VERSIÓN 1
Caperucita Roja por Charles
Perrault
Había una vez una niñita en
un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba
enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había
mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban
Caperucita Roja.
Un día su madre, habiendo
cocinado unas tortas, le dijo.
-Anda a ver cómo está tu
abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito
de mantequilla.
Caperucita Roja partió en
seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se
encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se
atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó a dónde
iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un
lobo, le dijo:
-Voy a ver a mi abuela, y le
llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
-¿Vive muy lejos? -le dijo el
lobo.
-¡Oh, sí! -dijo Caperucita
Roja-, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del
pueblo.
-Pues bien -dijo el lobo-, yo
también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos
quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda
velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo
entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer
ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa
de la abuela; golpea: Toc, toc.
-¿Quién es?
-Es su nieta, Caperucita Roja
-dijo el lobo, disfrazando la voz-, le traigo una torta y un tarrito de
mantequilla que mi madre le envía.
La cándida abuela, que estaba
en cama porque no se sentía bien, le gritó:
-Tira la aldaba y el cerrojo
caerá.
El lobo tiró la aldaba, y la
puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén,
pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la puerta y fue a
acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato
después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
-¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la
ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba
resfriada, contestó:
-Es su nieta, Caperucita
Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando
un poco la voz:
-Tira la aldaba y el cerrojo
caerá.
Caperucita Roja tiró la
aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se
escondía en la cama bajo la frazada:
-Deja la torta y el tarrito
de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y
se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa
de dormir. Ella le dijo:
-Abuela, ¡qué brazos tan
grandes tienes!
-Es para abrazarte mejor,
hija mía.
-Abuela, ¡qué piernas tan
grandes tiene!
-Es para correr mejor, hija
mía.
Abuela, ¡qué orejas tan
grandes tiene!
-Es para oírte mejor, hija
mía.
-Abuela, ¡qué ojos tan
grandes tiene!
-Es para verte mejor, hija
mía.
-Abuela, ¡qué dientes tan
grandes tiene!
-¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras,
este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
Moraleja
Aquí vemos que la
adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con
complacencia,
y no resulta causa de
extrañeza
ver que muchas del lobo son
la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su
envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni
amargura,
que en secreto, pacientes,
con dulzura
van a la siga de las
damiselas
hasta las casas y en las
callejuelas;
más, bien sabemos que los
zalameros
entre todos los lobos ¡ay!
son los más fieros.
Caperucita Roja por Charles
Perrault- otra traducción
Había una vez...
...Una niñita que vivía con
su madre cerca de un gran bosque. Al otro lado del bosque vivía su abuelita,
que sabía hacer manualidades y un día le había realizado una preciosa
caperucita roja a su nietita, y ésta la usaba tan continuamente, que todos la
conocían como Caperucita Roja.
Un día la madre le dijo:
-Vamos a ver si eres capaz de
ir solita a casa de tu abuelita. Llévale estos alimentos y este pote de
mantequilla y pregúntale cómo se encuentra, pero ten mucho cuidado durante el
camino por el bosque y no te detengas a hablar con nadie.
Así, Caperucita Roja,
llevando su cestito, fue por el bosque a visitar a su abuelita. En el camino la
observó el lobo feroz, desde detrás de algunos árboles. Tuvo ganas de devorar a
la niña, pero no se atrevió, pues escuchó muy cerca a los leñadores trabajando
en el bosque.
El lobo, con su voz más
amistosa, preguntó:
-¿Dónde vas, querida
Caperucita? ¿A quién llevas esa canata con alimentos?
-Voy a ver a mi abuelita, que
vive en la casa blanca al otro extremo del bosque -respondió Caperucita Roja,
sin hacer caso a lo que le había recomendado su mamá y sin saber que es muy
peligroso que las niñas hablen con los lobos.
-Tus piernas son muy cortas y
no pueden llevarte allá rápidamente; yo me adelantaré y le diré a tu abuelita
que la vas a visitar -dijo el lobo pensando comerse a las dos.
Caperucita Roja se entretuvo
en el camino recogiendo flores silvestres. Mientras tanto el hambriento lobo
feroz se dirigió con mucha rapidez a la casa donde vivía la abuelita. Estaba
muy impaciente porque no había comido en tres días.
Sin embargo, la abuelita se
había ido muy temprano para el pueblo, y el lobo encontró la casa vacía.
Poniéndose el gorro de dormir de la anciana,
se metió en la cama y esperó a Caperucita Roja. Cuando la niña entró en la
casa, se asustó porque encontró a su abuelita en cama y le pareció muy extraña.
-¡Oh! ¡Abuelita! -exclamó
Caperucita Roja-, ¡qué orejas más grandes que tienes!
-Son para escucharte mejor
-dijo el lobo.
-Abuelita, ¡qué ojos más
grandes tú tienes!
-Son para verte mejor,
querida nieta.
-Abuelita, ¡qué dientes más
grandes que tienes!
-Son para comerte mejor
-gritó el lobo saltando de la cama.
Un leñador que se encontraba
cerca escuchó a Caperucita Roja que pedía socorro por la ventana. Tomando su
hacha corrió hacia la casa para salvarla.
Antes que el lobo pudiera
hacer daño a Caperucita Roja, el leñador le dio muerte de un tremendo hachazo.
Luego lo arrastró hasta el bosque Y en ese momento la abuelita regresaba a su
hogar, lo que hizo tranquilizar a Caperucita y pasar un rato de alegría junto a
ella.
VERSIÓN 2
Había una vez una niña muy
bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a
menudo porque le gustaba tanto, que todo el mundo en el pueblo la llamaba
Caperucita Roja.
Un día, su madre le pidió que
llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque,
recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era
muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí un lobo malvado.
Caperucita Roja recogió la
cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el
bosque para llegar a casa de la
Abuelita , pero no le daba miedo porque allí siempre se
encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas, los ciervos...
De repente vio al lobo, que
era enorme, delante de ella.
- ¿A dónde vas, niña?- le
preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita- le
dijo Caperucita.
- No está lejos- pensó el
lobo para sí, dándose media vuelta.
Caperucita puso su cesta en
la hierba y se entretuvo cogiendo flores:
- El lobo se ha ido -pensó-,
no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un
hermoso ramo de flores además de los pasteles.
Mientras tanto, el lobo se
fue a casa de la Abuelita ,
llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita.
Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.
El lobo devoró a la Abuelita y se puso el
gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que
esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.
La niña se acercó a la cama y
vio que su abuela estaba muy cambiada.
- Abuelita, abuelita, ¡qué
ojos más grandes tienes!
- Son para verte mejor- dijo
el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
- Abuelita, abuelita, ¡qué
orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor-
siguió diciendo el lobo.
- Abuelita, abuelita, ¡qué
dientes más grandes tienes!
- Son para...¡comerte
mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la
devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.
Mientras tanto, el cazador se
había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo,
decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió
ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la
casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.
El cazador sacó su cuchillo y
rajó el vientre del lobo. La
Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
Para castigar al lobo malo,
el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el
lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un
estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el
estanque de cabeza y se ahogó.
En cuanto a Caperucita y su
abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había
aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido
que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas
recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.
Caperucita Roja de Triunfo
Arciniegas.
Ese día encontré en el bosque
la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y
terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien
para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que
le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de
acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde
finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca
se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la
mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una
mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles.
Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo,
en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba
la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos
del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie
volvió a ver.
Detuve la bicicleta y
desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan
grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué
detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor
escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar
de masticar.
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el
lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí, era el
lobo, pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la
mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a
los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio.
Titubeando, le dije:
–Quiero regalarte una flor,
niña linda.
–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije,
lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo
Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró.
Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me
sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron
las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a
un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo
las heridas.
–Las heridas están en mi
corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la
violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin
despedirse.
Sentí que el polvo era mi
pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba
hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para
subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme
cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al
campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se
alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y
esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del
desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca
pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas.
“Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche
había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus
padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y
era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos
días después en el camino del bosque.
–¿Vas a la escuela? –le
pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias
plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–.
¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se
anidó en su ombligo.
–¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi
abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la
emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle
que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un
pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y
jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije
que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con
gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería
hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El
pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto
terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se
transformaba en ardor en el corazón.
–Es un experimento –dijo
Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste
primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el
camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita
Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho
para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de
verme.
–La receta funciona –dijo–.
Voy a venderla.
Y con toda generosidad me
contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y
algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe:
mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también
que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy
especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una
locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento
para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo,
redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa
y pulsó el timbre, me dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que
tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica
–explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el
mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo
que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la
barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que
nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos
ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me
pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos
anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó
y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería
comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer,
mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía.
¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía,
señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja.
Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por
la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana
que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy
rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada
bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía
molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de
la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.
© Caperucita Roja y otras
historias perversas de Arciniegas, Triunfo. © Panamericana. Editorial Ltda.
Caperucita Roja políticamente correcta.
“Érase una vez una persona de
corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un
bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua
mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de
mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía
a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma;
antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz
de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su
cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el
bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en
él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su
incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan
obviamente freudiana. De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio
abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.
- Un saludable tentempié para
mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma
como persona adulta y madura que es -respondió.
- No sé si sabes, querida
-dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos
bosques. Respondió Caperucita:
- Encuentro esa observación
sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu
tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial (en tu
caso propia y globalmente válida) que la angustia que tal condición te produce
te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló
nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado
social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente,
conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir
bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de
conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune
a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el
camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho. Caperucita Roja entró en la
cabaña y dijo:
- Abuela, te he traído
algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de
sabia y generosa matriarca.
- Acércate más, criatura,
para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.
- ¡Oh! -repuso Caperucita.
Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo.
- Pero, abuela, ¡qué ojos tan
grandes tienes!
- Han visto mucho y han
perdonado mucho, querida.
- Y, abuela, ¡qué nariz tan
grande tienes! (relativamente hablando, claro está, y, a su modo,
indudablemente atractiva).
- Y… ¡abuela, qué dientes tan
grandes tienes!
Respondió el lobo:
- Soy feliz de ser quien soy
y lo que soy…Y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras,
dispuesto a devorarla. Caperucita gritó; no como resultado de la aparente
tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que
había realizado de su espacio personal. Sus gritos llegaron a oídos de un
operario de la industria maderera (o técnicos en combustibles vegetales, como
él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña,
advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha
cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente…
- ¿Puede saberse con
exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita. El operario
maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus
labios.
- ¡Se cree acaso que puede
irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de
reflexión en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita. ¡Sexista!
¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son
capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre.Al oír el
apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo,
arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea,
Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus
objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la
cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para
siempre.
© James Finn Garner: Cuentos
infantiles políticamente correctos. CIRCE Ediciones, S.A. Barcelona.
Caperucita Roja. Versión del Lobo.
“El bosque era mi hogar. Yo
vivía allí y me gustaba mucho. Siempre trataba de mantenerlo ordenado y limpio.
Un día soleado, mientras estaba recogiendo las basuras dejadas por unos
turistas sentí unos pasos. Me escondí detrás de un árbol y vi llegar a una niña
vestida de una forma muy divertida: toda de rojo y su cabeza cubierta, como si
no quisieran que la viesen. Caminaba feliz y comenzó a cortar las flores de
nuestro bosque, sin pedir permiso a nadie, quizás ni se le ocurrió que estas
flores no le pertenecían. Naturalmente, me puse a investigar. Le pregunté quién
era, de dónde venía, a dónde iba, a lo que ella me contestó, cantando y
bailando, que iba a casa de su abuelita con una canasta para el almuerzo. Me
pareció una persona honesta, pero estaba en mi bosque cortando flores. De
repente, sin ningún remordimiento, mató a un mosquito que volaba libremente,
pues el bosque también era para él. Así que decidí darle una lección y
enseñarle lo serio que es meterse en el bosque sin anunciarse antes y comenzar
a maltratar a sus habitantes.
La dejé seguir su camino y
corrí a la casa de la abuelita. Cuando llegué me abrió la puerta una simpática
viejecita. Le expliqué la situación y ella estuvo de acuerdo en que su nieta
merecía una lección. La abuelita aceptó permanecer fuera de la vista hasta que
yo la llamara y se escondió debajo de la cama.
Cuando llegó la niña la
invité a entrar al dormitorio donde yo estaba acostado vestido con la ropa de
la abuelita. La niña llegó sonrojada, y me dijo algo desagradable acerca de mis
grandes orejas. He sido insultado antes, así que traté de ser amable y le dije
que mis grandes orejas eran para oírla mejor.
Ahora bien, la niña me
agradaba y traté de prestarle atención, pero ella hizo otra observación
insultante acerca de mis ojos saltones. Comprenderán que empecé a sentirme
enojado. La niña mostraba una apariencia tierna y agradable, pero comenzaba a
caerme antipática. Sin embargo pensé que debía poner la otra mejilla y le dije
que mis ojos me ayudaban a verla mejor. Pero su siguiente insulto sí me
encolerizó. Siempre he tenido problemas con mis grandes y feos dientes y esa
niña hizo un comentario realmente grosero.
