TENSIONES DE CLASES SOCIALES- Té con cortito - La fiesta ajena - Cabecita negra- Así hablo el señor Núñez
Aquella tarde en el salón de doña Eusebia
Leguiza, con el té de Ceilán se ofrecían los chipás horneados por doña
Encarnación Carranza, "estrellas" en los principales ambigúes y
ferias de plato a beneficio, los no menos famosos alfajores de la señorita Águeda
Filártiga, una colosal torta de confitería traída de la capital provincial por
el obispo, los bizcochos de las hermanas adoratrices, entre otras exquisiteces.
A la amplia mesa toda platas y cristales y porcelanas y atendida por criados
impecables, estaban los aristócratas más píos de la comarca. El obispo -claro-
ocupaba el centro, sonriendo o asintiendo cada tanto con el rostro encendido
por la masticación. Lo flanqueaban el cura párroco y la anfitriona. Muy derecha
en su medio luto, perfecto el rodete, vagarosa la mirada y con una leve sonrisa
como náufraga en la cosmética blancura, doña Eusebia parecía tocada por la
santidad. Y ajena a los comentarios :
- Ahora sí que se ganó el Paraíso.
- Dicen que el asunto le costó como diez
mil hectáreas.
- No es para menos.
- Dicen que monseñor va a informar al
Vaticano.
Ni en sus mejores épocas junto a su
difunto esposo, don Silverio Leguiza, la gran señora había alcanzado mayor
esplendor. Ni cuando bailaba valses y mazurcas con el poderoso hacendado en el
Club Social, en la plenitud de su belleza, y con sus modelitos imponía la moda
entre las notables del pueblo, y ninguna fiesta ni campaña filantrópica obtenía
un éxito completo sin su participación. Ni cuando trajo a las adoratrices y les
donó el convento. Ni cuando, para sus bodas de plata matrimoniales, hizo
hermosear la iglesia por un arquitecto extranjero y con vitrales e imágenes que
habían cruzado el mar. Ni por haber repartido unas tierras entre los
campesinos, como un modo de encomendar el alma de su marido a la misericordia
divina, recién viuda. Si la viudez la había alejado de los brillos de las
reuniones sociales, la caridad y la devoción avivadas por la soledad habían
aumentado enormemente el brillo de su nombre. Que unos huerfanitos que tomaba a
su cargo, que unas vacas para los inundados, que un palio nuevo para las
procesiones, o una joya para la virgen, o veinte nichos más para el
cementerio... y así. Pero ninguna de sus anteriores obras resultaba siquiera
comparable con la que allí se celebraba.
Se aceptaría como verdad que la promesa se
le ocurrió a doña Eusebia unos segundos antes de partir enferma hacia la
capital. Cortito, con su deforme mano tendida, en la destartalada carretilla
que unos gurises empujaban por el andén, habría quedado impreso con fijeza en
el pensamiento ansioso de la bienhechora. Al pitar el tren estaría formulado el
voto : si su mal no era mortal, en gratitud a la Providencia ella haría
feliz a aquel pobre hombre. Cinco semanas después la ilustre dama regresaba,
con la garantía dada por renombrados médicos de que sólo le habían sacado unos
antiguos quistes de los ovarios, lo que, en su debida oportunidad, hasta le
hubiese permitido procrear. Y transcurridos unos pocos días desde entonces,
Cortito ya viajaba en el mismo tren, acompañado por el mayordomo y el
secretario de doña Eusebia Leguiza, sin comprender nada de nada.
El obispo se limpió los labios, carraspeó
e inició una alocución en homenaje a la dueña de casa, con algunas citas
bíblicas, una evocación del extinto consorte, sin duda en la gloria eterna, y
una invitación para rezar todos juntos un Ave María como agradecimiento por la
bienaventuranza de ver cumplida la promesa de doña Eusebia. Tras el rezo habló
doña Encarnación Carranza, la esposa del médico local, íntima y comadre de doña
Eusebia, su colaboradora en la distribución de dádivas. El final fue apurado
por lágrimas que corrieron copiosas en el abrazo con besos. La anfitriona
intentó pronunciar unas palabras, pero suspiró nada más y meneando la cabeza
volvió a sentarse, anegados los ojos, entregando sus manos a las manos
episcopales. Entonces el secretario de doña Eusebia caminó hasta el medio del
salón y comenzó lo suyo. Nadie más apropiado que aquel mozo pulquérrimo,
demacrado y lampiño, de traje negro, peinado con brillantina, para suministrar
la solemnidad que contuviera las emociones. Con sonoras frases agradeció en
representación de su patrona embargada por los sentimientos. Agradeció a los
presentes por compartir tan intensa dicha, agradeció el apoyo espiritual dado
por monseñor y el párroco durante los cuatro años que duró la ejecución de la
promesa . Y finalmente agradeció a los cirujanos que habían puesto su máximo
empeño en la obra. No estaban todos allí, pues eran muchos y de diversos
países, incluso algunos ya se habían muerto, pero algunos estaban. Y llamo a
siete que fueron entrando : un oriental, un viejito con bastón, un negro
que mascaba chicle, unos gringos, un gordo bigotudo y multicolor y con pipa,
cada uno presentado con una retahíla de títulos en varios idiomas.
