La Increíble y Triste Historia de la Cándida Eréndira y su Abuela
Desalmada
Gabriel García Márquez
Eréndira estaba bañando a la
abiela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa
lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos
con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los
riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del
viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de
termas romanas.
La abuela, desnuda y grande,
parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había
cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y
demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor
sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido
plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las
espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente
tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
-Anoche soñé que estaba
esperando una carta -dijo la abuela.
Eréndira, que nunca hablaba si
no era por motivos ineludibles, preguntó:
-¿Qué día era en el sueño?
-jueves.
-Entonces era una carta con
malas noticias -dijo Eréndira- pero no llegará nunca.
Cuando acabó de bañarla, llevó a
la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada en el
hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aún en sus
diligencias más difíciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada. En la
alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa,
Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó el
cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de
flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los
labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las
uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado como una muñeca más
grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores
sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el
fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos fugaces
del gramófono de bocina.
Mientras la abuela navegaba por
las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de barrer la casa, que era oscura y
abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares inventados, y arañas
de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos
relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para
almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales
remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único
animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba
lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables
y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el
viento de la desgracia.
Aquel refugio incomprensible
había sido construido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario
que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo que también se llamaba
Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció los orígenes ni los
motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua de indios era que
Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las
Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso para siempre en
la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres
melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterró
los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y
siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva,
gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el
nacimiento.
S¿>Io para dar
cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas. El día en que
empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían cuerda hasta
la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y sobrevestir a la abuela,
fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la cristalería. Hacia las once,
cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y regó los yerbajos desérticos de
las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el coraje del viento
que se había vuelto insoportable, pero no sintió el mal presagio de que aquél
fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba puliendo las últimas copas
de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un
milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su paso un desastre
de vidrios de Venecia.
Apenas si alcanzó a quitar la
olla que empezaba a derramarse en la hornilla. Luego puso al fuego un guiso que
ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión para sentarse a descansar en un
banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió después con una expresión sin
cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera. Trabajaba dormida.
La abuela se había sentado sola
en el extremo de una mesa de banquete con candelabros de plata y servicios para
doce personas. Hizo sonar la campanilla, y casi al instante acudió Eréndira con
la sopera humeante. En el momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió
sus modales de sonámbulo, y le pasó la mano frente a los ojos como limpiando un
cristal invisible. La niña no vio la mano. La abuela la siguió con la mirada, y
cuando Eréndira le dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:
-Eréndira.
Despertada de golpe, la niña
dejó caer la sopera en la alfombra.
-No es nada, hija -le dijo la
abuela con una ternura cierta-. Te volviste a dormir caminando.
-Es la costumbre del cuerpo -se
excusó Eréndira.
Recogió la sopera,
todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la mancha de la alfombra.
-Déjala así -la disuadió la
abuela- esta tarde la lavas.
De modo que además de los
oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que lavar la alfombra del comedor,
y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar también la ropa del lunes,
mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa buscando un hueco para
meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino encima sin que se diera
cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la hora de acostarse.
La abuela había chapuceado el
plano toda la tarde cantando en falsete para sí misma las canciones de su
época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones del almizcle con
lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de muselina se había
restablecido de la amargura de los buenos recuerdos.
-Aprovecha mañana para lavar
también la alfombra de la sala -le dijo a Eréndira-, que no ha visto el sol
desde los tiempos del ruido.
-Sí, abuela -contestó la niña.
Cogió un abanico de
plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable que le recitaba el código
del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.
-Plancha toda la ropa antes de
acostarte para que duermas con la conciencia tranquila.
-Sí,
abuela.
-Revisa bien los roperos, que en
las noches de viento tienen más hambre las polillas.
-Sí,
abuela.
-Con el tiempo que te sobre
sacas las flores al patio para que respiren.
-Sí, abuela.
-Y le pones su alimento al
avestruz.
Se había dormido,
pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la nieta la virtud de
continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin hacer ruido e
hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los mandatos de la
abuela dormida.
-Le das de beber a las tumbas.
-Sí, abuela.
-Antes de acostarte fíjate que
todo quede en perfecto orden, pues las cosas sufren mucho cuando no se les pone
a dormir en su Puesto.
-Sí, abuela.
-Y si vienen los Amadises
avísales que no entren -dijo la abuela-, que las gavillas de Porfirio Galán los
están esperando para matarlos.
Eréndira no le
contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el delirio, pero no se
saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las ventanas y apagó
las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue alumbrando el paso
hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la
respiración apacible y enorme de la abuela dormida.
Su cuarto era también lujoso,
aunque no tanto como el de la abuela, y estaba atiborrado de las muñecas de
trapo y los animales de cuerda de su infancia reciente. Vencida por los oficios
bárbaros de- la jornada, Eréndira no tuvo ánimos para desvestirse, sino que
puso el candelabro en la mesa de noche y se tumbó en la cama. Poco después, el
viento de su desgracia se metió en el dormitorio como una manada de perros y
volcó el candelabro contra las cortinas.
………………………………………
Al amanecer, cuando por fin se
acabó el viento, empezaron a caer unas gotas de lluvia gruesas y separadas que
apagaron las últimas brasas y endurecieron las cenizas humeantes de la mansión.
La gente del pueblo, indios en su mayoría, trataba de rescatar los restos del
desastre: el cadáver carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el
torso de una estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los
residuos de su fortuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises,
había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy
pocas cosas intactas entre los escombros, miró a la nieta con una lástima
sincera.
-Mi pobre niña -suspiró-. No te
alcanzará la vida para pagarme este percance.
Empezó a pagárselo ese mismo
día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando la llevó con el tendero del pueblo,
un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque
pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa impávida de la abuela
el viudo examinó a Eréndira con una austeridad científica: consideró la fuerza
de sus muslos, el tamaño de sus senos, el diámetro de sus caderas. No dijo una
palabra mientras no tuvo un cálculo de su valor.
-Todavía está muy bache -dijo
entonces-, tiene teticas de perra.
Después la hizo subir en una
balanza para probar con cifras su dictamen. Eréndira pesaba 42 kilos.
-No vale más de cien pesos -dijo
el viudo.
La abuela se escandalizó.
- ¡Cien pesos por una criatura
completamente nueva! -casi gritó-. No, hombre, eso es mucho faltarle el respeto
a la virtud.
-Hasta ciento cincuenta -dijo el
viudo.
-La niña me ha hecho un daño de
más de un millón de pesos -dijo la abuela- A
este paso le harán falta como doscientos años para pagarme.
-Por fortuna -dijo el viudo- lo
único bueno que tiene es la edad.
La tormenta amenazaba con
desquiciar la casa, y había tantas goteras en el techo que casi llovía adentro
como fuera. La abuela se sintió sola en un mundo de desastre.
-Suba siquiera hasta trescientos
-dijo. -Doscientos cincuenta.
Al final se pusieron de acuerdo
por doscientos veinte pesos en efectivo y algunas cosas de comer. La abuela le
indicó entonces a Eréndira que se fuera con el viudo, y éste la condujo de la
mano hacia la trastienda, como si la llevara para la escuela.
-Aquí te espero -dijo la abuela.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
La trastienda era una especie de
cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un techo de palmas podridas, y una
barda de adobe de un metro de altura por donde se metían en la casa los
disturbios de la intemperie. Puestas en el borde de adobes había macetas de
cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos pilares, agitándose como la
vela suelta de un balandro al garete, había una hamaca sin color. Por encima
del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua se oían gritos lejanos,
aullidos de animales remotos, voces de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo
entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse para que no los tumbara un
golpe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces no se oían y sus movimientos
se habían vuelto distintos por el fragor de la borrasca. A la primera tentativa
del viudo Eréndira gritó algo inaudible y trató de escapar. El viudo le
contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la arrastró hacia la
hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la cara y volvió a gritar en
silencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó del suelo y
la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa ondulando
en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que volviera a pisar la tierra,
la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las
rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó
como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en el
aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con
zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas tiras
de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.
Cuando no hubo en el pueblo
ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el amor de Eréndira, la abuela se
la llevó en un camión de carga hacia los rumbos del contrabando. Hicieron el
viaje en la plataforma descubierta, entre bultos de arroz y latas de manteca, y
los saldos del incendio: la cabecera de la cama virreinal, un ángel de guerra,
el trono chamuscado, y otros chécheres inservibles. En un baúl con dos cruces
pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los Amadises.
La abuela se protegía del sol
eterno con un paraguas descosido y respiraba mal por la tortura del sudor y el
polvo, pero aún en aquel estado de infortunio conservaba el dominio de su
dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de arroz, Eréndira pagó el viaje y
el transporte de los muebles haciendo amores de a veinte pesos con el carguero
del camión. Al principio su sistema de defensa fue el mismo con que se había
opuesto a la agresión del viudo. Pero el método del carguero fue distinto,
lento y sabio, y terminó por amansarla con la ternura. De modo que cuando
llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada mortal, Eréndira y el
carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de la carga. El
conductor del camión le gritó a la abuela:
-De aquí en adelante ya todo es
mundo.
La abuela observó con
incredulidad las calles miserables y solitarias de un pueblo un poco más
grande, pero tan triste como el que habían abandonado.
-No se nota -dijo.
-Es territorio de misiones -dijo
el conductor.
-A mí no me interesa la caridad
sino el contrabando -dijo la abuela.
Pendiente del diálogo detrás de
la carga, Eréndira urgaba con el dedo un saco de arroz. De pronto encontró un
hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas legítimas. Lo contempló
asustada, teniéndolo entre los dedos como una culebra muerta, mientras el
conductor le replicaba a la abuela:
-No sueñe despierta, señora. Los
contrabandistas no existen.
- ¡Cómo no -dijo la abuela-,
dígamelo a mí!
-Búsquelos y verá -se burló el
conductor de buen humor-. Todo el mundo habla de ellos, pero nadie los ve.
El carguero se dio cuenta de que
Eréndira había sacado el collar, se apresuró a quitárselo y lo metió otra vez
en el saco de arroz. La abuela, que había decidido quedarse a pesar de la
pobreza del pueblo, llamó entonces a la nieta para que la ayudara a bajar del
camión. Eréndira se despidió del cargador con un beso apresurado pero
espontáneo y cierto.
La abuela esperó sentada en el
trono, en medio de la calle, hasta que acabaron de bajar la carga. Lo último
fue el baúl con los restos de los Amadises.
-Esto pesa como un
muerto -rió el conductor. -Son dos -dijo la abuela-. Así que trátelos con el
debido respeto.
-Apuesto que son estatuas de
marfil -rió el conductor.
Puso el baúl con los huesos de
cualquier modo entre los muebles chamuscados, y extendió la mano abierta frente
a la abuela.
-Cincuenta pesos -dijo.
La abuela señaló al carguero.
-Ya su esclavo se pagó por la
derecha.
El conductor miró sorprendido al
ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa. Volvió a la cabina del camión,
donde viajaba una mujer enlutada con un niño de brazos que lloraba de calor. El
carguero, muy seguro de sí mismo, le dijo entonces a la abuela:
-Eréndira se va conmigo, si usted no
ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.
La niña intervino asustada. -
¡Yo no he dicho nada!
-Lo digo yo que fui el de la
idea -dijo el carguero.
La abuela lo examinó de cuerpo
entero, sin disminuirlo, sino tratando de calcular el verdadero tamaño de sus
agallas.
-Por mí no hay inconveniente -le
dijo- si me pagas lo que perdí por su descuido. Son ochocientos setenta y dos
mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o
sea ochocientos setenta y un mil ochocientos noventa y cinco.
El camión arrancó.
-Créame que le daría ese montón
de plata si lo tuviera -dijo con seriedad el carguero-. La niña los vale.
A la abuela le sentó bien la
decisión del muchacho. -Pues vuelve cuando lo tengas, hijo -le replicó en un
tono simpático-, pero ahora vete, que si volvemos a sacar las cuentas todavía
me estás debiendo diez pesos.
El carguero saltó en la
plataforma del camión que se alejaba. Desde allí le dijo adiós a Eréndira con
la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que no le correspondió
En el mismo solar baldío donde
las dejó el camión, Eréndira y la abuela improvisaron un tenderete para vivir,
con láminas de cinc y restos de alfombras asiáticas.
Pusieron dos esteras en el suelo
y durmieron tan bien como en la mansión, hasta que el sol abrió huecos en el
techo y les ardió en la cara.
Al contrario de siempre, fue la
abuela quien se ocupó aquella mañana de arreglar a Eréndira. Le pintó la cara
con un estilo de belleza sepulcral que había estado de moda en su juventud, y
la remató con unas pestañas postizas y un lazo de organza que parecía una
mariposa en la cabeza.
-Te ves horrorosa -admitió- pero
así es mejor: los hombres son muy brutos en asuntos de mujeres.
Ambas reconocieron, mucho antes
de verlas, los pasos de dos mulas en la yesca del desierto. A una orden de la
abuela, Eréndira se acostó en el petate como lo habría hecho una aprendiza de
teatro en el momento en que iba a abrirse el telón. Apoyada en el báculo
episcopal, la abuela abandonó el tenderete y se sentó en el trono a esperar el
paso de las mulas.
Se acercaba el hombre del
correo. No tenía más de veinte años, aunque estaba envejecido por el oficio, y
llevaba un vestido de caqui, polainas, casco de corcho, y una pistola de
militar en el cinturón de cartucheras. Montaba una buena mula, y llevaba otra
de cabestro, menos entera, sobre la cual se amontonaban los sacos de lienzo del
correo.
Al pasar frente a la abuela la
saludó con la mano y siguió de largo. Pero ella le hizo una señal para que
echara una mirada dentro del tenderete. El hombre se detuvo, y vio a Eréndira
acostada en la estera con sus afeites póstumos y un traje de cenefas moradas.
-¿Te gusta? -preguntó la abuela.
El hombre del correo no
comprendió hasta entonces lo que le estaban proponiendo.
-En ayunas no está mal -sonrió.
-Cincuenta pesos -dijo la
abuela.
- ¡Hombre, lo tendrá de oro!
-dijo él-. Eso es lo que me cuesta la comida de un mes.
-No seas estreñido -dijo la
abuela-. El correo aéreo tiene mejor sueldo que un cura.
-Yo soy el correo nacional -dijo
el hombre-. El correo aéreo es ése que anda en un camioncito.
-De todos modos el amor es tan
importante como la comida -dijo la abuela.
-Pero no alimenta.
La abuela comprendió que a un
hombre que vivía de las esperanzas ajenas le sobraba demasiado tiempo para
regatear.
-¿Cuánto tienes? -le preguntó.
El correo desmontó, sacó del
bolsillo unos billetes masticados y se los mostró a la abuela. Ella los cogió
todos juntos con una mano rapaz como si fueran una pelota.
-Te lo rebajo -dijo- pero con
una condición: haces correr la voz por todas partes.
-Hasta el otro lado del mundo
-dijo el hombre del correo-. Para eso sirvo.
Eréndira, que no había podido
parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas y se hizo a un lado en la
estera para dejarle espacio al novio casual. Tan pronto como él entró en el
tenderete, la abuela cerró la entrada con un tirón enérgico de la cortina
corrediza.
Fue un trato eficaz. Cautivados por las
voces del correo, vinieron hombres desde muy lejos a conocer la novedad de
Eréndira. Detrás de los hombres vinieron mesas de lotería y puestos de comida,
y detrás de todos vino un fotógrafo en bicicleta que instaló frente al
campamento una cámara de caballete con manga de luto, y un telón de fondo con
un lago de cisnes inválidos.
La abuela, abanicándose en el
trono, parecía ajena a su propia feria. Lo único que le interesaba era el orden
en la fila de clientes que esperaban turno, y la exactitud del dinero que
pagaban por adelantado para entrar con Eréndira. Al principio había sido tan
severa que hasta llegó a rechazar un buen cliente porque le hicieron falta
cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue asimilando las lecciones de la
realidad, y terminó por admitir que completaran el pago con medallas de santos,
reliquias de familia, anillos matrimoniales, y todo cuanto fuera capaz de
demostrar, mordiéndolo, que era oro de buena ley aunque no brillara.
Al cabo de una larga estancia en
aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente dinero para comprar un burro, y
se internó en el desierto en busca de otros lugares más propicios para cobrarse
la deuda. Viajaba en unas angarillas que habían improvisado sobre el burro, y
se protegía del sol inmóvil con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía
sobre su cabeza. Detrás de ellas caminaban cuatro indios de carga con los
pedazos del campamento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de
alabastro y el baúl con los restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la
caravana en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra
fiesta.
Habían transcurrido seis meses
desde el incendio cuando la abuela pudo tener una visión entera del negocio.
-Si las cosas siguen así -le
dijo a Eréndira- me habrás pagado la deuda dentro de ocho años, siete meses y
once días.
Volvió a repasar sus cálculos
con los ojos cerrados, rumiando los granos que sacaba de una faltriquera de
jareta donde tenía también el dinero, y precisó:
-Claro que todo eso es sin
contar el sueldo y la comida de los indios, y otros gastos menores.
Eréndira, que caminaba al paso
del burro agobiada por el calor y el polvo, no hizo ningún reproche a las
cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para no llorar.
-Tengo vidrio molido en los
huesos -dijo.
-Trata de dormir.
-Sí, abuela.
Cerró los Ojos, respiró a fondo
una bocanada de aire abrasante, y siguió caminando dormida.
……………………………………….
Una camioneta cargada de jaulas
apareció espantando chivos entre la polvareda del horizonte, y el alboroto de
los pájaros fue un chorro de agua fresca en el sopor dominical de San Miguel
del Desierto. Al volante iba un corpulento granjero holandés con el pellejo
astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que había heredado
de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un
adolescente dorado, de ojos marítimos y solitarios, y con la identidad de un
ángel furtivo. Al holandés le llamó la atención una tienda de campaña frente a
la cual esperaban turno todos los soldados de la guarnición local. Estaban
sentados en el suelo, bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en
boca, y tenían ramas de almendros en la cabeza como si estuvieran emboscadas para
un combate. El holandés preguntó en su lengua:
-¿Qué diablos venderán ahí?
-Una mujer -le contestó su hijo
con toda naturalidad-. Se llama Eréndira.
-¿Cómo lo sabes?
-Todo el mundo lo sabe en el
desierto -contestó Ulises.
El holandés descendió en el
hotelito del pueblo.
Ulises se demoró en la
camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios que su padre había
dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió varios en los
bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras su padre
dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola frente a la
carpa de Eréndira.
La fiesta estaba en su
esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos para no desperdiciar la música
gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos con papeles de magnesio.
Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba billetes en el regazo, los
repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un cesto. No había
entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había crecido con
clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un
soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le cerró el paso, sino que esquivó
el contacto con su dinero.
-No hijo -le dijo-, tú no entras
ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.
El soldado, que no era de
aquellas tierras, se sorprendió.
-¿Qué es eso?
-Que contagias la mala sombra
-dijo la abuela-. No hay más que verte la cara.
Lo apartó con la mano, pero sin
tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.
-Entra tú, dragoneante -le dijo
de buen humor-. Y no te demores, que la patria te necesita.
El soldado entró, pero volvió a
salir inmediatamente, porque Eréndira quería hablar con la abuela. Ella se
colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la tienda de campaña, cuyo espacio
era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira
no podía reprimir el temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de
soldados.
-Abuela -sollozó-, me estoy
muriendo.
La abuela le tocó la frente, y
al comprobar que no tenía fiebre, trató de consolarla.
-Ya no faltan más de diez
militares -dijo.
Eréndira rompió a llorar con
unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que había traspuesto
los límites del horror, y acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.
-Lo que pasa es que estás débil
-le dijo-. Anda, no llores más, báñate con agua de salvia para que se te
componga la sangre.
Salió de la tienda cuando
Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el dinero al soldado que esperaba.
"Se acabó por hoy", le dijo. "Vuelve mañana y te doy el primer
lugar". Luego gritó a los de la fila:
-Se acabó, muchachos. Hasta
mañana a las nueve.
Soldados y civiles rompieron
filas con gritos de protesta. La abuela se les enfrentó de buen talante pero
blandiendo en serio el báculo devastador.
- ¡Desconsiderados! ¡Mampolones!
-gritaba-. Qué se creen, que esa criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos
en su situación. ¡Pervertidos! ¡Apátridas de mierda!
Los hombres le replicaban con
insultos más gruesos, pero ella terminó por dominar la revuelta y se mantuvo en
guardia con el báculo hasta que se llevaron las mesas de fritanga y desmontaron
los puestos de lotería. Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de
cuerpo entero, solo, en el espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de
hombres. Tenía un aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor
propio de su belleza.
-Y tú -le dijo la abuela-,
¿dónde dejaste las alas? -El que las tenía era mi abuelo -contestó Ulises con
su naturalidad-, pero nadie lo cree.
La abuela volvió a examinarlo
con una atención hechizada. "Pues yo sí lo creo", dijo. "Tráelas
puestas mañana". Entró en la tienda y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.
Eréndira se sintió mejor después
del baño. Se había puesto una combinación corta y bordada, y se estaba secando
el pelo para acostarse, pero aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La
abuela dormía.
Por detrás de la cama de
Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y
diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse
que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le
preguntó en voz muy baja:
-Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los
hombros. "Me llamo Ulises", dijo. Le enseñó los billetes robados y
agregó:
-Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la
cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego
de escuela primaria.
-Tenías que ponerte en la fila
-le dijo.
-Esperé toda la noche -dijo Ulises. -Pues
ahora tienes que esperarte hasta mañana -dijo Eréndira-. Me siento como si me
hubieran dado trancazos en los riñones.
En ese instante la abuela empezó
a hablar dormida. -Van a hacer veinte años que llovió la última vez -dijo-. Fue
una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la
casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz
descanse, vio una mantarrasa luminosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder
detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.
-Tate sosiego -le dijo-. Siempre
se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de
tierra.
Ulises se asomó de nuevo.
Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariñosa, y
quitó de la estera la sábana usada.
-Ven -le dijo-, ayúdame a
cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás
de la cama y cogió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más
grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de
cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
-Estaba loco por verte -dijo de
pronto-. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.
-Pero me voy a morir -dijo
Eréndira.
-Mi mamá dice que los que se
mueren en el desierto no van al cielo sino al mar -dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana
sucia y cubrió la estera con otra limpia y aplanchada.
-No conozco el mar -dijo.
-Es como el desierto, pero con
agua -dijo Ulises.
-Entonces no se puede caminar.
-Mi papá conoció un hombre que
sí podía -dijo Ulises- pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero
quería dormir. -Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto
-dijo.
-Me voy con mi papá por la
madrugada -dijo Ulises. -¿Y no vuelven a pasar por aquí?
-Quién sabe cuándo -dijo
Ulises-. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la
frontera.
Eréndira miró pensativa a la
abuela dormida. -Bueno -decidió-, dame la plata.
Ulises se la dio. Eréndira se
acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante
decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para
que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese
miedo.
-¿Es la primera vez? -le
preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo
una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.
-Respira despacio -le dijo-. Así
es siempre al principio, y después ni te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras
le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.
-¿Cómo es que te llamas?
-Ulises.
-Es nombre de gringo -dijo
Eréndira.
-No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho,
le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
-Pareces todo de oro -dijo- pero
hueles a flores. -Debe ser a naranjas -dijo Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una
sonrisa de complicidad. -Andamos con muchos pájaros para despistar -agregó-,
pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.
-Las naranjas no son contrabando
-dijo Eréndira. -Estas sí -dijo Ulises-. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez
en mucho tiempo. -Lo que más me gusta de ti -dijo- es la seriedad con que
inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y
locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor,
sino también la índole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad,
siguió hablando dormida.
-Por estos tiempos, a principios
de marzo, te trajeron a la casa -dijo-. Parecías una lagartija envuelta en
algodones. Amadís, tu padre, que era joven y guapo, estaba tan contento aquella
tarde que mandó a buscar como veinte carretas cargadas de flores, y llegó
gritando y tirando flores por la calle, hasta que todo el pueblo quedó dorado
de flores como el mar.
Deliró varias horas, a grandes
voces, y con una pasión obstinada. Pero Ulises no la oyó, porque Eréndira lo
había querido tanto, y con tanta verdad, que lo volvió a querer por la mitad de
su precio mientras la abuela deliraba, y lo siguió queriendo sin dinero hasta
el amanecer. Un grupo de
misioneros con los crucifijos en alto se habían plantado hombro contra hombro
en medio del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos
de cañamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás
de ellos estaba la casa de la misión,, un promontorio colonial con un
campanario minúsculo sobre los muros ásperos y encalados.
El misionero más joven, que
comandaba el grupo, señaló con el índice una grieta natural en el suelo de
arcilla vidriada.
-No pasen esa raya -gritó.
Los cuatro cargadores indios que
transportaban a la abuela en un palanquín de tablas se detuvieron al oír el
grito. Aunque iba mal sentada en el piso del palanquín y tenía el ánimo
entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su
altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del palanquín había una fila de ocho indios
de carga, y en último término el fotógrafo en la bicicleta.
-El desierto no es de nadie
-dijo la abuela.
-Es de Dios -dijo el misionero-,
y estáis violando sus santas leyes con vuestro tráfico inmundo.
La abuela reconoció entonces la
forma y la dicción peninsulares del misionero, y eludió el encuentro frontal
para no descalabrarse contra su intransigencia. Volvió a ser ella misma.
-No entiendo tus misterios,
hijo. El misionero señaló a Eréndira. -Esa criatura es menor de edad. -Pero es
mi nieta.
-Tanto peor -replicó el
misionero-. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que
recurrir a otros métodos.
La abuela no esperaba que
llegaran a tanto.
-Está bien, aríjuna -cedió
asustada-. Pero tarde o temprano pasaré, ya lo verás.
Tres días después del encuentro
con los misioneros, la abuela y Eréndira dormían en un pueblo próximo al
convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos, reptando como patrullas de
asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran seis novicias indias,
fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que parecían fosforescentes
en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a Eréndira con un
toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla, y se la llevaron envuelta
como un pescado grande y frágil capturado en una red lunar.
No hubo un recurso que la abuela
no intentara para rescatar a la nieta de la tutela de los misioneros. Sólo
cuando le fallaron todos, desde los más derechos hasta los más torcidos,
recurrió a la autoridad civil, que era ejercida por un militar. Lo encontró en
el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando con un rifle de guerra
contra una nube oscura y solitaria en el cielo ardiente. Trataba de perforarla
para que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e inútiles pero hizo las
pausas necesarias para escuchar a la abuela.
-Yo no puedo hacer nada -le
explicó, cuando acabó de oírla-, los padrecitos, de acuerdo con el Concordato,
tienen derecho a quedarse con la niña hasta que sea mayor de edad. O hasta que
se case.
- ¿Y entonces para qué lo tienen
a usted de alcalde? -preguntó la abuela.
-Para que haga llover -dijo el
alcalde.
Luego, viendo que la nube se
había puesto fuera de su alcance, interrumpió sus deberes oficiales y se ocupó
por completo de la abuela.
-Lo que usted necesita es una
persona de mucho peso que responda por usted -le dijo-. Alguien que garantice
su moralidad y sus buenas costumbres con una carta firmada. ¿No conoce al
senador Onésimo Sánchez?
Sentada bajo el sol puro en un
taburete demasiado estrecho para sus nalgas siderales, la abuela contestó con
una rabia solemne:
-Soy una pobre mujer sola en la
inmensidad del desierto.
El alcalde, con el ojo derecho
torcido por el calor, la contempló con lástima.
-Entonces no pierda más el
tiempo, señora -dijo-. Se la llevó el carajo.
No se la llevó, por supuesto.
Plantó la tienda frente al convento de la misión, y se sentó a pensar, como un
guerrero solitario que mantuviera en estado de sitio a una ciudad fortificada.
El fotógrafo ambulante, que la conocía muy bien, cargó sus bártulos en la
parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno
sol, y con los ojos fijos en el convento.
-Vamos a ver quién se cansa
primero -dijo la abuela-, ellos o yo.
-Ellos están ahí hace 300 años,
y todavía aguantan -dijo el fotógrafo-. Yo me voy.
Sólo entonces vio la abuela la
bicicleta cargada. -Para dónde vas.
-Para donde me lleve el viento
-dijo el fotógrafo, y se fue-. El mundo es grande.
La abuela suspiró.
-No tanto como tú crees,
desmerecido.
Pero no movió la cabeza a pesar
del rencor, para no apartar la vista del convento. No la apartó durante muchos
días de calor mineral, durante muchas noches de vientos perdidos, durante el
tiempo de la meditación en que nadie salió del convento. Los indios
construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y allí colgaron sus
chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y
rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un
buey acostado.
Una noche pasó muy cerca de ella
una fila de camiones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas
de focos de colores que les daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La
abuela los reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los
Amadises. El último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la
cabina a arreglar algo en la plataforma de carga. Parecía una réplica de los
Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas, dós cananas cruzadas en
el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación
irresistible, la abuela llamó al hombre.
-¿No sabes quién soy? -le
preguntó.
El hombre le alumbró sin piedad
con una linterna de pilas. Contempló un instante el rostro estragado por la
vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el cabello marchito de la mujer que
aún a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera
podido decir que había sido la más bella del mundo. Cuando la examinó bastante
para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la linterna.
-Lo único que sé con toda
seguridad -dijo- es que usted no es la Virgen de los Remedios.
-Todo lo contrario -dijo la
abuela con una voz dulce-. Soy la Dama.
El hombre puso la
mano en la pistola por puro instinto.
- ¡Cuál dama!
-La de Amadís el grande.
-Entonces no es de este mundo
-dijo él, tenso-. ¿Qué es lo que quiere?
-Que me ayuden a rescatar a mi
nieta, nieta de Amadís el grande, hija de nuestro Amadís, que está presa en ese
convento.
El hombre se sobrepuso al temor.
-Se equivocó de puerta -dijo-.
Si cree que somos capaces de atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la
que dice que es, ni conoció siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea
de lo que es el matute.
Esa madrugada la abuela durmió
menos que las anteriores. La pasó rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras
el tiempo de la noche le equivocaba la memoria, y los delirios reprimidos
pugnaban por salir aunque estuviera despierta, y tenía que apretarse el corazón
con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes
flores coloradas donde había sido feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la
campana del convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el
desierto se saturó del olor a pan caliente de los maitines. Sólo entonces se
abandonó al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira se había
levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella.
Eréndira, en cambio, no perdió
ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento. Le habían cortado el
cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la cabeza como un cepillo, le
pusieron el rudo balandrán de lienzo de las reclusas y le entregaron un balde
de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaños de las escaleras
cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de mula, porque había un subir y
bajar incesante de misioneros embarcados y novicias de carga, pero Eréndira lo
sintió como un domingo de todos los días después de la galera mortal de la
cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues aquel convento no
estaba consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el desierto.
Eréndira había visto a las novicias indígenas desbravando las vacas a
pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las
tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las
había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe,
irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con
azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el infierno
terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a una
monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo
cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo,
hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una
de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de
sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas
tísicas con sus camisones de muer-
tas, que esperaban
la última orden de Dios bordando sábanas matrimoniales en las terrazas,
mientras los hombres de la misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en
su penumbra, descubriendo otras formas de belleza y de horror que nunca había
imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces
ni las más persuasivas habían logrado que dijera una palabra desde que la
llevaron al convento. Una mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó
una música de cuerdas que parecía una luz más diáfana en la luz del desierto.
Cautivada por el milagro, se asomó a un salón inmenso y vacío de paredes
desnudas y ventanas grandes por donde entraba a golpes y se quedaba estancada
la claridad deslumbrante de junio, y en el centro del salón vio a una monja
bella que no había visto antes, tocando un oratorio de Pascua en el
clavicémbalo. Eréndira escuchó la música sin parpadear, con el alma en un hilo,
hasta que sonó la campana para comer. Después del almuerzo, mientras blanqueaba
la escalera con la brocha de esparto, esperó a que todas las novicias acabaran
de subir y bajar, se quedó sola, donde nadie pudiera oírla, y entonces habló
por primera vez desde que entró en el convento.
-Soy feliz -dijo.
De modo que a la abuela se le
acabaron las esperanzas de que Eréndida escapara para volver con ella, pero
mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna determinación, hasta el domingo
de Pentecostés. Por esa época los misioneros rastrillaban el desierto
persiguiendo concubinas encinta para casarlas, Iban hasta las rancherías más
olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro hombres de tropa bien armados
y un arcón de géneros de pacotilla. Lo más difícil de aquella cacería de indios
era convencer a las mujeres, que se defendían de la gracia divina con el argumento
verídico de que los hombres se sentían con derecho a exigirles a las esposas
legítimas un trabajo más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían
despernancados en los chinchorros. Había que seducirlas con recursos de engaño,
disolviéndoles la voluntad de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la
sintieran menos áspera, pero hasta las más retrecheras terminaban convencidas
por unos aretes de oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la
aceptación de la mujer, los sacaban a culatazos de los chinchorros y se los
llevaban amarrados en la plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.
Durante varios días la abuela
vio pasar hacia el convento el camioncito cargado de indias encinta, pero no
reconoció su oportunidad. La reconoció el propio domingo de Pentecostés, cuando
oyó los cohetes y los repiques de las campanas, y vio la muchedumbre miserable
y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres había
mujeres encinta con velos y coronas de novia, llevando del brazo a los maridos
de casualidad para volverlos legítimos en la boda colectiva.
Entre los últimos del desfile
pasó un muchacho de corazón inocente, de pelo indio cortado como una totuma y
vestido de andrajos, que llevaba en la mano un cirio pascual con un lazo de
seda. La abuela lo llamó.
-Dime una cosa, hijo -le
preguntó con su voz más tersa-. ¿Qué vas a hacer tú en esa cumbiamba?
El muchacho se sentía intimidado
con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la boca por sus dientes de burro. -Es
que los padrecitos me van a hacer la primera comunión -dijo.
-¿Cuánto te pagaron?
-Cinco pesos.
La abuela sacó de la faltriquera
un rollo de billetes que el muchacho miró asombrado.
-Yo te voy a dar veinte -dijo la
abuela-. Pero no para que hagas la primera comunión, sino para que te cases.
-¿Y eso con quién?
-Con mi nieta.
Así que Eréndira se casó en el
patio del convento, con el balandrán de reclusa y una mantilla de encaje que le
regalaron las novicias, y sin saber al menos cómo se llamaba el esposo que le
había comprado su abuela. Soportó con una esperanza incierta el tormento de las
rodillas en el suelo de caliche, la peste de pellejo de chivo de las doscientas
novias embarazadas, el castigo de la Epístola de San Pablo martillada en latín
bajo la canícula inmóvil, porque los misioneros no encontraron recursos para
oponerse a la artimaña de la boda imprevista, pero le habían prometido una
última tentativa para mantenerla en el convento. Sin embargo, al término de la
ceremonia, y en presencia del Prefecto Apostólico, del alcalde militar que
disparaba contra las nubes, de su esposo reciente y de su abuela impasible,
Eréndira se encontró de nuevo bajo el hechizo que la había dominado desde su
nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre, verdadera y
definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación.
-Me quiero ir
-dijo. Y aclaró, señalando al esposo-: Pero no me voy con él sino con mi
abuela.
Ulises había perdido la tarde
tratando de robarse una naranja en la plantación de su padre, pues éste no le
quitó la vista de encima mientras podaban los árboles enfermos, y su madre lo
vigilaba desde la casa. De modo que renunció a supropósito, al menos por aquel
día, y se quedó de. mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar
los últimos naranjos.
La extensa plantación era
callada y oculta, y la casa de madera con techo de latón tenía mallas de cobre
en las ventanas y una terraza grande montada sobre pilotes, con plantas
primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terrazp.,
tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas en las sienes para aliviar el
dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía los movimientos del hijo como
un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos del naranjal. Era muy
bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba vestida con el
camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa
con los hierros de podar, su madre le pidió la medicina de las cuatro, que
estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los tocó, el vaso y el frasco
cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura una jarra de cristal que
estaba en la mesa con otros vasos, y también la jarra se volvió azul. Su madre
lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un
delirio de su dolor le preguntó en lengua guajira:
-¿Desde cuándo te sucede?
-Desde que vinimos del desierto
-dijo Ulises, también en guajiro-. Es sólo con las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras
otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colores diferentes.
-Esas cosas sólo sucedería por
amor -dijo la madre-. ¿Quién es?
Ulises no contestó. Su padre,
que no sabía la lengua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un
racimo de naranjas.
-¿De qué hablan? -le preguntó a
Ulises en holandés. -De nada especial -contestó Ulises.
La madre de Ulises no sabía el
holandés. Cuando su marido entró en la casa, le preguntó al hijo en guajiro:
-¿Qué te dijo?
-Nada especial -dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre
cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una ventana dentro de la
oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces
insistió:
-Dime quién es.
-No es nadie -dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque
estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo había
visto poner las naranjas sobre la caja de caudales para componer la clave de la
combinación. Pero mientras él vigilaba a su padre, su madre lo vigilaba a él.-Hace mucho tiempo que no comes
pan -observó ella.
-No me gusta.
El rostro de la madre adquirió
de pronto una vivacidad insólita. "Mentira", dijo. "Es porque
estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan". Su voz, como
sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.
-Más vale que me digas quién es
-dijo-, o te doy a la fuerza unos baños de purificación.
En la oficina, el holandés abrió
la caja de caudales, puso dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta
blindada. Ulises se apartó entonces de la ventana y le replicó a su madre con
impaciencia.
-Ya te dije que no es nadie
-dijo-. Si no me crees, pregúntaselo a mi papá.
El holandés apareció en la
puerta de la oficina encendiendo la pipa de navegante, y con su Biblia
descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en castellano:
-¿A quién conocieron en el
desierto?
-A nadie -le contestó su marido,
un poco en las nubes-. Si no me crees, pregúntaselo a Ulises.
Se sentó en el fondo del
corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó la carga. Después abrió la
Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante casi dos horas en un
holandés fluido y altisonante.
A media noche, Ulises seguía
pensando con tanta intensidad que no podía dormir. Se revolvió en el chinchorro
una hora más, tratando de dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el
propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para decidir. Entonces se puso
los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y las botas de
montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la camioneta cargada de
pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas maduras que no
había podido robarse en la tarde.
Viajó por el desierto el resto
de la noche, y al amanecer preguntó por pueblos y rancherías cuál era el rumbo de
Eréndira, pero nadie le daba razón. Por fin le informaron que andaba detrás de
la comitiva electoral del senador Onésimo Sánchez, y que éste debía de estar
aquel día en la Nueva Castilla. No lo encontró allí, sino en el pueblo
siguiente, y ya Eréndira no andaba con él, pues la abuela había conseguido que
el senador avalara su moralidad con una carta de su puño y letra, y se iba
abriendo con ella las puertas mejor trancadas del desierto. Al tercer día se
encontró con el hombre del correo nacional, y éste le indicó la dirección que
buscaba.
-Van para el mar -le dijo-. Y
apúrate, que la intención de la jodida vieja es pasarse para la isla de Aruba.
En ese rumbo, Ulises divisó al
cabo de media jornada la capa amplia y percudida que la abuela le había comprado
a un circo en derrota. El fotógrafo errante había vuelto con ella, convencido
de que en efecto el mundo no era tan grande como pensaba, y tenía instalados
cerca de la carpa sus telones idílicos. Una banda de chupacobres cautivaba a
los clientes de Eréndira con un valse taciturno.
Ulises esperó su turno para
entrar, y lo primero que le llamó la atención fue el orden y la limpieza en el
interior de la carpa. La cama de la abuela había recuperado su esplendor
virreinal, la estatua del ángel estaba en su lugar junto al baúl funerario de
los Amadises, y había además una bañera de peltre con patas de león. Acostada
en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira estaba desnuda y plácida, e irradiaba
un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la carpa. Dormía con los ojos
abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y
advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a sus
ojos y la llamó con el nombre que había inventado para pensar en ella:
-Arídnere.
Eréndira despertó. Se sintió
desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y se cubrió con la sábana hasta
la cabeza.
-No me mires -dijo-. Estoy
horrible.
-Estás toda color de naranja
-dijo Ulises. Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara.
Mira.
Eréndira se descubrió los ojos y
comprobó que en efecto las naranjas tenían su color.
-Ahora no quiero que te quedes
-dijo.
-Sólo entré para mostrarte esto
-dijo Ulises-. Fíjate.
Rompió una naranja con las uñas,
la partió con las dos manos, y le mostró a Eréndira el interior: clavado en el
corazón de la fruta había un diamante legítimo.
- Estas son las naranjas que
llevamos a la frontera -dijo.
- ¡Pero son naranjas vivas!
-exclamó Eréndira.
- Claro -sonrió Ulises-. Las
siembra mi papá.
Eréndira no lo podía creer. Se
descubrió la cara, cogió el diamante con los dedos y lo contempló asombrada.
-Con tres así le damos la vuelta
al mundo -dijo Ulises-.
Eréndira le devolvió el diamante
con un aire de desaliento. Ulises insistió.
-Además, tengo una camioneta
-dijo-. Y además... ¡Mira!
Se sacó de debajo
de la camisa una pistola arcaica.
-No puedo irme
antes de diez años -dijo Eréndira. -Te irás -dijo Ulises-. Esta noche, cuando
se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantando como la lechuza.
Hizo una imitación
tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de Eréndira sonrieron por
primera vez.
-Es mi abuela -dijo.
- ¿La lechuza?
-La ballena.
Ambos se rieron del equívoco,
pero Eréndira retomó el hilo.
-Nadie puede irse para ninguna
parte sin permiso de su abuela.
-No hay que decirle nada.
-De todos modos lo sabrá -dijo
Eréndira-: ella sueña las cosas.
-Cuando empiece a soñar que te
vas, ya estaremos del otro lado de la frontera. Pasaremos como los
contrabandistas... -dijo Ulises.
Empuñando la
pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido de los disparos para
embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí ni que no, pero sus
ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises, conmovido, murmuró:
-Mañana veremos pasar los
buques.
Aquella noche, poco después de
las siete, Eréndira estaba peinando a la abuela cuando volvió a soplar el
viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa estaban los indios cargadores y
el director de la charanga esperando el pago de su sueldo. La abuela acabó de
contar los billetes de un arcón que tenía a su alcance, y después de consultar
un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.
-Aquí tienes -le dio-: veinte
pesos la semana, menos ocho de la comida, menos tres del agua, menos cincuenta
centavos a buena cuenta de las camisas nuevas, son ocho con cincuenta.
Cuéntalos bien.
El indio mayor contó el dinero,
y todos se retiraron con una reverencia.
-Gracias, blanca.
El siguiente era el director de
los músicos. La abuela consultó el cuaderno de cuentas, y se dirigió al
fotógrafo, que estaba tratando de remendar el fuelle de la cámara con pegotes
de gutapercha.
-En qué quedamos -le dijo-
¿pagas o no pagas la cuarta parte de la música?
El fotógrafo ni siquiera levantó
la cabeza para contestar.
-La música no sale en los
retratos.
-Pero despierta en la gente las
ganas de retratarse -replicó la abuela.
-Al contrario -dijo el
fotógrafo-, les recuerda a los muertos, y luego salen en los retratos con los
ojos cerrados.
El director de la charanga
intervino.
-Lo que hace cerrar los ojos no
es la música -dijo-, son los relámpagos de retratar de noche.
-Es la música -insistió el
fotógrafo.
La abuela le puso término a la
disputa. "No seas truñuño", le dijo al- fotógrafo. "Fíjate lo
bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias a los músicos que
lleva." Luego, de un modo duro, concluyó:
-De modo que pagas la parte que
te corresponde, o sigues solo con tu destino. No es justo que esa pobre
criatura lleve encima todo el peso de los gastos.
-Sigo solo mi destino -dijo el
fotógrafo-. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un artista.
La abuela se encogió de hombros
y se ocupó del músico. Le entregó un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra
escrita en el cuaderno.
-Doscientos cincuenta y cuatro
piezas -le dijo- a cincuenta centavos cada una, más treinta y dos en domingos y
días feriados, a sesenta centavos cada una, son ciento cincuenta y seis con
veinte.
El músico no recibió el dinero.
-Son ciento ochenta y dos con
cuarenta -dijo-. Los valses son más caros,
-¿Y eso por qué?
-Porque son más tristes -dijo el
músico.
