Un idioma diferente
De Teresa Caballero
Después de una buena comida se perdona todo,
aún a los parientes.
OSCAR WILDE.
aún a los parientes.
OSCAR WILDE.
Lías Gábalo era un buen tipo.
Trabajador, honesto, dadivoso. No tenía mayores ambiciones, pero aspiraba a una
vida tranquila, con una buena mujer al lado, varios hijos, cierto bienestar, en
fin, nada del otro mundo. Y Elías Gábalo empezó por encontrar esa buena mujer
con la que soñaba. Era una chica de hogar, educada en colegio de monjas,
habilidosa, discreta, honrada, no demasiado fea, algo gordita y, por sobre
todas las cosas, muy trabajadora. En la casa, se entiende. Le encantaba la
cocina. Elías Gábalo era feliz. Había encontrado su cara mitad. Su alma gemela.
El adoraba comer. Y comer bien.
El primer año de casados todos sus regalos eran en función del arte culinario. Y el segundo también. Y el tercero. Emilita --ése era su nombre-- gobernaba en la cocina con todos los elementos que cualquier ama de casa pudiera soñar. Sartenes, peroles, cacerolas, ollas a presión, grandes, chicas, medianas. Aparatos para batir, picar, cortar, moler, trozar, rallar, amasar, rellenar. Frascos, pomos, mangas, cucharones, potes. Cuchara grande, enorme, o pequeñita, diminuta. Cuchillo inmenso, liso, dentado, chico, eléctrico, de cualquier tamaño y color. Y allí estaba Emilita limpiando sesos bajo el chorro de agua fría, quitando la telita que los recubría, esfumando todo vestigio de sangre. O hirviendo espárragos, picando cebolla, reduciendo el tomate a puré, enmantecando asaderas, rallando queso, sazonando con laurel. Siempre firme en la cocina entre zapallos, perejil, dientes de ajo, pimentones o nuez moscada. Nada la hacía más feliz que revolver el caldo o espesar la salsa. Y Elías Gábalo le festejaba todos y cada uno de sus riquísimos platos.
-- ¿Qué comemos hoy? --era el saludo habitual de Elías Gábalo a su mujer. Y no porque no la quisiera. Al contrario, la adoraba. Pero le parecía que con esa pregunta todo estaba dicho: "Buen día, mi amor, te quiero mucho, te extrañé tanto ¿qué sorpresa me espera?". Y Emilita así lo interpretaba también porque inmediatamente contestaba --como si fuera un disco-- el nombre del plato que había preparado. Al principio eran cosas fáciles, claro. Pero a medida que transcurría el tiempo y ella se perfeccionaba, los platos iban sofisticándose más y más. Y el diálogo entre ellos también. Si bien su conversación siempre había girado alrededor de la comida, de los ingredientes, las salsas, hortalizas o hierbas aromáticas, algunas veces mechaban con algún comentario del barrio, de la familia, de la situación general del país. Pero poco a poco el tema de conversación se fue reduciendo, estrechando, limitando a una sola y única cosa: la gastronomía. --"Un sobre de crema de hongos, medio litro de agua, medio litro de leche, una porción de champignons al natural, una tajada de jamón cocido, pimienta" quería decir: --"Gorda, me parece que tenemos que invitar a tu madre a comer el próximo domingo, no te olvides que fue el cumpleaños y no fuimos a verla" y --"Deshuesar totalmente un pollo crudo y cortarlo en rodajas, salpimentar. Agregar un poco de tomillo y macerarlo en coñac y oporto", era la contestación, que a su vez significaba: --"No tengo ganas de que venga mamá. La última vez se quejó porque las berenjenas estaban crudas". Se habían fabricado un diccionario tan insólito que los vecinos cuando presenciaban un diálogo entre ellos --por casualidad-- permanecían atónitos, perplejos. Los consideraban totalmente insanos. Alguno aventuró a anotar en una libretita los significados de ciertas palabras. Había descubierto, por ejemplo, que "hacer picadillo' quería decir "hace frío", y "cortar rodajitas", "hace calor". "Carne mechada" era "buenos días" y "huevos rellenos", "buenas noches". Y así siguiendo.
El barrio entero estaba intrigado con los Gábalo. Una extraña fascinación los dominaba a todos. Por lo tanto, se dedicaron a espirarlos. Entonces descubrieron que Emilita deshuesaba un pollo en cincuenta y cinco segundos, o batía claras de nieve en tan sólo ocho. O que guardaba toneladas de aves, carnes y achuras en una de las enormes congeladoras que le había regalado Elías Gábalo para su último aniversario.