Ni bien cesaron los aplausos para los
cirujanos, que se ubicaron en hilera a un costado, el secretario anunció el
gran momento. Sonó una música grandiosa, se encendió un reflector, se apagaron
las demás luces y la aparición de Cortito produjo una exclamación general.
Cortito, aquel horrible contrahecho que
pedía limosnas sobre una carretilla, ahora la encarnación de la elegancia
varonil. Cortito harapos hediondos, ahora lustroso smoking. Cortito el tuerto y
baboso y orejudo, ahora con el semblante del galán de cine preferido de doña
Eusebia. Y dio una vuelta entera por el recinto entre las exclamaciones y los
aplausos. Y las demostraciones. A ver, Cortito, salude a monseñor. Él que iba y
se inclinaba como un duque para besar el anillo. A ver Cortito enciéndale el
cigarro al doctor. Él que obedecía sin un movimiento de más ni de menso.
Cortito baile este vals con la señorita Filártiga. La música, Cortito que
convidaba a la solterona con una reverencia, ambos que giraban como en un
sueño, el más bello sueño de la señorita Filártiga. Cortito recite unos versos.
Voz de barítono, gestos y ademanes exactos...
Alguien contaba que los primeros indicios
fueron unos muy débiles crujidos que percibió cuando Cortito pasó a su lado.
Luego, unas miradas inquietas entre los cirujanos. Un delgado humo de color
violeta que subía de una oreja durante el baile. Y ya aquellos ojos de Cortito
en doña Eusebia Leguiza, clavando un odio helado, un odio incontenible,
incontenible.
…………………….
La
fiesta ajena
Nomás
llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no
le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un
cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas
que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por
el cumpleaños.
-No
me gusta que vayas -le había dicho-. Es una fiesta de ricos.
-Los
ricos también se van al cielo-dijo la chica, que aprendía religión en el
colegio.
-Qué
cielo ni cielo -dijo la madre-. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta
cagar más arriba del culo.
A
la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía
nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
-Yo
voy a ir porque estoy invitada -dijo-. Y estoy invitada porque Luciana es mi
amiga. Y se acabó.
-Ah,
sí, tu amiga -dijo la madre. Hizo una pau¬sa-. Oíme, Rosaura -dijo por fin-,
ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la
sirvienta, nada más.
Rosaura
parpadeó con energía: no iba a llorar.
-Callate
-gritó-. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella
iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se
contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa
casa. Y la gente también le gustaba.
-Yo
voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo.
Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La
madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.
-¿Monos
en un cumpleaños? -dijo-. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que
te dicen.
Rosaura
se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?,
si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en
el mundo.
-Si
no voy me muero -murmuró, casi sin mover los labios.
Y
no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de
la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a
la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de
manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en
el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La
señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
-Qué
linda estás hoy, Rosaura.
Ella,
con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso
cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
-Está
en la cocina -le susurró en la oreja-. Pero no se lo digas a nadie porque es un
secreto.
Rosaura
quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando
en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después,
cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que
tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos
sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura,
en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de
naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho
cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho:
"¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que
iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en
la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
-¿Y
vos quién sos?
-Soy
amiga de Luciana -dijo Rosaura.
-No
-dijo la del moño-, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
-Y
a mí qué me importa -dijo Rosaura-, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los deberes juntas.
-¿Vos
y tu mamá hacen los deberes juntas? -dijo la del moño, con una risita.
-
Yo y Luciana hacemos los deberes juntas -dijo Rosaura, muy seria.
La
del moño se encogió de hombros.
-Eso
no es ser amiga -dijo-. ¿Vas al colegio con ella?
-No.
-¿Y
entonces de dónde la conocés? -dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura
se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
-Soy
la hija de la empleada -dijo.
Su
madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos
la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar:
y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a
decir algo así.
-Qué
empleada-dijo la del moño-. ¿Vende cosas en una tienda?
-No
-dijo Rosaura con rabia-, mi mamá no vende nada, para que sepas.
-¿Y
entonces cómo es empleada? -dijo la del moño.
Pero
en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura
si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor
que nadie.
-Viste
-le dijo Rosaura a la del moño, y con disimu¬lo le pateó un tobillo.
Fuera
de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era
Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la
carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los
dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos
que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había
sido tan feliz.
Pero
faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero,
la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y
Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y
le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde
había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre
le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los
varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba
lástima.
Después
de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de
verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no
estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el
ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio,
dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos
en horario de trabajo".
La
prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en
brazos y el mago lo iba a ha¬cer desaparecer.
-¿Al
chico? -gritaron todos.
-¡Al
mono! -gritó el mago.
Rosaura
pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El
mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al
mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono
hizo que sí con la cabeza.
-No
hay que ser tan timorato, compañero -le dijo el mago al gordito.
-¿Qué
es timorato? -dijo el gordito.
El
mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había
espías.
-Cagón
-dijo-. Vaya a sentarse, compañero.
Después
fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.
-A
ver, la de los ojos de mora -dijo el mago. Y to¬dos vieron cómo la señalaba a
ella.
No
tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al
mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de
Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más
contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de
que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
-Muchas
gracias, señorita condesa.
Eso
le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo
primero que le contó.
-Yo
lo ayudé al mago y el mago me dijo: "muchas gracias, señorita
condesa".
Fue
bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba
enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir:
"Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así
que le contó lo del mago.
Su
madre le dio un coscorrón y le dijo:
-Mírenla
a la condesa.
Pero
se veía que también estaba contenta.
Y
ahora estaban las dos en el hall porque un momen¬to antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito".
Ahí
la madre pareció preocupada.
-¿Qué
pasa? -le preguntó a Rosaura.
-Y
qué va a pasar -le dijo Rosaura-. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.
Le
señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al
lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía
bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una
chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le
regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero
eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué
no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no
tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En
cambio le dijo: -Yo fui la mejor de la fiesta.
Y
no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa
celeste y una bolsa rosa.
Primero
se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y
el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una
pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después
se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso
le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo
algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
-Qué
hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a
hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el
ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo.
Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque
la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa
rosa. Buscó algo en su cartera.
En
su mano aparecieron dos billetes. -Esto te lo ganaste en buena ley-dijo,
extendiendo la mano-. Gracias por todo, querida.
Ahora
Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano
de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el
cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara
de la señora Inés.
La
señora Inés, inmóvil, seguía con la mano exten¬dida. Como si no se animara a
retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado
equilibrio.
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Cabecita
Negra
de
Germán Rozenmacher
interesante TRANSPOSICIÓN de cuento a HISTORIETA cabecita negra...
http://espacioparadocentesyestudiantes.blogspot.com.ar/2011/03/historieta-de-cabecita-negra-dibujos-de.html
interesante TRANSPOSICIÓN de cuento a HISTORIETA cabecita negra...
http://espacioparadocentesyestudiantes.blogspot.com.ar/2011/03/historieta-de-cabecita-negra-dibujos-de.html
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A
Raúl Kruschovsky
El señor Lanari no podía dormir. Eran las
tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese
balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del
sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama,
de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león
enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los
zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos,
los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo
de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la
manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al
amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas,
opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas
de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de
los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana
estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además
nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno
nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría
hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho
para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto
en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía
moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se
cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo
cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de
la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a
los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para
conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo
aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría
hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró
desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la
quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la
casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la
vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había
muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como
un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en
propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que
ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos
apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba
muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las
vacaciones. No no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se
recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida.
Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos
donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al
borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la
pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque
si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido
adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le
gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío
lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus
semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería,
que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar.
Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran
"señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una
sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían
estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde
se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo
único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La
niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un
ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie,
fumaba, adormeciéndose.
De pronto una muier gritó en la noche. De
golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía
socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera.
El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de
dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El
señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien,
había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de
nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo escándalo y
pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las
palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó.
Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la
niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita
negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para
Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos
caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la
pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y
una botella de cerveza bajo el brazo.
¬Quiero ir a casa, mamá ¬lloraba¬. Quiero
cien pesos para el tren para irme a casa.
Era un
china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha
escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una
vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era
dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la
botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó
mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
¬¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? ¬la
voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su
hombro.
¬A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría.
Por alterar el orden en la via pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le
sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
¬Mire estos negros, agente, se pasan la vida
en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante
también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su
historia.
¬Viejo baboso ¬dijo el vigilante mirando con
odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante¬. Hacéte el
gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un
puñetazo.
¬Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender.
De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
¬Cuidado señor, mucho cuidado. Esta
arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está
hablando?¬Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari
no tenía ningún comisario amigo.
¬Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no
me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? ¬ dijo el
vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado
de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente
todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con
todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y
entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una
comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era
un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna
garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los
últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría
no. Sería una verguenza inútil.
¬Vea agente. Yo no tengo nada que ver con
esta mujer¬ dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que
ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba
callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una
cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros
ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa.
Un animal. Otro cabecita negra.
¬Señor agente ¬le dijo en tono confidencial
y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía
como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si
estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
¬Venga a mi casa, señor agente. Tengo un
coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto.¬Y sacó una
tarjeta personal y los documentos y se los mostró¬. Vivo ahí al lado¬gimió
casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro
sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo
defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo
dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi
alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo
tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con
ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces
y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se
tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba
gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros,
al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia;
sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería
su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no
hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la
noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era
una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la
locura, en su propia casa.
¬Dame café¬dijo el policía y en ese momento
el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado
para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un
cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo
ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que
ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría
porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había
venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en
años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y
escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de
hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la
biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza
espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El
señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los
mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí.
El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía
toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido
estudiar violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando
quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y
conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese
negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como
burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud
sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y
con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió
la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los
negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza
Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera
querido que esuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros
que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo
eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una
persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su
casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por
estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama
y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí,
tomando su coñac. La casa estaba tomada.
¬Qué le hiciste¬dijo al fin el negro.
¬Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con
la mayor consideración. Así que haga el favor de. . .¬el policía o lo que fuera
lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor
Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por
qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la
noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo
era un manicomio.
¬Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu
culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y
entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo
¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar
todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al
dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los
ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a
golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía
no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica
despertó y lo miró y le dijo al hermano:
¬Este no es, José. ¬Lo dijo con una voz
seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la
cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté
y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo
tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio"
y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los
ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le
dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba
a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De
pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al
garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le
faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar
todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo,
tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le
dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle
abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo
para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para
tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la
fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que
odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría
seguro de nada. De nada.
ºII. Así habló
Tengo gran fe
en los locos. Mis amigos
lo llamarían
confianza en mí mismo.
EDGAR POE
Also sprach el señor Núñez
Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a La Pirotecnia con una
valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las
diez y media, no marcó la tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta
vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables.
Veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente sintieron
recorrido el espinazo por una descarga eléctrica que los unía en misterioso
circuito. En el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez
resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles. Nadie habló ni
se movió.
–Buen día, he dicho, miserables.
Núñez, con calma, corrió su escritorio hasta ponerlo frente a los
demás, y, como un catedrático a punto de dar una clase magistral, apoyó el
puño derecho sobre el mueble, estiró a todo lo largo el brazo izquierdo y
apuntando al cielo raso con el índice, dijo:
–Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva
de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que
el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo
acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o
Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y
nos matemos de inmediato.
Levantó del suelo la valija, la puso sobre el escritorio, se sentó y
extrajo de entre sus ropas una enorme pistola. Mientras sacaba del bolsillo un
puñado de balas, la señora Martha, una dactilógrafa, dio un grito:
–¡Silencio! –rugió Núñez.
Ella se tapó la boca con las manos; de sus ojitos redondos brotaban
lágrimas.
–Señora –el tono de Núñez era casi dolorido–, tenga a bien no
perturbarme. El hombre, genéricamente hablando, se vuelve tan feo cuando
llora... Llorar es darle la razón a Darwin. Toda la evolución de la humanidad
es un puente tendido desde el pitecantropus a la Belleza. La fealdad
nos involuciona. Por eso, porque sólo ella, en cualquiera de sus
manifestaciones, tiene la culpa del estado en que se halla el mundo, no
titubearé en eliminar de inmediato cuanto pueda seguir afeándolo. Sin embargo,
quisiera que cada uno de ustedes muriese por propia voluntad. La señora Martha
ya no lloraba. Él dijo:
–Sí, por propia voluntad, después de haber comprendido lo grotesco, lo
irrisorio que es el empleado de oficina. Por otra parte, amigos, el suicidio es
la muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza inhumana
nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda eliminada la contingencia.
Se hace de la muerte un acto razonable; quien se mata ha comprendido, al menos,
por qué se mata.
Se interrumpió. Había interceptado una seña subrepticia que el señor
Perdiguero acababa de hacerle al cadete.
–Oh, no. –Núñez sacudía la cabeza, apenado. –Trampas no. Oiga, señor
Perdiguero, parece que usted no ha comprendido –sopesaba la tremenda Ballester
Molina–. Ocurre que fui campeón intercolegial de tiro al blanco.
De pronto gritó:
–¡Mirarme todos!
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de
Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
–¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas
por súbitas tachuelas.
–¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.
–¿Comprendido?
Encendió un cigarrillo. El humo, azul, se elevaba en sulfúricas
volutas. Núñez meditaba. Como quien prosigue en voz alta una reflexión íntima,
dijo:
–Sí. Indudablemente el oficinista no pertenece a la especie. Es un
estado intermedio entre el proletario y el parásito social. Un monstruito
mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington. Imagino
el futuro: los hombres nacerán provistos de palanquitas y botones. Una leve
presión aquí, camina; otra allá, habla; se acciona aquel botón, eyacula; éste
de acá, orina. No, no me miren asombrados. Eso es lo que seremos con el tiempo.
Sucede que se ha degradado el trabajo; la gente ya no quiere andar de cara al
sol, la camisa entreabierta y las manos sucias, de gran francachela con la
naturaleza. No. El campo está vacío. Los padres mandan a sus hijos al colegio
para que sean empleados de banco. Porque también eso se ha degradado: la
sabiduría. Que trabajen los brutos y que estudien los locos; el porvenir del
género humano está detrás de un escritorio. Si Sócrates resucitara sería
gerente.
Mientras hablaba, sus manos iban dejando caer rítmicas cápsulas sobre
la valija: top, top, top. Parecía absorto en aquella operación.
–¿Saben? Me dio miedo averiguar el número exacto de oficinistas que
hay en Buenos Aires... De pronto bramó:
–¡Pararse!... Así me gusta: la obediencia y la disciplina son grandes
virtudes. Si no, miren ustedes a Alemania: el pueblo más disciplinado de la Tierra. Por eso lo
pulverizan sistemáticamente en todas las guerras. Pero, al menos, se hacen
matar con orden. Sentarse. Lo que quiero decirles es que los odio de todo corazón.
Y los odio porque cada hombre odia a la clase que pertenece. Ustedes, los
oficinistas, son mi clase. Y nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha
de clases se basa, no como suponen los místicos, en la aversión que se tiene a
la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo siente por su
grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su condición de
proletarios, no habría necesidad de hacer la revolución. Querer transformar una
situación es negarla; nadie niega lo que ama. Lo que pasa es que por ahí se
juntan cien mil tipos enfermos de misosiquia y, por ver si resulta, deciden dar
vuelta al revés la cochina camiseta social, y es lógico que, para lograrlo,
deban exaltar justamente aquello que aborrecen. Pero yo estoy solo. Yo no me
siento unido a ustedes por ningún vínculo fraterno. Yo no les digo: salgamos a
la calle y tomemos el poder. No me interesa reivindicar al empleado. Nunca
gritaría: ¡Viva el Libro Mayor!, ¡queremos más calefacción en la oficina!,
¡dennos más lápices y tanques de birome!, ¡necesitamos cuarenta blocks Coloso
más por mes! No. Yo, simplemente los odio. Y cuando les haya hecho comprender
lo espantoso que es ser empleado de oficina, entonces, con la unánime
aprobación de todos, procederé a matarlos.
Calló. Se había quedado mirando al cadete, un muchacho morochito, de
apellido Di Virgilio. Volvió a hablar después de una pausa.
–Oíme, pibe –dijo, y en su voz secretamente se mezclaban la
conmiseración y la ternura–. Vos todavía estás a tiempo. El muchacho,
sobresaltado, dio un respingo.
–Sí, sí, a vos te digo. Vos todavía estás a tiempo; tírate el lance de
ser un hombre. Escucha. El empleado de oficina no es un hombre. Es cualquier
cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra. Todos estos que ves acá
son sombras. Fijate qué caras de nada tienen. Y no es que siempre hayan sido
así. Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono,
de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. Vos no te
imaginas cómo embestía calcular por miles cuando estás haciendo magia negra
para llegar a fin de mes sin pedir un adelanto. Oí: estos sujetos tienen
grafito en el cerebro, los metes de cabeza en la maquinita sacapuntas y Faber
va a la quiebra, son lápices disfrazados de gente. Zombies que hacen trabajar
sus reflejos a razón de noventa palabras por minuto. Autómatas que piensan con
las falangetas. Pero vos todavía estás a tiempo, pibe; todavía tenes derecha
la columna y aún no te salió el callito irremediable en el dedo mayor... ¿Sabes
cómo se llama este dedo?
Núñez irguió, agresivo, su dedo del medio. Dijo:
–Dedo del corazón. Qué me contás. Grandioso como un símbolo; un
callito que te sale, alegórico, justo en el dedo del corazón.
La señora Martha, furtivamente, enjugó una lágrima. Después, como
quien la guarda, envolvió su pañuelito y lo metió en el bolsillo.
–Y, sin embargo, te va a salir: si te quedas, te va a salir. Y dentro
de veinte años serás jefe de sección –al decir esto, Núñez percibió una chispa
de odio en los ojos del actual jefe–, pero estarás miope, tendrás una
protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto vivir torcido, te vendrá
una hernia de disco a la altura de la quinta o sexta vértebra. Haceme caso, si
no, dentro de veinte años, después de haber viajado diecinueve mil veces en
colectivos repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la humanidad,
te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los jíbaros, diseca cráneos,
hacete anarquista, enamórate como un cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.
Di Virgilio, con la punta de la lengua asomando por entre los dientes,
lo miraba. Después, con lentitud, como fascinado, se puso de pie y quedó junto
al escritorio. Núñez sonreía.
–Sí, ándate. Ándate, te digo...
El muchacho empezó a caminar hacia la salida. De pronto se detuvo; con
gesto de pedir permiso volvió la cabeza. Núñez se levantó de un salto. En el
extremo de su brazo extendido, la pistola se sacudía frenéticamente; las venas
de su cuello parecían dedos.
–¡Ándate, bestia!
Di Virgilio desapareció por la puerta vaivén. Un segundo después se
ondulaba vertiginosamente en los vidrios ingleses de la ventana que daba a la
calle. El hombre volvió a sentarse.
–Como decíamos hace un rato, parodiando al célebre fraile –continuó
con calma–: somos una porquería. Cualquiera de nosotros tiene, como mínimo,
quince años de trabajo. Esto, que ya nos acredita como imbéciles, sería
suficiente para eximirnos de todo escrúpulo en lo que atañe a una eliminación
masiva. Pero hay más. El trabajo, en sí, es una extravagancia; en las
condiciones actuales de nuestra sociedad asume caracteres de manía paroxística,
tan graves, que hay una ciencia destinada a estudiarlo. Ella nos informa que,
en el presente, el hombre le dedica el sesenta y cinco por ciento de su vida, y
memorizo textualmente: "más de la mitad de nuestro existir consciente y
libremente propositivo". Problemas
Psicológicos Actuales, de Emilio Mira y López, página doscientos siete,
capítulo ocho. Y bien. Yo puedo demostrar que ese porcentaje, con ser
impresionante, no es exacto. No hay tal mitad de existir libre. Sin llegar a
conclusiones terroristas y afirmar, por ejemplo, que no hay en absoluto libre
existir puesto que la libertad es un mito canallesco, hagamos este cálculo.
Una fría mirada de Núñez paralizó, casi sobre las teclas de las
máquinas de sumar, los dedos de por lo menos cuatro empleados.
