martes, 3 de noviembre de 2015

Horacio Quiroga - El Hombre Muerto

Horacio Quiroga - El Hombre Muerto




     El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. 
     Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y 
     malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El 
     hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados 
     y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. 
     Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló 
     sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete 
     se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión 
     sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo. 
     Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como 
     él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa 
     también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas 
     dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e 
     inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la 
     mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía. 
     El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la 
     empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció 
     mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su 
     vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que 
     acababa de llegar al término de su existencia. 
     La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un 
     día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro 
     turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, 
     que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese 
     momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. 
     Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, 
     trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos 
     reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del 
     escenario humano! 
     Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones 
     mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos 
     vivir aún! 
     ¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma 
     altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de 
     resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está 
     muriendo. 
     Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. 
     Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué 
     cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza 
     trasuda el horrible acontecimiento? 
     Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir. 
     El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una 
     pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese 
     bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como 
     él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas 
     al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no 
     se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. 
     Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el 
     techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de 
     canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está 
     el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, 
     yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo 
     exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, 
     los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que 
     pronto tendrá que cambiar... 
     ¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha 
     salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí 
     mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de 
     él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? 
     ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; 
     mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el 
     muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y 
     media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con 
     las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, 
     hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al 
     levantar el alambrado, midió la distancia. 
     ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en 
     Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! 
     Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo... 
     Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su 
     persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el 
     potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni 
     con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido 
     arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un 
     machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere. 
     El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, 
     se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el 
     aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y 
     media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente. 
     ¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto 
     deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente 
     oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de 
     bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está 
     solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como 
     de costumbre. 
     ¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su 
     boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! 
     ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las 
     púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la 
     esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo 
     distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la 
     cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un 
     fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las 
     mismas cosas. 
     ...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios 
     minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet 
     de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, 
     a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su 
     chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá! 

     ¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su 
     hijo... 
     ¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, 
     claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno 
     sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal 
     prohibido. 
     ...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como 
     ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él 
     llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado 
     también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. 
     Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un 
     instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial 
     paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal 
     y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda 
     hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y 
     al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las 
     piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él 
     mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, 
     porque está muy cansado. 
     Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado 
     del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear 
     el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— 
     vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado 
     al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha 
     descansado. 

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