Pero también se percataron de que Emilita, por fin, merced a los ruegos de madre y suegra, había quedado embarazada. No era gordura, cosa que al principio se pensó. No, no. Esta vez era seguro. Esperaba un bebé. Esa panza alargada, puntuda, caída, no era grasa. Era el estado. ¿Dejaría un poco la cocina ahora que estaba así? ¿Dejaría de comer tanto? Y dejó. Milagrosa y misteriosamente Emilita dejó de atender la cocina. Estaba embelesada con el bebé que pronto llegaría. Elías Gábalo, en cambio, no se conformaba. Quería comer. Soñaba con albóndigas, puchero, ravioles, chuletas, presas de pollo, jardineras, salsas, guisos, consomés, ensaladas, salpicones, arrollados, panqueques, gelatinas, purés. Y tenía que soportar, sin embargo, la visión de montones de pañales, mamaderas, baberos, pañoletas, colchitas, sonajeros, cochecitos, ositos peludos y pelados, muñecos de goma, figuritas, cuadritos, escarpines blancos, rosas, celestes, amarillos. Y cuando reclamaba su bocado, su sostén vital, la razón de su vida, Emilita le alcanzaba un biberón con leche por todo alimento. ¡Ah! no, Elías Gábalo no podía tolerar tamaña impertinencia. Tan luego a él. El, que se había desvivido por comprarle todos los elementos culinarios imaginables. El que había agrandado la cocina hasta convertirla en la única habitación de la casa (en un rincón de la misma había colocado las camas) tirando abajo paredes, medianeras, puertas, zócalos, ventanas, arcadas. No, no y no. Esto no podía ser. Ya iba a ver la gorda.
Y así fue como un día se levantó de la cama, salió de la cocina, se puso la cacerola, dijo "achicoria" y se fue. Y no volvió.
A la hora señalada Emilita tuvo su niño. Una criatura rozagante, rellenita, de tez rosada. Pesaba ocho kilos seiscientos. Una ballena en miniatura. Y el parto fue normal. Al principio Emilita estaba tan entretenida con su elefantito que no reparó en la falta de Elías Gábalo, pero en cuanto comenzaron a salirle dientes al niño (acto que vino acompañado de un hambre feroz y no había comida que le alcanzara) comenzó a sentir nostalgia de su media naranja. La cocina-casa retomó su vieja fisonomía. Emilita sabía --porque era un gorda sabia-- que Elías Gábalo no tardaría en aparecer.
Y no se equivocó. Corriendo la cortina de ajos y cebollas, tropezando con melones, paltas y pomelos, atravesando botellas, latas y cajones de mercadería fresca o envasada, se fundió en un interminable abrazo que apretó hasta hacer palidecer las carnes de su amada familia. Frases como "escalopes", "canelones", "villeroi", "provenzal", "maryland", eran intercambiadas con entusiasmo frenético por el matrimonio. Hasta el pequeñín inauguró su primera palabra --"mondongo"-- que emocionó hasta las lágrimas a los progenitores.
Y así las cosas, adivinará el lector que, colorín colorado, este cuento se ha acabado. Pero no con un sorpresivo --acaso esperado-- final explosivo (vesículas reventadas, colesterol, ataque a la cabeza). No. Nada de eso. Los componentes de la familia Gábalo terminaron sus días felices.
Comiendo perdices.
El primer año de casados todos sus regalos eran en función del arte culinario. Y el segundo también. Y el tercero. Emilita --ése era su nombre-- gobernaba en la cocina con todos los elementos que cualquier ama de casa pudiera soñar. Sartenes, peroles, cacerolas, ollas a presión, grandes, chicas, medianas. Aparatos para batir, picar, cortar, moler, trozar, rallar, amasar, rellenar. Frascos, pomos, mangas, cucharones, potes. Cuchara grande, enorme, o pequeñita, diminuta. Cuchillo inmenso, liso, dentado, chico, eléctrico, de cualquier tamaño y color. Y allí estaba Emilita limpiando sesos bajo el chorro de agua fría, quitando la telita que los recubría, esfumando todo vestigio de sangre. O hirviendo espárragos, picando cebolla, reduciendo el tomate a puré, enmantecando asaderas, rallando queso, sazonando con laurel. Siempre firme en la cocina entre zapallos, perejil, dientes de ajo, pimentones o nuez moscada. Nada la hacía más feliz que revolver el caldo o espesar la salsa. Y Elías Gábalo le festejaba todos y cada uno de sus riquísimos platos.