–Lo del cálculo es con la cabeza –anotó–. Cada día, semana tras
semana, todos los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas
de este peligroso depósito
pirotécnico –Núñez acarició significativamente la valija–, nos hemos
levantado, los menos madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar
nuestro escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, hemos vuelto,
hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora regresábamos a nuestra casa?:
otra vez a las siete, es decir, medio día después. Agreguemos a esto las ocho
horas de sueño que recomiendan los higienistas más sensatos: veinte horas. Las
que faltan han sido repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en
"satisfacer nuestras urgencias instintivas", leer el diario,
indignarse por el precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la
pileta. Los más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de
una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato televisor (que
viene a ser la más sórdida, la última maquinación para embrutecer del todo al
género humano), los otros, digo: ni eso. Qué tal.
Alguien hipó un sollozo.
–¿Es necesario decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?:
dormir, ir al bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos,
todavía, a misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos
por Corrientes; los casados, pintar la cocina...
–¡Basta! –clamó la señora Antonia–. Máteme.
–Aún no. La humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los
hombres la voluntad del Gran Tao... ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes
cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones? ¿Esto es la Vida ?: ahorrar energías y
pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos
frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse
una insolación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y
media de veraneo.
–Máteme –suplicó la mujer.
–No sea cargosa, señora –y Núñez la amenazó con la culata–.
¿Comprenden ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces
por día, aplastado, semicontuso, horrorosamente estrujado durante dieciocho
idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible bajo una mezcolanza de
trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios. Ah, yo sé lo que es la Humanidad , delante,
detrás, encima del zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción
de sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno tibio,
abollándoseme en el codo... Ésa es la vida, la que les espera hasta que se
jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de qué modo habrán perdido la chance
de vivir cuando se jubilen. ¿No entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no
son jóvenes como Di Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a
viajar así, a veranear así; a trabajar frente a un escritorio así...
¡Entiendan!, si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta?
¿Se dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación es un
eufemismo; debiera decirse: "el coma".
Núñez jadeaba. Una ráfaga, de
angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe de Transporte,
socialista, en un arranque de humanismo corajudo se puso de pie. El dedo le
temblaba. Habló:
–¡Usted deforma la realidad! Usted es un maniático, un pistolero,
usted...
–Usted se me sienta –dijo Núñez. Parsimón se sentó.
–Pero no me callaré –insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente–.
Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al ochenta por ciento
de la población de Buenos Aires, que vive de la misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?
–Voy a explicarle. Por dos motivos: el primero, y acaso el más
importante, se sigue de que Buenos Aires no es una pirotecnia.
Volvió a acariciar la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.
–Y, el segundo, es que en este momento estoy actuando como el
representante más lúcido de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del
oficinismo, y, como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx,
pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de suicidios.
Iniciado el proceso, yo no hago falta... –Se interrumpió. –Lo que estoy
notando es mucho movimiento. Vamos a ver: ¡pararse!... ¡sentarse!... Además,
ya se los he dicho, nosotros, particularmente, somos irreivindicables.
–Lo irreivindicable para usted –quien hablaba ahora era el señor
Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de ratón bubónico
y leves bigotitos canos–, lo irreivindicable para usted es el género humano.
Dicho esto, calló.
–Usted puede hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico,
porque tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra al
hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género humano. Yo tomo
el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo veo a la gente en grandes
montones ignominiosos. Pregúnteles a esos perros mañaneros que alzan filosóficamente
los ojos desde su tacho de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan
cien personas, pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un
saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen: "Chau, Rey
de la Creación ,
lindo día para yugaría, ¿no?" Eso dicen. El amor a nuestros semejantes
tiene sentido si no nos imaginamos a nuestros semejantes en manifestación.
Nuestros hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo,
lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más concluyente de
esta verdad es que los tipos más amantes de la humanidad, los místicos, los
santos, se iban a vivir al desierto o a la montaña, en compañía de los
animales. El mismísimo Jesús predicaba el Amor Universal en una de las
regiones más despobladas del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó
a los latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de Borak,
la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué es el Amor, armó un
ejército.
En el entrecejo de Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente,
profundas, hasta el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz
baja. El señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto terrible
de Núñez lo detuvo.
–¡Nadie más habla! Luego, cambiando de tono:
–Y pensar que hubo tiempos en que la humanidad era feliz. Porque,
saben, hubo una época en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y hermosa.
Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el cotidiano quehacer del
hombre; intervenían en las disputas de la gente; astutamente disfrazados, les
violaban las esposas... ¡Época azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con
los efebos sobre el trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de
plenilunio, un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el
carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas bestiales,
coronados con racimos de uvas... A propósito, ¿saben lo que tengo en esta
valija?: una bomba de tiempo, media docena de detonadores, siete kilos de
dinamita y tres barras de trotil.
Cuando acabó de decir esto, pudo presenciar el espectáculo más
extraordinario que nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos
permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico: después,
en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta el centro de la
oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco, y, lentamente, con la
perfección de un ballet, fueron retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí,
cayeron desmayados unos cuantos; los demás, con los ojos enormes elevados
hacia el techo, parecían rezar.
–Exactamente así –dijo Núñez– era el terror que experimentaban las
ninfas cuando llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En
fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de
Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados... ¡Manga de
proxenetas! –gritó de pronto, y los de la pared lo miraron con horror: ojos de
inmóviles mariposas clavadas por el insulto, como a un cartón–. Pero la Gran Insurrección ,
la verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún día.
Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que la Armonía es la fuerza
primordial del universo, y la
Belleza , la síntesis última. Vendrá un profeta y dirá,
mientras carga una ametralladora atómica: "¡Crearemos las condiciones del
mundo venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros
esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!"... Por eso, compañeros, voy a
matarlos.
–¡Nuestros hijos!
–¡Nuestras esposas!
–Cállense, farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece
a su mujer explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las
posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si echan o
se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra parte, mirándolo bien
a usted, no, no creo que ella lo llore como una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen
ustedes que el hecho de robarse algún lápiz para el vástago escolar les da
derecho de paternidad? –Núñez pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los
lápices, estiraba el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de
localizar al aludido. –En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos de
nuestra generación entrarán en el Reino.
Consultó el reloj. Murmuró: falta poco, y una nueva ola de
desesperación convulsionó a los de la pared. La mujer que hacía un momento
suplicaba ser la primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada
a los tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de
desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en voz alta.
–Es cierto. Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di
Virgilio se encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach
el señor Núñez... Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán: él lo hizo.
Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez humana será raída de la Tierra. Algún conscripto
inspirado organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los
curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En crujientes hogueras
serán quemadas todas las estadísticas, todos los biblioratos, todas las planillas,
todos los remitos. Millones de huérfanos de empleados nacionales, en jocunda
caravana, abandonarán las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de
rascacielos insalubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como los
beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo! Oh, y algún
día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando falte espacio aquí,
poblaremos la Luna
y Marte. La Galaxia
también es ancha y hermosa. La
Belleza , coronada de pámpanos como un dios borracho, entrará
triunfal en la casa del hombre, cortejada de machos cabríos... No, los hombres
no nacerán provistos de palanquitas y botones. Les será restituida el alma a
los hombres. ¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?
Algunas cabezas comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de
puro profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían no
entender. El hombre levantó la Ballester Molina.
–¡Será la euforia de vivir! –gritó, al tiempo que, con formidable
estruendo, disparaba unos cuantos tiros al aire–. ¡La embriaguez! ¡La
canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán elegidos por
concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque todos los hombres serán
poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la chispa madre. Dentro de un instante
volarán por el aire todas las instalaciones de La Pirotecnia. Dentro
de un instante seremos el monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de
acá a cien años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el
nombre de todos nosotros.
Núñez, con ambos brazos levantados, seguía descargando
estrepitosamente la pistola. Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso
agujereado, blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De
pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de felicidad. Los
del suelo se habían puesto de pie.
–Así me gusta, que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una
chispita para propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita!
Veo la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos, sí.
Muramos.
En efecto, la felicidad de todos los rostros, en especial la de los
jefes ahora, iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y
los empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación fue
breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del mecanismo de la
bomba, su posterior inutilización y el barrido del piso.
Perdiguero palmeaba a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no
parecía satisfecho. Por fin, Parsimón le dijo:
–En retribución al servicio que le ha prestado a la compañía, desde
el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo
al oído. Parsimón dijo:
–Ochenta pesos de aumento.
Se daban las manos. Todos sonreían.
–Y ahora, a trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven:
sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez
durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre respetable, y una
sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo.
Di Virgilio parecía triste, se miraba fijamente el dedo mayor.
Después irguió la espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras
por minuto.
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