Reconozco que debí haberme
controlado, pero salté de la cama y le gruñí, enseñándole toda mi dentadura y
gritándole que era así de grande para comérmela mejor. Ahora, piensen Uds:
ningún lobo puede comerse a una niña. Todo el mundo lo sabe. Pero esa niña
empezó a correr por toda la habitación gritando mientras yo corría detrás suya
tratando de calmarla. Como tenía puesta la ropa de la abuelita y me molestaba
para correr me la quité, pero fue mucho peor. La niña gritó aun más. De repente
la puerta se abrió y apareció un leñador con un hacha enorme y afilada. Yo lo
miré y comprendí que corría peligro, así que salté por la ventana y escapé
corriendo.
Me gustaría decirles que éste
es el final del cuento, pero desgraciadamente no es así. La abuelita jamás
contó mi parte de la historia y no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz
de que yo era un lobo malo y peligroso. Todo el mundo comenzó a evitarme y a
odiarme.
Desconozco que le sucedió a
esa niña tan antipática y vestida de forma tan rara, pero si les puedo decir
que yo nunca pude contar mi versión. Ahora ya la conocen…”
Adaptación corregida de un
texto de © Lief Fearn titulado El Lobo calumniado aparecida en el Educatio
Projet de la Sección
Británica de A.I. Publicado en el Boletín Informativo:
“Educación en Derechos Humanos” nº 8, Septiembre 88.
Caperucita Roja de Gabriela Mistral.
Caperucita Roja visitará
a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios
tiene el corazoncito tierno como un panal.
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios
tiene el corazoncito tierno como un panal.
A
las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese lobo, de ojos diabólicos.
“¡Caperucita Roja, cuéntame a dónde vas!”.
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese lobo, de ojos diabólicos.
“¡Caperucita Roja, cuéntame a dónde vas!”.
Caperucita
es cándida como los lirios blancos.
“Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrite en jugo.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive a la entrada de él”.
“Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrite en jugo.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive a la entrada de él”.
Y
ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor.
Y se enamora de unas mariposas pintadas
que le hacen olvidarse del viaje del Traidor.
recoge bayas rojas, corta ramas en flor.
Y se enamora de unas mariposas pintadas
que le hacen olvidarse del viaje del Traidor.
El
lobo fabuloso de blanqueados dientes
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita
que le abre. ¡A la niña, ha anunciado el traidor!
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita
que le abre. ¡A la niña, ha anunciado el traidor!
Ha
tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
… Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
… Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.
Tocan
dedos menudos a la entornada puerta.
De la arrugada cama, dice el Lobo: “¿Quién va?”.
La voz es ronca. “Pero la abuelita está enferma”,
la niña ingenua explica. “De parte de mamá”.
De la arrugada cama, dice el Lobo: “¿Quién va?”.
La voz es ronca. “Pero la abuelita está enferma”,
la niña ingenua explica. “De parte de mamá”.
Caperucita
ha entrado, olorosa de bayas.
Le tiemblan en las manos gajos de salvia en flor.
“Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho”.
Caperucita cede al reclamo de amor.
Le tiemblan en las manos gajos de salvia en flor.
“Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho”.
Caperucita cede al reclamo de amor.
De
entre la cofia salen las orejas monstruosas.
“¿Por qué tan largas?”, dice la niña con candor.
Y el velludo engañoso, abrazando a la niña:
“¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor”.
“¿Por qué tan largas?”, dice la niña con candor.
Y el velludo engañoso, abrazando a la niña:
“¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor”.
El
cuerpecito tierno le dilata los ojos.
El terror en la niña los dilata también.
“Abuelita, decidme ¿por qué esos grandes ojos?”
“Corazoncito mío, para mirarte bien…”
El terror en la niña los dilata también.
“Abuelita, decidme ¿por qué esos grandes ojos?”
“Corazoncito mío, para mirarte bien…”
Y
el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
“Abuelita, decidme ¿por qué esos grandes dientes?”
“Corazoncito, para devorarte mejor…”
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
“Abuelita, decidme ¿por qué esos grandes dientes?”
“Corazoncito, para devorarte mejor…”
Ha
arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón,
y ha molido las carnes y ha molido los huesos
y ha exprimido como una cereza el corazón.
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón,
y ha molido las carnes y ha molido los huesos
y ha exprimido como una cereza el corazón.
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