-- ¿Qué comemos hoy? --era el saludo habitual de Elías Gábalo a su mujer. Y no porque no la quisiera. Al contrario, la adoraba. Pero le parecía que con esa pregunta todo estaba dicho: "Buen día, mi amor, te quiero mucho, te extrañé tanto ¿qué sorpresa me espera?". Y Emilita así lo interpretaba también porque inmediatamente contestaba --como si fuera un disco-- el nombre del plato que había preparado. Al principio eran cosas fáciles, claro. Pero a medida que transcurría el tiempo y ella se perfeccionaba, los platos iban sofisticándose más y más. Y el diálogo entre ellos también. Si bien su conversación siempre había girado alrededor de la comida, de los ingredientes, las salsas, hortalizas o hierbas aromáticas, algunas veces mechaban con algún comentario del barrio, de la familia, de la situación general del país. Pero poco a poco el tema de conversación se fue reduciendo, estrechando, limitando a una sola y única cosa: la gastronomía. --"Un sobre de crema de hongos, medio litro de agua, medio litro de leche, una porción de champignons al natural, una tajada de jamón cocido, pimienta" quería decir: --"Gorda, me parece que tenemos que invitar a tu madre a comer el próximo domingo, no te olvides que fue el cumpleaños y no fuimos a verla" y --"Deshuesar totalmente un pollo crudo y cortarlo en rodajas, salpimentar. Agregar un poco de tomillo y macerarlo en coñac y oporto", era la contestación, que a su vez significaba: --"No tengo ganas de que venga mamá. La última vez se quejó porque las berenjenas estaban crudas". Se habían fabricado un diccionario tan insólito que los vecinos cuando presenciaban un diálogo entre ellos --por casualidad-- permanecían atónitos, perplejos. Los consideraban totalmente insanos. Alguno aventuró a anotar en una libretita los significados de ciertas palabras. Había descubierto, por ejemplo, que "hacer picadillo' quería decir "hace frío", y "cortar rodajitas", "hace calor". "Carne mechada" era "buenos días" y "huevos rellenos", "buenas noches". Y así siguiendo.
El barrio entero estaba intrigado con los Gábalo. Una extraña fascinación los dominaba a todos. Por lo tanto, se dedicaron a espirarlos. Entonces descubrieron que Emilita deshuesaba un pollo en cincuenta y cinco segundos, o batía claras de nieve en tan sólo ocho. O que guardaba toneladas de aves, carnes y achuras en una de las enormes congeladoras que le había regalado Elías Gábalo para su último aniversario.
Pero también se percataron de que Emilita, por fin, merced a los ruegos de madre y suegra, había quedado embarazada. No era gordura, cosa que al principio se pensó. No, no. Esta vez era seguro. Esperaba un bebé. Esa panza alargada, puntuda, caída, no era grasa. Era el estado. ¿Dejaría un poco la cocina ahora que estaba así? ¿Dejaría de comer tanto? Y dejó. Milagrosa y misteriosamente Emilita dejó de atender la cocina. Estaba embelesada con el bebé que pronto llegaría. Elías Gábalo, en cambio, no se conformaba. Quería comer. Soñaba con albóndigas, puchero, ravioles, chuletas, presas de pollo, jardineras, salsas, guisos, consomés, ensaladas, salpicones, arrollados, panqueques, gelatinas, purés. Y tenía que soportar, sin embargo, la visión de montones de pañales, mamaderas, baberos, pañoletas, colchitas, sonajeros, cochecitos, ositos peludos y pelados, muñecos de goma, figuritas, cuadritos, escarpines blancos, rosas, celestes, amarillos. Y cuando reclamaba su bocado, su sostén vital, la razón de su vida, Emilita le alcanzaba un biberón con leche por todo alimento. ¡Ah! no, Elías Gábalo no podía tolerar tamaña impertinencia. Tan luego a él. El, que se había desvivido por comprarle todos los elementos culinarios imaginables. El que había agrandado la cocina hasta convertirla en la única habitación de la casa (en un rincón de la misma había colocado las camas) tirando abajo paredes, medianeras, puertas, zócalos, ventanas, arcadas. No, no y no. Esto no podía ser. Ya iba a ver la gorda.
Y así fue como un día se levantó de la cama, salió de la cocina, se puso la cacerola, dijo "achicoria" y se fue. Y no volvió.
A la hora señalada Emilita tuvo su niño. Una criatura rozagante, rellenita, de tez rosada. Pesaba ocho kilos seiscientos. Una ballena en miniatura. Y el parto fue normal. Al principio Emilita estaba tan entretenida con su elefantito que no reparó en la falta de Elías Gábalo, pero en cuanto comenzaron a salirle dientes al niño (acto que vino acompañado de un hambre feroz y no había comida que le alcanzara) comenzó a sentir nostalgia de su media naranja. La cocina-casa retomó su vieja fisonomía. Emilita sabía --porque era un gorda sabia-- que Elías Gábalo no tardaría en aparecer.
Y no se equivocó. Corriendo la cortina de ajos y cebollas, tropezando con melones, paltas y pomelos, atravesando botellas, latas y cajones de mercadería fresca o envasada, se fundió en un interminable abrazo que apretó hasta hacer palidecer las carnes de su amada familia. Frases como "escalopes", "canelones", "villeroi", "provenzal", "maryland", eran intercambiadas con entusiasmo frenético por el matrimonio. Hasta el pequeñín inauguró su primera palabra --"mondongo"-- que emocionó hasta las lágrimas a los progenitores.
Y así las cosas, adivinará el lector que, colorín colorado, este cuento se ha acabado. Pero no con un sorpresivo --acaso esperado-- final explosivo (vesículas reventadas, colesterol, ataque a la cabeza). No. Nada de eso. Los componentes de la familia Gábalo terminaron sus días felices.
Comiendo perdices.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario