parte del primer pago!

Hasta aquel momento, los viajes, la idea de marcharse le­jos, todo parecía un sueño, y soñar es muy cómodo, siempre que no nos veamos obligados a hacer aquello que planeamos. Así, no corremos riesgos, ni sufrimos frustraciones, momentos difíciles, y cuando seamos viejos, siempre podremos culpar a los demás, a nuestros padres preferentemente, o a nuestros maridos, o a nuestros hijos, por no haber realizado aquello que de­seábamos.

¡De repente, allí estaba la oportunidad que tanto esperaba, pe­ro que deseaba que no llegase nunca! ¿Cómo enfrentarse a los de­safíos y a los peligros de una vida que ella no conocía? ¿Cómo abandonar todo aquello a lo que estaba acostumbrada? ¿Por qué la Virgen había decidido ir tan lejos?

María se consoló con el hecho de que podía cambiar de idea en cualquier momento, aquello no era más que un juego irrespon­sable, algo diferente que contar cuando volviese a su tierra. A fin de cuentas, vivía a más de mil kilómetros de allí, ahora tenía tres­cientos cincuenta dólares en su cartera, y si mañana decidía ha­cer las maletas y huir, ellos jamás conseguirían saber dónde se ha­bía escondido.



La tarde en la que fueron al consulado, María decidió pasear sola por la orilla del mar, mirando a los niños, a los jugadores de vóleibol, a los mendigos, a los borrachos, a los vendedores de ar­tesanía típica brasileña (fabricada en China), a los que corrían y hacían ejercicio para ahuyentar la vejez, a los turistas extranjeros, a las madres con sus hijos, a los jubilados que jugaban a las car­tas al final de la playa. Había ido a Río de Janeiro, había conoci­do un restaurante de primerísima clase, un consulado, a un ex­tranjero, había tenido un representante, le habían regalado un vestido y un par de zapatos que nadie, absolutamente nadie en su tierra podría comprar.

¿Y ahora?

Miró hacia el otro lado del mar: su libro de geografía afirma­ba que, si seguía en línea recta, llegaría a África, con sus leones y sus selvas llenas de gorilas. Sin embargo, si andaba un poco hacia el norte, acabaría con sus pies en el reino encantado de Europa, donde estaba la torre Eiffel, la Disneylandia europea y la torre in­clinada de Pisa. ¿Qué tenía que perder? Como cualquier brasile­ña, había aprendido a bailar samba incluso antes de decir «ma­má»; podía volver si no le gustaba, y había aprendido que las oportunidades están hechas para aprovecharlas.

Había pasado gran parte de su tiempo diciendo «no» a cosas a las que le habría gustado decir «sí», decidida a vivir sólo las ex­periencias que podía controlar, como ciertas aventuras con hom­bres, por ejemplo. Ahora estaba ante lo desconocido, tan desco­nocido como ese mar lo había sido un día para los navegantes que lo cruzaban, así se lo habían enseñado en la clase de historia. Po­dría decir siempre «no», pero ¿se pasaría el resto de su vida la­mentándose, como todavía hacía con la imagen del niño que una vez le había pedido un lápiz, y había desaparecido con su primer amor? Siempre podría decir «no», pero ¿por qué no ensayar un «sí» esta vez?

Por una razón muy simple: era una chica de pueblo, sin nin­guna experiencia en la vida aparte de un buen colegio, una gran cultura de las telenovelas y la certeza de que era bella. Eso no bas­taba para enfrentarse al mundo.

Vio a un grupo de personas riendo y mirando al mar, con miedo de acercarse. Dos días antes ella había sentido lo mismo, pero ahora no tenía miedo, entraba en el agua siempre que lo de­seaba, como si hubiese nacido allí. ¿No podía ocurrirle lo mis­mo en Europa?

Rezó una oración en silencio, pidió de nuevo consejo a la Vir­gen María y, segundos después, parecía de acuerdo con la deci­sión de seguir adelante, porque se sentía protegida. Siempre po­dría volver, pero no siempre tendría la oportunidad de ir tan lejos. Valía la pena correr el riesgo, siempre que el sueño resistiese las cuarenta y ocho horas de vuelta en autobús sin aire acondiciona­do, y siempre que el suizo no cambiase de idea.

Estaba tan animada que, cuando él la invitó a cenar de nuevo, quiso ensayar un aire sensual, y tomó su mano, pero él la retiró en seguida; María entendió, con cierto miedo, y con un cierto alivio, que realmente hablaba en serio.

-¡Estrella samba! -decía-. ¡Linda estrella samba brasileño! ¡Viaje próxima semana!

Todo era una maravilla, pero «viaje próxima semana» estaba absolutamente fuera de toda previsión. María le explicó que no podía tomar una decisión sin consultar a su familia. El suizo, fu­rioso, le mostró una copia del documento firmado, y por primera vez sintió miedo.

-¡Contrato! -decía él.

Incluso decidida a viajar, resolvió consultarlo con Maílson, su representante; después de todo, le pagaba para que la asesorase. Maílson, sin embargo, ahora parecía estar más preocupado por seducir a una turista alemana que acababa de llegar al hotel, y que hacía topless en la arena (sin darse cuenta de que era la única per­sona con los pechos al aire, y sin notar que todos los demás mira­ban con cierto desagrado), segura de que Brasil es el lugar más li­beral del mundo. Fue difícil conseguir que prestase atención a lo que estaba diciendo.

-¿Y si cambio de idea?-insistía María.

-No sé qué pone en el contrato, pero tal vez él te denuncie. -¡No me encontrará nunca!

-Tienes razón. Así que no te preocupes.

El suizo, sin embargo, que ya se había gastado quinientos dó­lares, había comprado un par de zapatos, un vestido, había paga­do dos cenas y los gastos notariales del consulado, empezaba a preocuparse, de modo que, como María insistía en la necesidad de hablar con su familia, resolvió comprar dos pasajes de avión y acompañarla hasta el lugar en el que había nacido, siempre que todo se resolviese en cuarenta y ocho horas, y pudiesen viajar la semana próxima, conforme lo acordado. Con sonrisas por aquí, sonrisas por allá, ella empezaba a entender que eso constaba en el documento, y que no se debe jugar mucho con la seducción, ni con los sentimientos... ni con los contratos.



Fue una sorpresa, y un orgullo para la pequeña ciudad, ver a su bella hija María llegar acompañada de un extranjero que quería in­vitarla a ser una gran estrella en Europa. Se enteró todo el vecinda­rio, y sus amigas del colegio preguntaban: «¿Pero cómo fue?». «Tengo suerte. »

Ellas querían saber si eso siempre sucedía en Río de Janeiro, porque habían visto telenovelas con episodios semejantes. María no dijo ni sí ni no, para engrandecer su experiencia y convencer a sus amigas de que ella era una persona especial.

Fueron hasta su casa, él mostró de nuevo los folletos, el Bra­zil (con «z»), el contrato, mientras María explicaba que ahora te­nía un representante, y pretendía seguir una carrera artística. La madre, viendo el tamaño del biquini de las chicas en las fotos que el extranjero le enseñaba, se las devolvió inmediatamente y no qui­so hacer preguntas, todo lo que le importaba era que su hija fue­se feliz y rica, o infeliz, pero rica.

-¿Cuál es su nombre? -Roger.

-¡Rogelio! ¡Yo tenía un primo que se llamaba así!

El hombre sonrió, aplaudió, y todos se dieron cuenta de que no había entendido nada. El padre comentó con María:

-Pero si tiene mi edad.

La madre le pidió que no interfiriese en la felicidad de su hija. Como todas las costureras hablan mucho con sus clientas y aca­ban teniendo una gran experiencia en materia de matrimonio y amor, ella le aconsejó:

-Querida, es mejor ser infeliz con un hombre rico que ser fe­liz con un hombre pobre, y allí tienes muchas más posibilidades de ser una rica infeliz. Además, si no sale bien, tomas un autobús y vuelves para casa.

María, una chica de pueblo pero con más inteligencia que la que su madre o su futuro marido imaginaban, insistió simplemen­te para provocar:

-Mamá, no hay autobús de Europa a Brasil. Además, quiero seguir una carrera artística, no busco marido.

La madre miró a su hija con un aire casi desesperado:

-Si llegas hasta allí, también podrás volver. Las carreras ar­tísticas son muy buenas para las chicas jóvenes, pero sólo duran mientras seas bella, y eso se acaba más o menos a los treinta años. Así que aprovecha, encuentra a alguien que sea honesto, apasio­nado y, por favor, cásate. No tienes que pensar mucho en el amor, al principio yo tampoco amaba a tu padre, pero el dinero lo com­pra todo, hasta el amor verdadero. ¡Y mira que tu padre ni siquie­ra es rico!

Era un pésimo consejo de amiga, pero un excelente consejo de madre. Cuarenta y ocho horas después, María estaba de vuelta en Río, no sin antes haber pasado, ella sola, por su antiguo empleo a presentar su dimisión, y a escuchar del dueño de la tienda de tejidos: -Me he enterado de que un gran empresario francés ha deci­dido llevarte a París. No puedo impedir que persigas tu felicidad, pero quiero que, antes de irte, sepas una cosa.

Sacó del bolsillo una cadena con una medalla.

-Se trata de la medalla milagrosa de Nuestra Señora de las Gracias. Su iglesia está en París, de modo que vete hasta allí y pí­dele protección. Mira lo que tiene escrito.

María vio que, alrededor de la Virgen, había algunas palabras:

«Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recu­rrimos a Vos. Amén».

-No dejes de decir esta frase al menos una vez al día. Y... Él dudó, pero ahora era tarde.

-... si algún día vuelves, que sepas que te estaré esperando. Dejé pasar la oportunidad de decirte algo tan simple: «Te amo». Tal vez sea tarde, pero me gustaría que lo supieses.

«Dejar pasar una oportunidad», ella había aprendido muy pronto lo que eso significaba. «Te amo», sin embargo, era una fra­se que había oído muchas veces a lo largo de sus veintidós años, y parecía que ya no tenía ningún sentido, porque nunca había re­sultado ser nada serio, profundo, que se tradujese en una relación duradera. María agradeció las palabras, las anotó en su subcons­ciente (nunca se sabe lo que la vida nos depara, y siempre está bien saber dónde se encuentra la salida de emergencia), le dio un beso en la mejilla, y partió sin mirar atrás.



Volvieron a Río, en sólo un día ella consiguió el pasaporte (Brasil realmente ha cambiado, había comentado Roger con al­gunas palabras de portugués y muchas señas, que María tradujo como «antiguamente tardaban mucho»). Poco a poco, con la ayuda de Maílson, el agente de seguridad/intérprete/represen­tante, hicieron el resto de los preparativos (ropa, zapatos, ma­quillaje, todo lo que una mujer como ella podía soñar). Roger la vio bailar en una discoteca que visitaron la víspera del viaje a Europa y quedó entusiasmado con su elección; realmente esta­ba ante una gran estrella para el cabaret Cologny, la hermosa morena de ojos claros y cabellos negros como el ala del coco ne­gro (un pájaro brasileño con el que los escritores suelen compa­rar los cabellos de ese color). El permiso de trabajo del consula­do suizo estaba listo, hicieron las maletas, y al día siguiente viajaban hacia la tierra del chocolate, el queso y los relojes, mien­tras María planeaba en secreto hacer que aquel hombre se ena­morase de ella; al fin y al cabo, no era ni viejo, ni feo, ni pobre. ¿Qué más se podía desear?

§





Llegó exhausta y, todavía en el aeropuerto, su corazón se en­cogió de miedo: descubrió que era totalmente dependiente de aquel hombre, que no conocía el país, ni la lengua, ni el frío. El comportamiento de Roger iba cambiando a medida que pasaban las horas; ya no intentaba ser agradable, y aunque jamás intenta­se besarla ni tocar sus pechos, su mirada se había vuelto lo más distante posible. La instaló en un pequeño hotel y se la presentó a otra brasileña, una mujer joven y triste llamada Vivian, que se encargaría de prepararla para el trabajo.

Vivian la miró de arriba abajo, sin la menor ceremonia ni el menor cariño por quien tiene su primera experiencia en el extran­jero. Y en vez de preguntarle cómo estaba, fue directa al grano:

-No te hagas ilusiones. Él va a Brasil siempre que una de sus bailarinas se casa, y por lo visto eso sucede con mucha frecuen­cia. Él sabe lo que quiere, y creo que tú también lo sabes: debes de haber venido en busca de una de las tres cosas: aventura, dine­ro o marido.

¿Cómo podía saberlo? ¿Acaso todo el mundo buscaba lo mis­mo? ¿O acaso Vivian podía leer los pensamientos ajenos? -Todas las chicas aquí buscan una de esas tres cosas -conti­nuó Vivian, y María se convenció de que estaba leyendo su pen­samiento-. En cuanto a la aventura, hace mucho frío para hacer nada, además, el dinero no sobra para viajes. En cuanto al dine­ro, tendrás que trabajar casi un año para pagar tu pasaje de vuel­ta, aparte de los descuentos del hospedaje y la comida.

-Pero...

-Ya sé: eso no fue lo acordado. La verdad es que fuiste tú la que olvidó preguntar, como todo el mundo. Si hubieses tenido más cuidado, si hubieras leído el contrato que firmaste, sabrías exac­tamente dónde te has metido, porque los suizos no mienten, aun­que se sirven del silencio para beneficiarse.

El suelo escapaba bajo los pies de María.

-Finalmente, en cuanto al marido, cada chica que se casa sig­nifica un gran perjuicio económico para Roger, de modo que nos está prohibido hablar con los clientes. En este sentido, si quieres algo, tendrás que correr grandes riesgos. Esto no es un lugar don­de la gente se conoce, como en la rue de Berne.

¿Rue de Berne?

-Los hombres vienen aquí con sus mujeres, y los pocos turis­tas, en cuanto se dan cuenta del ambiente familiar, van en busca de mujeres a otros lugares. Debes bailar; si sabes, también cantar, tu salario aumentará, y la envidia de las demás también. De mo­do que, aunque seas la mejor voz del Brasil, sugiero que lo olvides y que no intentes cantar.

»Sobre todo, no uses el teléfono. Gastarás todo lo que aún no has ganado, que será muy poco.

-¡Pero él me prometió quinientos dólares a la semana! -Tú verás.

Del diario de María, en su segunda semana en Suiza:



Fui hasta la discoteca, me encontré con un «direc­tor de bailes» de un país llamado Marruecos, y tuve que aprender cada paso de aquello que él, que jamás había pisado Brasil, creía que era «samba». No he te­nido tiempo todavía de descansar del largo viaje de avión, todo ha sido sonreír y bailar, ya desde la prime­ra noche. Somos seis chicas, ninguna de ellas es feliz, y ninguna sabe qué hace aquí. Los clientes beben y aplauden, lanzan besos y hacen gestos obscenos a es­condidas, pero no pasan de ahí.

Nos pagaron el sueldo ayer, sólo una décima parte de lo que habíamos acordado, el resto, según el contra­to, se usará para pagar mi viaje y mi estancia. Según los cálculos de Vivian, eso debe de tardar un año, o sea que durante ese período no tengo adónde huir. ¿Acaso vale la pena huir? Acabo de llegar, aún no conozco nada. ¿Cuál es el problema de bailar siete no­ches a la semana? Antes lo hacía por placer, ahora lo hago por dinero y por fama, mis piernas no se quejan, lo único difícil es mantener la sonrisa en los labios. Puedo escoger entre ser unta víctima del mundo o una aventurera en busca de su tesoro. Todo es cuestión de cómo ver la vida.





María finalmente escogió ser una aventurera en busca del te­soro; dejó de lado sus sentimientos, dejó de llorar todas las no­ches, se olvidó de quién era; descubrió que tenía fuerza de volun­tad suficiente para fingir que acababa de nacer y que, por tanto, no necesitaba sentir nostalgia por nadie. Los sentimientos podían esperar; ahora había que ganar dinero, conocer el país y volver victoriosa a su tierra.

Por lo demás, todo a su alrededor parecía Brasil en general, y su ciudad en particular: las mujeres hablaban portugués, se que­jaban de los hombres, hablaban alto, protestaban por los hora­rios, llegaban con retraso a la discoteca, desafiaban al jefe, se creían las más bellas del mundo y contaban historias de sus prín­cipes encantados, que generalmente estaban muy lejos, o estaban casados, o no tenían dinero y vivían del trabajo de ellas. El am­biente, al contrario de lo que había imaginado al ver los folletos de propaganda que Roger llevaba consigo, era exactamente co­mo Vivian lo había descrito: familiar. Las chicas no podían acep­tar invitaciones ni salir con los clientes, porque estaban registra­das como «bailarinas de samba» en sus respectivos permisos de trabajo. Si se las pillaba recibiendo un papel con un teléfono, se quedaban quince días sin trabajar. María, que esperaba algo más movido y emocionante, fue dejándose dominar poco a poco por la tristeza y por el tedio.

Los primeros quince días, salió poco de la pensión en la que vivía, principalmente cuando descubrió que nadie hablaba su len­gua, aunque ella pronunciase DES-PA-CIO cada frase. También la sorprendió saber que, al contrario de lo que sucedía en su país, la ciudad en la que estaba ahora tenía dos nombres diferentes: Ge­néve para los que vivían allí, y Ginebra para las brasileñas.

Finalmente, durante las largas horas de tedio en su pequeño cuarto sin televisión, María concluyó:

a) Nunca llegaría a encontrar lo que estaba buscando, si no sa­bía decir lo que pensaba. Para eso necesitaba aprender la lengua local.

b) Como todas sus compañeras también estaban buscando lo mismo, ella necesitaba ser diferente. Para eso aún no tenía una so­lución ni un método.

Del diario de María, cuatro semanas después de desembarcar en Genéve/Ginebra:



Hace una eternidad que estoy aquí, no hablo la len­gua, me paso el día escuchando música en la radio, mi­rando el cuarto, pensando en Brasil, deseando que lle­gue la hora de trabajar, y cuando estoy trabajando, deseando que llegue la hora de volver a la pensión. O sea, vivo el futuro en vez del presente.

Un día, en un futuro lejano, tendré mi pasaje, po­dré volver a Brasil, casarme con el dueño de la tienda de tejidos y escuchar los comentarios maliciosos de mis amigas que nunca se han arriesgado y por eso lo úni­co que ven es la derrota de los demás. No, no puedo volver así, prefiero tirarme del avión cuando esté cru­zando el océano.

Como las ventanas del avión no se abren (por cier­to, nunca lo habría imaginado; ¡qué pena no poder sen­tir el aire puro!), me muero aquí mismo. Pero antes de morir, quiero luchar por la vida. Si consigo andar sola, llegaré hasta donde quiera.



§



Al día siguiente se matriculó inmediatamente en un curso ma­tutino de francés, donde conoció a gente de todos los credos, creencias y edades, hombres con ropas de colores y muchas pul­seras de oro en los brazos, mujeres con la cabeza siempre cubier­ta por un pañuelo, niños que aprendían más de prisa que los adul­tos, cuando justamente debía ser al contrario, ya que los adultos tienen más experiencia. Se sentía orgullosa al saber que todos co­nocían su país, el carnaval, la samba, el fútbol, y a la persona más famosa del mundo, llamada Pele. Al principio quiso ser simpática y corregir la pronunciación (¡es Pelé! ¡Pelééé!), pero después de algún tiempo desistió, ya que también la llamaban Mariá, esa ma­nía que tienen los extranjeros de cambiar todos los nombres y en­cima creen que siempre tienen razón.

Durante la tarde, para practicar el idioma, ensayó sus prime­ros pasos por aquella ciudad de dos nombres, descubrió un cho­colate delicioso, un queso que jamás había comido, una gigantes­ca fuente en medio del lago, la nieve que los pies de ninguno de los habitantes de su ciudad habían tocado, las cigüeñas, los res­taurantes con chimenea (jamás había entrado en ninguno, pero veía el fuego en su interior, y aquello le daba una agradable sen­sación de bienestar). También se sorprendió al descubrir que no en todos los letreros había publicidad de relojes, también la había de bancos, aunque no conseguía entender por qué había tantos bancos para tan pocos habitantes cuando raramente había alguien dentro de las sucursales, pero resolvió no preguntar nada.

Después de tres meses de autocontrol en su trabajo, su sangre brasileña, sensual y sexual como todo el mundo pensaba, habló más alto; se enamoró de un árabe que estudiaba francés en su mis­mo curso. La historia duró tres semanas hasta que, una noche, Ma­ría decidió dejarlo todo de lado e irse a visitar una montaña cer­ca de Genéve. Cuando llegó al trabajo la tarde siguiente, Roger le pidió que fuese a su despacho.

En cuanto abrió la puerta, fue sumariamente despedida, por dar mal ejemplo a las otras chicas que allí trabajaban. Roger, his­térico, dijo que una vez más estaba decepcionado, que las muje­res brasileñas no eran de confianza (ah, Dios mío, esa manía de generalizarlo todo). De nada sirvió afirmar que todo se había de­bido a una fiebre muy alta por culpa de la diferencia del clima, él no se convenció, y encima se quejó porque tenía que volver de nuevo a Brasil para conseguir una sustituta, y que mejor habría si­do hacer un espectáculo con música y bailarinas yugoslavas, que eran mucho más bonitas y más responsables.

María, aunque todavía joven, no tenía nada de boba, princi­palmente después de que su amante árabe le dijo que en Suiza el estatuto de los trabajadores es muy severo, y que podía alegar que estaba realizando un trabajo esclavo, ya que la discoteca se queda­ba con gran parte de su salario.

Volvió al despacho de Roger, esta vez hablando un francés ra­zonable, que incluía en su vocabulario la palabra «abogado». Sa­lió de allí con algunos insultos, y cinco mil dólares de indemniza­ción, un dinero con el que jamás había soñado, y todo gracias a aquella palabra mágica, «abogado». Ahora podía salir libremente con el árabe, comprar algunos regalos, sacar unas fotos en la nie­ve, y volver a casa con la victoria tan soñada.

Lo primero que hizo fue telefonear a una vecina de su madre y decir que era feliz, que tenía una prometedora carrera por de­lante, que nadie en casa debía preocuparse. Después, como tenía un plazo para dejar el cuarto de la pensión que Roger le había al­quilado, no le quedaba otra alternativa que ir a ver al árabe, jurar­le amor eterno, convertirse a su religión, casarse con él, incluso aunque la obligasen a usar uno de aquellos pañuelos extraños en la cabeza; al fin y al cabo, todos allí sabían que los árabes eran muy ricos y eso era suficiente.

Pero el árabe, a esas alturas, ya estaba lejos, posiblemente en Arabia, un país que María no conocía; en el fondo, ella dio gra­cias a la Virgen María por no verse obligada a traicionar su reli­gión. Ahora que ya hablaba suficiente francés, que tenía dinero para el pasaje de vuelta, permiso de trabajo que la clasificaba co­mo «bailarina de samba», un visado que aún tenía validez, y sa­biendo que en último caso podía casarse con un comerciante de tejidos, María resolvió hacer lo que sabía que era capaz: ganar di­nero con su belleza.

Cuando estaba todavía en Brasil, había leído un libro sobre un pastor que, en busca de su tesoro, encuentra varias dificultades, y esas dificultades lo ayudan a conseguir lo que desea; ése era exac­tamente su caso. Ahora era plenamente consciente de que había sido despedida para encontrarse con su verdadero destino: mode­lo y maniquí.

Alquiló un pequeño cuarto (que no tenía televisión, ya que era preciso ahorrar al máximo, hasta que realmente consiguiese ga­nar mucho dinero), y al día siguiente comenzó a visitar agencias. En todas había que dejar fotos profesionales, pero al fin y al cabo era una inversión en su carrera, todo sueño cuesta caro. Gastó una considerable parte del dinero en un excelente fotógrafo, que ha­blaba poco y exigía mucho: tenía un gigantesco guardarropa en su estudio, y ella posó con varios vestidos sobrios, extravagantes, e incluso con un biquini del que su único conocido en Río de Janei­ro, el agente de seguridad/intérprete y ex representante Maílson, se moriría de envidia. Pidió una serie de copias extra, escribió una carta contando que era feliz en Suiza y la envió a su familia. Cree­rían que era rica, que tenía un guardarropa envidiable, y que se había convertido en la hija más ilustre de su pequeña ciudad. Si todo salía bien como pensaba (y ya había leído muchos libros de «pensamiento positivo» que no dejaban la menor duda de su vic­toria), sería recibida con una banda de música a su vuelta, y ha­llaría el modo de convencer al alcalde para que inaugurase una plaza con su nombre.

Compró un teléfono móvil, de los de tarjeta (ya que no tenía domicilio fijo), y los días siguientes esperó las ofertas de trabajo. Comía en restaurantes chinos (los más baratos) y, para pasar el tiempo, estudiaba como una loca.

Pero el tiempo tardaba en pasar, y el teléfono no sonaba. Pa­ra su sorpresa, nadie se metía con ella cuando paseaba por la ori­lla del lago, salvo algunos traficantes de droga que se ponían siem­pre en el mismo lugar, debajo de uno de los puentes que unían el bello jardín con la parte más nueva de la ciudad. Empezó a dudar de su belleza, hasta que una de las ex compañeras de trabajo, con quien se encontró por casualidad en un café, le dijo que no era culpa suya, sino de los suizos, a los que no les gusta molestar a na­die, y de los extranjeros, que tienen miedo de ser encarcelados por «acoso sexual», algo que habían inventado para hacer que las mu­jeres de todo el mundo se sientan mal.



Del diario de María, una noche en la que no tenía valor ni pa­ra salir, ni para vivir, ni para seguir esperando esa llamada que no llegaba:



Hoy pasé por delante de un parque de atracciones. Como no puedo gastar dinero a lo loco, pensé que era mejor observar a la gente. Estuve mucho rato ante la montaña rusa: veía que la mayoría de las personas en­traban allí en busca de emoción, pero cuando ésta se ponía en marcha, se morían de miedo y pedían que pa­rasen los vagones.

¿Qué es lo que quieren? Si escogieron la aventura, ¿izo deberían estar preparadas para ir hasta el final? ¿O creen que sería más inteligente no pasar por estos su­be y baja, y montarse todo el tiempo en un tiovivo, gi­rando en el mismo sitio?

Por el momento estoy demasiado sola como para pensar en el amor, pero necesito convencerme de que va a pasar, conseguiré un empleo, y estoy aquí porque he escogido este destino. La montaña rusa es mi vida, la vida es un juego fuerte y alucinante, la vida es lan­zarse en paracaídas, es arriesgarse, caer y volver a le­vantarse, es alpinismo, es querer subir a lo alto de uno mismo, y sentirse insatisfecho y angustiado cuando no se consigue.

No es fácil estar lejos de mi familia, de la lengua en la que puedo expresar todas mis emociones y senti­mientos, pero a partir de hoy, cuando me deprima, re­cordaré aquel parque de atracciones. Si me hubiese dor­mido y hubiese despertado de repente en una montaña rusa, ¿qué sentiría?

Bien, la primera sensación es la de estar prisione­ra, sentir pavor en las curvas, querer vomitar y salir de allí. Sin embargo, si confío en que los raíles son mi des­tino, en que Dios guía la máquina, esta pesadilla se transforma en excitación. Pasa a ser exactamente lo que es, una montaña rusa, un juego seguro y fiable, que va a llegar hasta el final, pero mientras dura el viaje, tengo que ver el paisaje alrededor, gritar de excitación.



§



Aun siendo capaz de escribir cosas que juzgaba muy sabias, no lograba seguir sus propios consejos; los momentos de depresión fueron cada vez más frecuentes, y el teléfono seguía sin sonar. Ma­ría, para distraerse y ejercitar la lengua en las horas vagas, empe­zó a comprar revistas de famosos, pero en seguida descubrió que gastaba mucho dinero en eso, y buscó la biblioteca más próxima. La encargada dijo que allí no se prestaban revistas, pero que po­día sugerirle algunos títulos que la ayudarían a dominar el francés cada vez más.

-No tengo tiempo para leer libros.

-¿Cómo que no tienes tiempo? ¿Qué haces? -Muchas cosas: estudio francés, escribo un diario y... -¿Y qué?

Iba a decir «espero a que suene el teléfono», pero pensó que era mejor callarse.

-Hija mía, eres joven, tienes toda la vida por delante. Lee. Ol­vida lo que te hayan dicho sobre los libros, y lee.

-Ya he leído mucho.

De repente, María se acordó de aquello que el agente de segu­ridad Maílson había descrito una vez como «energía». La biblio­tecaria le parecía alguien sensible, dulce, alguien que podría ayu­darla si todo lo demás fallaba. Tenía que conquistarla, su intuición le decía que allí podía estar una posible amiga. Rápidamente cam­bió de opinión:

-Pero quiero leer más. Por favor, ayúdeme a escoger los libros. La mujer trajo El Principito. Aquella noche, María empezó a hojearlo, vio los dibujos del principio, donde aparecía un som­brero, pero el autor decía que, en realidad, para los niños, aque­llo era una culebra con un elefante dentro. «Creo que nunca he sido niña -pensó-. Para mí, eso se parece más a un sombre­ro.» A falta de televisión, María empezó a acompañar al Princi­pito en sus viajes, aunque se ponía triste siempre que el tema «amor» aparecía; se había prohibido a sí misma pensar en el asunto, o se arriesgaba a cometer suicidio. Aparte de las doloro­sas escenas románticas entre un príncipe, un zorro y una rosa, el libro era muy interesante, y no estaba cada cinco minutos comprobando si la batería del móvil estaba cargada (se moría de miedo al pensar en dejar pasar su mejor oportunidad por culpa de un descuido).

María empezó a frecuentar la biblioteca, a hablar con la mujer que parecía tan sola como ella, a pedirle sugerencias, a comentar la vida de los autores, hasta que el dinero llegó casi a su fin; dos sema­nas más y ya no tendría ni para comprar el pasaje de vuelta.

Y como la vida siempre espera situaciones críticas para mos­trar su lado brillante, finalmente el teléfono sonó.

Tres meses después de haber descubierto la palabra «aboga­do», y dos meses después de estar viviendo de la indemnización recibida, una agencia de modelos preguntó si la señora María todavía se encontraba en aquel número. La respuesta fue un «sí» frío, ensayado durante mucho tiempo para no mostrar ansiedad. Supo entonces que a un árabe, profesional de la moda en su país, le habían gustado mucho sus fotos, y quería invitarla a participar en un desfile. María recordó la reciente decepción, pero también pensó en el dinero que necesitaba desesperadamente.

Quedaron en un restaurante muy chic. Se encontró con un se­ñor elegante, más atractivo y maduro que su experiencia anterior, que preguntaba:

-¿Sabes de quién es ese cuadro de allí? De Joan Miró. ¿Sa­bes quién es Joan Miró?

María permanecía callada, como si estuviese concentrada en la comida, bastante diferente de los restaurantes chinos. Por otro lado, hacía anotaciones mentales: debía pedir un libro sobre Mi­ró, en su próxima visita a la biblioteca.

Pero el árabe insistía:

-Esa mesa de ahí era la preferida de Federico Fellini. ¿Qué te parecen las películas de Fellini?

Ella respondió que le encantaban. El árabe quiso entrar en de­talles, y María, percatándose de que su cultura no pasaría el test, resolvió ir directamente al grano:

-No he venido aquí a actuar para usted. Todo lo que sé es la diferencia entre una Coca-Cola y una Pepsi. ¿No quería usted ha­blar sobre un desfile de moda?

La franqueza de la chica pareció impresionarlo bastante. -Hablaremos cuando vayamos a tomar una copa, después de cenar.

Hubo una pausa, mientras ambos se miraban e imaginaban lo que el otro estaba pensando.

-Eres muy guapa -insistió el árabe-. Si te decides a tomar una copa conmigo en mi hotel, te doy mil francos.

María entendió inmediatamente. ¿Era culpa de la agencia de modelos? ¿Era culpa suya, que debería haber preguntado mejor respecto de la cena? No era culpa de la agencia, ni suya, ni del árabe: era así como funcionaban las cosas. De repente sintió que tenía necesidad de la selva, de Brasil, del regazo de su madre. Se acordó de Maílson, en la playa, hablándole de trescientos dólares; en aquella época le había parecido divertido, aparte de lo que es­peraba recibir por una noche con un hombre. Sin embargo, en ese momento, se dio cuenta de que ya no tenía a nadie, absolutamen­te nadie en el mundo con quien poder hablar; estaba sola, en una ciudad extraña, con veintidós años relativamente bien vividos, pe­ro inútiles para ayudarla a decidir cuál sería la mejor respuesta. -Sírvame más vino, por favor.

El árabe echó más vino en su vaso, mientras su pensamiento viajaba más de prisa que el Principito en su paseo por diversos planetas. Había ido allí en busca de aventura, dinero, y tal vez un marido, sabía que acabaría recibiendo proposiciones como ésa, porque no era inocente y ya se había acostumbrado al com­portamiento de los hombres. Aún creía en agencias de modelos, estrellato, un marido rico, familia, hijos, nietos, ropa, retorno vic­torioso a la ciudad donde nació. Soñaba con superar todas las dificultades sólo con su inteligencia, su encanto y su fuerza de voluntad.

Pero la realidad acababa de desmoronarse en su cabeza. Para sorpresa del árabe, María se puso a llorar. El hombre, dividido en­tre el miedo al escándalo y el instinto masculino de proteger a la chica, no sabía qué hacer. Hizo una seña al camarero para pedir la cuenta, pero ella lo interrumpió:

-No haga eso. Sírvame más vino y déjeme llorar un poco.

Y María pensó en el niño que le había pedido un lápiz, en el chico al que había besado con la boca cerrada, en la alegría de co­nocer Río de Janeiro, en los hombres que la habían usado sin dar nada a cambio, en las pasiones y en los amores perdidos a lo largo de todo su camino. Su vida, a pesar de la aparente libertad, era un sinfín de horas esperando el milagro, un amor verdadero, una aventura con el mismo final romántico que siempre había visto en las películas y había leído en los libros. Un autor había escrito que el tiempo no transforma al hombre, que la sabiduría no transfor­ma al hombre; lo único que puede hacer que alguien cambie de idea es el amor. ¡Qué locura! El que lo escribió sólo conocía una cara de la moneda.

Realmente, el amor era la primera de las cosas capaces de cambiar totalmente la vida de una persona, de un momento a otro. Pero existía la otra cara de la moneda, la segunda cosa que hacía al ser humano tomar una dirección totalmente distinta de la que había planeado: se llamaba desesperación. Sí, tal vez el amor fuese capaz de transformar a alguien, pero la desespera­ción transforma más de prisa. ¿Y ahora, María? ¿Debía salir co­rriendo, volver a Brasil, convertirse en profesora de francés, ca­sarse con el dueño de la tienda de tejidos? ¿Debía llegar un poco más lejos, una única noche, en una ciudad donde no conocía a nadie ni nadie la conocía a ella? ¿Acaso una única noche y el dinero fácil la harían seguir adelante, hasta un punto del cami­no de donde ya no podría volver? ¿Qué estaba sucediendo en aquel minuto: una gran oportunidad o una prueba de la Virgen María?

Los ojos del árabe se paseaban por el cuadro de Joan Miró, por el lugar en el que comía Fellini, por la chica que guardaba los abri­gos, por los clientes que entraban y salían.

-¿No lo sabías?

-Más vino, por favor -fue la respuesta de María, aún entre lágrimas.

Rezaba para que el camarero no se acercase y descubriese lo que estaba pasando, y el camarero, que asistía a todo a distancia con el rabillo del ojo, rezaba para que el hombre con la chica pa­gase ya la cuenta, porque el restaurante estaba lleno y había gen­te esperando.

Finalmente, después de lo que pareció ser una eternidad, ella habló:

-¿Ha dicho usted una copa por mil francos? La propia María se extrañó del tono de su voz.

-Sí -respondió el árabe, ya arrepentido de haber hecho la proposición-. Pero no quiero de ninguna manera...

-Pague la cuenta y vayamos a tomar esa copa a su hotel.

De nuevo, se extrañó de sí misma. Hasta entonces era una jo­ven amable, educada, alegre, y jamás habría usado ese tono de voz con un extraño. Pero parecía que aquella joven había muerto pa­ra siempre: ante ella estaba otra existencia, en la que las copas cos­taban mil francos o, en una moneda más universal, en torno a los seiscientos dólares.



Y todo ocurrió exactamente según lo esperado: se fue al hotel con el árabe, bebió champán, se embriagó casi completamente, abrió las piernas, esperó a que él tuviese un orgasmo (no se le ocu­rrió fingir que ella también tenía uno), se lavó en el bidet de már­mol, tomó el dinero y se dio el lujo de pagar un taxi hasta casa. Se tumbó en la cama y durmió una noche sin sueños.

Del diario de María, al día siguiente:



Me acuerdo de todo, menos del momento en el que tomé la decisión. Curiosamente, no tengo ningún sen­timiento de culpa. Antes acostumbraba a ver a las chi­cas que aceptaban irse a la cama con alguien por di­nero como gente a la que la vida no le había dejado otra elección, y ahora veo que no es así. Yo podía de­cir «sí» o «no», nadie me estaba forzando a aceptar nada.

Ando por las calles, veo a las personas, ¿habrán escogido sus propias vidas? c0 habrán sido, como yo, «escogidas» por el destino? El ama de casa que soña­ba con ser modelo, el ejecutivo de banca que pensó en ser músico, el dentista que tenía un libro escondido, y al que le gustaría dedicarse a la literatura, la chica a la que le encantaría trabajar en televisión, pero to­do lo que encontró fue un empleo de cajera en un su­permercado.

No siento la menor pena por mí misma. Sigo sin ser una víctima, porque podría haber salido del res­taurante con mi dignidad intacta y con mi cartera va­cía. Podría haberle dado lecciones de moral a aquel hombre, o haber intentado hacerle ver que ante sus ojos estaba una princesa, que era mejor conquistarla que comprarla. Podría haber adoptado un sinfín de actitudes, y sin embargo, como la mayoría de los se­res humanos, dejé que el destino escogiese qué rum­bo tomar.

No soy la única, aunque parezca que mi destino es más ilegal y marginal que el de los demás. Pero, en la búsqueda de la felicidad, estamos todos sus­pensos: el ejecutivo/músico, el dentista/escritor, la cajera/actriz, el ama de casa/modelo, ninguno de no­sotros es feliz.



§



¿Entonces era eso? ¿Era así de fácil? Estaba en una ciudad extraña, no conocía a nadie, lo que ayer era un suplicio hoy le da­ba una inmensa sensación de libertad, no tenía que darle explica­ciones a nadie.

Decidió que, por primera vez en muchos años, iba a dedicar el día entero a pensar en sí misma. Hasta entonces vivía siempre preocupada por los demás: su madre, los compañeros del colegio, su padre, los funcionarios de la agencia de modelos, el profesor de francés, el camarero, la bibliotecaria, por lo que las personas de la calle, que nunca había visto, pensaban. En verdad, nadie pensaba nada, y mucho menos en ella, una pobre extranjera, que si desa­pareciese mañana no se iba a enterar ni la policía.

Ya era suficiente. Salió temprano, desayunó en el lugar de siempre, caminó un poco por el lago, vio una manifestación de exiliados. Una mujer, con un pequeño cachorro, comentó que eran kurdos, y una vez más, en vez de fingir que sabía la respuesta pa­ra demostrar que era más culta e inteligente de lo que pensaban, María preguntó:

-¿De dónde vienen los kurdos?

La mujer, para su sorpresa, no supo responder. Todo el mun­do es así: hablan como si lo supiesen todo, y si osas preguntar, no saben nada. Entró en un cibercafé, y descubrió que los kurdos ve­nían del Kurdistán, un país que ya no existe, hoy dividido entre Turquía e Irak. Volvió al lugar en el que estaba, intentando encon­trar a la mujer con el cachorro, pero ya se había ido, tal vez por­que el animal no había aguantado allí media hora observando un desfile de seres humanos con fajas, pañuelos, música y gritos ex­traños.

«Eso soy yo, o mejor dicho, eso era yo: una persona que fingía saberlo todo, escondida en mi silencio, hasta que aquel árabe me irritó tanto que tuve el coraje de decir que sólo sabía la diferencia entre dos gaseosas. ¿Se quedó extrañado? ¿Cambió de idea con respecto a mí? ¡Nada! Debió de pensar que mi espontaneidad era fantástica. Siempre he salido perdiendo cuando he querido pare­cer más lista de lo que soy: ¡ya basta!»

Se acordó de la agencia de modelos. ¿Sabrían lo que quería el árabe, en cuyo caso María, una vez más, había pecado de ingenua, o realmente pensaban que él podía conseguirle un trabajo en su país?

Fuese lo que fuese, María se sentía menos sola en aquella ma­ñana cenicienta de Genéve, con la temperatura casi a cero, mien­tras los kurdos manifestaban, los tranvías llegaban a tiempo a ca­da parada, las tiendas exhibían joyas en las vidrieras, los bancos abrían, los mendigos dormían, los suizos iban al trabajo. Estaba menos sola porque a su lado había otra mujer, tal vez invisible pa­ra los que pasaban. Jamás había notado su presencia, pero ella es­taba allí.

Sonrió a la mujer invisible que estaba a su lado, que se pare­cía a la Virgen María, la madre de Jesús. La mujer le devolvió la sonrisa y le dijo que tuviese cuidado, ya que las cosas no eran tan simples como ella pensaba. María no le dio importancia al conse­jo, respondió que era una persona adulta, responsable de sus de­cisiones, y que no podía creer que había una conspiración cósmica contra ella.. Había aprendido que existe gente dispuesta a pa­gar mil francos suizos por una noche, por media hora entre sus piernas, y todo lo que tenía que decidir, en los próximos días, era si tomaba los mil francos suizos que ahora tenía en casa, compra­ba un pasaje de avión y volvía a la ciudad en la que había nacido, o si se quedaba un poco más, lo suficiente para comprar una ca­sa para sus padres, bonitos vestidos y pasajes a lugares que había soñado visitar algún día.

La mujer invisible que estaba a su lado volvió a insistir en que las cosas no eran así de simples, pero María, aunque contenta con la compañía inesperada, le pidió que no interrumpiese sus pensa­mientos, que tenía que tomar decisiones importantes.

Volvió a analizar, esta vez con más cuidado, la posibilidad de volver a Brasil. Sus amigas del colegio, que nunca habían salido del pueblo, comentarían que había sido despedida muy pronto de su empleo, que jamás había tenido talento para ser una estrella in­ternacional. Su madre se pondría triste porque nunca había reci­bido el dinero prometido, aunque María, en sus cartas, afirmase que lo robaban los de correos. Su padre la miraría el resto de su vida con aquella expresión de «yo ya lo sabía», ella volvería a tra­bajar en la tienda de tejidos, se casaría con el dueño, después de haber viajado en avión, de comer queso suizo en Suiza, de apren­der francés y de pisar la nieve.

Por otro lado, estaban las copas a mil francos. Tal vez no du­rase mucho tiempo, la belleza cambia rápido como el viento, pe­ro podía trabajar duro, y en poco tiempo tener dinero para recu­perarlo todo y volver al mundo, esta vez dictando ella las reglas. Su único problema concreto era que no sabía qué hacer, cómo empezar. Recordó que en su época en la discoteca familiar una chica había mencionado un lugar llamado rue de Berne, de he­cho había sido uno de sus primeros comentarios, incluso antes de enseñarle dónde debía dejar las maletas.

Se dirigió hasta uno de los grandes paneles que había en va­rios sitios de Géneve, aquella ciudad tan amable con los turistas, que no toleraba verlos perdidos. Para evitarlo, estos paneles te­nían anuncios por un lado y mapas por el otro.

Había un hombre allí, y María le preguntó si sabía dónde es­taba la rue de Berne. Él la miró intrigado, le preguntó si era eso exactamente lo que buscaba, o si quería saber dónde se encon­traba la carretera que iba hasta Berna, la capital de Suiza. «No -respondió María-, quiero esa calle que queda aquí mismo.  El hombre la miró de arriba abajo y se apartó sin decir una pala­bra, seguro de que tal vez lo estaban filmando para uno de esos programas de la tele, en los que la gran alegría del público es ha­cer que todos parezcan ridículos. María estuvo allí quince minu­tos, después de todo, la ciudad era pequeña y acabó encontran­do el sitio.

Su amiga invisible, que había permanecido callada mientras ella se concentraba en el mapa, ahora intentaba argumentar; no era una cuestión de moral, sino de entrar en un camino sin retorno.

María respondió que, si era capaz de tener dinero para irse de Suiza, era capaz de salir de cualquier situación. Además, ninguna de aquellas personas con las qué se cruzaba en su paseo había escogi­do lo que deseaba hacer. Ésa era la realidad de la vida.

«Estamos en un valle de lágrimas -le dijo a la amiga invisi­ble-. Podemos tener muchos sueños, pero la vida es dura, impla­cable, triste. ¿Qué intentas decirme, que me condenarán? Nadie lo sabrá, sólo es un período de mi vida.»

Con una sonrisa dulce pero triste, la amiga invisible desapareció.



Fue hasta el parque de atracciones, compró una entrada para la montaña rusa, gritó como todos los demás, pero entendiendo que no había peligro, que era simplemente un juego. Comió en un restaurante japonés, aunque sin saber muy bien qué comía, sólo que era muy caro, y ahora estaba dispuesta a darse todos los lu­jos. Estaba contenta, no tenía que esperar una llamada de teléfo­no, ni contar los centavos que gastaba.

Al final del día, llamó a la agencia, dijo que la cita había ido muy bien y que estaba agradecida. Si eran serios, preguntarían so­bre las fotos. Si eran de otra clase, le conseguirían más citas.

Atravesó el puente, volvió al pequeño cuarto y decidió que no compraría una televisión de ninguna manera, incluso teniendo di­nero y muchos planes por delante: necesitaba pensar, usar todo su tiempo para pensar.

Del diario de María aquella noche (con una nota al margen que decía: «No estoy muy convencida»).



He descubierto por qué un hombre paga por una mujer: quiere ser feliz.

No va a pagar mil francos sólo por tener un orgas­mo; quiere ser feliz. Yo también quiero, todo el mundo quiere, y nadie lo consigue. ¿Qué puedo perder si deci­do convertirme por algún tiempo en una... la palabra es difícil de pensar y de escribir... pero, en fin... qué pue­do perder si decido ser una prostituta durante algún tiempo?

El honor. La dignidad. El respeto por mí misma. Pen­sándolo bien, nunca he tenido ninguna de las tres cosas. No pedí nacer, no he conseguido a nadie que me ama­se, siempre he tomado las decisiones equivocadas, aho­ra dejo que la vida elija por mí.



§





La agencia telefoneó al día siguiente, preguntó sobre las fotos, y para cuándo sería el desfile, ya que ganaban una comisión por cada trabajo. María dijo que el árabe se pondría en contacto con ellos, y dedujo inmediatamente que no sabían nada.

Fue hasta la biblioteca y pidió libros sobre sexo. Estaba consi­derando seriamente la posibilidad de trabajar -sólo por un año, se había prometido a sí misma- en algo que no conocía; lo pri­mero que tenía que aprender era cómo comportarse, cómo dar placer y cómo recibir dinero a cambio.

Para su decepción, la bibliotecaria le dijo que solamente tenían unos pocos tratados técnicos, ya que aquello era una institución del gobierno. María leyó el índice de uno de los tratados técnicos y se lo devolvió: no entendían nada de la felicidad, sólo hablaban de erección, penetración, impotencia, precauciones, cosas sin el menor sabor. Por un momento, llegó a considerar seriamente la posibilidad de llevarse Consideraciones psicológicas sobre la fri­gidez de la mujer, ya que, en su caso, sólo conseguía tener orgas­mos a través de la masturbación, aunque fuese muy agradable ser poseída y penetrada por un hombre.

Pero no estaba allí en busca de placer, sino de trabajo. Dio las gracias a la bibliotecaria, pasó por una tienda e hizo su primera inversión en la posible carrera que se delineaba en el horizonte: ropa que consideraba lo suficientemente sexy para despertar todo tipo de deseo. Después, fue al lugar que había descubierto en el mapa. La rue de Berne comenzaba en una iglesia (¡coincidencia, cerca del restaurante japonés donde había estado el día anterior!) y se transformaba en escaparates de relojes baratos, hasta el final, donde estaban las discotecas de las que había oído hablar, todas cerradas a aquella hora del día. Volvió a pasear alrededor del la­go, compró, sin ningún reparo, cinco revistas pornográficas para estudiar lo que eventualmente debería hacer, esperó a la noche, y se dirigió de nuevo al lugar. Allí, escogió al azar un bar con el su­gestivo nombre brasileño de Copacabana.

No había decidido nada, se decía a sí misma. Era simplemen­te una experiencia. Nunca se había sentido tan bien y tan libre en todo el tiempo que había pasado en Suiza.



-Estás buscando empleo -dijo el dueño, que fregaba vasos detrás de una barra, sin poner siquiera un tono de interrogación en la frase. El lugar se componía de una serie de mesas, una es­quina con una especie de pista de baile y algunos sofás arrimados a las paredes-. Nada sofisticado. Para trabajar aquí, ya que obe­decemos la ley, es preciso tener por lo menos un permiso de tra­bajo.

María mostró el suyo, y el hombre pareció mejorar su mal humor.

-¿Tienes experiencia?

Ella no sabía qué decir: si decía que sí, él le preguntaría dón­de había trabajado antes. Si decía que no, él podía rechazarla.

-Estoy escribiendo un libro.

La idea había salido de la nada, como si una voz invisible la ayudase en aquel momento. Notó que el hombre sabía que era mentira pero fingía que le creía.

-Antes de tomar ninguna decisión, habla con alguna de las chicas. Tenemos por lo menos seis brasileñas todas las noches, y podrás saber todo lo que te espera.

María quiso decir que no necesitaba consejos de nadie, que tampoco había tomado una decisión, pero el hombre ya se había ido al otro lado del bar, dejándola sola, sin ni siquiera un vaso de agua para beber.

Las chicas fueron llegando, el dueño identificó a algunas bra­sileñas y les pidió que hablasen con la recién llegada. Ninguna de ellas parecía dispuesta a obedecer; María dedujo que tenían mie­do de la competencia. Conectaron el sonido de la discoteca, so­naron algunas canciones brasileñas (después de todo, el sitio se llamaba Copacabana), entraron chicas con rasgos asiáticos, otras que parecían haber salido de las montañas nevadas y románticas de los alrededores de Géneve. Finalmente, después de casi dos ho­ras de espera, mucha sed, algunos cigarrillos, una sensación cada vez más profunda de que estaba tomando una decisión equivoca­da, una repetición mental infinita de la frase «¿qué hago aquí?», e irritada por la total falta de interés tanto del propietario como de las chicas, una de las brasileñas acabó por acercarse.

-¿Por qué has escogido este lugar?

María podía volver a la historia del libro, o hacer lo que había hecho con respecto a los kurdos y a Joan Miró: decir la verdad. -Por el nombre. No sé por dónde empezar, y tampoco sé si quiero empezar.

La chica pareció sorprenderse con el comentario directo y franco. Bebió un trago de algo que parecía whisky, escuchó la música brasileña que sonaba, hizo comentarios sobre la nostal­gia de su tierra y señaló que iba a haber poco movimiento aque­lla noche, porque habían cancelado un gran congreso interna­cional que había cerca de Géneve. Al final, al ver que María no se iba, dijo:

-Es muy simple, tienes que obedecer tres reglas. La primera: no te enamores de nadie con quien trabajas o haces el amor. La segunda: no creas en las promesas y cobra siempre por adelanta­do. La tercera: no tomes drogas.

Hizo una pausa.

-Y empieza ya. Si vuelves hoy para casa sin haber conse­guido un hombre, lo pensarás dos veces y no tendrás valor para volver.

María sólo había ido preparada para una consulta, una infor­mación sobre sus posibilidades en un trabajo provisional. Pero no­tó que estaba ante aquel sentimiento que hace que las personas tomen una decisión rápidamente: ¡desesperación!

-Está bien. Empiezo hoy.

No confesó que había empezado el día anterior. La mujer se dirigió al dueño del bar, a quien llamó Milan, y éste fue a hablar con María.

-¿Llevas ropa interior bonita?

Nadie jamás le había hecho esa pregunta. Ni sus novios, ni el árabe, ni sus amigas, y mucho menos un extraño. Pero la vida era así en aquel lugar: directo al grano.

-Llevo una bombachita azul claro. Y sin sostén -añadió, provocativa. Pero todo lo que consiguió fue una reprimenda:

-Mañana, ponte bombacha negra, sostén y medias panty. For­ma parte del ritual quitarse el máximo de ropa posible.

Sin perder más tiempo, y con la certeza de que estaba ante una novata, Milan le enseñó el resto del ritual: el Copacabana debía ser un lugar agradable, y no un prostíbulo. Los hombres entraban en aquella discoteca queriendo creer que iban a encontrar a una mujer sin compañía, sola. Si alguien se acercaba a su mesa, y no era interrumpido en el transcurso (porque, además, existía el concepto de «cliente exclusivo de ciertas chicas»), con toda seguridad la invitaría: «¿Quieres tomar algo?».

A lo que María podría responder sí o no. Era libre para deci­dir su compañía, aunque no era aconsejable decir «no» más de una vez por noche. En caso de responder afirmativamente, pedi­ría un cóctel de frutas, que (casualmente) era la bebida más cara de la lista. Nada de alcohol, nada de dejar que el cliente escogie­se por ella.

Después, debía aceptar una eventual invitación para bailar. La mayoría de los que frecuentaban el local eran conocidos y, a excepción de los «clientes exclusivos», sobre los que no entró en detalles, nadie representaba ningún riesgo. La policía y el Mi­nisterio de Sanidad exigían análisis de sangre mensuales, para ver si no eran portadoras de enfermedades de transmisión se­xual. El uso del preservativo era obligatorio, aunque no tenían ningún modo de vigilar si esta norma se cumplía o no. No de­bían armar un escándalo jamás, Milan estaba casado, era padre de familia, preocupado por su reputación y el buen nombre de su discoteca.

Continuó explicando el ritual: después de bailar volvían a la mesa, y el cliente, como quien dice algo inesperado, la invitaba a ir a un hotel con él. El precio habitual era de trescientos cincuen­ta francos, de los cuales cincuenta se los quedaría Milan, en con­cepto de alquiler de la mesa (un artificio legal para evitar, en el fu­turo, complicaciones jurídicas y la acusación de explotar el sexo con fines lucrativos).

María todavía intentó argumentar: -Pero yo gané mil francos por...

El dueño hizo ademán de marcharse, pero la brasileña, que asistía a la conversación, intervino:

-Está de broma.

Y girándose hacia María, dijo en buen y sonoro portugués:

-Éste es el lugar más caro de Géneve. -Allí la ciudad se lla­maba Géneve, y no Ginebra.- No vuelvas a repetirlo. Él conoce el precio del mercado, y sabe que nadie paga mil francos por ir a la cama, excepto los «clientes especiales», si tienes suerte y eres competente.

Los ojos de Milan, que más tarde María descubriría que era un yugoslavo que vivía allí hacía veinte años, no dejaban lugar a la menor duda:

-El precio es trescientos cincuenta francos.

-Sí, ése es el precio -repitió una humillada María.

Primero, le pregunta el color de su ropa interior. Acto segui­do, decide el precio de su cuerpo.

Pero no tenía tiempo para pensar, él continuaba dando ins­trucciones: no debía aceptar invitaciones para ir a casas o a hote­les que no fuesen de cinco estrellas. Si el cliente no tenía adónde llevarla, irían a un hotel situado a cinco manzanas de allí, pero siempre en taxi, para evitar que otras mujeres de otras discotecas de la rue de Berne se acostumbrasen a su cara; María no lo creyó, pensó que la verdadera razón era el riesgo de recibir una invita­ción para trabajar en mejores condiciones, en otra discoteca. Pe­ro se guardó sus pensamientos para sí, ya había tenido bastante con la discusión sobre el precio.

-Repito una vez más: como los policías en las películas, nun­ca bebas mientras trabajas. Te dejo, el movimiento empieza den­tro de un rato.

-Dale las gracias -dijo, en portugués, la brasileña.

María se lo agradeció. Él sonrió, pero todavía no había termi­nado su lista de recomendaciones:

-He olvidado algo: el tiempo desde que pides la bebida hasta el momento de salir no debe sobrepasar, de ninguna ma­nera, los cuarenta y cinco minutos, y en Suiza, con relojes por todos lados, hasta los yugoslavos y los brasileños aprenden a respetar el horario. Recuerda que yo alimento a mis hijos con tu comisión.

Estaba recordado.



Le sirvió un vaso de agua mineral con gas y limón, que fácil­mente podía pasar por un gin-tonic, y le pidió que esperase. Poco a poco, la discoteca empezó a llenarse: los hombres entraban, mi­raban a su alrededor, se sentaban solos, y en seguida aparecía al­guien de la casa, como si fuese una fiesta, donde todos se cono­cían desde hacía mucho tiempo, y ahora estuviesen aprovechando para divertirse un poco después de un largo día de trabajo. Cada vez que un hombre encontraba compañía, María suspiraba, alivia­da, aunque ya empezaba a sentirse mejor. Tal vez porque era Sui­za, tal vez porque, tarde o temprano, encontraría aventura, dine­ro, o un marido como siempre había soñado. Tal vez porque, ahora se daba cuenta, era la primera vez en muchas semanas que salía de noche e iba a un lugar donde ponían música y donde, de vez en cuando, podía oír a alguien hablando en portugués. Se di­vertía con las chicas a su alrededor, riendo, tomando cócteles de frutas, charlando alegremente.

Ninguna de ellas se había acercado a saludarla ni a desearle éxito en su nueva profesión, pero eso era normal, a fin de cuentas era la competencia, una adversaria que se disputaba el mismo tro­feo. En vez de deprimirse, sintió orgullo, estaba luchando, com­batiendo, no era una persona desamparada. En cuanto quisiese, podía abrir la puerta y marcharse, pero siempre recordaría que ha­bía tenido el coraje de llegar hasta allí, negociar y discutir cosas sobre las que, en ningún momento de su vida, había osado pen­sar. No era una víctima del destino, se repetía cada minuto: esta­ba corriendo sus riesgos, yendo más allá de sus límites, viviendo cosas que un día, en el silencio de su corazón, en los momentos llenos de tedio de la vejez, podría recordar con una cierta dosis de nostalgia, por más absurdo que eso pudiese parecer.

Tenía la certeza de que nadie se iba a acercar a ella, y mañana todo sería como una especie de sueño loco, que ella jamás osaría repetir, porque acababa de darse cuenta de que mil francos por una sola noche sólo ocurre una vez; era más seguro comprar el bi­llete de avión para Brasil. Para que el tiempo pasase más de pri­sa, se puso a calcular cuánto ganaba cada una de aquellas chicas: si salían tres veces al día, conseguían, por cada cuatro horas de trabajo, el equivalente a dos meses de su trabajo en la tienda de tejidos.

En un día, el equivalente a dos meses de su salario en la tien­da de tejidos.

¿Tanto? Bueno, ella había ganado mil francos en una noche, pero quizá hubiese sido suerte de principiante. En cualquier caso, lo que ganaba una prostituta normal era más, mucho más de lo que podría conseguir dando clases de francés en su tierra. Todo eso, siendo el único esfuerzo estar en un bar durante un rato, bai­lar, abrirse de piernas y punto. Ni siquiera era necesario hablar.

El dinero podía ser una razón, continuó pensando. ¿Pero lo era todo? ¿O la gente que estaba allí, clientes y mujeres, se diver­tían en cierto modo? ¿Acaso el mundo era muy diferente de lo que le habían contado en el colegio? Si usaba preservativo, no ha­bía ningún riesgo, ni siquiera el de ser reconocida por alguien de su tierra. Nadie visita Géneve, excepto (como le habían dicho una vez en clase) aquellos a los que les gusta frecuentar los bancos. Pe­ro a los brasileños, en su gran mayoría, lo que les gusta es frecuen­tar tiendas, preferentemente de Miami o de París. Novecientos francos suizos por día, cinco días por semana.

¡Una fortuna! ¿Qué seguían haciendo allí aquellas chicas, si en un mes tenían el dinero suficiente para volver y comprarles una casa a sus madres? ¿Acaso llevaban poco tiempo trabajando?

O -y María tuvo miedo de la propia pregunta-, ¿o acaso les gustaba?

De nuevo sintió ganas de beber, el champán le había ayudado mucho la noche anterior.

-¿Aceptas una copa?

Ante ella, un hombre de aproximadamente treinta años, con el uniforme de una compañía aérea.

El mundo entró en cámara lenta y María experimentó la sen­sación de salir de su cuerpo y observarse desde el lado de fuera. Muriéndose de vergüenza, pero luchando para controlar el rubor de su cara, asintió con la cabeza, sonrió, y entendió que a partir de aquel minuto su vida cambiaría para siempre.

Cóctel de frutas, conversación, ¿qué haces aquí, hace frío, ver­dad? Me gusta esta música, pues yo prefiero a Abba, los suizos son fríos, ¿eres de Brasil? Háblame de tu tierra. Tienen carnaval. Las brasileñas son atractivas, ¿lo sabías?

Sonreír y aceptar el elogio, mostrar tal vez un aire de timidez. Bailar otra vez, pero prestando atención a la mirada de Milan, que a veces se rasca la cabeza y señala el reloj de su muñeca. Olor a perfume de él, entiende rápido que tiene que acostumbrarse a los olores. Por lo menos éste es de perfume. Bailan agarrados. Otro cóctel de frutas más, el tiempo pasa, ¿no había dicho que eran cuarenta y cinco minutos? Mira el reloj, él pregunta si está espe­rando a alguien, ella dice que dentro de una hora vendrán algu­nos amigos, él la invita a salir. Hotel, trescientos cincuenta fran­cos, ducha después del sexo (el hombre comenta, intrigado, que nadie había hecho eso antes). No es María, es otra persona que está en su cuerpo, que no siente nada, simplemente cumple mecá­nicamente una especie de ritual. Es una actriz. Milan se lo había enseñado todo, menos cómo despedirse del cliente, ella le da las gracias, él tampoco sabe qué hacer, y tiene sueño.

Resiste, quiere volver a casa, pero debe ir a la discoteca a en­tregar los cincuenta francos, y entonces otro hombre, otro cóctel de frutas, preguntas sobre Brasil, hotel, otra ducha (esta vez sin comentarios), vuelve al bar, el dueño recoge su comisión, le dice que ya puede irse, que no hay mucho movimiento ese día. No to­ma un taxi, cruza toda la rue de Berne a pie, mirando las otras dis­cotecas, los escaparates con relojes, la iglesia de la esquina (cerra­da, siempre cerrada...). Nadie le devuelve la mirada, como siempre.

Camina por el frío. No siente la temperatura, no llora, no pien­sa en el dinero que ha ganado, está en una especie de trance. Al­guna gente nace para encarar la vida sola; eso no es bueno ni ma­lo, simplemente es la vida. María es una de esas personas.

Comienza a esforzarse para reflexionar sobre lo sucedido, ha empezado hoy y, sin embargo, ya se considera una profesional, pa­rece que fue hace mucho tiempo, que lo ha hecho toda su vida. Siente un extraño amor por sí misma, está contenta por no haber huido. Ahora tiene que decidir si va seguir adelante. Si sigue, se­rá la mejor, cosa que nunca ha sido, en ningún momento.

Pero la vida le está enseñando, muy de prisa, que sólo los fuer­tes sobreviven. Para ser fuerte, tiene que ser de verdad la mejor, no hay alternativa.





Del diario de María, una semana después:



Yo no soy un cuerpo que tiene un alma, soy un al­ma que tiene una parte visible, llamada cuerpo. Duran­te todos estos días, al contrario de lo que podía imagi­nar, esta alma estuvo mucho más presente. No me decía nada, no me criticaba, no sentía pena de mí: sólo me observaba.

Hoy me he dado cuenta de por qué sucedía eso: ha­ce mucho tiempo que no pienso en algo llamado amor. Parece que huye de mí, como si ya no fuese importan­te, y no se sintiese bienvenido. Pero, si no pienso en el amor, no seré nada.

Cuando volví al Copacabana, el segundo día, ya me miraban con mucho más respeto; por lo que entendí, muchas chicas aparecen una noche y no son capaces de seguir. La que sigue adelante pasa a ser una especie de aliada, de compañera, porque puede entender las difi­cultades y las razones o, mejor dicho, la ausencia de ra­zones para haber escogido este tipo de vida.

Todas sueñan con alguien que llegue y las descubra como verdadera mujer, compañera, sensual, amiga. Pe­ro todas saben, desde el primer minuto de una nueva cita, que nada de eso sucederá.

Necesito escribir sobre el amor. Necesito pensar, pen­sar, escribir y escribir sobre el amor, o mi alma no re­sistirá.



§



A pesar de que creía que el amor era algo tan importante, Ma­ría no olvidó el consejo que había recibido la primera noche, y procuró vivirlo sólo en las páginas de su diario. Por lo demás, bus­caba desesperadamente un modo de ser la mejor, de conseguir mu­cho dinero en poco tiempo, no pensar mucho, y encontrar una buena razón para aquello que hacía.

Ésa era la parte más difícil: ¿cuál era la verdadera razón? Hacía aquello porque lo necesitaba. No era exactamente así; todo el mundo necesita ganar dinero, y no todos escogen vivir completamente al margen de la sociedad. Lo hacía porque quería tener una experiencia nueva. ¿De verdad? La ciudad estaba llena de experiencias nuevas, como esquiar o pasear en barco por el la­go, por ejemplo, pero ella jamás había sentido curiosidad al res­pecto. Lo hacía porque ya no tenía nada más que perder, su vida era una frustración diaria y constante.

No, ninguna de las respuestas era verdadera, mejor olvidar el asunto y simplemente seguir viviendo lo que estaba en su camino. Tenía muchas cosas en común con las demás prostitutas, y con el resto de las mujeres que había conocido en su vida: casarse y te­ner una vida segura era el más común de todos los sueños. Las que no pensaban en eso, tenían marido (casi un tercio de sus compa­ñeras estaban casadas) o venían de una experiencia reciente de di­vorcio. Por eso, para entenderse a sí misma, intentó, con mucho cuidado, entender por qué sus compañeras habían escogido aque­lla profesión.

No oyó ninguna novedad, e hizo una lista con las respuestas:



a)        Decían que tenían que ayudar a su marido en casa (¿Y los celos? ¿Y si aparecía un amigo del marido? Pero no tuvo el cora­je de ir tan lejos);

b)       Comprar una casa para su madre (misma disculpa que la su­ya, que parecía noble, pero era la más común);

c)        Conseguir dinero para el pasaje de vuelta (a las colombia­nas, las tailandesas y las brasileñas les encantaba este motivo, aun­que ya hubiesen ganado muchas veces el dinero, y después se hu­biesen deshecho de él, por miedo a realizar su sueño);

d)       Placer (no encajaba mucho con el ambiente, sonaba a falso); e) No habían conseguido hacer nada más (tampoco era una buena razón, Suiza estaba llena de empleos como mujer de la lim­pieza, chofer, cocinera).



En fin, no descubrió ningún buen motivo, y dejó de intentar explicar el universo a su alrededor.





Vio que el propietario, Milan, tenía razón: nadie le había ofre­cido nunca más mil francos suizos por pasar algunas horas con ella. Por otro lado, nadie protestaba cuando pedía trescientos cin­cuenta francos, como si ya lo supiesen, y simplemente pregunta­sen para humillar, o para no tener sorpresas desagradables.

Una de las chicas comentó:

-La prostitución es un negocio diferente de los demás: la que empieza gana más, la que tiene experiencia gana menos. Finge siempre que eres una novata.

Aún no sabía qué eran los «clientes especiales», tema que ha­bía sido mencionado sólo en la primera noche; nadie tocaba el te­rna. Poco a poco, fue aprendiendo algunos de los trucos más im­portantes de la profesión, como no preguntar nunca por la vida personal, sonreír y hablar lo mínimo posible, y no concertar citas fuera de la discoteca. El consejo más importante fue el de una fi­lipina llamada Nyah:

-Debes gemir en el momento del orgasmo. Eso hace que el cliente te siga siendo fiel.

-Pero ¿por qué? Ellos pagan por satisfacerse.

-Te equivocas. Un hombre no demuestra que es un macho cuando tiene una erección. Es un macho si es capaz de dar placer a una mujer. Si es capaz de dar placer a una prostituta, entonces se creerá el mejor de todos.



§



Y así pasaron seis meses: María aprendió todas las lecciones que necesitaba, como, por ejemplo, el funcionamiento del Copacabana. Como era uno de los lugares más caros de la rue de Berne, la clien­tela se componía mayoritariamente de ejecutivos, que tenían per­miso para llegar tarde a casa, ya que estaban «cenando con unos clientes», pero el límite para esas «cenas» no debía sobrepasar las once de la noche. La mayoría de las prostitutas tenía entre diecio­cho y veintidós años, permanecían una media de dos años en la ca­sa y después eran sustituidas por otras recién llegadas. Entonces se iban al Neón, luego al Xenium, y a medida que la edad aumentaba, el precio bajaba y las horas de trabajo se evaporaban. Casi todas acababan en el Tropical Extasy, en donde aceptaban a mujeres de más de treinta años. Una vez allí, sin embargo, la única salida para sustentarse era conseguir lo suficiente para la comida y el alquiler con uno o dos estudiantes por día (media de precio por servicio: lo suficiente para comprar una botella de vino barato).



María se acostó con muchos hombres. Jamás le importaba la edad, ni la ropa que usaban, el «sí» o «no» dependía del olor que despedían. No tenía nada en contra del tabaco, pero detestaba los perfumes baratos, a los que no se lavaban, y a los que tenían la ropa impregnada de bebida. El Copacabana era un lugar tranquilo, y Suiza tal vez fuese el mejor país del mundo para trabajar como prostituta, siempre que se tuviese permiso de residencia y de tra­bajo, los papeles al día, y se pagase la seguridad social religiosamente: Milan vivía repitiendo que no deseaba que sus hijos lo vie­sen en las páginas de los periódicos sensacionalistas, y llegaba a ser más rígido que un policía cuando se trataba de verificar la situa­ción de sus contratadas.

En fin, una vez superada la barrera de la primera o de la se­gunda noche, era una profesión como cualquier otra, en la que ha­bía que trabajar duro, luchar contra la competencia, esforzarse por mantener un patrón de calidad, cumplir los horarios, un poco de estrés, quejas del movimiento y descanso los domingos. La mayor parte de las prostitutas tenían algún tipo de fe, y frecuentaban sus cultos, sus misas, sus oraciones, sus encuentros con Dios.

María, sin embargo, luchaba con las páginas de su diario para no perder su alma. Descubrió, para su sorpresa, que uno de cada cinco clientes no estaba allí para hacer el amor, sino para charlar un poco. Pagaban el precio de la tarifa, el hotel, pero a la hora de quitarse la ropa decían que no era necesario. Querían hablar de las presiones del trabajo, de la esposa que los engañaba con al­guien, del hecho de sentirse solos, sin tener con quien hablar (ella conocía bien esa situación).

Al principio, le pareció extraño. Hasta que un día, cuando se dirigía al hotel con un importante francés, encargado de buscar talentos para altos cargos ejecutivos -él lo explicaba como si fue­se la cosa más interesante del mundo-, oyó de su cliente el si­guiente comentario:

-¿Sabes quién es la persona más solitaria del mundo? Es el ejecutivo que tiene una carrera de éxito, gana un enorme sueldo, recibe la confianza de quien está por encima y por debajo de él, tiene una familia con la que pasa las vacaciones, hijos a los que ayuda con los deberes del cole y, un buen día, se le aparece un ti­po como yo con la siguiente proposición: «¿Quieres cambiar de trabajo, y ganar el doble?».

»Ese hombre, que lo tiene todo para sentirse deseado y feliz, se vuelve la persona más miserable del planeta. ¿Por qué? Por­que no tiene con quién hablar. Está tentado de aceptar mi pro­posición, pero no puede comentarlo con los colegas del trabajo, pues harían de todo para convencerlo de que se quedase donde está. No puede hablar con su mujer, que durante años ha acom­pañado su carrera victoriosa, entiende mucho de seguridad, pe­ro no entiende de riesgos. No puede hablar con nadie, y se en­cuentra ante la gran decisión de su vida. ¿Puedes imaginar lo que siente ese hombre?

No, no era ésa la persona más solitaria del mundo, porque Ma­ría conocía a la persona más sola de la faz de la Tierra: ella mis­ma. Aun así, estuvo de acuerdo con su cliente, con la esperanza de recibir una buena propina, lo que terminó sucediendo. Y a par­tir de aquel comentario, entendió que tenía que descubrir algo pa­ra liberar a sus clientes de la enorme presión que parecían sopor­tar; eso significaría una mejora en la calidad de sus servicios y una posibilidad de obtener algún dinero extra.

Cuando entendió que liberar la tensión del alma era tanto o más lucrativo que liberar la tensión del cuerpo, volvió a frecuen­tar la biblioteca. Empezó a pedir libros sobre problemas conyuga­les, psicología, política; la bibliotecaria estaba encantada, porque la joven por la que sentía tanto cariño había desistido del sexo y ahora se concentraba en cosas más importantes. Empezó a leer regularmente los periódicos, incluyendo, siempre que le era posi­ble, las páginas de economía, ya que la mayor parte de sus clien­tes eran ejecutivos. Pidió libros de autoayuda, pues casi todos le pedían consejos. Estudió tratados sobre la emoción humana, ya que todos sufrían por una razón o por otra. María era una prosti­tuta respetable, diferente, y al final de seis meses de trabajo tenía una clientela selecta, grande y fiel, y despertaba por ello la envi­dia, los celos, pero también la admiración de sus compañeras.

En cuanto al sexo, hasta aquel momento en nada había mejo­rado su vida: era abrirse de piernas, exigir al cliente que se pusie­se un preservativo, gemir un poco para aumentar la posibilidad de una propina -gracias a la filipina Nyah, ella había descubierto que los gemidos podían rendir cincuenta francos más-, y darse una ducha después de la relación, para que el agua lavase un po­co su alma. Nada de variaciones. Nada de besos. El beso, para una prostituta, era más sagrado que cualquier otra cosa. Nyah le ha­bía enseñado que debía guardar el beso para el amor de su vida, igual que el cuento de La bella durmiente; un beso que la haría despertar del sueño y volver al mundo de cuento de hadas, en el cual Suiza se transformaba de nuevo en el país del chocolate, de las vacas y de los relojes.

Tampoco nada de orgasmos, placer o cosas excitantes. En su búsqueda para ser la mejor de todas, María asistió a algunas se­siones de cine porno, esperando aprender algo que pudiese usar en su trabajo. Había visto muchas cosas interesantes, pero no se animaba a ponerlas en práctica con sus clientes; se tardaba mu­cho, y Milan siempre se ponía contento cuando ellas atendían a tres hombres por noche.

Al final de ese medio año, María había ingresado sesenta mil francos suizos en el banco, comía en restaurantes más caros, te­nía una televisión en color (que nunca encendía, pero que le gus­taba tener cerca) y ahora consideraba seriamente la posibilidad de mudarse a un departamento mejor. Ya podía comprar libros, pe­ro seguía frecuentando la biblioteca, que era su puente con el mundo real, más sólido y más duradero. Le gustaba charlar unos minutos con la bibliotecaria, que estaba feliz porque María por fin había encontrado un amor, y tal vez un empleo, aunque no pre­guntaba nada, ya que los suizos son tímidos y discretos (gran men­tira, porque en el Copacabana y en la cama eran desinhibidos, ale­gres o acomplejados como cualquier otro pueblo del mundo).



Del diario de María, una cálida tarde de domingo:



Todos los hombres, bajos o altos, arrogantes o tími­dos, simpáticos o distantes, tienen una característica en común: llegan a la discoteca con miedo. Los de más experiencia esconden su pavor hablando alto, los repri­midos no son capaces de disimular y se ponen a beber para ver si la sensación desaparece. Pero no me cabe la menor duda de que, salvo rarísimas excepciones (es decir, los «clientes especiales», que Milan aún no me ha dejado conocer) están asustados.

¿Miedo de qué? En verdad, soy yo la que debería estar temblando. Soy yo la que salgo, voy a un lugar ex­traño, no tengo fuerza física, no llevo armas. Los hom­bres son muy raros, y no sólo me refiero a los que vie­nen al Copacabana, sino a todos los que he conocido hasta hoy. Pueden pegar, pueden gritar, pueden ame­nazar, pero se mueren de miedo ante una mujer. Tal vez no ante aquella con la que se casaron, pero siempre hay una que los asusta y los somete a todos sus caprichos. Ni que fuese la propia madre.



§



Los hombres que había conocido desde su llegada a Géneve hacían de todo para parecer seguros de sí mismos, como si gober­nasen el mundo y sus propias vidas; María, sin embargo, veía en los ojos de cada uno de ellos el terror a la esposa, el pánico a no conseguir una erección, a no ser lo suficientemente machos ni an­te una simple prostituta a quien estaban pagando. Si fueran a una tienda y no les gustase el calzado, serían capaces de volver con el ticket en la mano y exigir el reembolso. Sin embargo, aunque tam­bién estuviesen pagando por una compañía, si no tenían una erec­ción jamás volverían a la misma discoteca, porque creían que la historia ya se habría extendido entre todas las demás mujeres de allí, y eso era una vergüenza.

«Soy yo la que debería tener vergüenza por no ser capaz de ex­citar a un hombre. Pero, en realidad, son ellos los que la tienen.» Para evitar estos dilemas, María procuraba dejarlos siempre a su criterio, y cuando alguno de ellos parecía más borracho o más frágil de lo normal, evitaba el sexo, y se concentraba sólo en las caricias y la masturbación, lo que los dejaba muy contentos, por más absurda que fuese la situación, ya que podían masturbarse ellos solos.

Siempre era preciso evitar que se sintiesen avergonzados. Aquellos hombres, tan poderosos y arrogantes en sus trabajos, lu­chando sin parar con empleados, clientes, proveedores, prejuicios, secretos, falsas actitudes, hipocresía, miedo, opresión, terminaban el día en una discoteca, y no les importaba pagar trescientos cin­cuenta francos suizos para dejar de ser ellos mismos durante la noche.

«¿Durante la noche? María, estás exagerando. En realidad, son cuarenta y cinco minutos y, aun así, si descontamos el tiem­po de quitarse la ropa, ensayar alguna falsa caricia, hablar de al­go trivial, vestirse, reduciremos este tiempo a once minutos de se­xo propiamente dicho.»

Once minutos. El mundo giraba en torno de algo que duraba solamente once minutos.

Y por esos once minutos en un día de veinticuatro horas (con­siderando que todos hiciesen el amor con sus esposas todos los días, lo que era un verdadero absurdo y una gran mentira), ellos se casaban, sustentaban a la familia, aguantaban el llanto de los niños, se deshacían en explicaciones cuando llegaban tarde a ca­sa, veían a decenas, centenas de mujeres con las que les gustaría pasear por el lago de Géneve, compraban ropa cara para ellos, ropa aún más cara para ellas, pagaban a prostitutas para compen­sar lo que echaban en falta, sustentaban una gigantesca industria de cosméticos, dietas, gimnasia, pornografía, poder, y cuando quedaban con otros hombres, al contrario de lo que decía la le­yenda, jamás hablaban de mujeres. Charlaban sobre trabajo, di­nero y deporte.

Algo iba muy mal en la civilización; y ese algo no era la defo­restación amazónica, ni la capa de ozono, ni la muerte de los pan­das, ni el tabaco, ni los alimentos cancerígenos, ni la situación de las cárceles, como gritaban los periódicos.

Era exactamente aquello en lo que ella trabajaba: el sexo.

Pero María no estaba allí para salvar a la humanidad, sino pa­ra aumentar su cuenta corriente, sobrevivir seis meses más a la so­ledad y a la elección que había hecho, enviar regularmente un di­nero a su madre (que se puso muy contenta al saber que la falta de dinero se debía simplemente al correo suizo, que no funciona­ba tan bien como el correo brasileño), comprar todo lo que siem­pre había querido y jamás tuvo. Se mudó a un departamento mu­cho mejor, con calefacción central (aunque el verano ya había llegado), y desde su ventana podía ver una iglesia, un restaurante japonés, un supermercado y un simpático café, que acostumbra­ba a frecuentar para leer un poco los periódicos.

Por lo demás, conforme se había prometido a sí misma, sólo tenía que aguantar medio año más en la rutina de siempre: Copa­cabana, aceptar una copa, bailar, qué piensa de Brasil, hotel, co­brar por adelantado, conversación y saber tocar los puntos exac­tos, tanto en el cuerpo como en el alma, ayudar en los problemas íntimos, ser amiga durante media hora, de la cual once minutos se gastarán en abre las piernas, cierra las piernas, gemidos fingien­do placer. Gracias, espero verte la próxima semana, eres realmen­te un hombre, escucharé el resto de la historia la próxima vez que nos veamos, excelente propina, aunque no hacía falta porque ha sido un placer estar contigo.

Y, sobre todo, no enamorarse jamás. Éste era el más impor­tante, el más sensato de todos los consejos que la brasileña le ha­bía dado, antes de huir, tal vez porque se había enamorado. En dos meses de trabajo ya había tenido varias proposiciones de ma­trimonio, de las que, por lo menos tres de ellas, eran muy serias: el director de una firma de contabilidad, el piloto con el que ha­bía salido la primera noche y el dueño de una tienda especiali­zada en navajas y armas blancas. Los tres le habían prometido «sacarla de aquella vida» y darle una casa decente, un futuro, tal vez hijos y nietos.

¿Todo por sólo once minutos al día? No era posible. Ahora, después de su experiencia en el Copacabana, sabía que no era la única persona que se sentía sola. Y el ser humano puede soportar una semana de sed, dos semanas de hambre, muchos años sin te­cho, pero no puede soportar la soledad. Es la peor de todas las tor­turas, de todos los sufrimientos. Aquellos hombres, y los otros mu­chos que querían su compañía, sufrían como ella este sentimiento destructor, la sensación de que nadie en esta tierra se preocupaba por ellos.

Para evitar tentaciones del amor, su corazón sólo estaba en su diario. Entraba en el Copacabana sólo con su cuerpo y su cerebro, cada vez más receptivo, más afilado. Había conseguido conven­cerse de que había llegado a Géneve y había acabado en la rue de Berne por alguna razón mayor, y cada vez que alquilaba un libro en la biblioteca confirmaba: nadie ha escrito como es debido so­bre estos once minutos más importantes del día. Tal vez fuese ése su destino, por más duro que pudiese parecer en ese momento: es­cribir un libro, contar su historia, su aventura.

Eso, Aventura. Aunque fuese una palabra prohibida que nadie osaba pronunciar, que la mayoría prefería ver en la televisión, en películas que pasaban y repetían a distintas horas del día, era eso lo que ella buscaba. Combinaba con desiertos, con viajes a luga­res desconocidos, con hombres misteriosos buscando conversa­ción en un barco en medio del río, con aviones, estudios de cine, tribus de indios, icebergs, Africa.

Le gustó la idea del libro, y llegó a pensar en el título: Once minutos.

Clasificó a los clientes en tres tipos: los Terminator (nombre puesto en honor de una película que le había gustado mucho), que entraban oliendo a bebida, fingían que no miraban a nadie pero creían que todo el mundo los miraba, bailaban un poco e iban di­rectos al asunto del hotel. Los Pretty Woman (también por una película), que pretendían ser elegantes, amables, cariñosos, como si el mundo dependiese de ese tipo de bondad para volver a su si­tio, como si estuviesen caminando por la calle y entrasen por casualidad en la discoteca; eran dulces al principio, e inseguros cuando llegaban al hotel, y por culpa de eso, siempre eran más exigentes que los Terminator. Y finalmente, los Padrinos (también por otra película), que trataban el cuerpo de una mujer como si fuese una mercancía. Eran los más auténticos, bailaban, charla­ban, no dejaban propina, sabían lo que estaban comprando y cuánto valía, jamás se dejarían llevar por la conversación de nin­guna mujer que escogiesen. Ésos eran los únicos que, de una ma­nera muy sutil, conocían el significado de la palabra Aventura.

Del diario de María, un día que tenía el período y no podía tra­bajar:



Si tuviese que contarle hoy mi vida a alguien, po­dría hacerlo de tal manera que me verían como a una mujer independiente, valiente y feliz. Nada de eso: me está prohibido mencionar la única palabra que es mu­cho más importante que los once minutos: amor. Durante toda mi vida he entendido el amor como una especie de esclavitud consentida. Es mentira: la li­bertad sólo existe cuando él está presente. Aquel que se entrega totalmente, que se siente libre, ama al máximo. Y el que ama al máximo se siente libre.

Por eso, a pesar de todo lo que pueda vivir, hacer, descubrir, nada tiene sentido. Espero que este tiempo pase de prisa, para poder volver a la búsqueda de mí misma, bajo la forma de un hombre que me entienda, que no me haga sufrir.

¿Pero qué tonterías estoy diciendo? En el amor, na­die puede machacar a nadie; cada uno de nosotros es responsable de lo que siente, y no podemos culpar al otro por eso.

Me sentí herida cuando perdía los hombres de los que me enamoré. Hoy, estoy convencida de que nadie pierde a nadie, porque nadie posee a nadie.

Ésa es la verdadera experiencia de la libertad: tener lo más importante del mundo sin poseerlo.



§





Pasaron otros tres meses, el otoño llegó, y llegó también final­mente la fecha marcada en el calendario: noventa días para el via­je de vuelta. Todo había pasado tan de prisa y tan lentamente, pen­só ella, descubriendo que el tiempo corría en dos dimensiones diferentes según su estado de espíritu; pero, en cualquier caso, su aventura estaba llegando al final. Podría continuar, está claro, pe­ro no olvidaba la sonrisa triste de la mujer invisible que la había acompañado por el paseo alrededor del lago diciéndole que las cosas no eran así de simples. Por más que estuviese tentada de continuar, por más preparada que estuviese para los desafíos que habían surgido en su camino, todos esos meses conviviendo sólo consigo misma le habían enseñado que hay un momento para de­jarlo todo. Dentro de noventa días volvería al interior de Brasil, compraría una pequeña hacienda (después de todo, había ganado más de lo que esperaba), algunas vacas (brasileñas, no suizas), in­vitaría a su padre y a su madre a vivir con ella, contrataría a dos empleados y la pondría a funcionar.

Aunque creyese que el amor es la verdadera experiencia de la libertad, y que nadie puede poseer a otra persona, todavía alimen­taba sus secretos deseos de venganza, y parte de ellos era su retor­no triunfal a Brasil. Después de montar su hacienda, iría hasta la ciudad, pasaría por el banco donde trabajaba el chico que había salido con su mejor amiga y haría un gran ingreso en efectivo.

«Hola, ¿cómo estás? ¿No me reconoces?», preguntaría él. Ella fingiría un gran esfuerzo de memoria, y acabaría diciendo que no, que llevaba un año entero en EU-RO-PA (pronunciar bien despa­cio, para que todos sus compañeros escuchen); mejor dicho, en SUI-zA (sonaría más exótico y más aventurero que Europa), don­de están los mejores bancos del mundo.

¿Quién era? Él mencionaría los tiempos del colegio. Ella di­ría: «Ah... creo que ya me acuerdo», pero poniendo cara de quien no se acuerda. Ya está, la venganza estaba consumada, después había que seguir trabajando, y cuando el negocio fuese como pre­veía, podría dedicarse a aquello que más le importaba en la vida: descubrir a su verdadero amor, el hombre que la había esperado todos esos años, pero que todavía no había tenido la oportunidad de conocer.

María resolvió olvidar para siempre la idea de escribir un libro con el título de Once minutos. Ahora tenía que concentrarse en la hacienda, en los planes para el futuro, o acabaría retrasando su viaje, un riesgo fatal.

Aquella tarde salió a visitar a su mejor y única amiga, la biblio­tecaria. Le pidió un libro sobre economía y administración de ha­ciendas. La bibliotecaria le confesó:

-¿Sabes? Hace algunos meses, cuando viniste en busca de tí­tulos sobre sexo, llegué a temer por tu destino. Son muchas las chi­cas bonitas que se dejan llevar por la ilusión del dinero fácil, y se olvidan de que un día serán viejas y ya no tendrán la oportunidad de encontrar al hombre de sus vidas.

-¿Se refiere a la prostitución? -Una palabra muy fuerte.

-Como ya le he dicho, trabajo en una empresa de importa­ción y exportación de carne. Sin embargo, si tuviese la oportuni­dad de prostituirme, ¿serían las consecuencias tan graves si para­se en el momento justo? Después de todo, ser joven también significa hacer cosas equivocadas.

-Todos los drogadictos dicen lo mismo; basta con saber cuán­do parar. Pero nadie para.

-Debe de haber sido usted muy bonita, nacida en un país que respeta a sus habitantes. ¿Ha sido eso suficiente para sen­tirse feliz?

-Estoy orgullosa de cómo superé mis obstáculos.

¿Debía continuar la historia? Bueno, aquella chica necesitaba aprender algo sobre la vida.

-Tuve una infancia feliz, estudié en uno de los mejores cole­gios de Berna, vine a trabajar a Genéve y me casé con un hombre que amaba. Lo hice todo por él, él también lo hizo todo por mí, el tiempo pasó, y llegó la jubilación. Cuando se vio libre para em­plear su tiempo en todo lo que le apetecía, sus ojos se volvieron tristes, porque tal vez, en toda su vida, jamás pensó en sí mismo. Nunca discutimos seriamente, no tuvimos grandes emociones, él jamás me traicionó ni me faltó al respeto en público. Vivimos una vida normal pero tan normal que sin trabajo él se sintió inútil, sin importancia, y murió un año después, de cáncer.

Le estaba contando la verdad, pero podía influir de manera negativa en la chica.

-En cualquier caso, es mejor una vida sin sorpresas -conclu­yó-. Tal vez mi marido se habría muerto antes, de no ser así.



María salió decidida a investigar sobre haciendas. Como tenía la tarde libre, resolvió pasear un poco, y se fijó, en la parte alta de la ciudad, en una pequeña placa amarilla con un sol y una inscrip­ción: «Camino de Santiago». ¿Qué era aquello? Como había un bar del otro lado de la calle, y como había aprendido a preguntar todo lo que no sabía, decidió entrar e informarse.

-No tengo ni idea -dijo la chica de detrás de la barra.

Era un lugar elegante, y el café costaba tres veces más de lo normal. Pero como tenía dinero, y ya que estaba allí, pidió un ca­lé, y resolvió dedicar las horas siguientes a aprenderlo todo sobre administración de haciendas. Abrió el libro con entusiasmo, pero no consiguió concentrarse en la lectura, era aburridísimo. Sería mucho más interesante hablar con alguno de sus clientes al respecto, ellos siempre sabían la mejor manera de administrar el di­nero. Pagó el café, se levantó, dio las gracias a la chica que la aten­dió, dejó una buena propina (había creado una superstición al res­pecto, si daba mucho, recibiría también mucho), caminó en dirección a la puerta y, sin darse cuenta de la importancia de aquel momento, oyó la frase que cambiaría para siempre sus planes, su futuro, su hacienda, su idea de felicidad, su alma de mujer, su ac­titud de hombre, su lugar en el mundo:

-Espera un momento.

Miró sorprendida hacia un lado. Aquello era un bar respeta­ble, no era el Copacabana, donde los hombres tienen derecho a decir eso, aunque las mujeres puedan responder: «Me voy, y tú no vas a impedírmelo».

Se preparaba para ignorar el comentario, pero su curiosidad fue más fuerte, y se volvió en dirección a la voz. Lo que vio fue una escena extraña: un hombre de aproximadamente treinta años (¿o acaso debía pensar «un chico de aproximadamente treinta años»? Su mundo había envejecido muy de prisa), de pelo largo, arrodillado en el suelo, con varios pinceles diseminados a su lado, dibujando a un señor, sentado en una silla, con un vaso de anís a su lado. No se había fijado en ellos al entrar.

-No te vayas. Estoy terminando este retrato y me gustaría pin­tarte a ti también.

María respondió, y al responder creó el lazo que faltaba en el universo:

-No me interesa.

-Tienes luz. Déjame por lo menos hacer un esbozo.

¿Qué era un esbozo? ¿Qué era «luz»? No dejaba de ser una mujer vanidosa, ¡imagina tener un retrato pintado por alguien que parecía serio! Empezó a delirar: ¿y si era un pintor famoso? ¡Ella sería inmortalizada para siempre en un lienzo! ¡Expuesta en Pa­rís, o en Salvador de Bahía! ¡Un mito!

Por otro lado, ¿qué hacía aquel hombre, con todo aquel desor­den a su alrededor, en un bar tan caro y posiblemente bien fre­cuentado?

Adivinando su pensamiento, la chica que servía a los clientes dijo bajito:

-Es un artista muy conocido.

Su intuición no había fallado. María procuró controlarse y mantener la sangre fría.

-Viene aquí de vez en cuando y siempre trae a un cliente im­portante. Dice que le gusta el ambiente, que lo inspira; está ha­ciendo un cuadro con la gente que representa a la ciudad, fue un encargo del ayuntamiento.

María miró al hombre que estaba siendo pintado. De nuevo la camarera leyó su pensamiento.

-Es un químico que ha hecho un descubrimiento revolucio­nario. Ha ganado el Premio Nobel.

-No te vayas -repitió el pintor-. Acabo dentro de cinco mi­nutos. Pide lo que quieras y que lo pongan en mi cuenta.

Como hipnotizada por la orden, María se sentó en el bar, pi­dió un cóctel de anís (como no acostumbraba a beber, lo único que se le ocurrió fue imitar al tal premio Nobel), y esperó mien­tras miraba trabajar al hombre. «No represento a la ciudad, debe de estar interesado en otra cosa. Pero no es mi tipo», pensó auto­máticamente, repitiendo lo que siempre decía para sí misma des­de que había empezado a trabajar en el Copacabana; era su tabla de salvación y su renuncia voluntaria a las trampas del corazón.

Una vez que estaba eso claro, no le costaba nada esperar un poco, tal vez la chica de la barra tuviese razón y aquel hombre po­dría abrirle las puertas de un mundo que no conocía, pero con el que siempre había soñado: al fin y al cabo, ¿no había pensado se­guir la carrera de modelo?

Permaneció observando la agilidad y la rapidez con las que él concluía su trabajo, por lo visto era un lienzo muy grande, pero estaba completamente doblado, y ella no podía ver los demás ros­tros allí retratados. ¿Y si ahora tuviese una segunda oportunidad? El hombre -había decidido que era «hombre» y no «chico», por­que si no comenzaría a sentirse demasiado vieja para su edad- ­no parecía de los que hacen esa proposición sólo para pasar una noche con ella. Cinco minutos después, conforme había prometi­do, él había terminado su trabajo, mientras María se concentraba en Brasil, en su futuro brillante y en su absoluta falta de interés por conocer gente nueva que pudiese poner todos sus planes en peligro.



-Gracias, ya puede cambiar de posición -le dijo el pintor al químico, que pareció despertar de un sueño.

Y girándose hacia María, dijo sin rodeos:

-Colócate en aquella esquina, y ponte cómoda. La luz es per­fecta.

Como si ya todo estuviese planeado por el destino, como si fuese lo más natural del mundo, como si siempre hubiese conoci­do a aquel hombre, o hubiese vivido aquel momento en sueños y ahora supiese qué hacer en la vida real, María tomó su vaso de anís, el bolso, los libros sobre administración de haciendas, y se dirigió al lugar indicado por el pintor, una mesa cerca de la ven­tana. Él recogió los pinceles, el lienzo grande, una serie de peque­ños frascos llenos de tinta de diversos colores, un paquete de ci­garrillos, y se arrodilló a sus pies.

-Mantén siempre la misma posición.

-Eso es mucho pedir; mi vida está en constante movimiento. Era una frase que consideraba brillante, pero él no le prestó la menor atención. María, procurando mantener la naturalidad, porque la mirada de aquel hombre la hacía sentirse muy incómo­da, señaló el lado de fuera de la ventana, donde se veía la calle y la placa:

-¿Qué es «Camino de Santiago»?

-Una ruta de peregrinación. En la Edad Media, personas ve­nidas de toda Europa pasaban por esta calle en dirección a una ciudad de España, Santiago de Compostela.

Él dobló una parte del lienzo y preparó los pinceles. María se­guía sin saber muy bien qué hacer.

-¿Quieres decir que, si sigo esta calle, llegaré a España? -Dentro de dos o tres meses. Pero ¿puedo pedirte un favor? permanece en silencio; esto no dura más de diez minutos. Y qui­ta el paquete de la mesa.

-Son libros -respondió ella, con una cierta dosis de irrita­ción por el tono autoritario de la petición. Quería que él supiese que estaba ante una mujer culta, que gastaba su tiempo en biblio­tecas, no en tiendas. Pero él mismo tomó el paquete y lo puso en el suelo, sin ningún tipo de ceremonia.

No había conseguido impresionarlo. De hecho, no tenía la me­nor intención de impresionarlo, estaba fuera de su horario de tra­bajo, guardaría la seducción para más tarde, con hombres que pa­gaban bien por su esfuerzo. ¿Por qué intentar relacionarse con aquel pintor, que tal vez no tuviese dinero ni para invitarla a un café? Un hombre de treinta años no debe llevar el pelo largo, que­da ridículo. ¿Por qué creía que no tenía dinero? La chica del bar había dicho que era una persona conocida, ¿o acaso era el quími­co el que era famoso? Se fijó en su ropa, pero no le decía mucho; la vida le había enseñado que hombres vestidos displicentemen­te, como era su caso, parecían siempre tener más dinero que los que usaban traje y corbata.

«¿Qué hago pensando en este hombre? Lo que me interesa es el cuadro.»

Diez minutos no era un precio muy alto por la oportunidad de hacerse inmortal en una pintura. Vio que él la estaba pintando al lado del químico premiado, y empezó a preguntarse si iba a pedir­le algún tipo de pago al final.

-Gira la cabeza hacia la ventana.

Una vez más, María obedeció sin preguntar nada, lo que no formaba en absoluto parte de su carácter. Se puso a mirar a las personas que pasaban, la placa del camino, imaginando que aquella calle llevaba allí muchos siglos, una ruta que había so­brevivido al progreso, a los cambios del mundo, a los propios cambios del hombre. Tal vez fuese un buen presagio; aquel cua­dro podía tener el mismo destino, estar en un museo dentro de quinientos años.

Él empezó a dibujar y, a medida que el trabajo progresaba, ella iba perdiendo la alegría inicial y empezó a sentirse insignificante. Al entrar en aquel bar, era una mujer segura de sí misma, capaz de tomar una decisión muy difícil, abandonar un trabajo que le daba dinero para aceptar un desafío todavía más difícil, dirigir una ha­cienda en su tierra. Ahora, parecía haber vuelto la sensación de in­seguridad ante el mundo, cosa que una prostituta jamás se puede permitir el lujo de sentir.

Finalmente acabó descubriendo la razón de su incomodidad: por primera vez en muchos meses alguien no la veía como un ob­jeto, ni como una mujer, sino como algo que no conseguía enten­der, aunque la definición más próxima fuese «él está viendo mi al­ma, mis miedos, mi fragilidad, mi incapacidad para luchar con un mundo que yo finjo dominar, pero del que no sé nada».

Ridículo, continuaba delirando. -Me gustaría que...

-Por favor, no hables -dijo el hombre-. Estoy viendo tu luz. Nunca nadie le había dicho eso. «Estoy viendo tus senos duros», «estoy viendo tus muslos bien torneados», «estoy viendo esa belle­za exótica de los trópicos», o, como mucho, «estoy viendo que quie­res salir de esta vida, ¿por qué no me das una oportunidad y alqui­lo un departamento para ti?». Éstos eran los comentarios que acos­tumbraba a oír pero... ¿tu luz? ¿Acaso se refería al atardecer?

-Tu luz personal -completó él, dándose cuenta de que ella no había entendido nada.

Luz personal. Bien, nadie podía estar más lejos de la realidad que aquel inocente pintor. que incluso con sus posibles treinta años no había aprendido nada de la vida. Como todo el mundo sabe, las mujeres maduran mucho más de prisa que los hombres, y María, aunque no se pasase las noches en vela pensando en con­flictos filosóficos, al menos una cosa sí sabía: no poseía aquello que el pintor llamaba «luz» y que ella interpretaba como un «bri­llo especial». Era una persona como todas las demás, sufría su so­ledad en silencio, intentaba justificar todo lo que hacía, fingía ser fuerte cuando se sentía muy débil, fingía ser débil cuando se sen­tía fuerte, había renunciado a cualquier pasión en nombre de un trabajo peligroso; pero ahora, ya cerca del final, tenía planes para el futuro y arrepentimientos en el pasado, y una persona así no tie­ne ningún «brillo especial». Aquello debía de ser simplemente una manera de mantenerla callada y satisfecha por permanecer allí, in­móvil, haciendo el papel de boba.

«Luz personal. Podría haber escogido otra cosa, como "tu per­fil es bonito".»

¿Cómo entra luz en una casa? Si las ventanas están abiertas. ¿Cómo entra luz en una persona? Si la puerta del amor está abier­ta. Y, definitivamente, la suya no lo estaba. Debía de ser un pési­mo pintor, no entendía nada.

-He terminado -dijo él, y empezó a recoger sus enseres. María no se movió. Tenía ganas de pedirle que la dejase ver el cuadro, pero al mismo tiempo eso podía significar una falta de educación, no confiar en lo que él había hecho. La curiosidad, sin embargo, habló más alto. Ella se lo pidió, él aceptó.

Sólo había dibujado su rostro; se parecía a ella, pero si algún día hubiese visto aquel cuadro sin conocer a la modelo, habría di­cho que era alguien mucho más fuerte, llena de una «luz» que ella no conseguía ver reflejada en el espejo.

-Mi nombre es Ralf Hart. Si quieres, puedo invitarte a otra copa.

-No, gracias.

Por lo visto, el encuentro ahora caminaba de la manera triste­mente prevista: el hombre intentaba seducir a la mujer.

-Por favor, otros dos vasos de anís -pidió, sin dar importan­cia al comentario de María.

¿Qué tenía que hacer? Leer un aburrido libro sobre adminis­tración de haciendas. Caminar, como ya había hecho otras tantas veces, por la orilla del lago. O charlar con alguien que había vis­to en ella una luz que desconocía, justamente en la fecha marca­da en el calendario para el comienzo del fin de su «experiencia». -¿Qué haces?

Ésta era la pregunta que no quería oír, que la había hecho evi­tar muchas citas cuando, por una razón o por otra, alguien se acer­caba a ella (lo que ocurría raramente en Suiza, dada la naturale­za discreta de sus habitantes). ¿Cuál sería la respuesta posible? -Trabajo en una discoteca.

Ya está. Un enorme peso desapareció de su espalda, y se ale­gró por todo lo que había aprendido desde su llegada a Suiza; preguntar (¿qué son los kurdos? ¿Qué es el Camino de Santia­go?) y responder (trabajo en una discoteca) sin importarle lo que pensaran.

-Creo que te he visto antes.

María presintió que él quería ir más lejos, y saboreó su peque­ña victoria; el pintor que minutos antes le daba órdenes, que pa­recía absolutamente seguro de lo que quería, ahora volvía a ser un hombre como los demás, inseguro ante una mujer que no conoce.

-¿Y esos libros?

Ella se los enseñó. Administración de haciendas. El hombre pareció sentirse más inseguro aún.

-¿Trabajas en sexo?

Él se había arriesgado. ¿Acaso se vestía como una prostituta? En cualquier caso, tenía que ganar tiempo. Se estaba probando a sí misma, aquello empezaba a ser un juego interesante, no tenía absolutamente nada que perder.

-¿Por qué los hombres sólo piensan en eso? Él volvió a meter los libros en la bolsa.

-Sexo y administración de haciendas. Dos cosas muy abu­rridas.

¿Qué? De repente, se sentía desafiada. ¿Cómo podía hablar tan mal de su profesión? Bien, él todavía no sabía en qué trabaja­ba ella, simplemente se arriesgaba con una suposición, pero no podía dejarlo sin respuesta.

-Pues yo pienso que no hay nada más aburrido que la pintu­ra; algo detenido, un movimiento que fue interrumpido, una foto­grafía que jamás es fiel al original. Algo muerto, por lo que ya na­die se interesa, aparte de los pintores, gente que se cree importante, culta, y que no ha evolucionado como el resto del mundo. ¿Has oído hablar de Joan Miró? Yo no, sólo a un árabe en un restauran­te, y eso no cambió absolutamente nada en mi vida.

No sabía si había ido demasiado lejos, porque llegaron las be­bidas, y la conversación fue interrumpida. Ambos permanecieron sin decir palabra durante un rato. María pensó que ya era hora de irse, y tal vez Ralf Hart hubiese pensado lo mismo. Pero allí esta­ban aquellos dos vasos llenos de aquella bebida horrorosa, y eso era un pretexto para seguir juntos.

-¿Por qué los libros sobre haciendas?

-¿Qué quieres decir?

-He estado en la rue de Berne. Después de decirme dónde trabajabas, recordé que ya te había visto antes: en aquella disco­teca cara. Sin embargo, mientras te pintaba, no me di cuenta: tu «luz» era muy fuerte.

María sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Por pri­mera vez sintió vergüenza de lo que hacía, aunque no tuviese la menor razón para ello; trabajaba para sustentarse ella y su fami­lia. Era él el que debería sentir vergüenza de ir a la rue de Berne; de un momento a otro, todo aquel posible encanto había desapa­recido.

-Escucha, Ralf Hart, aunque sea brasileña, hace nueve meses que vivo en Suiza. Y he aprendido que los suizos son discretos porque viven en un país muy pequeño, casi todos se conocen, co­mo acabamos de ver, razón por la cual nadie pregunta por la vi­da de los demás. Tu comentario ha sido impropio y muy poco de­licado, pero si tu objetivo era humillarme para sentirte mejor, estás perdiendo el tiempo. Gracias por el licor de anís, que es horroro­so, pero que voy a tomar hasta el final. Y después voy a fumarme un cigarrillo. Y finalmente, me levantaré y me marcharé. Pero tú puedes salir en este momento, ya que no es bueno para los pinto­res famosos sentarse a la misma mesa que una prostituta. Porque es eso lo que soy, ¿sabes? Una prostituta. Sin ninguna culpa, de los pies a la cabeza, de arriba abajo, una prostituta. Y ésta es mi virtud: no engañar, ni a mí misma ni a ti. Porque no vale la pena, no mereces ni una mentira. ¿Te imaginas si el químico famoso, al otro lado del restaurante, descubriese quién soy?

Ella empezó a levantar la voz:

-¡Una prostituta! ¿Y sabes qué más? ¡Eso me hace libre, sa­ber que me marcho de esta maldita tierra exactamente dentro de noventa días, cargada de dinero, mucho más culta, capaz de esco­ger un buen vino, con la bolsa repleta de fotos que saqué en la nie­ve y entendiendo la naturaleza de los hombres!

La chica del bar escuchaba, asustada. El químico parecía no prestar atención. Pero tal vez fuese el alcohol, tal vez la sensación de que pronto sería otra vez una mujer de pueblo, tal vez la gran alegría de poder decir en qué trabajaba y reírse de las reacciones de sorpresa, de las miradas de crítica, de los gestos de escándalo.

-¿Has entendido bien, Ralf Hart? De arriba abajo, de los pies a la cabeza, ¡soy una prostituta, y ésa es mi cualidad, mi virtud! Él no dijo nada. Ni se movió. María sintió que su confianza volvía.

-Y tú eres un pintor que no entiende a sus modelos. Tal vez el químico sentado allí, distraído, durmiendo, sea realmente un fe­rroviario, y el resto de las personas de tu cuadro sean siempre aquello que no son. Si no fuese así, jamás habrías dicho que pue­des ver una «luz especial» en una mujer que, como has descubier­to durante la pintura, ¡NO ES MÁS QUE UNA PROS-TI-TU-TA!

Las palabras finales fueron pronunciadas lentamente, en voz alta. El químico despertó, y la chica del bar trajo la cuenta.

-No tiene nada que ver con la prostituta, sino con la mujer que eres. -Ralf ignoró la cuenta, y también respondió lentamen­te, pero en voz baja.- Tienes brillo. La luz que viene de la fuerza de voluntad, de alguien que sacrifica cosas importantes en nom­bre de otras que juzga todavía más importantes. Los ojos, esa luz se manifiesta en los ojos.

María se sintió desarmada; él no había aceptado su provoca­ción. Quiso creer que deseaba seducirla y nada más. Le estaba pro­hibido pensar -por lo menos en los próximos noventa días- que existen hombres interesantes sobre la faz de la tierra.

-¿Ves este licor de anís? -continuó él-. Pues tú ves simple­mente un licor de anís. Yo, sin embargo, como necesito entrar en lo que hago, veo la planta de donde nació, las tempestades a las que esa planta se enfrentó, la mano que recogió los granos, el via­je en barco desde otro continente hasta aquí, los olores y colores que esa planta, antes de ser puesta en alcohol, dejó que la tocasen y que formasen parte de ella. Si algún día yo pintase esta escena, pintaría todo eso, aunque, al mirar el cuadro, tú creyeses que es­tabas ante un simple licor de anís.

»De la misma manera, mientras mirabas la calle y pensabas -porque sé que lo pensabas- en el Camino de Santiago, yo pin­té tu infancia, tu adolescencia, tus sueños deshechos en el pasa­do, tus sueños en el futuro, tu voluntad, que es lo que más me in­triga. Cuando viste el cuadro...

María bajó la guardia, sabiendo que sería muy difícil levantar­la de allí en adelante.

-Yo vi esa luz...

»... aunque allí hubiese una mujer que sólo se parece a ti. De nuevo, el incómodo silencio. María miró el reloj.

-Tengo que irme dentro de unos minutos. ¿Por qué dijiste que el sexo era aburrido?

-Tú debes de saberlo mejor que yo.

-Yo lo sé porque trabajo en eso. Hago lo mismo todos los días. Pero tú eres un hombre de treinta años...

-Veintinueve...

-... Joven, atractivo, famoso, que todavía debería estar inte­resado en estas cosas, y que no necesita ir a la rue de Berne para conseguir compañía.

-Sí que lo necesita. Me he acostado con alguna de tus cole­gas, no porque tuviese problemas para conseguir compañía. Mi problema es conmigo mismo.

María sintió un poco de celos, y se asustó. Ahora entendía que realmente tenía que irse.

-Era mi última tentativa. Ahora he desistido -dijo Ralf, em­pezando a reunir el material diseminado por el suelo.

-¿Tienes algún problema físico? -Ninguno. Simplemente, desinterés. No era posible.

-Paga la cuenta. Vamos a caminar. En realidad, creo que mu­cha gente siente lo mismo, pero nadie lo dice, está bien charlar con alguien tan sincero.

Salieron por el Camino de Santiago, era una subida y una ba­jada que terminaba en el río, que terminaba en el lago, que termi­naba en las montañas, que terminaba en un remoto lugar de Es­paña. Pasaron junto a gente que volvía de comer, madres con sus cochecitos de bebé, turistas que sacaban fotos del hermoso cho­rro de agua en el medio del lago, mujeres musulmanas con la ca­beza cubierta por un pañuelo, chicos y chicas haciendo jogging, todos peregrinos en busca de esa ciudad mitológica, Santiago de Compostela, que tal vez ni siquiera existía, que tal vez era una le­yenda en la que la gente necesita creer para darle sentido a su vi­da. En el camino recorrido por tanta gente, hace tanto tiempo, también andaban aquel hombre de pelo largo cargando una pesa­da mochila llena de pinceles, tintas, lienzos, y una chica con una bolsa llena de libros sobre administración de haciendas. A ningu­no de los dos se le ocurrió preguntar por qué hacían aquella pe­regrinación juntos; era lo más normal del mundo, él lo sabía todo sobre ella, aunque ella no supiese nada sobre él.

Y por eso resolvió preguntar, ahora lo preguntaba todo. Al principio él se hizo el tímido, pero ella sabía cómo conseguir cual­quier cosa de un hombre, y él acabó contando que se había casa­do dos veces (¡récord para tener veintinueve años!), que había viajado mucho, había conocido reyes, actores famosos, fiestas inolvidables... Había nacido en Géneve, había vivido en Madrid, Amsterdam, Nueva York, y en una ciudad del sur de Francia lla­mada Tarbes, que no estaba en ninguna ruta turística importan­te, pero que a él le encantaba por su proximidad a las montañas Y por el calor en el corazón de sus habitantes. Su talento había sido descubierto cuando tenía veinte años, cuando un gran mar­chante de arte había ido a comer, por casualidad, a un restaurante japonés de su ciudad natal, decorado con sus trabajos. Había ganado mucho dinero, era joven ,, estaba sano, podía hacer cual­quier cosa, ir a cualquier lugar, quedarse con quien deseara, ya había vivido todos los placeres que un hombre puede vivir, hacía lo que le gustaba, y sin embargo, a pesar de todo aquello, fama, dinero, mujeres. viajes, era un hombre infeliz que sólo tenía una alegría en la vida: el trabajo.

-¿Te han hecho sufrir las mujeres? -preguntó ella, dándose cuenta en seguida de que era una pregunta idiota, probablemen­te escrita en un manual sobre Todas las cosas que las mujeres de­ben saber para conquistar a un hombre.

-Nunca me han hecho sufrir. Fui muy feliz en mis dos matri­monios. Fui traicionado y traicioné como cualquier pareja normal. Sin embargo, después de pasado algún tiempo, ya no me interesa­ba el sexo. Continuaba amando, sintiendo la falta de compañía, pero el sexo... ¿por qué estamos hablando de sexo?

-Porque, como tú mismo has dicho, yo soy una prostituta.

-Mi vida no tiene gran interés. Soy un artista que consiguió tener éxito siendo joven, lo cual es raro, y en pintura, rarísimo. Que hoy en día puede pintar cualquier tipo de cuadro, y valdrá un buen dinero, aunque los críticos se pongan furiosos, creyendo que sólo ellos saben lo que es el «arte». Una persona de la que todos creen que tiene respuesta para todo, y cuanto más callado estoy, más inteligente me consideran.

Él continuó contando su vida: todas las semanas lo invita­ban a algún acto, en algún lugar del mundo. Tenía un agente que vivía en Barcelona, ¿sabía dónde estaba? Sí, María lo sabía, es­taba en España. El agente se ocupaba de todo lo relacionado con dinero, invitaciones, exposiciones, pero jamás lo presiona­ba para hacer nada que él no quisiese, ya que, después de mu­chos años de trabajo, habían conseguido una cierta estabilidad en el mercado.

-¿Es una historia interesante? -su voz denotaba una ligera inseguridad.

-Yo diría que es una historia muy diferente. A mucha gente le gustaría estar en tu piel.

Ralf quiso saber cosas de María.

-Yo soy tres, dependiendo de la persona que me busca. La Ni­ña Ingenua, que mira al hombre con admiración, y finge estar im­presionada con sus historias de poder y de gloria. La Mujer Fatal, que ataca a aquellos que se sienten más inseguros, pero que al reaccionar así, tomando el control de la situación, hace que se sientan más cómodos, porque ellos no tienen que preocuparse por nada más.

»Y, finalmente, la Madre Comprensiva, que cuida de los que necesitan consejo y escucha, con aire de quien lo comprende to­do, historias que le entran por un oído y le salen por el otro. ¿A cuál de las tres quieres conocer?

-A ti.

María se lo contó todo, porque necesitaba contarlo, era la pri­mera vez que lo hacía, desde que había salido de Brasil. Al final, descubrió que, a pesar de su empleo poco convencional, no había sucedido nada demasiado emocionante aparte de la semana en Río y del primer mes en Suiza. Todo era casa, trabajo, casa, traba­jo, y nada más.

Cuando terminó, estaban de nuevo sentados en un bar, esta vez al otro lado de la ciudad, lejos del Camino de Santiago, cada cual pensando en lo que el destino había reservado para el otro. -¿Falta algo? -preguntó ella. -Cómo decir «hasta luego».

Sí. Porque no había sido una tarde como las demás. María se sentía angustiada, tensa, por haber abierto una puerta y no saber cómo cerrarla.

-¿Cuándo podré ver el lienzo?

Ralf le tendió una tarjeta de su agente en Barcelona. -Llámala dentro de seis meses, si aún estás en Europa. Las caras de Géneve, gente famosa y gente anónima, será expuesta por primera vez en una galería de Berlín. Después hará una gira por Europa.

María se acordó del calendario, de los noventa días que falta­ban, de todo lo que cualquier relación, cualquier lazo, podría sig­nificar de peligroso.

«¿Qué es lo más importante de esta vida? ¿Vivir o fingir que he vivido? ¿Me arriesgo ahora, diciéndole que ha sido la tarde más hermosa que he pasado en esta ciudad? ¿Le agradezco que me haya escuchado sin críticas y sin comentarios? ¿O me limito a poner la coraza de mujer con fuerza de voluntad, con «luz es­pecial», y me voy sin hacer ningún comentario?»

Mientras andaban por el Camino de Santiago, y a medida que se escuchaba a sí misma contando su vida, María había sido una mujer feliz. Podía contentarse con eso, ya era un gran regalo de la vida.

-Iré a buscarte -dijo Ralf Hart.

-No lo hagas. Me voy dentro de nada a Brasil. No tenemos nada que darnos el uno al otro.

-Iré a buscarte como cliente.

-Eso será una humillación para mí.

-Iré a buscarte para que me salves.

Él había hecho aquel comentario al principio, sobre el desin­terés por el sexo. Ella quiso decir que sentía lo mismo, pero se con­troló; había ido demasiado lejos en sus negativas, era más inteli­gente permanecer callada.

Qué patético. Una vez más estaba allí con un chico, que esta vez no le pedía un lápiz, sino un poco de compañía. Miró a su pa­sado y, por primera vez, se perdonó a sí misma: no había sido cul­pa suya, sino del niño inseguro, que había desistido a la primera tentativa. Eran pequeños, y los pequeños se comportan así, ni ella ni el niño estaban equivocados, y eso supuso un gran alivio, se sin­tió mejor, no había desperdiciado su primera oportunidad en la vida. Todos lo hacen, es parte de la iniciación del ser humano en busca de su otra parte, las cosas son así.

Sin embargo, ahora la situación era diferente. Por inmejora­bles que fuesen las razones (me voy a Brasil, trabajo en una dis­coteca, no hemos tenido tiempo de conocernos bien, no me inte­resa el sexo, no quiero saber nada de amor, tengo que aprender a administrar haciendas, no entiendo nada de pintura, vivimos en mundos diferentes), la vida la desafiaba. Ya no era una niña, tenía que escoger.

Prefirió no responder. Apretó su mano, como era la costum­bre en aquella tierra, y se fue en dirección a su casa. Si él era real­mente el hombre que a ella le gustaría que fuese, no se dejaría in­timidar por su silencio.

§





Fragmento del diario de María, escrito aquel mismo día:



Hoy, mientras andábamos alrededor del lago, por este extraño Camino de Santiago, el hombre que esta­ba conmigo, un pintor, una vida diferente de la mía, ti­ró una piedrecilla al agua. En el lugar en el que cayó la piedra aparecieron pequeños círculos que se fueron ampliando, ampliando, hasta alcanzar a un pato que pasaba casualmente por allí y que nada tenía que ver con la piedra. Era vez de asustarse con la onda inespe­rada, decidió jugar con ella.

Algunas horas antes de esta escena, yo entré en un café, oí una voz y fue, como si Dios hubiese tirado una piedrecilla en aquel lugar. Las ondas de energía me to­caron a mí y a un hombre que estaba en una esquina, pintando un cuadro. Él sintió la vibración de la piedra, Yo también. ¿Y ahora?

El pintor sabe cuándo encuentra a una modelo. El músico sabe cuándo su instrumento está afinado. Aquí, en mi diario, soy consciente de que ciertas frases no son escritas por mí, sino por una mujer llena de «luz» que soy y rechazo aceptar.

Puedo seguir así. Pero también puedo, congo el pa­tito del lago, divertirme y alegrarme con la ola que lle­gó de repente y alteró el agua.

Existe un nombre para esa piedra: pasión. Descri­be la belleza de un encuentro fulminante entre dos per­sonas, pero no se limita a eso; está en la excitación de lo inesperado, en el deseo de hacer algo con fervor, en la certeza de que se va a conseguir realizar un sueño.

La pasión nos da señales que nos guían la vida, y me toca a mí descifrar esas señales.

Me gustaría creer que estoy enamorada. De alguien a quien izo conozco y que no entraba en mis planes. To­dos estos meses de autocontrol, de rechazar el amor; han dado como resultado exactamente lo opuesto: de­jarme llevar por la primera persona que me prestó una atención diferente.

Menos mal que no tengo su teléfono, que no sé dón­de vive, que puedo perderlo sin culparme a mí misma de haber perdido una oportunidad.

Y si fuera ése el caso, aunque ya lo haya perdido, yo he obtenido un día feliz en mi vida. Considerando el mundo tal y como es, un día feliz es casi un milagro.



§



Cuando entró en el Copacabana aquella noche, él estaba allí, esperando. Era el único cliente. Milan, que acompañaba la vida de aquella brasileña con cierta curiosidad, vio que la joven había perdido la batalla.

-¿Aceptas una copa?

-Tengo que trabajar. No puedo perder mi empleo.

-Soy un cliente. Y te estoy haciendo una proposición profe­sional.

Aquel hombre, que en el café durante la tarde parecía tan se­guro de sí mismo, que manejaba bien el pincel, que conocía a grandes personajes, que tenía un agente en Barcelona, y que de­bía de ganar mucho dinero, ahora mostraba su fragilidad, había entrado en el ambiente equivocado, ya no estaba en un román­tico café en el Camino de Santiago. El encanto de la tarde desa­pareció.

-¿Entonces aceptas la copa?

-En otro momento. Hoy ya tengo clientes que me esperan. Milan alcanzó a oír el final de la frase; estaba equivocado, la chica no se había dejado llevar por la trampa de las promesas de amor. Aun así, al final de una noche sin mucho movimiento, se preguntó por qué había preferido la compañía de un viejo, de un contable mediocre y de un agente de seguros...

Bien, ése era su problema. Siempre y cuando pagase su precio, no le correspondía a él decidir con quién debía o no irse a la cama.



Del diario de María, después de la noche con el viejo, el con­table y el agente de seguros:



¿Qué es lo que quiere ese pintor de mí? ¿Acaso no sabe que somos de países, culturas, sexos diferentes? ¿Piensa que sé más sobre el placer que él, y quiere apren­der algo?

¿Por qué no me dijo nada más que «soy un cliente»? Era tan fácil decir: «Te he echado de menos», o «Me en­cantó la tarde que pasamos juntos». Yo respondería del mismo modo («soy una profesional»), pero él tiene la obligación de entender mis inseguridades, porque soy mujer, soy frágil, y en ese lugar soy otra persona.

Él es un hombre, y un artista: tiene la obligación de saber que el gran objetivo del ser humano es compren­der el amor total. El amor no está en el otro, está den­tro de nosotros mismos; nosotros lo despertamos. Pero para que despierte necesitarnos del otro. El universo só­lo tiene sentido cuando tenemos con quién compartir nuestras emociones.

¿Está cansado del sexo? Yo también, y sin embar­go, ni él, ni yo sabemos lo que es. Estamos dejando mo­rir una de las cosas más importantes de la vida, nece­sitaba ser salvada por él, necesitaba salvarlo, pero él no me dejó otra elección.



§





Estaba atemorizada. Empezaba a notar que, después de tan­to autocontrol, la presión, el terremoto, el volcán de su alma da­ba señales de explotar, y a partir del momento en que eso suce­diese, ya no podría controlar sus sentimientos. ¿Quién era aquel aprendiz de artista, que podía estar mintiendo respecto de su vi­da, con quien no había pasado más que unas horas, que no la había tocado, que no había intentado seducirla (podía haber al­go peor que eso)?

¿Por qué su corazón daba señales de alarma? Porque creía que él. sentía lo mismo, pero, claro, estaba muy equivocada. Ralf Hart quería encontrar a la mujer capaz de despertar el fuego que esta­ba casi apagado; quería convertirla en. su gran diosa del sexo, con una «luz especial» (y en eso había sido sincero), dispuesta a to­marlo de la mano y mostrarle el camino de vuelta a la vida. No podía imaginar que María sentía el mismo desinterés, que tenía sus propios problemas (incluso después de tantos hombres, no ha­bía conseguido alcanzar un orgasmo durante la penetración), que había hecho planes aquella mañana y que había organizado una vuelta triunfal a su tierra.

¿Por qué pensaba en él? ¿Por qué pensaba en alguien que en ese preciso momento podía estar pintando a otra mujer, diciéndo­le que tenía una «luz especial», que podía ser su diosa del sexo? «Pienso en él porque pude hablar.»

¡Qué ridículo! ¿Pensaba también en la bibliotecaria? No. ¿Pensaba en Nyah, la filipina, la única de todas las mujeres del Copacabana con quien podía compartir un poco sus sentimien­tos? No, no pensaba en ellas. Y eran personas con las que había estado muchas veces, y con las que se sentía cómoda.

Intentó desviar su atención hacia el calor que hacía, o hacia el supermercado que no consiguió visitar el día anterior. Le escribió una larga carta a su padre, llena de detalles con respecto al terre­no que le gustaría comprar, eso pondría a su familia contenta. No precisó la fecha de vuelta, pero dio a entender que sería pronto. Durmió, despertó, durmió de nuevo, volvió a despertar. Descubrió que el libro sobre haciendas era muy bueno para los suizos, pero no servía para los brasileños, los mundos eran completamente dis­tintos.

Durante la tarde vio que el terremoto, el volcán, la presión dis­minuía. Estaba más relajada; ya había experimentado en otras oca­siones este tipo de pasión súbita, y desaparecía siempre al día si­guiente (qué bien, su universo seguía siendo el mismo). Tenía una familia que la amaba, un hombre que la esperaba, y que ahora le escribía con mucha frecuencia, contándole que la tienda de teji­dos estaba creciendo. Aunque decidiese tomar el avión aquella misma noche, tenía el dinero suficiente para, por lo menos, com­prar un solar. Había sobrevivido a la peor parte, la barrera de la lengua, la soledad, el primer día en el restaurante con el árabe, la manera de convencer a su alma para que no se quejase de lo que hacía con su cuerpo. Sabía muy bien cuál era su sueño, y estaba dispuesta a todo por él. Y este sueño no incluía a un hombre; por lo menos, no incluía a hombres que no hablasen su lengua mater­na y que no viviesen en su ciudad.

Cuando el terremoto se calmó, María entendió que parte de la culpa era suya, porque no había dicho en aquel momento: «Yo es­toy sola, soy tan miserable como tú, ayer viste mi "luz"' y fue la pri­mera cosa bonita y sincera que un hombre me ha dicho desde que llegué aquí».

En la radio sonaba una vieja canción: «Mis amores mueren in­cluso antes de nacer». Sí, ése era su caso, su destino.



§



Del diario de María, dos días después de que todo volvió a la normalidad:



La pasión hace que uno deje de comer, de dormir, de trabajar, de estar en paz. Mucha gente se asusta por­que, cuando aparece, derrumba todas las cosas viejas que encuentra.

Nadie quiere desorganizar su mundo. Por eso, mu­cha gente consigue controlar esta amenaza, y es capaz de mantener en pie una casa o una estructura que ya está podrida. Son los ingenieros de las cosas superadas. Otra gente piensa exactamente lo contrario: se en­trega sin pensar, esperando encontrar en la pasión las soluciones para todos sus problemas. Descarga sobre la otra persona toda la responsabilidad por su felicidad, y toda la culpa por su posible infelicidad. Está siempre eufórica porque algo maravilloso sucedió, o deprimida porque algo inesperado acabó destruyéndolo todo.

Apartarse de la pasión, o entregarse ciegamente a ella, ¿cuál de las dos actitudes es la menos destructiva? No sé.



Al tercer día, como resucitando de entre los muertos, Ralf Hart volvió, y casi llegó un poco tarde, porque María ya estaba hablan­do con otro cliente. Cuando lo vio, sin embargo, le dijo educada­mente al otro que no quería bailar, que estaba esperando a alguien. Entonces se dio cuenta de que lo había esperado todos esos días. Y en ese momento aceptó todo lo que el destino había pues­to en su camino.

No se quejó; se puso contenta, podía permitirse ese lujo, por­que un día se iría de aquella ciudad, sabía que ese amor era impo­sible, y por tanto, ya que no esperaba nada, tendría todo lo que aún esperaba de aquella etapa de su vida.

Ralf le preguntó si quería una copa y María pidió un cóctel de frutas. El dueño del bar, fingiendo que fregaba los vasos, miró a la brasileña sin entender nada: ¿qué la habría hecho cambiar de idea? Esperaba que aquel hombre no fuese allí simplemente a to­mar algo, y 'se sintió aliviado cuando él la sacó a bailar. Estaban cumpliendo el ritual, no había por qué preocuparse.

María sentía la mano que rodeaba su cintura, su cara pegada, la música muy alta que, gracias a Dios, impedía cualquier conver­sación. Un cóctel de frutas no bastaba para tener coraje, y las pocas palabras que habían intercambiado habían sido muy formales. Ahora era una cuestión de tiempo: ¿irían a un hotel? ¿Harían el amor? No debía de ser difícil, ya que él había dicho que no esta­ba interesado en el sexo, sería simplemente cuestión de cumplir su compromiso profesional. Eso ayudaría a acabar de matar cual­quier vestigio de una posible pasión, no sabía por qué se había tor­turado tanto después del primer encuentro.

Esa noche sería la Madre Comprensiva. Ralf Hart era simple­mente un hombre desesperado, como tantos millones de hombres. Si hacía bien su papel, si conseguía seguir las normas que se ha­bía marcado desde que había comenzado a trabajar en el Copa­cabana, no tenía por qué preocuparse. Era muy arriesgado tener a aquel hombre cerca, ahora que sentía su olor, y le gustaba, que experimentaba su roce, y le gustaba, se descubría esperándolo, y no le gustaba.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos ya habían seguido todos los pasos, y él se dirigió al dueño de la discoteca:

-Me la llevo para el resto de la noche. Pagaré por tres clientes. El dueño se encogió de hombros y pensó de nuevo que la chica brasileña acabaría cayendo en la trampa del amor. María, a su vez, se sorprendió: no sabía que Ralf Hart conocía tan bien las reglas.

-Vayamos a mi casa.

Tal vez ésa fuese realmente la mejor decisión, pensó ella. Aun­que fuese en contra de todas las recomendaciones de Milan, en este caso decidió hacer una excepción. Además de descubrir de una vez por todas si estaba o no casado, conocería la forma de vi­da de los pintores famosos, y un día podría escribir algo para el periódico de su pequeña ciudad, de modo que todos supiesen que, durante su período en Europa, ella había frecuentado círculos in­telectuales y artísticos.

«Qué absurda disculpa», rió consigo misma.

Media hora después llegaron a un pequeño pueblo al lado de Géneve, llamado Cologny; una iglesia, la panadería, el ayuntamiento, todo en su lugar. ¡Y era realmente una casa de dos plan­tas, no un departamento! Primera observación: debía de tener di­nero de verdad. Segunda observación: si estuviese casado, no osaría hacer aquello, porque siempre había gente mirando. Entonces, era rico y soltero.

Entraron por un hall con una escalera que conducía al segun­do piso, pero siguieron recto, hasta las dos salas de la parte de atrás, que daban a un jardín. Una de ellas tenía una mesa, y las pa­redes estaban cubiertas de cuadros. La otra sala tenía algunos so­fás, sillas, estanterías llenas de libros, ceniceros sucios, vasos que habían sido usados hace mucho tiempo y que todavía estaban allí. -Puedo preparar un café...

María negó con la cabeza. No, no puedes preparar un café. Aún no puedes tratarme de forma diferente. Estoy desafiando mis propios demonios, haciendo exactamente todo lo contrario de lo que me prometí a mí misma. Pero vayamos con calma; hoy haré el papel de prostituta, o de amiga, o de Madre Comprensiva, aun­que en mi alma yo sea una Hija que precisa cariño. Finalmente, cuando todo esté terminado, podrás prepararme un café.

-Al fondo del jardín está mi estudio, mi alma. Aquí, entre to­dos estos cuadros y libros, está mi cerebro, lo que pienso.

María pensó en su propia casa. No tenía un jardín al fondo. Ni libros, $implemente los que retiraba prestados de la biblioteca, ya que no había necesidad de gastar dinero con lo que podía conse­guir gratis. Tampoco había cuadros, sólo un póster del Circo Acro­bático de Shangai, al que ella soñaba con ir.

Ralf trajo una botella de whisky y le ofreció.

-No, gracias.

Él se sirvió un trago, y se lo tomó todo, sin hielo, sin tiempo.

Empezó a hablar de cosas inteligentes, y por más que la conver­sación le interesase, ella sabía que aquel hombre tenía miedo de lo que iba a suceder, ahora que estaban a solas. María recupera­ba el control de la situación.

Ralf se sirvió otro trago, y como si dijese algo sin importancia, comentó:

-Te necesito.

Una pausa. Un silencio largo. «No lo ayudes a romper este si­lencio, veamos cómo sigue.»

-Te necesito, María. Tienes luz, aunque pienses que todavía no crees en mí, que simplemente estoy intentando seducirte con esta conversación. No me preguntes: «¿Por qué yo? ¿Qué tengo yo de especial?». No tienes nada de especial, nada que pueda ex­plicarme a mí mismo. Sin embargo, he ahí el misterio de la vida, no consigo pensar en otra cosa.

-No te preguntaría eso -mintió.

-Si yo buscase una explicación, diría: esta mujer ha consegui­do superar el sufrimiento y lo ha transformado en algo positivo, creativo. Pero eso no basta para explicarlo todo.

Se hacía difícil escapar. Él continuó:

-¿Y yo? Con toda mi creatividad, con mis cuadros que son disputados y deseados por galerías de todo el mundo, con mi sue­ño realizado, con un pueblo que sabe que soy un hijo querido, con mis mujeres que jamás me cobran pensión ni cosas así, con salud, buena apariencia, todo lo que un hombre puede desear, ¿y yo? Aquí estoy, diciéndole a una mujer que conocí en un café, y con la que he pasado una sola tarde: «Te necesito». ¿Sabes lo que es la soledad?

-Sé lo que es.

-Pero no sabes qué es la soledad cuando se tiene la posibili­dad de estar con todo el mundo, cuando se recibe todas las no­ches una invitación para una fiesta, un cóctel, un estreno de tea­tro. Cuando el teléfono no deja de sonar, y son mujeres a las que les encanta tu trabajo, que dicen que les gustaría mucho cenar contigo, son hermosas, inteligentes, educadas. Y algo te empuja lejos y te dice: no vayas. No te vas a divertir. Una vez más pasarás la noche entera intentando impresionarlas, gastarás tu energía de­mostrándote a ti mismo que eres capaz de seducir al mundo.

»Entonces me quedo en casa, entro en mi estudio, busco la luz que vi en ti, y sólo consigo verla mientras trabajo.

-¿Qué puedo darte que ya no tengas? -respondió ella, sin­tiéndose un poco humillada por aquel comentario sobre otras mu­jeres, pero recordando que, al fin y al cabo, él había pagado para tenerla a su lado.

Él bebió el tercer trago. María lo acompañó en su imaginación, el alcohol que quemaba su garganta, su estómago, que entraba en su corriente sanguínea llenándolo de valor; ella se sentía también embriagada, aunque no había bebido ni una sola gota. La voz de Ralf Hart sonó más firme.

-Está bien. No puedo comprar tu amor, pero dijiste que lo sa­bías todo sobre el sexo. Entonces, enséñame. O enséñame algo so­bre Brasil. Cualquier cosa, siempre que pueda estar a tu lado. ¿Y ahora?

-Solamente conozco dos ciudades de mi país: aquella en la que nací y Río de Janeiro. En cuanto al sexo, no creo que pueda enseñarte nada. Tengo casi veintitrés años, tú eres sólo seis años mayor, pero sé que has vivido mucho más intensamente. Yo co­nozco a hombres que pagan por hacer lo que ellos quieren, no lo que yo quiero.

-Ya he hecho todo lo que un hombre puede soñar hacer con una, dos, tres mujeres al mismo tiempo. Y no sé si he aprendido mucho.

De nuevo el silencio, pero era el turno de María. Y él no la ayu­dó, como ella no lo había ayudado antes.

-¿Me quieres como profesional? -Te quiero como tú quieras.

No, él no podía haber respondido eso, porque era todo lo que ella deseaba oír. De nuevo el terremoto, el volcán, la tempestad. Iba a ser imposible escapar de su propia trampa, iba a perder a ese hombre, sin haberlo tenido nunca realmente.

-Tú sabes, María. Enséñame. Tal vez eso me salve, nos salve a los dos, nos traiga de vuelta a la vida. Tienes razón, sólo tengo seis años más que tú, y, aun así, ya he vivido el equivalente a mu­chas vidas. Hemos pasado por experiencias completamente dis­tintas, pero ambos estamos desesperados.

»Lo único que nos da paz es estar juntos.

¿Por qué decía esas cosas? No era posible, y, aun así, era ver­dad. Se habían visto sólo una vez, y ya se necesitaban el uno al otro. Imagina que siguiesen viéndose, ¡qué desastre! María era una mujer inteligente, con muchos meses de lectura y observación del género humano; tenía un propósito en la vida, pero también tenía un alma que necesitaba conocer y descubrir su «luz».

Ya se estaba cansando de ser quien era, y aunque el inminen­te viaje a Brasil fuese un desafío interesante, todavía no había aprendido todo lo que podía. Ralf Hart era un hombre que había aceptado desafíos, lo había aprendido todo, pero ahora le pedía a aquella chica, a aquella prostituta, a aquella Madre Comprensiva, que lo salvase. ¡Qué absurdo!

Anteriormente otros hombres se habían comportado de la mis­ma manera ante ella. Muchos no habían conseguido tener una erección, otros querían ser tratados como niños, otros decían que les gustaría tenerla por esposa porque se excitaban al saber que su mujer había tenido muchos amantes. Aunque todavía no hubiese conocido a ninguno de los «clientes especiales», ya había descu­bierto el enorme universo de fantasías que habitaba el alma hu­mana. Pero todos estaban acostumbrados a sus mundos, y nunca le habían pedido «sácame de aquí». Al contrario, querían llevar­se a María consigo.

Y aunque todos esos hombres siempre la hubiesen dejado con algún dinero y sin ninguna energía, no era posible que ella no hu­biese aprendido nada. Sin embargo, si alguno de ellos realmente estuviese buscando el amor, y si el sexo fuese sólo una parte de esa búsqueda, ¿cómo le gustaría que la tratasen? ¿Qué sería impor­tante que sucediese en el primer encuentro?

¿Qué le gustaría realmente que sucediese?

-Recibir un regalo -dijo María.

Ralf Hart no entendió. ¿Regalo? Él ya le había pagado por adelantado aquella noche, en el taxi, porque conocía el ritual. ¿Qué quería decir con aquello?

María acababa de darse cuenta de que entendía, en ese minu­to, lo que una mujer y un hombre tenían que sentir. Lo tomó de la mano y lo condujo hasta una de las salas.

-No vamos a subir a la habitación -dijo.

Apagó casi todas las luces, se sentó en la alfombra y le pidió que se sentase delante de ella. Se fijó en que había una chimenea. -Enciende la chimenea.

-Pero si estamos en verano.

-Enciende la chimenea. Me has pedido que dirija nuestros pa­sos esta noche, y lo estoy haciendo.

Ella lo miró fijamente, esperando que él viese de nuevo su «luz». Él la vio, porque fue hasta el jardín, recogió unos troncos de madera mojados por la lluvia y puso algunos periódicos vie­jos para hacer que el fuego secase los troncos y los encendiese. Fue hasta la cocina para servirse más whisky, pero María lo in­terrumpió.

-¿Me has preguntado qué quería? -No.

-Pues que sepas que la persona que está contigo existe. Piensa en ella. Piensa si ella desea whisky, o ginebra, o café. Pregún­tale qué quiere.

-¿Qué quieres beber?

-Vino. Y me gustaría que me acompañes.

Él dejó la botella de whisky, y volvió con una de vino. A esas alturas, el fuego ya quemaba los troncos; María apagó las pocas luces que todavía estaban encendidas, dejando que sólo las llamas iluminasen el ambiente. Se comportaba como si siempre hubiese sabido que aquél era el primer paso: reconocer al otro, saber que está ahí.

Abrió el bolso y encontró un bolígrafo que había comprado en un supermercado. Cualquier cosa servía.

-Esto es para ti. Cuando lo compré, pensaba en tener algo pa­ra anotar las ideas sobre administración de haciendas. Lo he usa­do durante dos días, he trabajado hasta cansarme. Tiene un poco de mi sudor, de mi concentración, de mi voluntad, y ahora te lo entrego.

Depositó el bolígrafo suavemente en su mano.

-En vez de comprarte algo que te gustaría tener, te estoy dan­do algo que es mío, realmente mío. Un regalo. Una señal de res­peto por la persona que está ante mí, pidiéndole que comprenda lo importante que es estar a su lado. Ahora tiene una pequeña par­te de mí misma, que le he dado por libre y espontáneo deseo. Ralf se levantó, fue hasta una estantería y volvió con un obje­to. Se lo tendió a María:

-Éste es el vagón de un tren eléctrico que yo tenía cuando era niño. No tenía permiso para jugar con él yo solo, porque mi pa­dre decía que era caro, importado de Estados Unidos. Así pues, no tenía más remedio que esperar a que él tuviese ganas de armar el tren en medio de la sala, aunque generalmente se pasaba los do­mingos escuchando ópera. Por eso el tren sobrevivió a mi infan­cia, pero no me dio ninguna alegría. Allí tengo guardados todos los raíles, la locomotora, las casas, incluso el manual; porque yo tenía un tren que no era mío, con el cual no jugaba.

»Ojalá lo hubiese destruido como todos los demás juguetes que recibí y de los que ya ni me acuerdo, porque esta pasión por des­truir forma parte del modo en que el niño descubre el mundo. Pe­ro este tren intacto siempre me recuerda una parte de mi infancia que no viví, porque era demasiado preciosa, o demasiado trabajo­sa para mi padre. O tal vez porque, cada vez que armaba el tren, tenía miedo de demostrar su amor por mí.

María empezó a mirar fijamente el fuego en la chimenea. Al­go estaba sucediendo, y no era el vino, ni el ambiente acogedor. Era la entrega de regalos.

Ralf también se volvió hacia el fuego. Permanecieron calla­dos escuchando el crepitar de las llamas. Bebieron vino, como si no fuese importante decir nada, hablar de nada, hacer nada. Simplemente estar allí, el uno con el otro, mirando en la misma dirección.

-Tengo muchos trenes intactos en mi vida -dijo María, des­pués de un rato-. Uno de ellos es mi corazón. Al igual que tú, só­lo jugaba con él cuando el mundo ponía los raíles, y no siempre era el momento adecuado.

-Pero tú amaste.

-Sí, amé. Amé mucho. Amé tanto que, cuando mi amado me pidió un regalo, tuve miedo y huí.

-No entiendo.

-No hace falta. Te estoy enseñando, porque he descubierto algo que no sabía. El regalo, la entrega de algo que es tuyo. Dar antes de pedir algo que sea importante. Tú tienes mi tesoro: el bo­lígrafo con el que he escrito algunos de mis sueños. Yo tengo tu tesoro: el vagón de tren, parte de la infancia que no viviste.

»Yo ahora llevo conmigo parte de tu pasado, y tú guardas un poco de mi presente. Qué bien.

Dijo todo eso sin pestañear, sin extrañarse, como si supiese ha­ce mucho tiempo que ésa era la mejor y la única manera de com­portarse. Se levantó con suavidad, tomó su chaqueta del perche­ro y le dio un beso en la mejilla. Ralf Hart, en ningún momento, hizo ademán de levantarse de donde estaba, hipnotizado por el fuego, posiblemente pensando en su padre.

-Nunca he entendido muy bien por qué guardaba ese vagón. Hoy ha quedado claro: para dártelo una noche con la chimenea encendida. Ahora esta casa es más ligera.

Él dijo que, al día siguiente, donaría el resto de los raíles, la lo­comotora, las pastillas que imitaban el humo, a algún orfanato. -Tal vez hoy este tren sea una rareza que ya no se fabrica y valga mucho dinero -advirtió María, para luego arrepentirse. No se trataba de eso, sino de librarse de algo todavía más caro para nuestro corazón.

Antes de volver a decir algo que no encajaba en aquel momen­to, volvió a darle un beso en la mejilla y se dirigió a la puerta. Él todavía seguía observando el fuego, ella le pidió, delicadamente, que fuese a abrirla.

Ralf se levantó y ella le explicó que, aunque la alegrase verlo ob­servando el fuego, los brasileños tienen una extraña superstición: cuando visitan a alguien por primera vez, no pueden abrir la puer­ta al salir, porque si lo hacen, jamás volverán a aquella casa.

-Y yo quiero volver.

-Aunque no nos hayamos quitado la ropa y yo no haya en­trado dentro de ti, ni siquiera te haya tocado, hemos hecho el amor.

Ella rió. Él se ofreció a llevarla a casa, pero María lo rechazó. -Iré a verte mañana al Copacabana.

-No lo hagas. Espera una semana. He aprendido que esperar es la parte más difícil, y también quiero acostumbrarme a eso; sa­ber que tú estás conmigo, aunque no estés a mi lado.

Anduvo de nuevo por el frío y por la oscuridad de la noche, como había hecho tantas otras veces en Géneve; normalmente esas caminatas estaban asociadas con tristeza, soledad, ganas de volver a Brasil, nostalgia de la lengua que no hablaba hacía tanto tiempo, cálculos financieros, horarios.

Hoy, sin embargo, caminaba para encontrarse a sí misma, en­contrar a aquella mujer que, durante cuarenta minutos estuvo an­te el fuego con un hombre, y estaba llena de luz, de sabiduría, de experiencia, de encanto. Había visto el rostro de esa mujer algún tiempo atrás, cuando paseaba por el lago pensando si debía o no dedicarse a una vida que no era la suya; aquella tarde había sonreído de un modo muy triste. Había visto su rostro por segunda vez en un lienzo doblado, y ahora sentía de nuevo su presencia. Tomó un taxi después de mucho tiempo al ver que aquella presen­cia mágica se había ido y la había dejado sola como siempre.

Entonces era mejor no pensar en el asunto para no estropear­lo, para no dejar que la ansiedad sustituyese todo aquello de bue­no que acababa de vivir. Si aquella otra María existía de verdad, volvería en el momento adecuado.





Fragmento del diario de María escrito la noche en que recibió el vagón de tren:



El deseo profundo, el deseo más real es aquel de acer­carse a alguien. A partir de ahí, comienzan las reaccio­nes, el hombre y la mujer entran en juego, pero lo que su­cede antes, la atracción que los unió, es imposible de explicar. Es el deseo intacto, en estado puro.

Cuando el deseo todavía está en ese estado puro, hombre y mujer se apasionan por la vida, viven cada mo­mento con veneración y, conscientemente, esperan siem­pre el momento adecuado para celebrar la siguiente ben­dición.

Así, las personas no tienen prisa, no precipitan los acontecimientos con acciones inconscientes. Saben que lo inevitable se manifestará, que lo verdadero siempre en­cuentra una manera de mostrarse. Cuando llega el mo­mento, no dudan, no pierden una oportunidad, no dejan pasar ningún momento mágico porque respetan la im­portancia de cada segundo.



§





En los días siguientes, María se descubrió de nuevo presa de la trampa que tanto había evitado, pero no estaba triste ni preo­cupada por eso. Al contrario: ya que no tenía nada más que per­der, era libre.

Sabía que, por más romántica que fuese la situación, un día Ralf comprendería que ella no era más que una prostituta, mien­tras que él era un respetado artista; que ella vivía en un país dis­tante, siempre en crisis, mientras él vivía en el paraíso, con la vi­da organizada y protegida desde su nacimiento. Él había sido educado en los mejores colegios y museos del mundo, mientras que ella apenas había terminado la enseñanza secundaria. En fin, los sueños como ése no duran mucho, y María ya había vivido lo bastante para entender que la realidad no coincidía con sus sue­ños. Ésa era ahora su gran alegría: decirle a la realidad que no ne­cesitaba de ella, que no dependía de lo que sucedía para ser feliz. «Qué romántica soy, Dios mío.»

Durante esa semana intentó descubrir algo que hiciese feliz a Ralf Hart; él le había devuelto una dignidad y una «luz» que ella creía perdidas para siempre. Pero la única manera de recompen­sarlo era a través de lo que él juzgaba que era la especialidad de

María: el sexo. Como las cosas no variaban mucho en la rutina del Copacabana, decidió procurar otras fuentes.

Fue a ver algunas películas pornográficas, y de nuevo no en­contró nada interesante, a no ser algunas variaciones en el núme­ro de parejas. Como las películas no ayudaban mucho, por prime­ra vez desde su llegada a Géneve decidió comprar libros, aunque todavía creía que era mucho más práctico no tener que ocupar el espacio de su casa con algo que, una vez leído, ya no servía para nada. Fue hasta una librería que había visto mientras andaba con Ralf por el Camino de Santiago y preguntó si tenían algo sobre el tema.

-Muchas, muchas cosas -respondió la chica encargada de las ventas-. En realidad, parece que la gente sólo se interesa por eso. Además de una sección especial, en todas las novelas que ve a su alrededor también hay por lo menos una escena de sexo. Aun­que esté escondido en bonitas historias de amor, o en tratados se­rios sobre el comportamiento del ser humano, el hecho es que la gente sólo piensa en eso.



María, con toda su experiencia, sabía que la chica estaba equi­vocada: la gente quería pensar eso, porque creía que todo el mun­do se preocupaba sólo de ese tema. Hacían regímenes, usaban pe­lucas, se pasaban horas en la peluquería o en el gimnasio, se ponían ropa insinuante, intentaban provocar la chispa deseada, ¿y después? Cuando llegaba el momento de ir a la cama, once mi­nutos y listo. Ninguna creatividad, nada que llevase al paraíso; en poco tiempo, la chispa ya no tenía fuerza para mantener el fuego encendido.

Pero era inútil discutir con la chica rubia, que creía que el mundo podía explicarse en los libros. Preguntó de nuevo dónde estaba la sección especial, y allí descubrió varios títulos sobre gays, lesbianas, monjas que revelaban cosas escabrosas de la Iglesia, y libros ilustrados con técnicas orientales que mostraban posturas muy incómodas. Sólo le interesó uno de los volúmenes: El sexo sagrado. Por lo menos debía de ser diferente.

Lo compró, fue para casa, puso la radio en una emisora que siempre la ayudaba a pensar (porque la música era tranquila), abrió el libro y vio que tenía varias ilustraciones, con posturas que solamente aquel que trabaja en un circo puede practicar. El texto era aburrido.

María había aprendido lo suficiente en su profesión como pa­ra saber que no todo en la vida era una cuestión de la postura en la que uno se pone mientras hace el amor, sino que, la mayoría de las veces, cualquier variación sucedía de manera natural, sin pen­sar, como los pasos de un baile. Aun así, intentó concentrarse en lo que leía.

Dos horas después, se dio cuenta de dos cosas.

La primera, que tenía que cenar pronto, pues debía volver al Copacabana.

La segunda, que la persona que había escrito aquel libro no entendía nada, NADA del asunto. Mucha teoría, cosas orientales, rituales inútiles, sugerencias idiotas. Se veía que el autor había me­ditado en el Himalaya (tenía que enterarse de dónde quedaba eso), que había frecuentado cursos de yoga (ya había oído hablar de ello), que había leído mucho sobre el asunto, pues citaba a uno y otro autor, pero no había aprendido lo esencial. El sexo no era teo­ría, incienso, puntos tántricos, veneración, ni tanta ceremonia. ¿Cómo aquella persona (en verdad, una mujer) osaba escribir so­bre un tema que ni siquiera María, que trabajaba en el gremio, co­nocía bien? Tal vez fuese culpa del Himalaya, o de la necesidad de complicar algo cuya belleza está en la simplicidad y en la pa­sión. Si aquella mujer había sido capaz de publicar y de vender un libro tan estúpido, era mejor volver a pensar seriamente en su texto Once minutos. No sería cínico ni falso, simplemente sería su historia, nada más.Pero no tenía ni tiempo, ni interés; necesitaba concentrar su energía en alegrar a Ralf Hart, y en aprender cómo administrar haciendas.



Extracto del diario de María, justo después de dejar el aburri­do libro a un lado:



He encontrado a un hombre y me he enamorado de él. Me he dejado llevar por una simple razón: no espe­ro nada. Sé que dentro de tres meses estaré lejos, él se­rá un recuerdo, pero ya no podía aguantar más vivir sin amor; estaba al límite.

Estoy escribiendo una historia para Ralf Hart, ése es su nombre. No estoy segura de si volverá a la disco­teca en la que trabajo, pero por primera vez en mi vida eso no tiene la menor importancia. Me basta con amar­lo, estar con él en mi pensamiento, y colorear esta ciu­dad tan hermosa con sus pasos, sus palabras, su cari­ño. Cuando deje este país, tendrá un rostro, un nombre, el recuerdo de una chimenea. Todo lo demás que he vi­vido aquí, todas las cosas duras por las que he pasa­do, no serán nada al lado de ese recuerdo.

Me gustaría poder hacer por él lo que él hizo por mí. He estado pensando mucho, y he descubierto que no entré en aquel café por casualidad; los encuentros más importantes ya han sido planeados por las almas an­tes incluso de que los cuerpos se hayan visto. Generalmente estos encuentros suceden cuando lle­gamos a un límite, cuando necesitamos morir y rena­cer emocionalmente. Los encuentros nos esperan, pero la mayoría de las veces evitamos que sucedan. Sin em­bargo, si estamos desesperados, si ya no tenemos nada que perder, o si estamos muy entusiasmados con la vi­da, entonces lo desconocido se manifiesta, y nuestro universo cambia de rumbo.

Todos sabemos amar, pues hemos nacido con ese don. Algunas personas lo practican naturalmente bien, pero la mayoría tiene que reaprender, recordar cómo se ama, y todos, sin excepción, tenemos que quemarnos en la hoguera de nuestras emociones pasadas, revivir algunas alegrías y dolores, malos momentos y recupe­ración, hasta conseguir ver el hilo conductor que hay detrás de cada nuevo encuentro; sí, hay un hilo.

Y entonces, los cuerpos aprenden a hablar el len­guaje del alma, eso se llama sexo, eso es lo que puedo darle al hombre que me ha devuelto el alma, aunque él desconozca totalmente su importancia en mi vida. Eso fue lo que él me pidió, y eso tendrá; quiero que sea muy feliz.



§



La vida es a veces muy avara: la gente pasa días, semanas, me­ses y años sin sentir nada nuevo. Sin embargo, una vez que abre una puerta, y ése fue el caso de María con Ralf Hart, una verda­dera avalancha entra por el espacio abierto. En un momento no tienes nada, y al momento siguiente tienes más de lo que puedes aceptar.



Dos horas después de haber escrito su diario, cuando llegó al trabajo, Milan, el dueño, habló con ella:

-Entonces saliste con el pintor...

Debía de ser conocido de la casa, ella lo había comprendido cuando él pagó por tres clientes, la cantidad exacta, sin preguntar el precio. María simplemente asintió con la cabeza, procurando crear un cierto misterio, al que Milan no dio la menor importan­cia, ya que conocía esa vida mejor que ella.

-Tal vez ya estés preparada para dar un siguiente paso. Hay un cliente especial que siempre pregunta por ti. Yo le digo que no tienes experiencia y él me cree; pero tal vez ahora sea el momen­to de intentarlo.

¿Un cliente especial?

-¿Y qué tiene eso que ver con el pintor? -También él es un cliente especial.

Entonces todo lo que había hecho con Ralf Hart ya debía de haber sido probado y hecho por otra de sus colegas. Se mordió el labio y no dijo nada, había pasado una hermosa semana, no po­día olvidar lo que había escrito.

-¿Debo hacer lo mismo que hice con él?

-No sé lo que hicieron; pero hoy, si alguien te ofrece una co­pa, no aceptes. Los clientes especiales pagan mejor, y no te arre­pentirás.

El trabajo comenzó como de costumbre. Las tailandesas sen­tadas juntas como siempre, las colombianas con aire de quien lo entiende todo, las tres brasileñas (entre las cuales se incluía) fin­giendo estar distraídas, como si nada de aquello fuese nuevo o interesante. Había una austríaca, dos alemanas, y el resto se componía de mujeres del antiguo este de Europa, todas altas, de ojos claros, guapas, y que acababan casándose más rápido que las demás.

Los hombres entraron: rusos, suizos, alemanes, siempre eje­cutivos ocupados, dispuestos a pagar por los servicios de las prostitutas más caras de una de las ciudades más caras del mun­do. Algunos se dirigieron a su mesa, pero ella siempre miraba a Milan, y él negaba con la cabeza. María estaba contenta: no ten­dría que abrirse de piernas aquella noche, aguantar olores, du­charse en baños que no siempre estaban calientes; todo lo que tenía que hacer era enseñar a un hombre, ya cansado del sexo, cómo debía hacer el amor. Y ahora, pensándolo bien, ninguna otra mujer tendría la misma creatividad para inventar la histo­ria del presente.

Al mismo tiempo se preguntaba: «¿Por qué será que, después de haberlo probado todo, quieren volver al principio?». En fin, eso no era problema suyo; siempre que pagasen bien, ella estaba allí para servirlos.

Un hombre más joven que Ralf Hart entró en el local; guapo, pelo negro, dientes perfectos, y un traje que le recordaba a los de los chinos, sin corbata, simplemente con un cuello alto, y una im­pecable camisa blanca por debajo. Se dirigió hasta el bar, donde estaba Milan, ambos miraron a María, y él se acercó: -¿Aceptas una copa?

Milan asintió con la cabeza, y ella lo invitó a sentarse en su mesa. Pidió su cóctel de frutas, y estaba esperando la invitación para bailar, cuando el hombre se presentó:

-Mi nombre es Terence, y trabajo en una compañía disco­gráfica en Inglaterra. Como sé que estoy en un lugar en el que puedo confiar en la gente, pienso que esto quedará entre no­sotros.

María iba a empezar a hablar de Brasil, cuando él la inte­rrumpió:

-Milan dijo que entiendes lo que quiero.

-No sé qué quieres. Pero entiendo de lo que hago.

El ritual no fue cumplido; él pagó la cuenta, la tomó del bra­zo, entraron en el taxi, y le tendió mil francos. Por un momento, ella se acordó del árabe con el que había ido a cenar a aquel res­taurante lleno de pinturas famosas; era la primera vez que volvía a recibir la misma cantidad, y en vez de contentarla, eso la puso nerviosa.

El taxi se detuvo frente a uno de los hoteles más caros de la ciudad. Él dio las buenas noches al portero, demostrando una gran familiaridad con el sitio. Subieron directamente a la habitación, una suite con vista al río. Él abrió una botella de vino, posiblemen­te muy caro, y le ofreció una copa.

María lo miraba mientras bebía; ¿qué quería un hombre como aquél, rico, guapo, de una prostituta? Como él casi no hablaba, ella también permaneció la mayor parte del tiempo en silencio, in­tentando descubrir qué era lo que podía dejar a un cliente espe­cial satisfecho. Entendió que no debía tomar la iniciativa, pero una vez que el proceso comenzase, pretendía acompañarlo con la ve­locidad que fuese necesaria; al fin y al cabo, no todas las noches ganaba mil francos.

-Tenemos tiempo -dijo Terence-. Todo el tiempo que que­ramos. Puedes dormir aquí, si lo deseas.

La inseguridad volvió. No parecía intimidado, y hablaba con una voz tranquila, diferente de la de los demás. Sabía lo que de­seaba; puso una música perfecta, en el momento perfecto, en la habitación perfecta, con la ventana perfecta, que daba al lago de una ciudad perfecta. Su traje era de buen corte, la maleta esta­ba en una esquina, pequeña, como si no necesitase muchas co­sas para viajar, o como si hubiese venido a Géneve sólo por aquella noche.

-Voy a dormir a casa -respondió María.

Él cambió por completo. Sus ojos de caballero ganaron un bri­llo frío, glacial.

-Siéntate allí -dijo, señalando una silla al lado del escri­torio.

¡Era una orden! Una verdadera orden. María obedeció y, cu­riosamente, aquello la excitó.

-Siéntate bien. Endereza la espalda, como una mujer con cla­se. Si no lo haces, te voy a castigar.

¡Castigar! ¡Cliente especial! En un minuto ella lo entendió to­do, sacó los mil francos del bolso y los puso sobre el escritorio. -Sé lo que quieres -dijo, mirando al fondo de aquellos hela­dos ojos azules-. Y no estoy dispuesta.

Él pareció volver a la normalidad, y vio que ella decía la verdad. -Toma tu vino -dijo-. No voy a forzarte a nada. Puedes quedarte un rato más, o puedes salir si quieres.

Aquello la dejó más tranquila.

-Tengo un empleo. Tengo un jefe que me protege y que cree en mí. Por favor, no le digas nada de esto.

María lo dijo sin ningún tono de piedad, sin implorar nada, era simplemente la realidad de su vida. Terence también había vuelto a ser el mismo hombre, ni dul­ce, ni duro, simplemente alguien que, al contrario de los otros clientes, daba la impresión de saber lo que deseaba. Ahora pare­cía salir de un trance, de una obra de teatro que aún no había co­menzado.

¿Valía la pena irse así, sin descubrir qué significa aquello de un «cliente especial»?

-¿Qué quieres exactamente?

-Ya sabes. Dolor, sufrimiento. Y mucho placer.



«Dolor y sufrimiento no encajan mucho con placer», pensó María. Aunque quisiese desesperadamente creer que sí, y de esta manera convertir en positivas una gran parte de las experiencias negativas de su vida.

Él la tomó de la mano, y la llevó hasta la ventana: al otro lado del lago podían ver la torre de una catedral, María recordó que ha­bía pasado por allí mientras recorría con Ralf Hart el Camino de Santiago.

-¿Ves ese río, ese lago, esas casas, aquella iglesia? Hace qui­nientos años, era todo más o menos igual.

»Excepto porque la ciudad estaba completamente vacía; una enfermedad desconocida se había extendido por toda Europa, y nadie sabía por qué moría tanta gente. Llamaron a la enfermedad la Peste Negra, un castigo que Dios había enviado al mundo a cau­sa de los pecados del hombre.

»Entonces, un grupo de personas decidió sacrificarse por la humanidad: ofrecieron aquello que más temían: el dolor físico. Empezaron a caminar día y noche por estos puentes, estas calles, azotando su propio cuerpo con látigos o cadenas. Sufrían en nom­bre de Dios, y alababan a Dios con su dolor. Al cabo de poco tiem­po, descubrieron que eran más felices haciendo eso que cociendo pan, trabajando a jornal, alimentando animales. El dolor ya no era sufrimiento, sino el placer de rescatar a la humanidad de sus pe­cados. El dolor se transformó en alegría, en el sentido de la vida, en el placer.

Sus ojos volvieron a tener la misma frialdad que había visto al­gunos minutos antes. Recogió el dinero que ella había dejado so­bre el escritorio, separó ciento cincuenta francos y los metió en su bolso.

-No te preocupes por tu jefe. Aquí está su comisión, y prome­to no decirle nada. Puedes irte.

Ella tomó todo el dinero. -¡No!

Era el vino, el árabe en el restaurante, la mujer de sonrisa tris­te, la idea de que nunca volvería a aquel maldito lugar, el miedo al amor que llegaba bajo la forma de un hombre, las cartas a su madre que contaban una bonita vida llena de oportunidades de trabajo, el niño que le había pedido un lápiz en la infancia, las lu­chas consigo misma, la culpa, la curiosidad, el dinero, la búsque­da de sus propios límites, las ocasiones y las oportunidades que había perdido. Era otra María la que estaba allí: ya no ofrecía re­galos, sino que se entregaba en sacrificio.

-Ya no tengo miedo. Sigamos adelante. Si es necesario, cas­tígame por ser rebelde. Mentí, traicioné, actué equivocadamente con quien me protegió y me amó.

María había entrado en el juego. Estaba diciendo las cosas ade­cuadas.

-¡Arrodíllate! -dijo Terence, con una voz baja y amenazante. María obedeció. Nunca había sido tratada de aquella manera, y no sabía si era bueno o malo, simplemente quería ir más lejos, merecía ser humillada por todo lo que había hecho en toda su vi­da. Estaba entrando en un personaje, un nuevo personaje, una mu­jer que desconocía completamente.

-Serás castigada. Porque eres inútil, porque no conoces las reglas, nada sabes sobre el sexo, sobre la vida, sobre el amor. Mientras hablaba, Terence se transformaba en dos hombres distintos: el que explicaba tranquilamente las reglas, y el que la ha­cía sentirse la persona más miserable del mundo.

-¿Sabes por qué te lo permito? Porque no hay mayor placer que iniciar a alguien en un mundo desconocido. Arrancarle la vir­ginidad, no del cuerpo, sino del alma, ¿entiendes?

Entendía.

-Hoy podrás hacer preguntas. Pero la próxima vez, cuando el telón de nuestro teatro se abra, la obra comenzará y no podrás parar. Si paras, es porque nuestras almas no se han entendido. Re­cuerda: es una obra de teatro. Tienes que ser el personaje que nun­ca has tenido el coraje de ser. Poco a poco, descubrirás que ese personaje eres tú misma, pero hasta que seas capaz de verlo con claridad, procura fingir, inventar.

-¿Y si no soporto el dolor?

-No existe el dolor, existe algo que se convierte en delicia, en misterio. Forma parte de la obra pedir «no me trates así, me estás haciendo mucho daño». Está permitido pedir: «¡Para, no aguan­to más!». Para evitar el peligro... baja la cabeza, ¡y no me mires! María, arrodillada, bajó la cabeza y miraba al suelo.

-Para evitar que esta relación cause daños físicos serios, ten­dremos dos códigos. Si uno de nosotros dice «amarillo», eso significa que la violencia debe ser reducida un poco. Si decimos «ro­jo», hay que parar inmediatamente.

-¿Has dicho «uno de nosotros»?

-Los papeles se alternan. No existe uno sin el otro, y nadie sabrá humillar si no es humillado también.

Aquéllas eran palabras terribles, venidas de un mundo que no conocía, lleno de sombras, de fango, de podredumbre. Aun así, María deseaba seguir adelante, su cuerpo temblaba, de miedo y excitación.

La mano de Terence tocó su cabeza, con una ternura ines­perada.

-Fin.

Le pidió que se levantase. Sin especial cariño, pero sin la agre­sividad seca que había demostrado. María se puso la chaqueta, to­davía temblando. Terence notó su estado.

-Fúmate un cigarrillo antes de irte. -No ha sucedido nada.

-No hace falta. Comenzará a suceder en tu alma, y la próxi­ma vez que nos veamos estarás preparada.

-¿Esta noche ha valido mil francos?

Él no respondió. Encendió también un cigarrillo, terminaron el vino, escucharon música perfecta, saborearon juntos el silencio. Hasta que llegó el momento de decir algo, y María se sorprendió de sus propias palabras.

-No entiendo por qué tengo ganas de pisar este fango. -Mil francos.

-No es eso.

Terence parecía contento con la respuesta.

-Yo también me pregunté lo mismo. El marqués de Sade de­cía que las experiencias más importantes del hombre son aquellas que lo llevan al límite; sólo así aprendemos, porque eso requiere todo nuestro coraje.

»Cuando un jefe humilla a un empleado, o un hombre humi­lla a su mujer, simplemente está siendo cobarde, o vengándose de la vida; son personas que jamás se han atrevido a mirar en el fon­do de sus almas, que jamás han procurado saber de dónde viene el deseo de soltar la fiera salvaje, de entender qué el sexo, el do­lor y el amor son experiencias límite del hombre.

»Y solamente aquel que conoce esas fronteras conoce la vi­da; el resto es simplemente pasar el tiempo, repetir una misma tarea, envejecer y morir sin saber realmente lo que se estaba ha­ciendo aquí.



De nuevo la calle, de nuevo el frío, de nuevo el deseo de an­dar. Él estaba equivocado, no era necesario conocer sus demo­nios para encontrar a Dios. Se cruzó con un grupo de estudian­tes que salían de un bar; estaban alegres, habían bebido un poco, eran guapos, llenos de salud, pronto terminarían la universidad y comenzarían aquello que llaman «la verdadera vida». Trabajo, matrimonio, hijos, televisión, amargura, vejez, sensación de ha­ber perdido muchas cosas, frustraciones, enfermedad, invalidez, dependencia de los demás, soledad, muerte.

¿Qué estaba sucediendo? Ella también buscaba tranquilidad para vivir su «verdadera vida»; el tiempo pasado en Suiza, hacien­do algo que jamás había soñado, era simplemente un período di­fícil, al que todo el mundo se enfrenta tarde o temprano. En ese período difícil, frecuentaba el Copacabana, salía con hombres por dinero, interpretaba a la Niña Ingenua, la Mujer Fatal y la Madre Comprensiva, dependiendo del cliente.

Era simplemente un trabajo, al cual se dedicaba con el máxi­mo de profesionalidad, por las propinas, y el mínimo de interés, por miedo a acostumbrarse a él. Había pasado nueve meses con­trolando el mundo a su alrededor, y poco tiempo antes de volver a su tierra, se estaba descubriendo capaz de amar sin exigir nada a cambio, y sufrir sin motivo. Como si la vida hubiese escogido es­te medio sórdido, extraño, para enseñarle algo sobre sus propios misterios, su luz y sus tinieblas.



§



Del diario de María, la noche en que salió con Terence por pri­mera vez:



Él citó a Sade, del que yo nunca había oído nada, solamente los comentarios habituales sobre sadismo: «Sólo nos conocemos cuando conocemos nuestros pro­pios límites», y eso es verdad. Pero también es un error, porque no es importante conocerlo todo de nosotros mismos; el ser humano no fue hecho sólo para buscar la sabiduría, sino también para arar la tierra, esperar la lluvia, plantar trigo, recoger el grano, hacer el pan.

Soy dos mujeres: una desea tener toda la alegría, la pasión, las aventuras que la vida me puede dar. La otra quiere ser esclava de una rutina, de la vida familiar, de las cosas que pueden ser planeadas y cumplidas. Soy el ama de casa y la prostituta, ambas viviendo en el mismo cuerpo, y una luchando contra la otra.

El encuentro de una mujer consigo misma es un juego con riesgos serios. Una danza divina. Cuando nos encontramos somos dos energías divinas, dos univer­sos que chocan. Si el encuentro no tiene la reverencia necesaria, un universo destruye al otro.



§





Se encontraba de nuevo en la sala de estar de la casa de Ralf Hart, el fuego en la chimenea, el vino, los dos sentados en el sue­lo, y todo lo que había experimentado el día anterior, con aquel ejecutivo inglés de la compañía discográfica, no pasaba de un sue­ño o de una pesadilla, dependiendo de su estado de ánimo. Aho­ra volvía a la búsqueda de su razón de vivir, mejor dicho, a la en­trega más disparatada posible, aquella en la que uno ofrece su corazón y no pide nada a cambio.

Había crecido mucho mientras esperaba ese momento. Había descubierto, por fin, que el amor real nada tenía que ver con lo que imaginaba, o sea, una cadena de acontecimientos provocados por la energía amorosa: enamoramiento, compromiso, matrimonio, hi­jos, espera, cocina, parque de atracciones los domingos, más espe­ra, vejez juntos, la espera acaba y en su lugar llega el retiro del ma­rido, las enfermedades, la sensación de que ya es muy tarde para vivir juntos lo que soñaban.

Miró al hombre a quien había decidido entregarse, y a quien había decidido no contar jamás lo que sentía, porque lo que sen­tía ahora estaba lejos de cualquier forma, incluso la física. Él pa­recía más cómodo, como si estuviese empezando un período in­teresante de su existencia. Sonreía, contaba historias de su re­ciente viaje a Munich, para reunirse con un importante director de museo.

-Me preguntó si el lienzo sobre los rostros de Géneve estaba acabado. Le dije que había encontrado a una de las principales personas a las que me gustaría pintar; una mujer llena de luz. Pe­ro no quiero hablar de mí, quiero abrazarte. Te deseo.

Deseo. ¡.Deseo? ¡Deseo! Eso, ése el punto de partida para aquella noche, porque era algo que ella conocía muy bien.

Por ejemplo: despertar el deseo sin entregar ya su objeto. -Entonces, deséame. Es lo que estamos haciendo, en este mo­mento. Estás a menos de un metro de mí, fuiste hasta una disco­teca, pagaste por mis servicios, sabes que tienes derecho a tocar­me. Pero no te atreves. Mírame. Mírame, y piensa que tal vez yo no quiera que me mires. Imagina lo que está escondido bajo mi ropa.

Siempre usaba vestidos negros para trabajar, y no entendía por qué las demás chicas del Copacabana intentaban ser provocativas con sus escotes y sus colores agresivos. Para ella, excitar a un hom­bre era vestirse como cualquier mujer que él puede encontrar en la oficina, en el tren, o en casa de una amiga de su mujer.

Ralf la miró, María sintió que él la desnudaba, y le gustó ser de­seada de aquella manera, sin contacto, como en un restaurante o en la cola del cine.

-Estamos en una estación -continuó María-. Estoy espe­rando el tren junto a ti, tú no me conoces. Pero mis ojos se cru­zan con los tuyos, por casualidad, y no se desvían. Tú no sabes qué intento decir, porque aunque seas un hombre inteligente, capaz de ver la «luz» de la gente, no eres lo suficientemente sensible como para ver lo que la luz ilumina.

Se había aprendido el «teatro». Quiso olvidar rápidamente la cara del ejecutivo inglés, pero él estaba allí, guiando su imaginación.

-Mis ojos están fijos en los tuyos, y puedo estar preguntándo­me a mí misma: «¿Lo conozco de algún sitio?». O puedo estar dis­traída. O puede que tema ser antipática, tal vez tú me conozcas, voy a darle el beneficio de la duda por algunos segundos, hasta concluir que es un hecho, o un malentendido.

»Pero también puede que quiera la cosa más simple del mun­do: encontrar a un hombre. Puedo estar intentando huir de un amor que sufrí. Puedo estar procurando vengarme de una traición que acaba de suceder, y he decidido ir hasta la estación en busca de un desconocido. Puedo desear ser tu prostituta sólo por una no­che, sólo para hacer algo diferente en mi vida aburrida. Puedo, in­cluso, ser una prostituta de verdad, que está allí buscando trabajo.

Un rápido silencio; María se había distraído de repente. Había vuelto al hotel, la humillación, «amarillo», «rojo», dolor y mucho placer. Aquello perturbaba su alma de una manera que no le es­taba gustando.

Ralf lo notó e intentó empujarla de nuevo hacia la estación de tren:

-¿En este encuentro tú también me deseas? -No lo sé. No nos hablamos, no lo sabes.

Otros segundos de distracción. En cualquier caso, la idea de «teatro» ayudaba mucho; hacía surgir al verdadero personaje, apar­taba a muchas personas falsas que habitan en nosotros mismos.

-Pero el hecho es que yo no desvío mis ojos, y tú no sabes qué hacer. ¿Debes acercarte? ¿Serás rechazado? ¿Llamaré a un guar­dia? ¿O te invitaré a tomar un café?

-Vuelvo de Munich -dijo Ralf Hart, y su tono de voz era di­ferente, como si realmente se estuviesen viendo por primera vez­Estoy pensando en una colección de cuadros sobre las personali­dades del sexo. Las muchas máscaras que usa la gente para no vi­vir jamás el verdadero encuentro.

Él conocía el «teatro». Milan había dicho que también era un cliente especial. La alarma sonó, pero ella necesitaba tiempo pa­ra pensar.

-El director del museo me dijo: ¿en qué pretendes basar tu tra­bajo? Yo respondí: en mujeres que se sienten libres para ganar di­nero haciendo el amor. Él comentó: no puede ser, llamamos a esas mujeres prostitutas. Yo respondí: bueno, son prostitutas, voy a es­tudiar su historia y haré algo más intelectual, pero al gusto de las fa­milias que visitarán el museo. Todo es cuestión de cultura, ¿sabes? De presentar de una manera agradable aquello que cuesta digerir.

»El director insistió: pero el sexo ya no es tabú. Es algo tan ex­plorado, que es difícil hacer un trabajo sobre él. Yo respondí: ¿y tú sabes de dónde viene el deseo sexual? Del instinto, dijo el director. Sí, del instinto, pero eso todo el mundo lo sabe. ¿Cómo hacer una bonita exposición, si simplemente estamos hablando de ciencia? Yo quiero hablar de cómo un hombre explica esa atracción. Cómo un filósofo, por ejemplo, lo contaría. El director me pidió que pu­siese un ejemplo. Yo dije que, cuando tomase el tren de vuelta a ca­sa y alguna mujer me mirase, hablaría con ella; diría que, por ser una extraña, podríamos tener la libertad de hacer todo lo que ha­bíamos soñado, vivir todas nuestras fantasías, y después irnos a nuestras casas, nuestras mujeres y nuestros maridos, y no volver a vernos jamás. Y entonces, en esa estación de tren, te veo.

-Tu historia es tan interesante que está matando el deseo. Ralf Hart rió y estuvo de acuerdo. El vino se había acabado, él fue hasta la cocina a buscar otra botella, y ella se quedó mirando el fuego, sabiendo ya cuál sería el siguiente paso, pero al mismo tiempo saboreando aquel ambiente acogedor, olvidando al ejecu­tivo inglés, volviendo a entregarse.

Ralf llenó los dos vasos.

-Simplemente por curiosidad, ¿cómo acabarías esta historia con el director?

-Citaría a Platón, ya que estaría ante un intelectual. Según él, al principio de la creación, los hombres y las mujeres no eran co­mo son hoy; había sólo un ser, que era bajo, con un cuerpo y un cuello, pero cuya cabeza tenía dos caras, cada una mirando en una dirección. Era como si dos criaturas estuviesen pegadas por la es­palda, con dos sexos opuestos, cuatro piernas, cuatro brazos.

»Los dioses griegos, sin embargo, eran celosos, y vieron que una criatura que tenía cuatro brazos trabajaba más, dos caras opuestas estaban siempre vigilantes y no podían ser atacadas a traición, cuatro piernas no exigían tanto esfuerzo para permane­cer de pie o andar durante largos períodos. Y lo que era más peli­groso: la criatura tenía dos sexos diferentes, no necesitaba a nadie más para seguir reproduciéndose en la tierra.

»Entonces dijo Zeus, el supremo señor del Olimpo: «Tengo un plan para hacer que estos mortales pierdan su fuerza».

»Y, con un rayo, partió a la criatura en dos, y así creó al hom­bre y a la mujer. Eso aumentó mucho la población del mundo, y al mismo tiempo desorientó y debilitó a los que en él habitaban, porque ahora tenían que buscar su parte perdida, abrazarla de nuevo, y en ese abrazo recuperar la antigua fuerza, la capacidad de evitar la traición, la resistencia para andar largos períodos y so­portar el trabajo agotador. A ese abrazo donde los dos cuerpos se confunden de nuevo en uno lo llamamos sexo.

-¿Esa historia es cierta? -Según Platón, el filósofo griego.

María lo miraba fascinada, y la experiencia de la noche ante­rior había desaparecido por completo. Ella veía a aquel hombre lleno de la misma «luz» que él había visto en ella, al contar aque­lla extraña historia con entusiasmo, con los ojos brillándole, ya no de deseo, sino de alegría.

-¿Puedo pedirte un favor?

Ralf respondió que podía pedirle cualquier cosa.

-¿Puedes enterarte de por qué, después de que los dioses di­vidiesen a la criatura de cuatro piernas, algunas de ellas decidie­ron que ese abrazo podía ser simplemente una cosa, un negocio como otro cualquiera, que en vez de enriquecer, absorbe toda la energía de la gente?

-¿Te refieres a la prostitución?

-Eso. ¿Puedes enterarte de cuándo el sexo dejó de ser sagrado? -Lo haré si quieres -respondió Ralf-. Pero nunca he pen­sado en ello, y no creo que nadie más lo haya hecho.

María no aguantó la presión:

-¿Y se te ha ocurrido pensar que las mujeres, principalmen­te las prostitutas, son capaces de amar?

-Sí, se me ha ocurrido. Se me ocurrió el primer día, cuando estábamos en la mesa del café, cuando vi tu luz. Entonces, cuan­do pensé en invitarte a un café, escogí creer en todo, incluso en la posibilidad de que tú me devolvieses al mundo de donde partí ha­ce mucho tiempo.

Ahora ya no había vuelta atrás. María, la maestra, tenía que acudir rápidamente en su auxilio, o ella lo besaría, lo abrazaría, le pediría que no la dejase.

-Volvamos a la estación de tren -dijo-. Mejor dicho, vol­vamos a esta sala, al día en que vinimos aquí por primera vez, y tú reconociste que yo existía, y me hiciste un regalo. Fue la prime­ra tentativa de entrar en mi alma, y no sabías si eras bienvenido. Pero, como dice tu historia, los seres humanos fueron divididos, y ahora buscan de nuevo ese abrazo que los una. Ése es nuestro ins­tinto. Pero también nuestra razón para soportar todas las cosas di­fíciles que suceden durante esa búsqueda.

»Quiero que me mires, y quiero, al mismo tiempo, que evites que yo lo note. El primer deseo es importante porque está escon­dido, prohibido, no permitido. No sabes si estás ante tu otra mi­tad perdida, ella tampoco lo sabe, pero algo los atrae, y es preci­so creer que es verdad.

«¿De dónde saco todo esto? Lo saco del fondo de mi corazón, porque me gustaría que siempre hubiese sido así. Saco estos sue­ños de mi propio sueño de mujer.»

Ella bajó un poco el tirante de su vestido, de modo que una parte, sólo una ínfima parte de su pezón quedase al descubierto. -El deseo no es lo que ves, sino aquello que imaginas.



Ralf Hart miraba a una mujer de cabellos negros, y ropa igual que el cabello, sentada en el suelo de su sala de estar, lle­na de deseos absurdos, como tener una chimenea encendida en pleno verano. Sí, quería imaginar lo que aquella ropa escondía, podía ver el tamaño de sus senos, sabía que el sostén que ella usaba era innecesario, aunque tal vez fuese una obligación del oficio. Sus senos no eran grandes, no eran pequeños, eran jóve­nes. Su mirada no mostraba nada; ¿qué estaba ella haciendo allí? ¿Por qué él alimentaba esa relación peligrosa, absurda, si no tenía ningún problema en conseguir a una mujer? Era rico, joven, famoso, de buena apariencia. Le encantaba su trabajo, había amado a mujeres con las que se había casado, había sido amado. En fin, era una persona que, dadas las circunstancias, de­bería decir: «Soy feliz».



Pero no lo era. Mientras que la mayoría de los seres humanos se mataban por un pedazo de pan, un techo bajo el cual vivir, un empleo que les permitiese vivir con dignidad, Ralf Hart tenía to­do eso, lo cual lo hacía más miserable. Si tuviera que hacer un ba­lance reciente de su vida, tal vez habría dos, tres días en los que se levantó, vio el sol, o la lluvia, y se sintió alegre porque era la mañana, simplemente alegre, sin desear nada, sin planear nada, sin pedir nada a cambio. Aparte de esos pocos días, el resto de su existencia se había gastado en sueños, frustraciones y realizacio­nes, deseo de superarse a sí mismo, viajes más allá de sus límites; no sabía exactamente a quién, o a qué, pero se había pasado la vi­da intentando probar algo.

Miraba a aquella hermosa mujer, discretamente vestida de ne­gro, alguien a quien había conocido por casualidad, aunque ya la hubiese visto antes en una discoteca y se hubiese fijado en que no encajaba en aquel lugar. Ella pedía que la desease, y él la deseaba mucho, mucho más de lo que podía imaginar, pero no eran sus se­nos, ni su cuerpo; era su compañía. Quería abrazarla, quedarse en silencio mirando al fuego, bebiendo vino, fumando un cigarrillo después de otro, eso era suficiente. La vida estaba hecha de cosas simples, estaba cansado de todos esos años buscando algo que no sabía qué era.

Sin embargo, si lo hiciese, si la tocase, todo estaría perdido. Porque a pesar de su «luz», no estaba seguro de si ella entendía lo bueno que era estar a su lado. ¿Estaba pagando? Sí, y seguiría pa­gando el tiempo que fuese necesario para poder conquistarla, has­ta poder sentarse con ella a orillas del lago, hablarle de amor, y oír lo mismo de ella. Era mejor no arriesgarse, no precipitar las co­sas, no decir nada.

Ralf Hart dejó de torturarse, y volvió a concentrarse en el jue­go que acababan de crear juntos. Aquella mujer estaba en lo cier­to: no bastaba con el vino, el fuego, el cigarrillo, la compañía; era preciso otro tipo de embriaguez, otro tipo de llama.

Ella llevaba un vestido de tirantes, había dejado un pecho al descubierto, pudo ver su carne, más morena que blanca. Y la de­seó. La deseó mucho.

María notó el cambio en los ojos de Ralf. Saberse deseada la excitaba más que cualquier otra cosa. No tenía nada que ver con la receta convencional: quiero hacer el amor contigo, quiero ca­sarme, quiero que tengas un orgasmo, quiero tener un hijo, quie­ro compromisos. No, el deseo era una sensación libre, suelta en el espacio, vibrando, llenando la vida con la voluntad de tener algo, y eso era suficiente, ese deseo lo empujaba todo hacia adelante, desmoronaba las montañas, humedecía su sexo.

El deseo era la fuente de todo, de salir de su tierra, de descu­brir un nuevo mundo, de aprender francés, superar sus prejuicios, soñar con una hacienda, amar sin pedir nada a cambio, sentirse mujer simplemente con la mirada de un hombre. Con una lenti­tud calculada, se bajó el otro tirante y el vestido se deslizó por su cuerpo. Después, se desabrochó el sujetador. Permaneció allí, con la parte superior del cuerpo completamente desnuda, imaginando que él saltaría sobre ella, la tocaría, le haría promesas de amor, o si era lo suficientemente sensible para sentir, en el propio deseo, el mismo placer del sexo.

El entorno de ambos empezó a cambiar, ya no había ruidos, la chimenea, los cuadros, los libros fueron desapareciendo, y fueron sustituidos por una especie de trance, donde únicamente existe el oscuro objeto del deseo, y nada más tiene importancia.

Él no se movió. Al principio sintió una cierta timidez en sus ojos, pero no duró mucho. Él la miraba, y en el mundo de su imagina­ción la acariciaba con su lengua, hacían el amor, sudaban, se abra­zaban, mezclaban ternura y violencia, gritaban y gemían juntos.

En el mundo real, sin embargo, no decían nada, ninguno de los dos se movía, y eso la excitaba más todavía, porque también ella era libre para pensar lo que quisiera. Le pedía que la tocase con suavidad, abría las piernas, se masturbaba delante de él, de­cía frases románticas y vulgares como si fuesen lo mismo, tenía va­rios orgasmos, despertaba a los vecinos, despertaba al mundo en­tero con sus gritos. Allí estaba su hombre, que le daba placer y ale­gría, con quien podía ser quien era, hablar de sus problemas se­xuales, contarle cuánto le gustaría pasar junto a él el resto de la noche, de la semana, de la vida.

El sudor comenzó a gotear de la frente de ambos. Era la chi­menea, le decía uno mentalmente al otro. Pero tanto el hombre como la mujer en aquella sala habían llegado a su límite, habían usado toda la imaginación, habían vivido juntos una eternidad de buenos momentos. Tenían que parar, porque un paso más y aque­lla magia sería destruida por la realidad.

Con mucha lentitud, porque el final es siempre más difícil que el principio, ella volvió a ponerse el sujetador y escondió los se­nos. El universo volvió a su lugar, las cosas del entorno volvieron a surgir, ella levantó el vestido que había caído hasta su cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó su mano y la apre­tó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mante­nerla allí, ni con qué intensidad debía agarrarla.

Ella sintió ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropea­ría todo, podía asustarlo o, lo que era peor, podía hacer que res­pondiese que él también la amaba. María no quería eso: la liber­tad de su amor era no pedir ni esperar nada.

-El que es capaz de sentir sabe que es posible tener placer in­cluso antes de tocar a la otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de la danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte en este viaje has­ta... ¿hasta dónde?

-De vuelta a Géneve -respondió Ralf.

-El que observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo, es la pasión con la que se prac­tica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal.

-Hablas del amor como una profesora.

María decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin comprometerse con nada:

-El que está enamorado hace el amor todo el tiempo, inclu­so cuando no lo está haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el vaso. Pueden permanecer jun­tos durante horas, incluso días. Pueden empezar la danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer. Na­da que ver con once minutos.

-¿Qué? -Te amo. -Yo también te amo. -Perdón. No sé lo que digo. -Ni yo.

Se levantó, le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la primera vez que se marchase.



Del diario de María, a la mañana siguiente:



Ayer por la noche, cuando Ralf Hart me miró, abrió una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marchar­se, no se llevó nada de mí, al contrario, dejó olor a ro­sas, no era un ladrón, sino un novio que me visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma par­te de su tesoro, y, aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien, generalmente trae a quien es impor­tante. Es una emoción que mi alma escogió, y tan intensa que puede contagiarlo todo y a todos a mi alre­dedor.

Cada día escojo la verdad con la que pretendo vi­vir. Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me gustaría poder escoger, siempre, el deseo como mi com­pañero. No por obligación, ni para atenuar la soledad de mi vida, sino porque es bueno. Sí, es muy bueno.



§





El Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro lugar de trabajo.

Por eso, era importante respetar la clientela de cada una, y ja­más intentar seducir a los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una determinada chica. Además de ser deshones­to, podía ser muy peligroso; la semana anterior, una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar del bolso, y po­niéndola sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la voz más tranquila del mundo que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no.

Aquella noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y -María creyó que era demasiada provocación- la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me ha escogi­do él!».

Pero aquel guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha es­cogido porque soy más atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven. La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se sentó a su la­do, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para de­jarle una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron, la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados.

Cuando la policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había cortado la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había estanterías en el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la omertá, como lo llamaban las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne, desde el amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley. Allí, ellos hacían la ley.

La policía sabía lo de la omertá, vio que la mujer mentía, pero no insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al contribuyen­te suizo si decidía apresarla, procesarla, y alimentarla durante el tiempo que estuviese en prisión. Milan agradeció a los policías la rápida intervención, pero todo era un malentendido, o alguna ar­timaña de un competidor.

En cuanto salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al cabo, el Copacabana era un local familiar (una afir­mación que a María le costaba entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más todavía). Allí no había pe­leas, porque la primera ley era respetar al cliente ajeno.

La segunda ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía él. Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que eran seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos antecedentes. A veces ha­bía algún equívoco, algunos casos raros de impago, de agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que ha­bía creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía identificar a los que debían o no frecuentar la ca­sa. Ninguna de las mujeres sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien bien vestido ser informa­do de que la discoteca estaba llena aquella noche (aunque estu­viese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuel­va). También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser eufóricamente invitados por Milan a una copa de cham­pán. El dueño del Copacabana no juzgaba por las apariencias, pe­ro al final siempre tenía razón.

En una buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante en alguna empresa. Por otro la­do, algunas de las mujeres que trabajaban allí estaban casadas, te­nían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir nada: así funcionaba la omertá.

Había camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mu­cho de su vida. En las pocas conversaciones que había manteni­do, María no había descubierto amargura, ni culpa, ni tristeza en­tre sus compañeras: simplemente una especie de resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgu­llosas de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de una semana, cualquier chica recién llega­da ya era considerada una «profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios -una prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar-, jamás aceptar in­vitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgas­mo -María descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque era uno de los trucos de la profesión-, saludar a la policía en la calle, mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y finalmente, no cuestionar­se demasiado sobre los aspectos morales o legales de lo que ha­cían; eran lo que eran, y punto.

Antes de que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en seguida pasó a ser conocida como la «in­telectual» del grupo. Al principio querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos áridos y poco inte­resantes como economía, psicología y, recientemente, administra­ción de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continua­se con su investigación y sus anotaciones.



Por tener muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso cuando el movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la envidia de sus compañeras; comenta­ban que la brasileña era ambiciosa, arrogante, y que sólo pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de ser verdad, aun­que ella tuviese ganas de preguntarlés si todas ellas no estaban allí por el mismo motivo.

En cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier persona de éxito. Era mejor ignorarlos y con­centrar la atención en sus dos únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda.

Ralf Hart estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez era capaz de ser feliz con un amado au­sente, aunque estaba algo arrepentida de haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo todo. ¿Pero qué tenía que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su corazón había latido más de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya había si­do, un cliente especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió trai­cionada, se puso celosa.

Claro que los celos eran normales, aunque la vida ya le hubie­se enseñado que era inútil pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es posible se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de los celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que es un signo de fragilidad.

«El amor más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si mi amor es verdadero -y no sólo una ma­nera de distraerme, de engañarme, de pasar el tiempo que no co­rre nunca en esta ciudad-, la libertad vencerá los celos, y el do­lor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso natural. El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros objetivos, tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o malestar. Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo entendemos que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en que, sin el do­lor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo el efecto deseado.»

Lo peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de perso­na, mantenerlo siempre presente en el pensamiento; y de eso, gra­cias a Dios, María ya había conseguido librarse.

Aun así, a veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba, si había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su amor... Para evi­tar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufri­miento, María desarrolló un método: cuando algo positivo rela­cionado con Ralf Hart viniese a su cabeza, y eso podía ser la chi­menea y el vino, una idea que le gustaría discutir con él, o simple­mente la agradable ansiedad de saber cuándo volvería, María de­jaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba.

Sin embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausen­cia, o de las equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas, mientras yo me dedico a cosas más importantes».

Seguía leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar aten­ción a todo lo que había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de conversación, y el pensamiento incó­modo acababa desapareciendo. Si volvía cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo consi­derable.

Uno de esos «pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con un poco de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento positivo»: cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy largo y pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le pregun­tara, muchos años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María podría responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado».



Del diario de María, en un día de poco movimiento en el Co­pacabana:



De tanto convivir con las personas que vienen aquí, llego a la conclusión de que el sexo ha sido utilizado como cualquier otra droga: para huir de la realidad, pa­ra olvidar los problemas, para relajarse. Y, como todas las drogas, es una práctica nociva y destructiva.

Si una persona quiere drogarse, ya sea con sexo o con cualquier otra cosa, es problema suyo; las conse­cuencias de sus actos serán mejores o peores de acuer­do con aquello que ella ha escogido para sí misma. Pe­ro si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que entender que lo que es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor».

Al contrario de lo que mis clientes piensan, el sexo no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un reloj escondido en cada uno de nosotros, y para hacer el amor las manecillas de ambas personas tienen que marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no suce­de todos los días. Aquel que ama no depende del acto sexual para sentirse bien. Dos personas que están jun­tas, y que se quieren, tienen que sincronizar sus mane­cillas, con paciencia y perseverancia, con juegos y re­presentaciones «teatrales», hasta entender que hacer el amor es mucho más que un encuentro: es un «abrazo» de las partes genitales.

Todo tiene importancia. Una persona que vive inten­samente su vida goza todo el tiempo y no echa de me­nos el sexo. Cuando practica el sexo, es por abundan­cia, porque el vaso de vino está tan lleno que desborda naturalmente, porque es absolutamente inevitable, por­que acepta la llamada de la vida, porque en ese momen­to, sólo en ese momento, consigue perder el control.



P. D. Acabo de releer lo que he escrito: ¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual!



§





Poco después de haber escrito eso, y cuando se preparaba pa­ra una noche más de Madre Cariñosa o Niña Ingenua, la puerta del Copacabana se abrió y entró Terence, el ejecutivo de la com­pañía discográfica, uno de los clientes especiales.

Milan pareció satisfecho detrás de la barra: ella no lo había de­cepcionado. María recordó en ese mismo momento palabras que decían tantas cosas y al mismo tiempo no decían nada: «Dolor, sufrimiento, y mucho placer».

-He venido de Londres especialmente para verte. He pensa­do mucho en ti.

Ella sonrió, intentando que su sonrisa no fuese una invitación. Pero una vez más él no siguió el ritual, no la invitó a nada, sólo se sentó a la mesa.

-Cuando se hace que una persona descubra algo, el profesor también acaba descubriendo algo nuevo.

-Sé a qué te refieres -respondió María, acordándose de Ralf Hart, e irritándose con su propio recuerdo. Estaba con otro clien­te, tenía que respetarlo y hacer lo posible para dejarlo contento. -¿Quieres seguir adelante?

Mil francos. Un universo escondido. Un jefe que la miraba. La certeza de que podría parar cuando quisiese. La fecha marcada para el regreso a Brasil. Otro hombre, que no aparecía nunca. -¿Tienes prisa? -preguntó María.

Él dijo que no. ¿Qué quería ella?

-Quiero mi copa, mi baile, el respeto por mi profesión.

Él dudó durante algunos minutos, pero era parte del teatro, de dominar y de ser dominado. Pagó la copa, bailó, pidió un taxi, le entregó el dinero mientras cruzaban la ciudad, y fueron al mismo hotel. Entraron, él saludó al portero italiano de la misma manera en que lo había hecho la noche que se conocieron, subieron a la misma habitación con vista al río.



Terence prendió un fósforo; fue entonces cuando María se dio cuenta de que había decenas de velas esparcidas por la habitación. Él empezó a encenderlas.

-¿Qué quieres saber? ¿Por qué soy así? ¿Por qué, si no me equivoco, te encantó la noche que pasamos juntos? ¿Quieres sa­ber por qué tú también eres así?

-Pienso que en Brasil tenemos la superstición de no encen­der más de tres cosas con el mismo fósforo. Y no la estás respe­tando.

Él ignoró el comentario.

-Tú eres como yo. No estás aquí por los mil francos, sino por el sentimiento de culpa, de dependencia, por tus complejos y tu inseguridad. Y eso no es bueno ni malo, es la naturaleza humana.

Tomó el control remoto de la tele y cambió varias veces de ca­nal, hasta detenerse en un informativo, en el que unos refugiados intentaban escapar de una guerra.

-¿Lo ves? ¿Conoces esos programas en los que la gente va a discutir sus problemas personales delante de todo el mundo? ¿Has visto los titulares en el quiosco? El mundo se alegra con el sufrimiento y con el dolor. Sadismo al ver, masoquismo al concluir que no tenemos que saber todo eso para ser felices y, aun así, asisti­mos a la tragedia ajena, y a veces sufrimos con ella.

Él sirvió otras dos copas de champán, apagó la tele y siguió en­cendiendo las velas.

-Repito: es la condición humana. Desde que fuimos expulsa­dos del paraíso, sufrimos, o hacemos sufrir a alguien, u observa­mos el sufrimiento de los demás. Es incontrolable.

Oyeron el ruido de los truenos afuera, una enorme tempestad se estaba aproximando.

-Pero yo no soy capaz -dijo María-. Me parece ridículo creer que tú eres mi maestro y yo tu esclava.

Terence había acabado de encender todas las velas. Tomó una de ellas, la colocó en el centro de la mesa, volvió a servir cham­pán y caviar. María bebía de prisa, pensando en los mil francos que ya estaban en su bolso, en lo desconocido que la fascinaba y la amedrentaba, en la manera de controlar su pavor. Sabía que, con aquel hombre, una noche jamás era como la otra, no podía amenazarlo.

-Siéntate.

La voz se alternaba entre dulce y autoritaria. María obedeció, y una ola de calor recorrió su cuerpo; aquella orden era familiar, ella se sentía más segura.

«Teatro. Tengo que entrar en la obra de teatro.»

Estaba bien recibir órdenes. No tenía que pensar, simplemen­te obedecer. Pidió más champán, él le trajo vodka; subía más de prisa, liberaba con más facilidad, acompañaba mejor el caviar.

Abrió la botella, María prácticamente bebió sola, mientras oía los truenos. Todo colaboraba para el momento perfecto, como si la ener­gía de los cielos y de la tierra mostrase también su lado violento.

En un momento dado, Terence sacó una pequeña maleta del armario y la puso sobre la cama.

-No te muevas.

María se quedó inmóvil. Él abrió la maleta y sacó dos pares de esposas de metal cromado.

-Siéntate con las piernas abiertas.

Ella obedeció, impotente por voluntad propia, sumisa porque así lo deseaba. Notó que él miraba entre sus piernas, podía ver la bombacha negra, las medias, los muslos, podía imaginar el vello, el sexo.

-¡Ponte de pie!

Ella se levantó de la silla. A su cuerpo le costó mantener el equilibrio, y vio que estaba más embriagada de lo que imaginaba. -¡No me mires! ¡Baja la cabeza, respeta a tu dueño!

Antes de bajar la cabeza, un látigo fino fue retirado de la ma­leta y estalló en el aire, como si tuviese vida propia.

-Bebe. Mantén la cabeza baja, pero bebe. Bebió uno más, dos, tres vasos de vodka.

Ahora no era simplemente una obra de teatro, sino la realidad de la vida: no tenía control. Se sentía un objeto, un simple instru­mento, y por increíble que parezca, aquella sumisión le daba la sensación de completa libertad. Ya no era la maestra, la que ense­ña, la que consuela, la que escucha las confesiones, la que excita; era sólo la niña del interior de Brasil, ante el poder gigantesco del hombre.

-Quítate la ropa.

La orden fue seca, sin deseo, y, sin embargo, de lo más eróti­co. Manteniendo la cabeza baja en señal de reverencia, María de­sabotonó el vestido y dejó que resbalase hasta el suelo.

-No te estás portando bien, ¿lo sabías? De nuevo el látigo estalló en el aire.

-Hay que castigarte. Una niña de tu edad, ¿cómo te atreves a contrariarme? ¡Deberías estar de rodillas delante de mí!

María hizo ademán de arrodillarse, pero el látigo la interrumpió; por primera vez tocaba su carne, en las nalgas. Escocía, pero parecía no dejar marcas.

-No te dije que te arrodillases. ¿O sí?

-No.

El látigo tocó sus nalgas otra vez. -Di «No, mi señor».

Y un latigazo más. Más escozor. Por una fracción de segundo, ella pensó que podía parar todo aquello inmediatamente; o tam­bién podía escoger ir hasta el final, no por el dinero, sino por lo que él había dicho la primera vez, un ser humano sólo se conoce cuando va hasta sus límites.

Y aquello era nuevo; era la Aventura, podía decidir más tarde si le gustaría continuar, pero en aquel instante ella dejó de ser la chica que tiene tres objetivos en la vida, que ganaba dinero con su cuerpo, que había conocido a un hombre con una chimenea e his­torias interesantes que contar. Allí ella no era nadie, y al no ser nadie, era todo lo que soñaba.

-Quítate toda la ropa. Y anda de un lado para otro, para que yo pueda verte.

Una vez más obedeció, manteniendo la cabeza baja, sin decir una sola palabra. El hombre que la miraba estaba vestido, impasi­ble, no era la misma persona con la que había venido hablando des­de la discoteca, era un Ulises que venía de Londres, un Teseo que llegaba del cielo, un secuestrador que invadía la ciudad más segura del mundo y el corazón más cerrado de la tierra. Se quitó la bom­bacha, el sostén, se sintió indefensa y protegida al mismo tiempo. El látigo estalló de nuevo en el aire, esta vez sin tocar su cuerpo.

-¡Mantén la cabeza baja! Estás aquí para ser humillada, para ser sometida a todo lo que yo desee, ¿entiendes?

-Sí, señor.

Él agarró sus brazos y colocó el primer par de esposas en sus muñecas.

-Y vas a sufrir mucho. Hasta que aprendas a comportarte. Con la mano abierta, le dio una palmada en las nalgas. María gritó, esta vez le había dolido.

-Así que te quejas, ¿verdad? Pues vas a ver lo que es bueno. Antes de que ella pudiese reaccionar, una mordaza de cuero le estaba tapando la boca. No le impedía hablar, podía decir «ama­rillo» o «rojo», pero sentía que era su destino dejar que aquel hom­bre pudiese hacer con ella lo que quisiese, y no tenía forma de es­capar de allí. Estaba desnuda, amordazada, esposada, con vodka corriendo por sus venas en lugar de sangre.

Otra palmada en las nalgas. -¡Anda de un lado para otro!

María empezó a andar, obedeciendo las órdenes «para», «gira a la derecha», «siéntate», «abre las piernas». Alguna vez que otra, incluso sin motivo, se llevaba una palmada, y sentía el dolor, sentía la humillación, que era más poderosa y fuerte que el dolor, y se sen­tía en otro mundo, donde no había nada más, y eso era una sensa­ción casi religiosa, anularse por completo, servir, perder la idea del ego, de los deseos, de la propia voluntad. Estaba completamente mojada, excitada, sin comprender lo que sucedía.

-¡Ponte otra vez de rodillas!

Como mantenía siempre la cabeza baja, en señal de obedien­cia y humillación, María no podía ver exactamente lo que estaba pasando; pero notaba que, en otro universo, otro planeta, aquel hombre estaba agotado, cansado de hacer estallar el látigo y azo­tarle las nalgas con la palma de la mano abierta, mientras ella se sentía cada vez más llena de fuerza y energía. Ahora había perdi­do la vergüenza, y no se incomodaba por mostrar que le estaba gustando, empezó a gemir, le pidió que le tocase el sexo, pero él, en vez de eso, la agarró y la arrojó sobre la cama.

Con violencia, pero con una violencia que ella sabía que no le iba a causar ningún daño, abrió las piernas y ató cada una de ellas a un lado de la cama. Las manos esposadas a la espalda, las pier­nas abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le mandase?

-¿Te gustaría que te reventase toda?

Ella vio que él apoyaba el mango del látigo en su sexo. Lo fro­tó de arriba abajo y, en el momento en el que tocó su clítoris, ella perdió el control. No sabía cuánto tiempo hacía que estaban allí, no imaginaba cuántas veces había sido azotada, pero de repente vino el orgasmo, el orgasmo que decenas, centenas de hombres, en todos aquellos meses, jamás habían conseguido despertar. Una luz explotó, ella sentía que entraba en una especie de agujero ne­gro en su propia alma, donde el dolor intenso y el miedo se mez­claban con el placer total, aquello la empujaba más allá de todos los límites que había conocido; María gimió, gritó con la voz so­focada por la mordaza, se sacudió en la cama, sintiendo que las esposas le cortaban las muñecas y las tiras de cuero le destroza­ban los tobillos, se movió como nunca justamente porque no po­día moverse, gritó como jamás había gritado, porque tenía una mordaza en la boca y nadie podría oírla. Aquello era el dolor y el placer, el mango del látigo presionando el clítoris cada vez más fuerte, y el orgasmo saliendo por la boca, por el sexo, por los po­ros, por los ojos, por toda su piel.



Entró en una especie de trance, y poco a poco fue bajando, ba­jando, el látigo ya no estaba entre sus piernas, sólo el vello moja­do por el sudor abundante, y manos cariñosas que le retiraban las esposas y desataban las tiras de cuero de sus pies.

Ella permaneció allí acostada, confusa, incapaz de mirar al hombre porque estaba avergonzada de sí misma, de sus gritos, de su orgasmo. Él le acariciaba el pelo, y también jadeaba, pero el placer había sido exclusivamente suyo; él no había tenido ningún momento de éxtasis.

Su cuerpo desnudo abrazó a aquel hombre completamente vestido, exhausto de tantas órdenes, tantos gritos, tanto control de la situación. Ahora no sabía qué decir, cómo continuar, pero es­taba segura, protegida, porque él la había invitado a ir hasta una parte suya que no conocía, era su protector y su maestro. Empezó a llorar, y él pacientemente esperó a que terminase. -¿Qué has hecho conmigo? -decía entre lágrimas.

-Lo que querías que hiciese.

Ella lo miró y sintió que lo necesitaba desesperadamente. -Yo no te forcé, no te obligué, y no te oí decir: «amarillo»; mi único poder era el que tú me dabas. No había ningún tipo de obli­gación, de chantaje, era simplemente tu voluntad; aunque tú fue­ses la esclava y yo el señor, mi único poder era empujarte hacia tu propia libertad.

Esposas. Tiras de cuero en los pies. Mordaza. Humillación, que era más fuerte y más intensa que el dolor. Aun así, él tenía razón, la sensación era de total libertad. María estaba repleta de energía, de vigor, y sorprendida al ver que el hombre que estaba a su lado estaba exhausto.

-¿Llegaste al orgasmo?

-No -dijo él-. El señor está para forzar al esclavo. El pla­cer del esclavo es la alegría del señor.

Nada de aquello tenía sentido, porque no es lo que cuentan las historias, no es así en la vida real. Pero aquél era un mundo de fantasía, ella estaba llena de luz, y él parecía opaco, agotado. -Puedes irte cuando quieras -dijo Terence. -No quiero irme, quiero entender.

-No hay nada que entender.

Ella se levantó, con la belleza y la intensidad de su desnudez, y sirvió dos copas de vino. Encendió dos cigarrillos y le dio uno, los papeles se habían invertido, era la señora la que servía al es­clavo, recompensándolo por el placer que le había dado.

-Ahora me vestiré y me marcharé. Pero me gustaría hablar un rato antes.

-No hay nada de que hablar. Eso era lo que yo quería, y has estado maravillosa. Estoy cansado, mañana tengo que volver a Londres.

Él se acostó y cerró los ojos. María no sabía si fingía dormir, pero eso no le importaba; fumó el cigarrillo con placer, bebió len­tamente su copa de vino con la cara pegada al cristal, mirando el lago y deseando que alguien, en la otra orilla, la viese así, desnu­da, plena, satisfecha, segura.

Se vistió, salió sin decir adiós, y sin importarle si él le abría o no la puerta, porque no tenía la certeza de querer volver.



Terence oyó que la puerta se cerraba, esperó para ver si ella no volvía diciendo que había olvidado algo, y después de algunos mi­nutos se levantó y encendió otro cigarrillo.

La chica tenía estilo, pensó. Había sabido aguantar el látigo, aun­que eso fuese lo más común, lo más antiguo, y el menor de todos los suplicios. Por un momento, recordó la primera vez que había expe­rimentado esta misteriosa relación entre dos seres que desean acer­carse, pero sólo lo consiguen infligiendo sufrimiento a los demás. Allí fuera, millones de parejas practicaban sin darse cuenta, to­dos los días, el arte del sadomasoquismo. Iban al trabajo, volvían, se quejaban de todo, agredían o eran agredidos por la mujer, se sentían miserables, pero profundamente ligados a la propia infe­licidad, sin saber que bastaba un gesto, un «hasta nunca más», pa­ra liberarse de la opresión. Terence lo había experimentado con su primera esposa, una famosa cantante inglesa; vivía torturado por los celos, haciendo escenas, pasando días bajo los efectos de calmantes, y noches embriagado de alcohol. Ella lo amaba, no en­tendía por qué se comportaba así; él la amaba, y tampoco enten­día su propio comportamiento. Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria, fundamental para la vida.

Una vez, un músico, que él consideraba muy extraño porque parecía demasiado normal en aquel medio de gente exótica, olvi­dó un libro en el estudio. La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch. Terence se puso a hojearlo y, a medida que leía, se comprendía mejor a sí mismo:



La hermosa mujer se desnudó y tomó un largo látigo, con un pequeño mango, que ató a la muñeca. «Me lo has pedido -dijo ella-. Entonces voy a azotarte.» «Hazlo -susurró su amante-. Te lo imploro. »



Su mujer estaba del otro lado del cristal del estudio, ensayan­do. Había pedido que desconectasen el micrófono que permitía a los técnicos escucharlo todo, y había sido obedecida. Terence pen­saba que tal vez estuviese concertando una cita con el pianista, y se dio cuenta: ella lo llevaba a la locura, pero parecía que ya se había acostumbrado a sufrir, y no podía vivir sin aquello.

«Voy a azotarte», decía la mujer desnuda, en la novela que te­nía en las manos. «Hazlo, te lo imploro.»

Él era atractivo, tenía poder en la compañía, ¿por qué tenía que llevar esa vida que llevaba?

Porque le gustaba. Merecía sufrir mucho, ya que la vida había sido muy buena con él, y no era digno de todas aquellas bendicio­nes: dinero, respeto, fama. Creía que su carrera lo estaba llevan­do a un punto en el que empezaría a depender del éxito, y aque­llo lo asustaba, porque ya había visto a mucha gente despeñarse desde las alturas.

Leyó el libro. Leyó todo lo que caía en sus manos sobre la misteriosa unión entre dolor y placer. Su mujer descubrió los vi­deos que alquilaba, los libros que escondía, le preguntó qué era aquello, si estaba enfermo. Terence respondió que no, que era una investigación para el look de un nuevo trabajo que ella debía ha­cer. Y sugirió, como quien no quiere la cosa: «Tal vez debería­mos probar».

Probaron. Al principio con mucha timidez, guiándose sólo por los manuales que encontraban en tiendas pornográficas. Poco a poco fueron desarrollando nuevas técnicas, yendo hasta el lími­te, corriendo riesgos, pero sintiendo que su matrimonio era cada vez más sólido. Eran cómplices de algo escondido, prohibido, condenado.

La experiencia de ambos se convirtió en arte: diseñaron trajes nuevos, cuero y tachuelas de metal. Ella entraba en escena con un látigo, ligas, botas y llevaba al público al delirio. El nuevo disco llegó al primer lugar de las listas de éxito de Inglaterra, y desde allí siguió una carrera victoriosa en toda Europa. Terence se sorpren­día de cómo la juventud aceptaba sus delirios personales con tan­ta naturalidad, y su única explicación era que de esa manera la violencia contenida podía manifestarse de forma intensa, pero ino­fensiva.

El látigo pasó a ser el símbolo del grupo, lo reprodujeron en camisetas, tatuajes, pegatinas, postales. La formación intelectual de Terence lo hizo buscar el origen de todo aquello, de modo que pudiese entenderse mejor a sí mismo.



No eran, como le había dicho a la prostituta en su cita, los pe­nitentes que intentaban apartar a la Peste Negra. Desde la noche de los tiempos, el hombre había entendido que el sufrimiento, una vez encarado sin temor, era su pasaporte hacia la libertad.

Egipto, Roma y Persia ya tenían la noción de que, si un hom­bre se sacrifica, salva al país y su mundo. En China, cuando había una catástrofe natural, el emperador era castigado, por ser él el re­presentante de la divinidad en la Tierra. Los mejores guerreros de Esparta, en la Antigua Grecia, eran azotados una vez al año, des­de la mañana hasta la noche, en homenaje a la diosa Diana, mien­tras la multitud gritaba palabras incentivándolos, pidiéndoles que aguantasen el dolor con dignidad, pues los prepararía para el mun­do de las guerras. Al final del día, los sacerdotes examinaban las heridas dejadas en la espalda de los guerreros, y a través de ellas predecían el futuro de la ciudad.

Los padres del desierto, en una antigua comunidad cristiana del siglo iv que se reunía en un monasterio de Alejandría, usa­ban la flagelación como medio de apartar a los demonios, o de demostrar la inutilidad del cuerpo durante la búsqueda espiritual. La historia de los santos estaba llena de ejemplos: Santa Rosa corría por el jardín, mientras las espinas herían su carne, Santo Domingo Loricatus se azotaba regularmente todas las noches an­tes de dormir, los mártires se entregaban voluntariamente a la lenta muerte en la cruz o en los dientes de animales salvajes. To­dos decían que el dolor, una vez superado, era capaz de llevar al éxtasis religioso.

Estudios recientes, no confirmados, indicaban que un cierto ti­po de hongo con propiedades alucinógenas se desarrollaba en las heridas, lo que causaba las visiones. El placer parecía ser tanto que la práctica en seguida salió de los conventos y empezó a difundir­se por el mundo.

En 1718, fue publicado el Tratado de autoflagelación, que en­señaba cómo descubrir el placer a través del dolor, pero sin cau­sar daño al cuerpo. Al final de ese siglo, había decenas de lugares en toda Europa donde las personas sufrían para llegar a la alegría. Hay documentos de reyes y princesas que se hacían flagelar por sus esclavos, hasta descubrir que el placer no sólo estaba en reci­bir, sino también en infligir dolor, aunque fuese más exhaustivo, y menos gratificante.

Mientras fumaba su cigarrillo, Terence experimentaba un cier­to placer al saber que la mayor parte de la humanidad jamás po­dría comprender lo que él pensaba.

Mejor así: pertenecer a un círculo cerrado, al que sólo los elegi­dos tenían acceso. Volvió a recordar cómo el tormento de estar ca­sado se transformó en la maravilla de estar casado. Su mujer sabía que visitaba Géneve con ese propósito, y no se enfadaba, al contra­rio, en este mundo enfermo, ella era feliz porque su marido conse­guía la recompensa que deseaba, después de una semana de arduo trabajo.

La chica que acababa de salir de la habitación lo había enten­dido todo. Sentía que su alma estaba cerca de la de ella, aunque todavía no estuviese preparado para enamorarse, porque amaba a su mujer. Pero le gustó pensar que era libre y que podía soñar con una nueva relación.

Sólo faltaba hacerle experimentar lo más difícil: transformar­la en la Venus de las pieles, en Dominatrix, en la Señora, capaz de humillar y de castigar sin piedad. Si pasaba la prueba, estaría pre­parado para abrir su corazón y dejarla entrar.



Del diario de María, aún embriagada por el vodka y el placer:



Cuando no tuve nada que perder, lo recibí todo. Cuando dejé de ser quien era, me encontré a mí misma. Cuando conocí la humillación y la sumisión total, fui libre. No sé si estoy enferma, si todo aquello fue un sueño, o si sucede sólo una vez. Sé que puedo vivir sin eso, pero me gustaría hacerlo de nuevo, repetir la expe­riencia, ir más lejos de lo que he ido.

Estaba algo asustada por el dolor, pero no era tan fuerte como la humillación; era sólo un pretexto. En el momento en el que tuve el primer orgasmo en muchos meses, a pesar de los muchos hombres y de las muchas y diferentes cosas que han hecho con mi cuerpo, me sentí -¿será eso posible?- más cerca de Dios. Recor­dé lo que él dijo respecto de la Peste Negra, sobre el momento en el que los flagelantes, al ofrecer su dolor por la salvación de la humanidad, encontraban en ella el placer. Yo no quería salvar a la humanidad, ni a él, ni a mí misma; simplemente estaba allí.

El arte del sexo es el arte de controlar el descontrol.



§







No era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a petición de María, a la que le gustaba una pizza que só­lo preparaban allí. No estaba mal ser un poco caprichosa. Ralf de­bería haber aparecido un día antes, cuando todavía era una mu­jer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la vida había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin tener que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente, simplemente porque no había pensado en él, había des­cubierto cosas que le interesaban más.

¿Qué hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le gustaba, sólo para pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa? Cuando él entró en la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle que ya no estaba interesada, que bus­case a otra persona; pero por otro lado, tenía una inmensa nece­sidad de hablar con alguien sobre la noche anterior.

Lo había intentado con alguna otra prostituta que también ser­vía a los «clientes especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención, porque María era lista, aprendía de prisa, se ha­bía convertido en la gran amenaza del Copacabana. Ralf Hart, de todos los hombres que conocía, era tal vez el único que podía en­ tenderla, pues Milan lo consideraba un «cliente especial». Pero él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas más difíciles, mejor no decir nada.

-¿Qué sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, María no había conseguido controlarse. Ralf dejó de comer la pizza.

-Lo sé todo. Y no me interesa.

La respuesta había sido rápida, y María se quedó sorprendida. Entonces, ¿todo el mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era aquél?

-He conocido mis demonios y mis tinieblas -continuó Ralf-. Fui hasta el fondo, lo he probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin embargo, la última noche que nos vimos fui hasta mis límites a través del deseo, y no del dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero cosas buenas, muchas co­sas buenas de esta vida.

Tuvo ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no si­gas por ese camino». Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que los llevase hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían caminado juntos el día en que se habían conocido. A María le extrañó la petición, permaneció callada, su instinto le decía que tenía mucho que perder, aunque su mente estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche anterior.

Despertó de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago; aunque todavía era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche.

-¿Qué hacemos aquí? -preguntó cuando salieron del taxi-. Hace viento, voy a resfriarme.

-He pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento y placer. Quítate los zapatos.

Ella recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo mismo, y se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no la dejaba en paz?

-Voy a resfriarme.

-Haz lo que te digo -insistió él-. No vas a resfriarte, si no tardamos mucho. Cree en mí, como yo creo en ti.

Sin ninguna razón aparente, María entendió que él quería ayu­darla; tal vez porque ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría el mismo riesgo. No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo, en el que descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo, pensó en Brasil, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese universo diferente, y como Brasil era lo más importante en su vi­da, se quitó los zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron sus medias, pero eso no tenía importan­cia, compraría otras.

-Quítate el abrigo.

Ella podría haber dicho que no pero, desde la noche anterior, se había acostumbrado a la alegría de poder decir «sí» a todo lo que estaba en su camino. Se quitó el abrigo, el cuerpo aún calien­te no reaccionó en seguida, pero poco a poco el frío la fue inco­modando.

-Vamos a andar. Y vamos a hablar.

-Aquí es imposible: el suelo está lleno de piedras. -Justamente por eso; quiero que sientas estas piedras, quiero que te provoquen dolor, que te hagan daño, porque debes de ha­ber probado, como yo probé, el sufrimiento aliado al placer, y ten­go que arrancar eso de tu alma.

María sintió el deseo de decir: «No es necesario, me gusta». Pero caminó sin prisa, la planta de los pies empezó a escocerle, debido al frío y a las piedras.

-Una de mis exposiciones me llevó a Japón, justamente cuan­do estaba totalmente metido en eso que tú llamaste «sufrimien­to, humillación y mucho placer». En aquella época, yo creía que no había camino de vuelta, que caería cada vez más bajo, y que ya nada quedaba en mi vida, excepto el deseo de castigar y ser castigado.

»Somos seres humanos, nacemos llenos de culpa, nos da mie­do cuando la felicidad se transforma en algo posible, y morimos queriendo castigar a los demás porque siempre sentimos impoten­cia, injusticia, infelicidad. Pagar por tus pecados, y poder castigar a los pecadores, ah, ¿no es una delicia? Sí, es genial.

María andaba, el dolor y el frío hacían difícil prestar atención a sus palabras, pero ella se esforzaba.

-He visto las marcas en tus muñecas.

Las esposas. Se había puesto varias pulseras para disimular, sin embargo, los ojos acostumbrados saben siempre lo que están bus­cando.

-En fin, si todo aquello que has probado recientemente te es­tá conduciendo a dar ese paso, no seré yo quien te lo impida; pe­ro nada de eso tiene relación con la verdadera vida.

-¿Qué paso?

-Dolor y placer. Sadismo y sadomasoquismo. Llámalo como quieras, pero si estás segura de que ése es tu camino, sufriré, re­cordaré el deseo, las veces que nos vimos, el paseo por el Camino de Santiago, tu luz. Guardaré en un lugar especial tu bolígrafo, y cada vez que encienda aquella chimenea me acordaré de ti. Sin embargo, no te buscaré más.

María sintió miedo, pensó que era el momento de dar marcha atrás, de decir la verdad, de dejar de fingir que sabía más que él. -Lo que he probado recientemente, mejor dicho, ayer, jamás lo había probado antes. Y me asusta que, en el límite de la degra­dación, pudiese encontrarme a mí misma.

Se estaba haciendo difícil seguir hablando, sus dientes casta­ñeteaban de frío, y los pies le dolían mucho.

-En mi exposición, en una región llamada Kumano, apareció un leñador -continuó Ralf, como si no hubiese oído lo que ella decía-. No le gustaron mis cuadros, pero fue capaz de descifrar, a través de la pintura, lo que yo estaba viviendo y sintiendo. Al día siguiente, me buscó en el hotel y me preguntó si estaba contento; si lo estaba, debía seguir haciendo lo que me gustaba. Si no lo es­taba, debía acompañarlo y pasar unos días con él.

»Me hizo andar por las piedras, como yo hago ahora contigo. Me hizo sentir frío. Me obligó a entender la belleza del dolor, pe­ro un dolor aplicado por la naturaleza, no por el hombre. A eso lo llamó Shugen-do, una práctica milenaria.

»Me dijo que era un hombre que no tenía miedo al dolor, y eso era bueno, porque para dominar el alma hay que aprender a do­minar el cuerpo. Me dijo también que estaba usando el dolor de manera equivocada, y que eso era muy ruin.

»Aquel leñador, ignorante, creía que me conocía mejor que yo mismo, y eso me irritaba, al mismo tiempo que me enorgullecía al saber que mis cuadros eran capaces de expresar exactamente lo que yo estaba sintiendo.

María sintió que una piedra más puntiaguda le cortaba el pie, pero el frío era más fuerte, su cuerpo estaba quedándose dormi­do, y no era capaz de seguir las palabras de Ralf. ¿Por qué los hombres, en este mundo de Dios, sólo tenían interés en mostrar­le el dolor? El dolor sagrado, el dolor con placer, el dolor con ex­plicaciones o sin explicaciones, pero siempre era dolor, dolor...

El pie herido tocó otra piedra, ella reprimió el grito y continuó andando. Al principio había intentado mantener su integridad, su autodominio, aquello que él llamaba «luz». Pero ahora andaba despacio, mientras su estómago y su pensamiento daban vueltas: pensó en vomitar. Pensó en parar, nada de aquello tenía sentido, pero no paró.

No paró por respeto a sí misma; podía aguantar aquella cami­nata descalza el tiempo que fuese necesario, porque no iba a du­rar toda la vida. Y de repente otro pensamiento cruzó el espacio: ¿y si no podía ir al Copacabana al día siguiente, por un serio pro­blema en los pies, o por una fiebre causada por la gripe que, segu­ramente, se iba a instalar en su cuerpo poco afortunado? Pensó en los clientes que la esperaban, en Milan, que tanto confiaba en ella, en el dinero que dejaría de ganar, en la hacienda, en sus pa­dres orgullosos. Pero el sufrimiento pronto apartó cualquier tipo de reflexión, y ella daba un paso tras otro, loca porque Ralf Hart reconociese su esfuerzo y le dijese que era suficiente, que podía ponerse los zapatos.

Sin embargo, él parecía indiferente, lejos, como si aquélla fue­se la única manera de librarla de algo que no conocía bien, que la seducía, pero que acabaría dejando marcas más profundas que las de las esposas. Aun sabiendo que intentaba ayudarla, y por más que se esforzase para seguir adelante y mostrar la luz de su fuer­za de voluntad, el dolor no la dejaba tener pensamientos profanos o nobles, era simplemente dolor, que ocupaba todo el espacio, asustaba, y la obligaba a pensar que tenía un límite y que no lo conseguiría.

Pero dio un paso. Y otro.

El dolor ahora parecía invadir el alma y debilitarla espiritual­mente, porque una cosa es hacer un poco de teatro en un hotel de cinco estrellas, desnuda, con vodka, caviar, y un látigo entre las piernas, y otra, estar a la intemperie, descalza, con piedras cortán­dole los pies. Estaba desorientada, no conseguía intercambiar ni una palabra con Ralf Hart, todo lo que existía en su universo eran las piedras pequeñas y cortantes que marcaban el camino por en­tre los árboles.

Entonces, cuando pensaba que iba a desistir, un extraño sen­timiento la invadió: había llegado a su límite, y más allá había un espacio vacío, donde parecía flotar e ignorar lo que sentía. ¿Sería ésa la sensación que experimentaban los penitentes? En la otra extremidad del dolor descubría una puerta a un nivel diferente de conciencia, y ya no había espacio para nada más, sólo para la na­turaleza implacable, y para ella misma, invencible.

Todo a su alrededor se transformó en un sueño: el jardín mal iluminado, el lago oscuro, Ralf en silencio, alguna pareja que otra que paseaba, sin darse cuenta de que ella iba descalza y andaba con dificultad. No sabía si era el frío o el sufrimiento, pero de re­pente dejó de sentir su cuerpo, entró en un estado en el que no hay ningún deseo ni miedo, sólo una misteriosa, ¿cómo definir­lo?, una misteriosa «paz». El límite del dolor no era su límite; po­día ir más allá.

Pensó en todos los seres humanos que sufrían sin pedirlo, y allí estaba ella, provocando su propio sufrimiento, pero aquello ya no le importaba, había cruzado las fronteras del cuerpo, y ahora sim­plemente le quedaba el alma, la «luz», una especie de vacío, que alguien, algún día, llamó Paraíso. Hay ciertos sufrimientos que só­lo pueden ser olvidados cuando podemos flotar sobre nuestro pro­pio dolor.

Por último, recordó a Ralf mientras la tomaba en brazos, se quitaba la chaqueta, y la ponía sobre sus hombros. Debía de tener demasiado frío, pero poco importaba; estaba contenta, no tenía miedo, había vencido. No se había humillado ante él.





Los minutos se convirtieron en horas, ella debía de haber dor­mido en sus brazos, porque cuando despertó, aunque todavía era de noche, estaba en una habitación con un aparato de televisión en una de las esquinas y nada más. Blanco, vacío.

Ralf apareció con un chocolate caliente.

-Todo va bien-dijo él-. Has llegado a donde debías llegar. -No quiero chocolate, quiero vino. Y quiero bajar a nuestro sitio, la chimenea, los libros tirados por todas partes.

Había dicho «nuestro sitio»; eso no era lo que había planeado. Se miró los pies; aparte de un pequeño corte, sólo había mar­cas rojas, que desaparecerían al cabo de algunas horas. Con cier­ta dificultad, bajó la escalera sin prestar mucha atención a nada; se puso en su esquina, en la alfombra, al lado de la chimenea; ha­bía descubierto que allí siempre se sentía bien, como si fuese su «sitio», su lugar en aquella casa.

-El leñador me dijo que, cuando se hace algún tipo de ejerci­cio físico, cuando se le exige todo al cuerpo, la mente gana una fuerza espiritual extraña que tiene que ver con la «luz» que vi en ti. ¿Qué sentiste?

-Que el dolor es amigo de la mujer.

-Ése es el peligro.

-Que el dolor tiene un límite. -Ésa es la salvación. No lo olvides.

La mente de María aún estaba confusa; había experimentado esa «paz», al ir más allá de su límite. Él le había mostrado otro ti­po de sufrimiento, y también ése le había dado un extraño placer. Ralf tomó una gran carpeta y la abrió. Eran dibujos.

-La historia de la prostitución. Es lo que me pediste, cuando nos vimos.

Sí, se lo había pedido, pero era simplemente una manera de pasar el tiempo, de intentar resultar interesante. Eso no tenía la menor importancia ahora.

-Durante todos estos días he estado navegando por un mar desconocido. No creí que hubiese una historia, pensaba simple­mente que era la profesión más antigua del mundo, como dice la gente. Pero hay una historia; mejor dicho, dos historias.

-¿Y estos dibujos?

Ralf Hart pareció un poco decepcionado porque ella no lo comprendía, pero en seguida se controló y siguió adelante. -Son las cosas que pinté mientas leía, investigaba, aprendía. -Hablaremos de eso otro día; hoy no quiero cambiar de te­ma, necesito entender el dolor.

-Lo sentiste ayer y descubriste que conducía al placer. Lo has sentido hoy y has encontrado la paz. Por eso te digo: no te acos­tumbres, porque es muy fácil acostumbrarse a vivir con él, es una droga poderosa. Está en nuestra vida cotidiana, en el sufrimiento escondido, en la renuncia que hacemos y culpamos al amor por la derrota de nuestros sueños. El dolor asusta cuando muestra su verdadera cara, pero es seductor cuando se viste de sacrificio, re­nuncia. O cobardía. El ser humano, por más que lo rechace, siem­pre encuentra alguna manera de estar con él, de enamorarlo, de hacer que sea parte de su vida.

-No lo creo. Nadie desea sufrir.

-Si consigues entender que puedes vivir sin sufrimiento, ya es un gran paso, pero no creas que otras personas van a compren­derte. Sí, nadie desea sufrir y, aun así, casi todos buscan el dolor, el sacrificio, y se sienten justificados, puros, merecedores del res­peto de sus hijos, de sus maridos, de los vecinos, de Dios. No pen­semos en eso ahora, sólo tienes que saber que lo que mueve el mundo no es la búsqueda del placer, sino la renuncia a todo lo que es importante.

»¿El soldado va a la guerra a matar al enemigo? No: va a mo­rir por su país. ¿Le gusta a la mujer mostrarle a su marido lo con­tenta que está? No: quiere que él vea cuánto se dedica, cuánto sufre para verlo feliz. ¿Va el marido al trabajo pensando que lle­gará a su realización personal? No: está dando su sudor y sus lá­grimas por el bien de la familia. Y así sucesivamente: hijos que renuncian a los sueños para alegrar a sus padres, padres que re­nuncian a la vida para alegrar a los hijos, dolor y sufrimiento que justifican aquello que debía proporcionar simplemente alegría: amor.

-Para.

Ralf paró. Era el momento adecuado para cambiar de asunto, se puso a enseñarle los dibujos. Al principio, todo parecía confu­so, había perfiles de personas, pero también garabatos, colores, trazos nerviosos o geométricos. Poco a poco, sin embargo, ella em­pezó a entender lo que él decía, porque cada palabra suya iba acompañada de un gesto, y cada frase la llevaba a un mundo del cual hasta entonces se había negado a formar parte; se decía a sí misma que aquello no dejaba de ser un período de su vida, una manera de ganar dinero y nada más.

-Sí, he descubierto que no hay solamente una, sino dos his­torias de la prostitución. La primera la conoces muy bien porque es también la tuya: una chica hermosa descubre, por diversas razones que ella ha escogido o que han escogido por ella, que la única manera de sobrevivir es vendiendo su cuerpo. Algunas ter­minan dominando naciones, como Mesalina hizo con Roma, otras se convierten en mitos, como Madame Du Barry, otras ena­moran a la aventura y la desgracia al mismo tiempo, como la es­pía Mata Hari. Pero la mayoría jamás tendrá un momento de glo­ria ni un gran desafío: serán para siempre chicas de pueblo que vienen en busca de fama, marido, aventura, que acaban descu­briendo otra realidad, se sumergen en ella por algún tiempo, se acostumbran, creen que siempre tienen el control, y no consiguen hacer nada más.

»Los artistas continúan haciendo sus esculturas, sus pintu­ras, y escribiendo sus libros hace más de tres mil años. De esta misma manera, las prostitutas continúan su trabajo a través del tiempo como si nada hubiese cambiado mucho. ¿Quieres saber detalles?

María asintió con la cabeza. Necesitaba ganar tiempo, enten­der el dolor, empezaba a tener la sensación de que algo muy ruin había salido de su cuerpo mientras caminaba por el parque.

-Aparecen prostitutas en los textos clásicos, en los jeroglífi­cos egipcios, en la tradición sumeria, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pero la profesión no se organiza hasta el siglo vi an­tes de Cristo, cuando el legislador Solón (en Grecia) instituye bur­deles controlados por el Estado, e inicia el cobro de impuestos por el «comercio de la carne». Los hombres de negocios atenienses se alegran porque lo que antes estaba prohibido ahora es legal. Las prostitutas, a su vez, empiezan a ser clasificadas según los impues­tos que pagan.

»A la más barata se la llamaba pornai, esclava que pertenece a los dueños del establecimiento. Después está la peripatética, que consigue a sus clientes en la calle. Finalmente, con el nivel más al­to de precio y de calidad, está la hetaira, la «compañía femenina», que acompaña a los hombres de negocios en sus viajes, frecuenta los restaurantes elegantes, es dueña de su propio dinero, da con­sejos, interfiere en la vida política de la ciudad. Como ves, lo que sucedió ayer, también sucede hoy.

»En la Edad Media, a causa de las enfermedades de transmi­sión sexual...

Silencio, miedo a la gripe, calor de la chimenea, ahora nece­saria para calentar su cuerpo y su alma. María no quería seguir es­cuchando aquella historia, tenía la sensación de que el mundo se había parado, de que todo se repetía, y de que el hombre jamás se­ría capaz de darle al sexo el respeto merecido.

-No pareces interesada.

Ella hizo un esfuerzo. A fin de cuentas, era el hombre al que había decidido entregar su corazón, aunque ya no estuviese tan segura de ello.

-No me interesa aquello que conozco; eso me entristece. Di­jiste que había otra historia.

-La otra historia es exactamente lo contrario: la prostitución sagrada.

De repente, ella había salido de su estado somnoliento y lo es­cuchaba con atención. ¿Prostitución sagrada? ¿Ganar dinero con el sexo y, aun así, acercarse a Dios?

-El historiador griego Herodoto escribe con respecto a Ba­bilonia: «Hay allí una costumbre muy extraña: toda mujer na­cida en Sumeria está obligada, por lo menos una vez en su vida, a ir al templo de la diosa Ishtar y entregar su cuerpo a un des­conocido, como un símbolo de hospitalidad, y por un precio simbólico».

Después preguntaría quién era esa diosa; tal vez también ella la ayudase a recuperar algo que había perdido, pero que no sabía lo que era.

-La influencia de la diosa Ishtar se expandió por todo Oriente Medio, alcanzó Cerdeña, Sicilia y los puertos del mar Medite­rráneo. Más tarde, durante el Imperio romano, otra diosa, Vesta, exigía la virginidad total o la entrega total. Para mantener el fue­go sagrado, mujeres de su templo se encargaban de iniciar a los jóvenes y a los reyes en el camino de la sexualidad, cantaban him­nos eróticos, entraban en trance, y entregaban su éxtasis al uni­verso, en una especie de comunión con la divinidad.

Ralf Hart le enseñó una fotocopia con algunas letras antiguas, con la traducción en alemán a pie de página. Declamó despacio, traduciendo cada verso:



Cuando estoy sentada en la puerta de una taberna,

yo, Ishtar, la diosa,

soy prostituta, madre, esposa, divinidad.

Soy lo que llaman Vida,

aunque ustedes lo llamen Muerte.

Soy lo que llaman Ley,

aunque ustedes lo llamen Marginal.

Soy lo que ustedes buscan

y aquello que consiguieron.

Soy aquello que ustedes esparcieron

y ahora recogen mis pedazos.



María lloró un poco, y Ralf Hart rió; su energía vital esta­ba volviendo, la «luz» empezaba a brillar de nuevo. Era mejor seguir con la historia, enseñarle los dibujos, hacerla sentirse amada.

-Nadie sabe por qué desapareció la prostitución sagrada, des­pués de haber durado por lo menos dos milenios. Tal vez por cul­pa de las enfermedades, o de una sociedad que cambió sus reglas cuando las religiones también cambiaron. En fin, ya no existe y no volverá a existir. Hoy en día, los hombres controlan el mundo, y el término sólo sirve para crear un estigma y llamar prostituta a cualquier mujer que ande por fuera de la línea.

-¿Puedes ir al Copacabana mañana?

Ralf no entendió la pregunta, pero estuvo de acuerdo inmedia­tamente.



Del diario de María, la noche que caminó descalza por el jar­dín Inglés en Genéve:



No me importa si algún día fue sagrado o no, pero YO ODIO LO QUE HAGO. Está destruyendo mi alma, ha­ciéndome perder el contacto conmigo misma, enseñán­dome que el dolor es una recompensa, que el dinero lo compra todo, que lo justifica todo.

Nadie es feliz a mi alrededor, los clientes saben que tienen que pagar por aquello que deberían tener gratis, y eso es deprimente. Las mujeres saben que tienen que vender aquello que les gustaría entregar simplemente por placer y cariño, y eso es destructivo. He luchado mucho antes de escribir esto, de aceptar que era infe­liz, que estaba descontenta, que tenía, y aún tengo, que resistir algunas semanas más.

Sin embargo, ya no puedo seguir así, fingir que to­do es normal, que es un período, una época de mi vi­da. Quiero olvidarla, necesito amar, sólo eso, necesito amar.

La vida es corta, o demasiado larga para que yo pueda permitirme el lujo de vivirla tan mal.



§





No es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, si­no un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siem­pre con los mismos muebles, y ese ambiente que pretende ser fa­miliar, lo que lo hace aún más distante.

No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Cami­no de Santiago, una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pe­ro anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él.

Apagar la luz. Cerrar las cortinas.

Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscu­ridad física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbra­dos, pueden ver, en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo.

Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que no quedase ningún rastro de per­fume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los infier­nos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama.

«No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siem­pre hemos hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus rodillas.»

Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que pagó mil francos, tal vez es­perando más de lo que ella fue capaz de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no se comporta­ba así, no era hombre.

Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, por­que allí está la luz de su propio amor escondido. El pecado origi­nal no fue la manzana que Eva comió, fue creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había probado. Eva tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y entonces qui­so compartir lo que sentía.

Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener mie­do de los océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros.

«Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que re­petir eso decenas, centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras. »

Piensa un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan con ella. Piensa en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea simplemente once minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así; el hombre también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un sentido para su vida.

¿Es que su madre se comporta como ella y finge tener un or­gasmo con su padre? c0 es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar que una mujer siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor, pero ahora, con los ojos ven­dados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo el origen de todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que hubiese comenzado.

El contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su padre, a su madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado to­da la tarde buscando lo que podría darle a un hombre que le de­volvía la dignidad, que la hacía entender que la búsqueda de la ale­gría es más importante que la necesidad del dolor.

«Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, co­mo ayer me enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la ca­lle, las prostitutas sagradas. Vi que es feliz cuando me hace apren­der algo, entonces, que me haga aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al al­ma, a la penetración, al orgasmo.»

Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos, co­mo si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente.

Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún olor en su ma­no, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.

Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la no­che, porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo de­sea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionan­do su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas tienen una textura diferen­te, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero en qué esta­ba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo.

Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez sabiendo eso, él

provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Es­tán duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, de­jando su sexo más caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más alucinante.

Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando só­lo el pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acer­ca al sexo. De repente es como si hubiese recuperado misteriosa­mente la virginidad, como si descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más tiempo, quién sabe.

Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo co­mienza a crecer en sus manos, y ella aumenta lentamente la pre­sión, ahora sabiendo dónde debe tocar, más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos, empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un po­co del líquido que brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.

Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están des­cubriendo el cuerpo, tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Po­drían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sin­tiendo que la calentaba, que la hacía ver el mundo diferente, la ha­cía sentirse más cómoda y más en contacto con la vida.

Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvi­dar para siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.

Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, sien­te que aquel calor se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, ex­pandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el deseo, volver a ser virgen.

Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnu­dos, pero no sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la mú­sica, piensa ella. Vamos a bailar.



Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.

Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día. Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría ce­rrar el ciclo y hacer que todo se acabase.

Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrina­ción de ambos desde que se encontraron.



Del diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a Brasil:



Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y mara­villosas. En fin, un animal hecho para volar libre e in­dependiente, para alegrar a quien lo observase. Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó miran­do su vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viaja­ron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro.

Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algu­nas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Mie­do de no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de vo­lar del pájaro.

Y se sintió sola.

Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse».

El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula.

Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una persona que lo tiene to­do». Sin embargo, empezó a producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le prestaba atención, excepto para alimen­tarlo y limpiar la jaula.

Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy tris­te, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por pri­mera vez, volando contento entre las nubes.

Si profundizase en sí misma, descubriría que aque­llo que la emocionaba tanto del pájaro era su liber­tad, la energía de las alas en movimiento, no su cuer­po físico.

Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has veni­do?», le preguntó a la muerte.

«Para que puedas volar de nuevo con él por el cie­lo -respondió la muerte-. Si lo hubieses dejado par­tir y volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para poder en­contrarlo de nuevo.»

§



Empezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando en una agencia de viajes, y com­prando un pasaje para Brasil, en la fecha marcada en su calen­dario.

Ahora ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de aquel momento, Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había amado. La rue de Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza. Recordaría su habitación, el la­go, la lengua francesa, las locuras que una chica de veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de hacer hasta que entiende que hay un límite.

No enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él era lo único verdaderamente puro que le había suce­dido. Un pájaro como ése tiene que ser libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a alguien. Y ella tam­bién era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería recordar para siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su futuro.

Decidió que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el mo­mento de partir; no iba a sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por tanto, engañó a su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre hubiese paseado por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el puente de Montblanc, los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo de las gaviotas en el río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la gente que salía de su oficina para comer, el co­lor y el gusto de la manzana que estaba comiendo, los aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en la columna de agua que surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida de todos los que pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin expresión, las miradas. Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como otras tantas ciudades pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura peculiar y por el exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el interior de Bra­sil. Había feria. Había mercado. Había amas de casa que rega­teaban el precio. Había estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora, quizá con la disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se besaban a orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se sentía extranjera. Ha­bía periódicos que hablaban de escándalos y respetables revistas para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía leyendo periódicos sobre escándalos.

Fue hasta la biblioteca a devolver el manual sobre adminis­tración de haciendas. No había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en momentos en los que pensaba haber per­dido el control de sí misma y de su destino, cuál era el objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso, con su tapa amarilla sin dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes.

Siempre haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida por el presente, se decía a sí misma. Pensaba en có­mo se había descubierto a sí misma a través de la independencia, de la desesperación, del amor, del dolor, para luego encon­trarse de nuevo con el amor (y le gustaría que las cosas se detu­viesen allí).

Lo más curioso de todo es que, mientras algunas de sus com­pañeras de trabajo hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en la cama, ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No había resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración, y había vul­garizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a en­contrar en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría que buscaba.

O tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era imposible obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los libros románticos.

La bibliotecaria, normalmente seria -y su única amiga, aun­que jamás se lo hubiese dicho-, estaba de buen humor. La aten­dió a la hora de la comida y la invitó a compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo que acababa de comer. -Has tardado mucho en leerlo.

-No he entendido nada.

-¿Recuerdas lo que me pediste una vez?

No, no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa malicio­sa de la bibliotecaria, imaginó de qué se trataba: sexo. -¿Sabes?, desde que viniste aquí buscando ese tipo de co­sas, decidí hacer un inventario de lo que teníamos. No era mu­cho, y como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué algunos. Así, no tienen que aprender de la peor manera posible, con prostitutas, por ejemplo.



La bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, to­dos cuidadosamente forrados con un papel pardo.

-Todavía no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un vistazo y me ha horrorizado lo que he descubierto. Bien, ya se imaginaba lo que ella iba a decir: posturas incó­modas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo. Mejor decirle que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que traba­jaba en un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho tra­bajo, ella siempre se olvidaba).

Le dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó: -Tú también te ibas a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una invención reciente?

¿Invención? ¿Reciente? Esa misma semana alguien había to­cado el suyo, como si siempre hubiese estado allí, y como si aque­llas manos conociesen bien el terreno que estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad.

-Fue oficialmente aceptado en 1559, después de que un mé­dico, Realdo Columbo, publicase un libro llamado De re anato­mica. Durante mil quinientos años de la era cristiana fue oficial­mente ignorado. Columbo lo describe, en su libro, como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer?

Las dos rieron.

-Dos años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallo­pio, dijo que el «descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos, claro, que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido oficialmente el clítoris en la his­toria del mundo!

Aquella conversación era interesante, pero María no que­ría pensar en el asunto, sobre todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo poniéndose húmedo, sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las manos que pa­seaban por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel hombre la había rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva.

La bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada: -Incluso después de «descubierto», siguió sin ser respetado -dijo ella, dando la impresión de que se había vuelto una ex­perta en clitoriología, o como se llame esa ciencia-. Las muti­laciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas tribus de África todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son ninguna novedad. Aquí mismo, en Europa, en el siglo xix, todavía se hacían operaciones para eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante parte de la anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la epilepsia, la tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos.

María le tendió la mano para despedirse, pero la biblioteca­ria no daba señales de cansancio.

-Peor todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psi­coanálisis, decía que el orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a la vagina. Sus más fieles seguidores, de­sarrollando esta tesis, pasaron a afirmar que el hecho de mante­ner el placer sexual concentrado en el clítoris era una señal de infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad.

»Y, sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difí­cil tener un orgasmo sólo con la penetración. Está bien ser po­seída por un hombre, pero el placer está en ese garbancito, ¡des­cubierto por un italiano!

Distraída, María reconoció que tenía el problema diagnosti­cado por Freud: todavía era infantil, su orgasmo no había pasa­do a su vagina. ¿O estaba equivocado Freud?

-¿Y el punto G, qué crees? -¿Sabe usted dónde está?

La mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para res­ponder:

-Al entrar, en el primer piso, ventana del fondo.

¡Genial! ¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese leído aquella explicación en un libro para chicas: al lla­mar a la puerta y entrar, descubrirás todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se masturbaba, prefería más el pun­to G que el clítoris, ya que éste le daba una cierta aflicción, un placer mezclado con agonía, algo angustioso.

¡Iba siempre al primer piso, ventana del fondo!

Viendo que la mujer no iba a parar de hablar -tal vez aca­base de descubrir en ella una cómplice de su propia sexualidad perdida-, dijo adiós con la mano, salió e intentó seguir concen­trándose en cualquier tontería, porque no era el día adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad recuperada, ni en el punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que sonaban, perros ladrando, el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la respiración, los letreros que ofrecían de todo.



Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al fin y al cabo, ya había con­seguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella tarde, podía ha­cer algunas compras, hablar con un director de banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su econo­mía, tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no con­seguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban dos semanas, te­nía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos, alegrar­se por haber vivido todo aquello.

Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro lado de la calzada, el her­moso reloj de flores, uno de los símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque...



De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.

¿Qué historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba desde que se había levantado?

El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nun­ca, ella estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como con sus sueños noctur­nos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba...

«No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»

¡BASTA!

El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Ralf Hart?

¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!

Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una extranjera en su propio cuerpo, estaba redes­cubriendo la virginidad recién recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la Aventura lle­gaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una se­mana, tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el motivo de su tristeza.

Y el motivo era el siguiente: no quería volver.

Y la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era demasiado simple: dinero.

¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores so­brios, que todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, to­dos lo creían) hasta el momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable, tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito sonriente que hablaba in­glés y que le pedía que retrocediese (el semáforo estaba rojo pa­ra los peatones).

«Bien, creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber. »

Pero no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabiz­baja, corriendo para ir al trabajo, a clase, a una agencia de tra­bajo, a la rue de Berne, diciendo continuamente: «Puedo espe­rar un poco más. Tengo un sueño, pero no tiene que ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su empleo estaba mal visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo, como todo el mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como to­do el mundo. Aguantar a gente insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo y su preciosa alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el mundo. Decir que toda­vía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar sólo un poquito más, como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más, posponer sus sueños, de momento estaba muy ocupa­da, tenía una oportunidad ante sí, clientes que la esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde trescientos cincuen­ta hasta mil francos por noche.

Y por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas bue­nas que podía comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella decidió consciente, lúcida, y a propó­sito, dejar pasar una oportunidad.

María esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de deseo en la noche en la que ella había ba­jado parte de su vestido, sintió sus manos tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo.

Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.



§



Nyah, la única de sus colegas con la que tenía una relación pa­recida a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto en­tró. Estaba sentada con un oriental, y los dos se reían.

-Mira esto -le dijo a María-. ¡Mira lo que quiere que haga con él!

El oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en los labios, abrió la tapa de una especie de caja de pu­ros. Desde lejos, Milan alargó el ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era simplemente aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era nada especial. -¡Parece del siglo pasado! -dijo María.

-¡Es del siglo pasado! -afirmó el oriental, indignado con la ignorancia del comentario-. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una fortuna.

Lo que María veía era una serie de válvulas, una manivela, cir­cuitos eléctricos, pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el in­terior de un antiguo aparato de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos pequeños bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese costar una fortuna. -¿Cómo funciona?

A Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la brasileña, la gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo a su cliente.

-Ya me lo ha explicado. Es la Varita Violeta.

Y volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había decidido aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasma­do con el interés que despertaba su jueguecito.

-Hacia el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por el mercado, la medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con electricidad, para ver si curaba enfermedades mentales o la histeria. También se utilizó para combatir las espi­nillas, y para estimular la vitalidad de la piel. ¿Ves estos dos extre­mos? Se ponían aquí -señaló sus sienes- y la batería provoca­ba la misma descarga estática que cuando el aire está muy seco.

Aquello era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy común, María lo descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un chasquido y recibió una descarga. Pen­só que era un problema del coche, se quejó, dijo que no iba a pa­gar el viaje, y el chofer casi la agredió, llamándola ignorante. Él te­nía razón; no era el coche, sino el aire seco. Después de varias descargas, empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa metáli­ca, hasta que descubrió en un supermercado una pulsera que des­cargaba la electricidad acumulada en el cuerpo.

María se volvió hacia el oriental:

-¡Pero eso es extremadamente desagradable!

Nyah se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para evitar futuros conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en torno al hombro del hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién pertenecía.

-Depende de dónde lo apliques -el oriental rió alto.

Giró la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color violeta. Con un movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un chasquido, pero la descarga parecía más una especie de picor que de dolor.

Milan se acercó.

-Por favor, no use eso aquí.

El hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La fili­pina aprovechó la oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció un poco decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la Varita Violeta que la mujer que aho­ra lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y guardó la caja en un ma­letín de cuero, al tiempo que comentaba:

-Hoy en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda en­tre las personas que buscan placeres especiales. Pero éste que aca­bas de ver sólo se puede encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios.

Milan y María se quedaron callados, sin saber qué decir. -¿Habías visto eso antes?

-De este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hom­bre es un alto ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos.

-¿Y qué hacen?

-Lo ponen en el cuerpo... y le piden a ella que gire la mani­vela. Reciben la descarga dentro.

-¿Y no pueden hacerlo solos?

-Cualquier cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacer­la solo. Pero es mejor que sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra persona, o mi bar iría a la ruina y tú ten­drías que trabajar en una tienda de verduras. Hablando de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche; por favor, recha­za cualquier invitación.

-La rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a des­pedirme, me marcho.

Milan pareció no acusar el golpe.

-¿Es por el pintor?

-No. Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta ma­ñana, mientras miraba aquel reloj de flores cerca del lago.

-¿Cuál es el límite?

-El precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo ganar más, trabajar un año más, qué más da, ¿no?

»Pues yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como estás tú, y como están los clientes, los ejecutivos, los auxi­liares de vuelo, los cazatalentos, los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he conocido, a quienes vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un día más, me quedo un año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca.

Milan hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y estuviese de acuerdo con todo, aunque no pudiese decir nada, por­que podía contagiar a todas las chicas que trabajaban para él. Pe­ro era un buen hombre, y aunque no le hubiese dado su bendición, tampoco intentó convencer a la brasileña de que estaba actuando equivocadamente.

Le dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no sopor­taba más el cóctel de frutas. Ahora podía beber, no estaba de ser­vicio. Milan le dijo que lo llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida.

Quiso pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella aceptó: le había dado a aquella casa mucho más que una copa.



Del diario de María, al volver a casa:



Ya no me acuerdo de cuándo fue, pero uno de es­tos domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa. Después de mucho tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado: era un templo protestante.

Iba a salir, pero el pastor comenzó el sermón, creí que no sería delicado levantarme, y eso fue una ben­dición, porque aquel día habló de cosas que necesita­ba mucho oír.

El pastor dijo algo como: «En todas las lenguas del mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, co­razón que no siente. Pues yo afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos, más cerca del co­razón están los sentimientos que intentamos sofocar­y olvidar. Si estamos en el exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras raíces, si estamos lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la calle nos hace recordarla.

»Los evangelios y todos los textos sagrados de to­das las religiones fueron escritos en el exilio, en bus­ca de la comprensión de Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la peregrinación de las almas errantes por la faz de la tierra. No lo sabían nuestros antepasados, y tampoco nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de nuestras vidas, y es en ese mo­mento cuando se escriben los libros, se pintan los cuadros, porque no queremos y no podemos olvidar quiénes somos».

Al final del culto, fui hasta él y le di las gracias: le dije que era una extranjera en una tierra extranje­ra, y le agradecí que me recordase que lo que los ojos no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido tan­to, hoy me voy.



§





Tomó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales europeas, recuerdos de un tiem­po feliz en el que había conocido el país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso, nada más era como había imaginado.

Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había lle­gado el momento de terminar con todo aquello.

Poca gente en el mundo lo sabe.

Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un caba­ret, aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamen­te a un hombre. ¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni di­nero, sino Ralf Hart. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.

Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del ae­ropuerto, ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a su lado sería un año de sufrimien­to en el futuro, por todo aquello que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su apoyo, de sus historias.

Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no mere­cía conocer Brasil, había sido inútil e injusto con el niño que siem­pre lo había deseado.

No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si con­testaba la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no perderla en aquel momento, le declara­ría su amor ya demostrado en todo el tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad, y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado, dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Todavía tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de mo­mento tenía que concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado fuera de las maletas; no sabía dónde meter­lo. Decidió que el dueño del inmueble tomaría la decisión cuan­do entrase en el departamento y encontrase los electrodomésti­cos en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de se­gunda mano, las toallas y la ropa de cama. No podría llevarse na­da de eso a Brasil, ni aunque sus padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le recordarían siempre todo en lo que se había aventurado.

Salió, fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía allí depositado. El director, que ya había frecuentado su ca­ma, dijo que era una mala idea, que aquellos francos podrían se­guir rindiendo y que ella recibiría los intereses en Brasil. Además, en caso de que le robasen, serían muchos meses de trabajo perdi­do. María dudó por un momento, creyendo, como siempre creía, que querían ayudarla de verdad. Pero, después de reflexionar un poco, concluyó que el objetivo de aquel dinero no era convertir­se en más papel, sino en una hacienda, una casa para sus padres, algún ganado y mucho más trabajo.

Retiró cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado para la ocasión y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa.

Fue hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir adelante; cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día siguiente hacía escala en París, para hacer trasbor­do. No tenía importancia, lo que necesitaba era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos veces.

Fue hasta uno de los puentes, compró un helado, aunque ya empezaba a hacer frío de nuevo, y miró Géneve. Entonces todo le pareció diferente, como si hubiese acabado de llegar, y tuviese que ir a los museos, a los monumentos históricos, a los bares y restau­rantes de moda. Es gracioso, cuando se vive en una ciudad, siem­pre se deja para después conocerla, y generalmente se termina por no conocerla nunca.

Pensó en ponerse contenta porque volvía a su tierra, pero no lo consiguió. Pensó en ponerse triste por dejar una ciudad que la había tratado tan bien, y tampoco lo consiguió. Lo único que pu­do hacer fue derramar algunas lágrimas, con miedo de sí misma, una chica inteligente, que lo tenía todo para tener éxito, pero que generalmente tomaba decisiones equivocadas.

Deseó estar haciendo lo correcto esta vez.



La iglesia estaba completamente vacía cuando ella entró, y pu­do contemplar en silencio los bonitos vitrales, iluminados por la luz del exterior, la luz de un día lavado por la tempestad de la no­che anterior. Ante ella, un altar y una cruz vacía; no estaba ante un instrumento de tortura, con un hombre ensangrentado al bor­de de la muerte, sino ante un símbolo de resurrección, donde el instrumento de suplicio perdía todo su significado, su terror, su importancia. Se acordó del látigo la noche de las tormentas, era la misma cosa, «Dios mío, ¿en qué estoy pensando?».

También se puso contenta porque no vio ninguna imagen de santos sufriendo, con marcas de sangre y heridas abiertas; aquél era simplemente un lugar donde los hombres se reunían para ado­rar algo que no eran capaces de comprender.

Se detuvo delante del sagrario, donde se guardaba el cuerpo de un Jesús en el que ella todavía creía, aunque hiciese mucho tiempo que no pensaba en él. Se arrodilló y prometió a Dios, a la Virgen, a Jesús, y a todos los santos, que pasase lo que pasase durante aquel día, jamás cambiaría de idea, que se marcharía de cualquier mane­ra. Hizo esta promesa porque conocía bien las trampas del amor y cómo son capaces de transformar la voluntad de una mujer.

Poco después, María sintió la mano que le tocaba el hombro e inclinó su rostro para tocar la mano.

-¿Cómo estás?

-Bien -dijo, la voz sin ninguna angustia-. Muy bien. Vamos a tomar nuestro café.

Salieron de la mano, como si fuesen dos enamorados que se encontraban después de mucho tiempo. Se besaron en público, al­gunas personas los miraban escandalizados, ambos sonreían por el malestar que estaban causando y por los deseos que desperta­ban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos que­rían hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso.

Entraron en un café igual que todos los demás, pero que aque­lla tarde era diferente, porque ellos dos estaban allí, y se amaban. Hablaron sobre Géneve, las dificultades de la lengua francesa, los vitrales de la iglesia, los males del tabaco, ya que ambos fumaban, y no tenían la menor intención de dejar el vicio.

María quiso pagar el café, y él aceptó. Fueron a la exposición, ella conoció su mundo, artistas, ricos que parecían aún más ricos, millonarios que parecían pobres, gente que preguntaba cosas so­bre las cuales jamás había oído hablar. Les gustó a todos, elogia­ron su manera de hablar francés, le hicieron preguntas sobre el carnaval, el fútbol, la música de su país. Educados, amables, sim­páticos, encantadores.

Al salir, él le dijo que iría a la discoteca aquella noche, a ver­la. Ella le pidió que no lo hiciese, que tenía la noche libre y que le gustaría invitarlo a cenar.

Él aceptó, se despidieron, quedaron en verse en casa de él, pa­ra cenar en un simpático restaurante en la pequeña plaza de Co­logny, por donde siempre pasaban en taxi, pero ella jamás le ha­bía pedido que se detuviesen para conocer el sitio.

Entonces María se acordó de su única amiga, y decidió ir has­ta la biblioteca para decirle que no volvería más.

Estuvo atrapada en el tráfico durante un rato que parecía una eternidad, hasta que los kurdos terminasen de manifestar­se (¡otra vez!) y los coches pudiesen volver a circular normal­mente. Pero ahora era de nuevo dueña de su tiempo, eso no te­nía importancia.

Llegó cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar.

-Puede que sea demasiado íntimo, pero no tengo ninguna amiga a quien confiar ciertas cosas -dijo la bibliotecaria, en cuan­to María entró.

¿Aquella mujer no tenía amigas? Después de vivir toda su vi­da en el mismo lugar, estar con gente durante el día, ¡,acaso no te­nía a nadie con quien hablar? En fin, descubría a alguien como ella, o mejor dicho, a alguien como todo el mundo.

-He estado pensando en lo que leí sobre el clítoris... ¡No! ¿Acaso no podía pensar en otra cosa?

-Y vi que, aunque hubiese sentido siempre mucho placer du­rante las relaciones con mi marido, me costaba mucho tener un orgasmo. ¡,Crees que eso es normal?

-¿Cree usted que es normal que los kurdos se manifiesten to­dos los días? ¿Que las mujeres enamoradas huyan de su príncipe encantado? ¿Que la gente sueñe con haciendas en vez de pensar en el amor? ¿Hombres y mujeres que venden su tiempo, sin poder volver a comprarlo? Y, sin embargo, todo eso sucede; así que no importa lo que yo crea o deje de creer, es siempre normal. Todo aquello que vaya contra la naturaleza, contra nuestros deseos más íntimos, todo eso es normal a nuestros ojos, aunque parezca una aberración a los ojos de Dios. Buscamos nuestro infierno, lleva­mos milenios construyéndolo, y después de mucho esfuerzo, aho­ra podemos vivir de la peor manera posible.

Miró a la mujer y, por primera vez en todo aquel tiempo, le preguntó su nombre (sólo conocía su nombre de casada). Se lla­maba Heidi, estaba casada hacía treinta años, y jamás, ¡jamás!, se había cuestionado si era normal no tener un orgasmo durante la relación sexual con su marido.

-¡No sé si debería haber leído todo eso! Tal vez fuese mejor vivir en la ignorancia, creyendo que un marido fiel, un departa­mento con vista al lago, tres hijos y un empleo público era todo lo que una mujer podía soñar. Ahora, desde que tú llegaste aquí, y desde que leí el primer libro, estoy muy preocupada por aquello en lo que he convertido mi vida. ¡,Será todo el mundo así?

-Le puedo garantizar que sí -y María se sintió una joven sa­bia ante aquella mujer que le pedía consejos.

-¿Te gustaría que entrase en detalles? María asintió con la cabeza.

-Está claro que todavía eres muy joven para entender de es­tas cosas, pero justamente por eso me gustaría compartir un po­co mi vida, para que no cometas los mismos errores que yo co­metí.

»Pero el clítoris, ¡,por qué será que mi marido nunca le prestó atención? Creía que el orgasmo tiene lugar en la vagina, y me cos­taba mucho, pero mucho, fingir algo que él imaginaba que yo de­bía sentir. Claro, yo sentía placer, pero un placer diferente. Sólo cuando la fricción era en la parte superior... ¿entiendes?

-Sí.

-Y ahora he descubierto por qué. Está allí -señaló un libro en su mesa, cuyo título María no conseguía ver-. Hay un grupo de nervios que van desde el clítoris hasta el punto G, y que es pre­dominante. Pero los hombres piensan que no, que penetrar lo es todo. ¿Sabes qué es el punto G?

-Hablamos de eso el otro día -dijo María, esta vez como la Niña Ingenua-. justo al entrar, primer piso, ventana del fondo. -¡Claro, claro! -los ojos de la bibliotecaria se iluminaron-.

Comprueba por ti misma cuántos de tus amigos han oído hablar de eso: ¡ninguno! ¡Qué absurdo! ¡Pero así como el clítoris fue una invención de ese italiano, el punto G es una conquista de nuestro siglo! ¡Muy pronto ocupará todos los titulares, y ya nadie podrá ignorarlo! ¿Te imaginas qué momento revolucionario estamos vi­viendo?

María miró su reloj, y Heidi se dio cuenta de que tenía que ha­blar de prisa, enseñarle a aquella hermosa joven que las mujeres tenían todo el derecho de ser felices, de realizarse, de modo que la siguiente generación pudiese beneficiarse de todas esas extraor­dinarias conquistas científicas.

-El doctor Freud no estaba de acuerdo porque no era mujer, y como tenía el orgasmo en su pene, creía que todas estábamos obligadas a sentir el placer en la vagina. Tenemos que volver al ori­gen, a aquello que siempre nos ha dado placer: ¡el clítoris y el pun­to G! Muy pocas mujeres consiguen tener una relación sexual sa­tisfactoria, de modo que, si tienes dificultades para conseguir la alegría que mereces, voy a sugerirte algo: invierte la posición. Que se acueste tu pareja, y tú ponte siempre encima; tu clítoris golpea­rá con más fuerza en su cuerpo, y tú, no él, conseguirás el estímu­lo que necesitas. ¡Mejor dicho, el estímulo que mereces!

María, sin embargo, sólo fingía no estar prestando atención a la conversación. ¡Entonces no era sólo ella! ¡No tenía ningún pro­blema sexual, era todo una cuestión de anatomía! Sintió ganas de besar a aquella mujer, mientras un peso inmenso, enorme, salía de su corazón. ¡Qué bien haberlo descubierto siendo joven todavía! ¡Qué magnífico día estaba viviendo!

Heidi sonrió con un aire cómplice.

-¡Ellos no lo saben, pero nosotras también tenemos una erec­ción! ¡El clítoris se pone erecto!

«Ellos» debían de ser los hombres. María se armó de valor, ya que la conversación estaba tan íntima.

-¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio?

La bibliotecaria se sorprendió. Sus ojos emitieron una especie de fuego sagrado, su piel se puso roja, no sabía decir si de rabia o de vergüenza.

Después de un rato, la lucha entre contar o fingir terminó. Bas­taba con cambiar de asunto.

-Volvamos a nuestra erección: ¡el clítoris! Se pone rígido, ¿lo sabías?

-Desde niña.

Heidi parecía desconcertada. Tal vez no hubiese prestado mu­cha atención a aquello. Aun así, decidió continuar:

-Y al parecer, si mueves el dedo en círculos alrededor de él, incluso sin tocar su punta, se puede sentir el placer de manera más intensa todavía. ¡Aprende! Los hombres que respetan el cuerpo de una mujer en seguida se ponen a tocar la cima del clítoris, sin sa­ber que eso a veces puede ser doloroso, ¿no estás de acuerdo? Por eso, ya desde la primera o segunda cita, asume el control de la si­tuación: ponte encima, decide cómo y dónde aplicar la presión, aumenta y disminuye el ritmo según tu criterio. Además de eso, una conversación franca es siempre necesaria, según el libro que estoy leyendo.

-¿Ha tenido usted una conversación franca con su marido? Una vez más Heidi huyó de la pregunta directa, diciendo que eran otros tiempos. Ahora estaba más interesada en compartir sus experiencias intelectuales.

-Procura ver tu clítoris como la aguja de un reloj, y pídele a tu compañero que lo mueva entre las once y la una, ¿comprendes? Sí, sabía de qué hablaba la mujer y no estaba muy de acuerdo, aunque el libro tampoco estuviese lejos de la verdad. Pero en cuanto dijo reloj, María miró el suyo, comentó que había ido só­lo a despedirse, pues su estancia allí había terminado. La mujer pareció no escucharla.

-¿No quieres llevarte este libro sobre el clítoris? -No, gracias. Tengo que pensar en otras cosas. -¿Y no te vas a llevar nada nuevo?

-No. Vuelvo a mi país, pero quería agradecerle el haberme tratado siempre con respeto y comprensión. Hasta otro día.

Se dieron la mano y se desearon felicidad mutuamente.



§





Heidi esperó a que la chica saliese, antes de perder el control y dar un puñetazo en la mesa. ¿Por qué no había aprovechado el momento para compartir algo que, tal y como iban las cosas, ter­minaría muriendo con ella? Ya que la chica había tenido el cora­je de preguntar si algún día había traicionado a su marido, ¿por qué no responder, ahora que estaba descubriendo un mundo nue­vo, en el que finalmente las mujeres aceptaban que era muy difí­cil tener un orgasmo vaginal?

«Bueno, eso no es importante. El mundo no es sólo sexo.» No era lo más importante del mundo, pero era importante, sí. Miró a su alrededor; gran parte de aquellos miles de libros que la rodeaban contaba una historia de amor. Siempre la misma histo­ria, alguien se enamora, encuentra, pierde y vuelve a encontrar otra vez. Almas que se comunican, lugares distantes, aventura, su­frimiento, preocupaciones, y casi nunca alguien que decía «mira, querido, entiende mejor el cuerpo de una mujer». ¿Por qué los li­bros no hablaban abiertamente de eso?

Tal vez nadie estuviese realmente interesado. Porque el hom­bre iba a seguir buscando la novedad, todavía era el troglodita ca­zador, que seguía el instinto reproductor de la raza humana. ¿Y la mujer? Por su experiencia personal, las ganas de tener un buen orgasmo con su compañero sólo duraban los primeros años; des­pués la frecuencia disminuía, y ninguna mujer hablaba de eso, por­que creía que sólo le sucedía a ella. Y mentía, fingiendo que ya no aguantaba el deseo irrefrenable de su marido. Y al mentir hacía que todas las demás se preocupasen.

Luego se dedicaban a pensar en algo diferente: los hijos, la co­cina, los horarios, la limpieza de la casa, las cuentas que pagar, la tolerancia con las escapadas del marido, viajes durante las vaca­ciones en los que se preocupaban más por los hijos que por sí mis­mos, la complicidad, o incluso el amor, pero nada de sexo. Debería haber sido más abierta con la joven brasileña, que le parecía una chica inocente, con edad para ser su hija, y todavía incapaz de comprender bien el mundo. Una emigrante viviendo lejos de su tierra, dándolo todo en un trabajo sin gracia, esperan­do a un hombre con el que pudiese casarse, fingir algunos orgas­mos, encontrar la seguridad, reproducir esta misteriosa raza hu­mana, y después olvidar esas cosas llamadas orgasmos, clítoris, punto G (¡recién descubierto en el siglo xx!). Ser una buena espo­sa, una buena madre, cuidar que nada faltase en casa, masturbar­se a escondidas de vez en cuando, pensando en el hombre que se había cruzado con ella en la calle y la había mirado con deseo. Mantener las apariencias, ¿por qué estará el mundo tan preocu­pado por las apariencias?

Por eso no había respondido a la pregunta: «¿Ha tenido algu­na aventura fuera del matrimonio?».

Esas cosas mueren con uno, pensó. Su marido siempre había sido el hombre de su vida, aunque el sexo fuese cosa del pasado remoto. Era un excelente compañero, honesto, generoso, con buen humor, luchaba para sustentar a la familia, y procuraba hacer fe­lices a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad. El hombre ideal, con el que todas las mujeres sueñan, y justamente por eso se sentía tan mal al pensar que un día había deseado, y ha­bía estado, con otro hombre.

Recordaba cómo lo había conocido. Volvía de la pequeña ciu­dad de Davos, en las montañas, cuando una avalancha de nieve interrumpió durante algunas horas la circulación de los trenes. Te­lefoneó, para que nadie se preocupase, compró algunas revistas y se preparó para una larga espera en la estación.

Fue entonces cuando vio a un hombre a su lado, con una mo­chila y un saco de dormir. Tenía el pelo gris, la piel quemada por el sol, era el único que no parecía estar preocupado por el retra­so; al contrario, sonreía y miraba a su alrededor, buscando a al­guien con quien charlar. Heidi abrió una de las revistas pero, ¡ah, vida misteriosa!, sus ojos se cruzaron rápidamente con los de él, y no consiguió desviarlos lo bastante rápido como para evitar que se acercase.

Antes de que ella pudiese, educadamente, decir que realmen­te tenía que terminar un artículo importante, él empezó a hablar. Dijo que era escritor, que volvía de una reunión en la ciudad, y que el retraso de los trenes lo haría perder el avión a su país. Al llegar a Géneve, ¿podría ayudarlo a encontrar un hotel?

Heidi lo miraba: ¿cómo alguien podía estar de tan buen hu­mor después de perder un vuelo, y tener que esperar en una incó­moda estación de tren hasta que las cosas se resolviesen?

Pero el hombre empezó a hablar, como si fuesen viejos ami­gos. Habló de sus viajes, del misterio de la creación literaria y, pa­ra su espanto y horror, sobre todas las mujeres que había amado y encontrado a lo largo de su vida. Heidi simplemente decía que sí con la cabeza, y él continuaba. Alguna que otra vez, se discul­paba por hablar mucho, y le pedía que le hablase un poco de sí misma, pero todo lo que se le ocurría decir era «soy una persona común, sin nada de extraordinario».

De repente, ella se vio deseando que el tren no llegase nunca, aquella conversación era muy interesante, estaba descubriendo cosas que sólo habían entrado en su mundo a través de las nove­las de ficción. Y como jamás volvería a verlo, se armó de valor -más tarde no sabría explicar por qué- y comenzó a hacerle pre­guntas sobre temas que le interesaban. Pasaba por una época di­fícil en su matrimonio, su marido reclamaba mucho su presencia, y Heidi quiso saber qué podía hacerlo feliz. Él le dio algunas ex­plicaciones interesantes, le contó una historia, pero no parecía muy contento al tener que hablar del marido.

«Eres una mujer muy interesante», dijo, usando una frase que hacía muchos años que ella no oía.

Heidi no supo cómo reaccionar, él notó su bochorno, y en se­guida se puso a hablar sobre desiertos, ciudades perdidas, muje­res cubiertas con un velo o con la cintura desnuda, guerreros, pi­ratas, sabios.

El tren llegó. Se sentaron uno al lado del otro, y ahora ella ya no era la mujer casada, con una casa junto al lago, tres hijos que criar, sino una aventurera que llegaba a Géneve por primera vez. Miraba las montañas, el río, y se sentía contenta por estar con un hombre que quería llevársela a la cama (porque los hombres só­lo piensan en eso), que hacía lo posible para impresionarla. Pen­só en cuántos hombres habían sentido lo mismo, y jamás les ha­bía dado ninguna oportunidad, pero aquella mañana el mundo había cambiado, era una adolescente de treinta y ocho años que asistía deslumbrada a las tentativas de seducirla; era lo mejor del mundo.

En el otoño prematuro de su vida, cuando pensaba que ya te­nía todo lo que podía desear, aparecía aquel hombre en la esta­ción de tren y entraba sin pedir permiso. Se apearon en Géneve, ella le indicó un hotel (modesto, había insistido él, porque debía partir aquella mañana, y no estaba prevenido para un día más en la carísima Suiza), le pidió que lo acompañase hasta la habitación con él, para ver si todo estaba en orden. Heidi sabía lo que le es­peraba pero, aun así, aceptó la proposición. Cerraron la puerta, se besaron con violencia y deseo, él le arrancó la ropa, y, ¡Dios mío!, conocía el cuerpo de una mujer, porque había conocido el sufri­miento o la frustración de muchas.

Hicieron el amor toda la tarde, pero al llegar la noche el en­canto se disipó, y ella dijo la frase que no le gustaría haber pro­nunciado jamás: «Tengo que volver, mi marido me espera».

Él encendió un cigarrillo, permanecieron en silencio algunos minutos, y ninguno de los dos dijo «adiós». Heidi se levantó y sa­lió sin mirar atrás, sabiendo que, no importaba lo que dijesen, nin­guna palabra o frase tendría sentido.

Nunca más volvería a verlo, pero, en el otoño de su desespe­ranza, durante algunas horas, había dejado de ser la esposa fiel, el ama de casa, la madre amorosa, la funcionaria ejemplar, la amiga constante; y había vuelto a ser simplemente mujer.

«Qué pena que no le conté esto a la chica -se dijo-. En cual­quier caso, ella no habría entendido nada, todavía vive en un mun­do en el que la gente es fiel y las promesas de amor son eternas.»



Del diario de María:



No sé qué pensó cuando abrió la puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas.

-No te asustes -comenté en seguida-. No me es­toy mudando aquí. Vamos a cenar.

Me ayudó, sin ningún comentario, a meter mi equi­paje dentro. En seguida, antes de decir «qué es eso» o «qué alegría que hayas venido», simplemente me aga­rró, y comenzó a besarme, a tocar mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho tiempo, y ahora presintiese que tal vez el momento no iba a lle­gar nunca.

Me quitó el abrigo, el vestido, me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada, sin ningún ritual ni preparación, incluso sin tiempo para decir lo que es­taría bien o mal, con el viento frío entrando por la ren­dija de la puerta, dónde hicimos el amor por primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que parase, que buscásemos un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar el inmenso mundo de nuestra sen­sualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería dentro de mí, porque era el hombre que yo nunca había poseído, y que jamás poseería. Por eso podía amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante una noche, aquello que jamás había tenido antes, y que posible­mente nunca, tendría después.

Me acostó en el suelo, entró dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero no, el dolor no me molestó, al contrario, me gustó que fue­se así porque debía entender que yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para ense­ñarle nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibili­dad era mejor o más intensa que la de las demás mu­jeres, sino para decirle que sí, que era bienvenido, que yo también lo estaba esperando, que me alegraba mu­cho su total falta de respeto a las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora exigía que sólo nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Es­tábamos en la postura más convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él encima, entran­do y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fin­gir, ni de gemir, ni de nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y procurar recordar cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que agarraban mi cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares, de caricias, de prepa­raciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de mí, y yo en su alma.

Entraba y salía, aumentaba y disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no pre­guntaba si me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras almas se comu­nicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre, porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y izo poseer! Todo con los ojos muy abiertos, y yo no­té, cuando ya no veíamos bien, que parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran ma­dre, el universo, la mujer amada, la prostituta sagra­da de los antiguos rituales de la que él me había ha­blado con un vaso de vino y una chimenea encendida.

Sentí que su orgasmo llegaba, y sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos aumentaron de intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los dientes, sino que gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi cabeza pasó rápidamen­te el pensamiento de que los vecinos tal vez llama­sen a la policía, pero eso no tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque era así desde el ini­cio de los tiempos, cuando el primer hombre encon­tró a la primera mujer e hicieron el amor por prime­ra vez: gritaron.

Después su cuerpo se derrumbó sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al otro, yo acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos encerramos en la oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía poco a poco a la normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicada­mente por mis brazos, y aquello hizo que todos los pe­los de mi cuerpo se erizasen.

Debió de pensar en algo práctico, como el peso de su cuerpo encima del mío, porque se echó hacia un la­do, agarró mis manos, y permanecimos mirando el te­cho y el lustre de tres lámparas encendidas.

-Buenas noches -le dije.

Él me empujó e hizo que apoyase la cabeza en su pecho. Me acarició durante un buen rato, antes de de­cir también «buenas noches».

-Seguro que los vecinos lo han oído todo -co­menté, sin saber cómo íbamos a continuar, porque de­cir «te amo» en aquel momento no tenía mucho senti­do, él ya lo sabía, y yo también.

-Entra una corriente de aire frío por debajo de la puerta -fue su respuesta, cuando podría haber dicho «¡qué maravilla!».

-Vayamos a la cocina.

Nos levantamos y vi que él ni siquiera se había qui­tado el pantalón, estaba vestido como cuando llegué, sólo que con el sexo afuera. Me puse el abrigo sobre mi cuerpo desnudo. Fuimos a la cocina, él preparó un ca­fé, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la me­sa, él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «tam­bién te quiero dar las gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas.

Finalmente él se armó de valor y preguntó por las maletas.

-Vuelvo a Brasil mañana a mediodía.

Una mujer sabe cuándo un hombre es importan­te para ella. ¿Son ellos capaces también de ese tipo de comprensión? ¿O debería haberle dicho «te amo», «me gustaría seguir aquí contigo», «pídeme que me quede»?

-No te vayas -sí, él había comprendido que po­día decírmelo.

-Me voy. He hecho una promesa.

Porque, si no la hubiese hecho, tal vez creyese que todo aquello era para siempre. Y no lo era, era parte del sueño de una chica de pueblo de un país distante, que se va a la gran ciudad (en realidad, no tan gran­de), pasa por mil dificultades, pero conoce a un hom­bre que la ama. Éste era el final feliz para todos los momentos difíciles que pasé, y siempre que yo recor­dase mi vida en Europa, terminaría con la historia de un hombre enamorado de mí, que sería siempre mío, ya que yo había visitado su alma.

Oh, Ralf, no sabes cuánto te amo. Pienso que tal vez uno se enamora en el momento en el que ve al hombre de sus sueños por primera vez, aunque la ra­zón en ese momento diga que estamos equivocados, y empecemos a luchar, sin deseo de ganar, contra ese instinto. Hasta que llega el momento en que nos de­jamos vencer por la emoción, y eso sucedió aquella noche, cuando caminé descalza por el parque, su­friendo dolor y frío, pero entendiendo cuánto me querías.

Sí, te amo mucho, como nunca he amado a otro hombre, y justamente por eso me voy, porque si me quedase el sueño se convertiría en realidad, deseo de poseer, de desear que tu vida sea mía... en fin, de todas esas cosas que acaban convirtiendo el amor en esclavitud. Mejor así: el sueño. Tenemos que ser cuidadosos con lo que nos llevamos de un país, o de la vida.

-No has tenido un orgasmo -dijo él, intentan­do cambiar de tema, ser cuidadoso, no forzar una si­tuación. Tenía miedo de perderme, y pensaba que to­davía tenía toda la noche para hacerme cambiar de opinión.

-No he tenido un orgasmo, pero he sentido un in­menso placer.

-Pero sería mejor si tuvieses un orgasmo. -Podría haber fingido, simplemente para conten­tarte, pero no te lo mereces. Eres un hombre, Ralf Hart, con todo lo que esa palabra pueda tener de hermoso y de intenso. Supiste ayudarme y apoyarme, aceptaste que yo te apoyase y te ayudase, sin que eso significase humillación. Sí, me gustaría haber tenido un orgasmo, pero no lo he tenido. Sin embargo, me encantó el sue­lo frío, tu cuerpo caliente, la violencia consentida con la que entraste en mí.

»Hoy fui a devolver los libros que todavía tenía, y la bibliotecaria me preguntó si hablaba de sexo con mi pareja. Me dieron ganas de decirle: ¿qué pareja? ¿Qué tipo de sexo? Pero ella no lo merecía, ha sido siempre un ángel conmigo.

»En realidad, sólo he tenido dos parejas desde que llegué a Géneve: uno que despertó lo peor de mí mis­ma, porque yo se lo permití e incluso se lo imploré. El otro, tú, que me has hecho sentir parte del mundo otra vez. Me gustaría poder enseñarte dónde tocar en mi cuerpo, con qué intensidad, durante cuánto tiempo, y sé que no lo tomarías como una recriminación, sino como una posibilidad de que nuestras almas se comu­niquen mejor. El arte del amor es como tu pintura, re­quiere técnica, paciencia, y sobre todo práctica entre la pareja. Requiere osadía, es preciso ir más allá de aquello que la gente convencionalmente llama "hacer el amor".

Ya está. La profesora había vuelto, y yo no quería aquello, pero Ralf supo manejar la situación. En vez de aceptar lo que yo decía, encendió su tercer cigarrillo en menos de media hora:

-En primer lugar, hoy vas a pasar la noche aquí. No era una petición, era una orden.

-En segundo lugar, haremos el amor otra vez, con menos ansiedad y más deseo.

»Finalmente, me gustaría que tú también entendie­ses mejor a los hombres.

¿Entender mejor a los hombres? Me pasaba todas las noches con ellos, blancos, negros, asiáticos, judíos, musulmanes, budistas. ¿Acaso Ralf no lo sabía?

Me sentí más aliviada; qué bien que la conversa­ción caminaba hacia una discusión. Por un momento había pensado en pedirle perdón a Dios y romper mi promesa.

Pero allí estaba otra vez la realidad para decirme que no olvidase conservar mi sueño intacto, y que no me dejase caer en las trampas del destino.

-Sí, entender mejor a los hombres -repitió Ralf, al ver mi aire de ironía-. Hablas de expresar tu sexua­lidad femenina, de ayudarme a navegar por tu cuerpo, a tener paciencia, tiempo. Estoy de acuerdo, pero ¿ya se te ha ocurrido pensar que nosotros somos diferentes, por lo menos en lo que a tiempo se refiere? ¿Por qué no le pides explicaciones a Dios?

»Cuando nos conocimos, te pedí que me enseñases sobre sexo, porque mi deseo había desaparecido. ¿Sabes por qué? Porque después de ciertos años de vida, cual­quier relación sexual mía terminaba en tedio o en frus­tración, ya que creía que era muy difícil darles a las mu­jeres que amé el mismo placer que ellas me daban a mí.

A mí no me gustó lo de «las mujeres que amé», pe­ro fingí indiferencia y encendí un cigarrillo.

-No tenía valor para pedirte: enséñame tu cuerpo. Pero cuando te encontré, vi tu luz y te amé inmediata­mente, pensé que a esas alturas de la vida, ya no tenía nada más que perder si era honesto conmigo, y con la mujer que quería tener a mi lado.

El cigarrillo me resultó delicioso, y me habría gus­tado que me hubiera ofrecido un poco de vino, pero no quería dejar de hablar del tema.

-¿Por qué los hombres, en vez de hacer lo que tú has hecho conmigo, descubrir cómo me siento, sólo piensan en sexo?

-¿Quién ha dicho que sólo pensamos en sexo? Al contrario: pasamos años de nuestra vida intentando ha­cernos creer a nosotros mismos que el sexo es importan­te. Aprendemos el amor con prostitutas o con vírgenes, contamos nuestras andanzas a todos los que quieran escuchar, nos paseamos con amantes jóvenes cuando nos hacemos mayores, todo para demostrarles a los de­más que sí, que somos aquello que las mujeres espera­ban que fuésemos.

»Pero ¿sabes una cosa? No es nada de eso. No en­tendemos nada. Creemos que sexo y eyaculación son lo mismo, y como acabas de decir, no lo son. No aprende­mos, porque no tenemos valor para decirle a una mujer: enséñame tu cuerpo. No aprendemos porque ella tam­poco tiene el valor de decir: aprende cómo soy. Nos que­damos en el primitivo instinto de supervivencia de la es­pecie, y eso es todo. Por más absurdo que parezca, ¿sabes qué es más importante para el hombre que el sexo?

Y pensé que tal vez fuese el dinero o el poder, pero no dije nada.

-El deporte. ¿Y sabes por qué? Porque un hombre entiende el cuerpo de otro hombre. En el deporte, ve­mos el diálogo de cuerpos que se entienden.

-Estás loco.

-Puede ser. Pero tiene sentido. ¿Te has parado a pensar qué sentían los hombres con los que has esta­do en la cama?

-Sí, lo he hecho: todos se sentían inseguros. Tenían miedo.

-Peor que miedo. Eran vulnerables. No entendían muy bien qué estaban haciendo, simplemente sabían que la sociedad, los amigos, las propias mujeres decían que era importante. «Sexo, sexo, sexo», ésa es la base de la vida, grita la publicidad, la gente, las películas, los libros. Nadie sabe de qué habla. Saben, ya que el instinto es más fuerte que todos nosotros, que hay que hacerlo. Y punto.

Basta. Yo había intentado dar lecciones de sexo para protegerme, él hacía lo mismo, y por más sabias que fuesen nuestras palabras, ya que uno siempre que­ría impresionar al otro, ¡eso era estúpido, indigno de nuestra relación! Lo atraje hacia mí porque, indepen­dientemente de lo que él tuviese que decir, o de lo que yo pensase respecto a mí misma, la vida ya me había enseñado muchas cosas. Al principio de los tiempos, todo era amor, entrega. Pero luego, la serpiente se le aparece a Eva y le dice: lo que has entregado, lo vas a perder. Eso fue lo que pasó conmigo, fui expulsada del Paraíso cuando todavía estaba en el colegio, y desde entonces he buscado una manera de decirle a la ser­piente que estaba equivocada, que vivir era más im­portante que guardar. Pero la serpiente estaba en lo cierto, y yo estaba equivocada.

Me arrodillé, le quité poco a poco la ropa, y vi que su sexo estaba allí, durmiente, sin reaccionar. A él pa­recía no importarle, y yo besé la parte interior de sus piernas, empezando por los pies. Su sexo comenzó a reaccionar lentamente, y yo lo toqué, después lo puse en mi boca, y, sin prisa, sin que él lo interpretase co­mo « ¡Vamos, prepárate!», lo besé con el cariño de quien no espera nada, y justamente por eso, lo conseguí todo. Vi que se excitaba, y comenzó a tocar mis pezones, girándolos como aquella noche de total os­curidad, haciéndome desear tenerlo de nuevo entre mis piernas, o en mi boca, o como desease o quisiese poseerme.

No me quitó el abrigo; hizo que me inclinase de bruces sobre la mesa, con las piernas aún apoyadas en el suelo. Me penetró lentamente, esta vez sin ansiedad, sin miedo a perderme, porque en el fondo él también había entendido que aquello era un sueño, y que per­manecería para siempre como un sueño, jamás como realidad.

Al mismo tiempo que sentía su sexo dentro de mí, sentía también su mano en los senos, las nalgas, to­cándome como sólo una mujer sabe hacerlo. Enton­ces entendí que estábamos hechos el uno para el otro, porque él conseguía ser mujer como ahora, y yo con­seguía ser hombre como cuando conversamos o nos iniciamos en el encuentro de las dos almas perdidas, de los dos fragmentos que faltaban para completar el universo.

A medida que me penetraba y me tocaba al mismo tiempo, sentí que no sólo me lo estaba haciendo a mí, sino a todo el universo. Teníamos tiempo, ternura y co­nocimiento el uno del otro. Sí, había sido estupendo llegar con dos maletas, el deseo de partir, ser inmedia­tamente arrojada al suelo y penetrada con violencia y miedo; pero también era bueno saber que la noche no acabaría nunca, y ahora allí, en la mesa de la cocina, el orgasmo no era el fin en sí mismo, sino el inicio de ese encuentro.

Su sexo se quedó inmóvil dentro de mí, mientras sus dedos se movían rápidamente, y yo tuve el prime­ro, después el segundo, y el tercer orgasmo, seguidos. Tenía ganas de empujarlo, el dolor del placer es tan grande que machaca, pero aguanté firme, acepté que era así, que podía aguantar un orgasmo más, dos más, o...

... y de repente, una especie de luz explotó dentro de mí. Ya no era yo misma, sino un ser infinitamente superior a todo lo que yo conocía. Cuando su mano me llevó al cuarto orgasmo, entré en un lugar en el que to­do parecía en paz, y en mi quinto orgasmo conocía Dios. Entonces sentí que él volvía a mover su sexo den­tro del mío, aunque su mano no hubiese parado, y di­je: «Dios mío, ¿a qué me he entregado, el Infierno o el Paraíso?».

Pero era el Paraíso. Yo era la tierra, las montañas, los tigres, los ríos que corrían hasta los lagos, los lagos que se transformaban en mar. Él se movía cada vez más de prisa, y el dolor se mezclaba con el placer, yo podía de­cir «ya no puedo más», pero no sería justo, porque a esas alturas, él y yo éramos la misma persona.

Dejé que me penetrase el tiempo que fuese necesa­rio, sus uñas ahora estaban clavadas en mis nalgas, y yo allí de bruces, en la mesa de la cocina, pensando que no existía un lugar mejor en el mundo para hacer el amor. De nuevo el ruido de la mesa, la respiración cada vez más rápida, las uñas arañándome, y mi sexo golpeando con fuerza su sexo, carne con carne, hueso con hueso, yo iba a tener otro orgasmo, él también, y nada de eso, ¡nada de eso era MENTIRA!

-¡Vamos!

Él sabía de qué hablaba, y yo sabía que era el momento, sentí que todo mi cuerpo se relajaba, que deja­ba de ser yo misma, ya no oía, ni veía, ni sabía el gus­to de nada, simplemente sentía.

-¡Vamos!

Y me fui con él. No fueron once minutos, sino una eternidad, era como si los dos hubiésemos salido del cuerpo y caminásemos, en profunda alegría, compren­sión y amistad, por los jardines del Paraíso. Yo era mu­jer y hombre, él era hombre y mujer. No sé cuánto tiempo duró, pero todo parecía estar en silencio, en oración, como si el universo y la vida hubiesen deja­do de existir, y se hubiesen transformado en algo sa­grado, sin nombre, sin tiempo.

Pero el tiempo volvió, oí sus gritos y grité con él, las patas de la mesa golpeaban con fuerza en el suelo, pe­ro a ninguno de los dos se nos ocurrió preguntar ni pen­sar qué pensaba el resto del mundo.

Y él salió de mí sin ningún aviso, y reía, sentí mi . sexo contraerse, me volví hacia él y también reí, nos abrazamos como si fuese la primera vez que hacíamos el amor en nuestras vidas.

-Bendíceme -pidió.

Y lo bendije, sin saber qué hacía. Le pedí que hicie­se lo mismo, y él lo hizo, diciendo «bendita sea esta mujer, que mucho amó». Sus palabras eran bonitas, volvimos a abrazarnos y nos quedamos allí, sin enten­der cómo once minutos pueden llevar a un hombre y a una mujer a todo eso.

Ninguno de los dos estaba cansado. Fuimos hasta la sala, él puso un disco, e hizo exactamente lo que yo esperaba: encendió la chimenea y me sirvió vino. Des­pués abrió un libro y leyó:



Tiempo de nacer, tiempo de morir,

tiempo de plantar, tiempo de arrancar la planta,

tiempo de matar, tiempo de curar,

tiempo de destruir, tiempo de construir,

tiempo de llorar, tiempo de reír,

tiempo de gemir, tiempo de bailar,

tiempo de tirar piedras, tiempo de recoger piedras,

tiempo de abrazar, tiempo de separar,

tiempo de buscar, tiempo de perder,

tiempo de guardar, tiempo de tirar,

tiempo de rasgar, tiempo de coser,

tiempo de callar, tiempo de hablar,

tiempo de amar, tiempo de odiar,

tiempo de guerra, tiempo de paz.



Aquello sonaba como una despedida. Pero era la más bonita de todas las que podía vivir en mi vida. Lo abracé, él me abrazó, nos acostamos en la al­fombra al lado de la chimenea. La sensación de pleni­tud todavía seguía, como si yo siempre hubiese sido una mujer sabia, feliz, realizada en la vida.

-¿Cómo puedes enamorarte de una prostituta? -Al principio, no lo entendía. Pero hoy, pensan­do un poco, creo que al saber que tu cuerpo jamás sería sólo mío, podía concentrarme en conquistar tu alma.

-¿Y los celos?

-No se le puede decir a la primavera: «Ojalá que llegue pronto, y que dure bastante». Sólo se puede de­cir: «Ven, bendíceme con tu esperanza, y quédate todo el tiempo que puedas».

Palabras sueltas al viento. Pero yo necesitaba es­cucharlas, y él necesitaba decirlas. No sé exactamen­te cuándo me dormí. Soñé, no con una situación ni con una persona, sino con un perfume, que lo inun­daba todo.



§



Cuando María abrió los ojos, algunos rayos de sol empezaban a entrar por las persianas abiertas.

«He hecho el amor dos veces con él -pensó, mirando al hom­bre dormido a su lado-. Y, sin embargo, parece que siempre he­mos estado juntos, y que él siempre ha conocido mi vida, mi al­ma, mi cuerpo, mi luz, mi dolor.»

Se levantó para ir a la cocina y hacer un café. Fue entonces cuando vio las dos maletas en el pasillo y se acordó de todo: de la promesa, de la oración en la iglesia, de su vida, del sueño que in­siste en convertirse en realidad y perder su encanto, del hombre perfecto, del amor en el que cuerpo y alma eran lo mismo, y pla­cer y orgasmo eran cosas diferentes.

Podría quedarse; no tenía nada más que perder en la vida, só­lo una ilusión. Se acordó del poema: «Tiempo de llorar, tiempo de reír».

Pero había otra frase: «Tiempo de abrazar, tiempo de sepa­rar». Preparó el café, cerró la puerta de la cocina, telefoneó y pi­dió un taxi. Reunió toda su fuerza de voluntad, que la había lle­vado tan lejos, la fuente de energía de su «luz», que le había dicho el momento exacto de partir, que la protegía, que la haría guardar para siempre el recuerdo de aquella noche. Se vistió, tomó sus maletas y salió, deseando que él se despertase antes y le pi­diese que se quedara.

Pero él no se despertó. Mientras esperaba el taxi en la calle, pasó una gitana, con un ramo de flores.

-¿Quiere una?

María la compró, era la señal de que el otoño había llegado, el verano quedaba atrás. Géneve ya no tendría, durante mucho tiem­po, las mesas en las aceras ni los parques llenos de gente pasean­do y tomando el sol. No hacía mal; se iba porque ésa era su elec­ción, y no había de qué lamentarse.



Llegó al aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro ho­ras el vuelo de París, siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que, en algún momento antes de dormirse, le había di­cho la hora de su salida. Así era en las películas: en el momento fi­nal, cuando la mujer está casi entrando en el avión, el hombre apa­rece desesperado, la agarra, le da un beso, y la lleva de vuelta a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los funcionarios de la compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espec­tadores saben que, a partir de ahí, vivirán felices para siempre.

«Las películas nunca dicen qué sucede después», se decía Ma­ría, intentando consolarse. Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más inconstante, el descubrimiento de la primera nota de la amante, decidir, armar un escándalo, escuchar promesas de que eso no se volverá a repetir, la segunda nota de otra amante, otro escándalo y la amenaza de separarse, esta vez el hombre no reac­ciona con tanta seguridad, simplemente le dice que la ama. La ter­cera nota, de la tercera amante, y entonces escoger el silencio, fin­giendo que no lo sabe, porque puede ser que él diga que ya no la ama, que es libre para marcharse.

No. Las películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el ver­dadero mundo empiece. Mejor no pensar en eso.

Leyó una, dos, tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después de casi una eternidad en aquella sala de aeropuerto, y em­barcó. Todavía se imaginó la famosa escena en la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano en su hombro, mira hacia atrás, y allí está él, sonriendo.

Pero nada de eso sucedió.

Durmió durante el escaso tiempo que separaba Géneve de Pa­rís. No tuvo tiempo de pensar qué diría en casa, qué historia con­taría, pero con toda seguridad sus padres se pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta, una hacienda y una vejez agradable.

Se despertó con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la pista durante mucho tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de terminal, ya que el vuelo para Brasil salía de la ter­minal F y ella estaba en la C. Pero que no se preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho tiempo, y que si tenía alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a encontrar el camino.

Mientras el aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó si valía la pena pasar un día en aquella ciudad, sólo pa­ra sacar unas fotos y contarles a los demás que había conocido Pa­rís. Necesitaba tiempo para pensar, estar a solas consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la noche anterior, de modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse vi­va. Sí, París era una excelente idea; le preguntó a la azafata cuán­do saldría el siguiente vuelo para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.

La azafata le pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa que no permitía esa serie de escalas. María se consoló, pen­sando que ver una ciudad tan hermosa sola la deprimiría. Esta­ba consiguiendo mantener su sangre fría, su fuerza de voluntad, no lo iba a estropear todo con un bello paisaje y la nostalgia de alguien.

Desembarcó, pasó por los controles de la policía, su equipaje iría directamente al otro avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se abrieron, los pasajeros salían y se abrazaban con al­guien que los esperaba, la mujer, la madre, los hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al mismo tiempo que pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un secreto, un sue­ño, no era tan amarga, y la vida sería más fácil.

-Siempre nos quedará París.

No era un guía turístico. No era el chofer de un taxi. Sus pier­nas temblaron cuando oyó la voz.

-¿Siempre nos quedará París?

-Es la frase de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre Eiffel?

-Sí, muchísimo. Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de luz, la luz que ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el viento frío la hacía sentirse incómoda por estar allí.

-¿Cómo has llegado antes que yo? -preguntó para disimu­lar la sorpresa, la respuesta no tenía el menor interés, pero nece­sitaba algún tiempo para respirar.

-Te vi leyendo una revista. Podría haberme acercado, pero soy romántico, incurablemente romántico, y creí que sería mejor tomar el primer puente aéreo para París, pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas, consultar un sinfín de veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores, decir la frase que Rick le dice a su amada en Casablanca, e imaginar tu cara de sorpre­sa. Y tener la certeza de que eso era lo que tú querías, que me es­perabas, que toda la determinación y la voluntad del mundo no bastan para impedir que el amor cambie las reglas de un momen­to a otro. No cuesta nada ser romántico como en las películas, ¿no crees?

No sabía si costaba o no, pero el precio ahora era lo que me­nos le importaba, a pesar de saber que acababa de conocer a aquel hombre, que habían hecho el amor por primera vez hacía pocas horas, que había sido presentada a sus amigos la víspera, que él ya había frecuentado la discoteca en la que trabajaba y que se había casado dos veces. No eran credenciales impecables. Por otro la­do, ella tenía dinero para comprar una hacienda, la juventud por delante, una gran experiencia de la vida, una gran independencia de alma. Aun así, como siempre era el destino el que escogía por ella, pensó que una vez más podía correr el riesgo.

Le dio un beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa des­pués de que sale el «Fin» en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien decidía contar su historia, le pediría que la em­pezase como los cuentos de hadas, que dicen:

Érase una vez...







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