La abuela lo obligó a que
cogiera el dinero,
-Pues esta semana nos tocas dos
piezas alegres por cada valse qué te debo, y quedamos en paz.
El músico no entendió la lógica
de la abuela, pero aceptó las cuentas mientras desenredaba el enredo. En ese
instante, el viento despavorido estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el
silencio que dejó a su paso se escuchó en el exterior, nítido y lúgubre, el
canto de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para
disimular su turbación. Cerró el arca del dinero y la escondió debajo de la
cama, pero la abuela le conoció el temor de la manó cuando le entregó la llave.
"No te asustes", -le dijo-. "Siempre hay lechuzas en las noches
de viento". Sin embargo no dio muestras de igual convicción cuando vio
salir al fotógrafo con la cámara a cuestas.
-Si quieres, quédate hasta
mañana -le dijo-, la muerte anda suelta esta noche.
También el fotógrafo percibió el
canto de la lechuza pero no cambió de parecer.
-Quédate, hijo -insistió la
abuela- aunque sea por el cariño que te tengo.
-Pero no pago la música -dijo el
fotógrafo.
-Ah, no -dijo la abuela-. Eso
no.
-¿Ya ve? -dijo el fotógrafo-.
Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
-Entonces lárgate -dijo-.
¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que
siguió despotricando contra él mientras Eréndira la ayudaba a acostarse.
"Hijo de mala madre", rezongaba. "Qué sabrá ese bastardo del
corazón ajeno". Eréndira no le puso atención, pues la lechuza la
solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormentada
por la incertidumbre.
La abuela acabó de acostarse con
el mismo ritual que era de rigor en la mansión antigua, y mientras la nieta la
abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a respirar sus aires estériles.
-Tienes que madrugar -dijo
entonces-, para que me hiervas la infusión del baño antes de que llegue la
gente.
-Sí, abuela.
-Con el tiempo que te sobre,
lava la muda sucia de los indios, y así tendremos algo más que descontarles la
semana entrante.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
-Y duerme despacio para que no
te canses, que mañana es jueves, el día más largo de la semana.
-Sí, abuela.
-Y le pones su alimento al
avestruz.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
Dejó el abanico en la cabecera
de la cama y encendió dos velas de altar frente al arcón de sus muertos. La
abuela, ya dormida, le dio la orden atrasada.
-No se te olvide prender las
velas de los Amadises. -Sí, abuela.
Eréndira sabía
entonces que no despertaría, porque había empezado a delirar. Oyó los ladridos
del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez había reco-
nocído el soplo de
su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a cantar la lechuza, y su
instinto de libertad prevaleció por fin contra el hechizo de la abuela.
No había dado cinco
pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo que estaba amarrando sus
aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa cómplice la tranquilizó.
-Yo no sé nada -dijo el
fotógrafo-, no he visto nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición
universal. Eréndira corrió entonces hacia el desierto, decidida para siempre, y
se perdió en las tinieblas del viento donde cantaba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrló de
inmediato a la autoridad civil. El comandante del retén local saltó del
chinchorro a las seis de la mañana, cuando ella le puso ante los ojos la carta
del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.
-Cómo carajo quiere que la lea
-gritó el comandante- si no sé leer.
-Es una carta de recomendación
del senador Onésimo Sánchez -dijo la abuela.
Sin más preguntas, el comandante
descolgó un rifle que tenía cerca del chinchorro y empezó a gritar órdenes a
sus agentes. Cinco minutos después estaban todos dentro de una camioneta
militar, volando hacia la frontera, con un viento contrario que borraba las
huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto al conductor, viajaba
el comandante. Detrás estaba el holandés con la abuela, y en cada estribo iba
un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron
una caravana de camiones cubiertos con lona impermeable. Varios hombres que
viajaban ocultos en la plataforma de carga levantaron la lona y apuntaron a la
camioneta con ametralladoras y rifles de guerra. El comandante le preguntó al
conductor del primer camión a qué distancia había encontrado una camioneta de
granja cargada de pájaros.
El conductor arrancó antes de
contestar.
-Nosotros no somos chivatos
-dijo indignado-, somos contrabandistas.
El comandante vio pasar muy
cerca de sus ojos los cañones ahumados de las ametralladoras, alzó los brazos y
sonrió.
-Por lo menos -les gritó- tengan
la vergüenza de no circular a pleno sol.
El último camión llevaba un
letrero en la defensa posterior: Pienso en ti Eréndira.
El viento se iba haciendo más
árido a medida que avanzaban hacia el Norte, y el sol era más bravo con el
viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el polvo dentro de la
camioneta cerrada.
La abuela fue la primera que
divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo sentido en que ellos volaban, sin
más amparo contra la insolación que un pañuelo amarrado en la cabeza.
-Ahí está -lo señaló- ése fue el
cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de
los agentes del estribo que se hiciera cargo del fotógrafo.
-Agárralo y nos esperas aquí -le
dijo-. Ya volvemos.
El agente saltó del estribo y le
dio al fotógrafo dos voces de alto. El fotógrafo no lo oyó por el viento
contrario. Cuando la camioneta se le adelantó, la abuela le hizo un gesto
enigmático, pero él lo confundió con un saludo, sonrió, v le dijo adiós con la
mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el aire y cayó muerto sobre la
bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de rifle que nunca supo de
dónde le vino.
Antes del mediodía empezaron a
ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran plumas de pájaros nuevos, y el
holandés las conoció porque eran las de sus pájaros desplomados por el viento.
El conductor corrigió el rumbo, hundió a fondo el pedal, y antes de media hora
divisaron la camioneta en el horizonte.
Cuando Ulises vio aparecer el
carro militar en el espejo retrovisor, hizo un esfuerzo por aumentar la
distancia, pero el motor no daba para más. Habían viajado sin dormir y estaban
estragados de cansancio de sed. Eréndira, que dormitaba en el hombro de Ulises,
despertó asustada. Vio la camioneta que estaba a punto de alcanzarlos y con una
determinación cándida cogió la pistola de la guantera.
-No sirve -dijo Ulises-. Era de
Francis Drake.
La martilló varias veces y la
tiró por la ventana. La patrulla militar se le adelantó a la destartalada
camioneta cargada de pájaros desplomados por el viento, hizo una curva forzada,
y le cerró el camino.
…………………………………………..
Las conocí por esa época, que
fue la de más grande esplendor, aunque no había de escudriñar los pormenores de
su vida sino muchos años después, cuando Rafael Escalona reveló en una canción
el desenlace terrible del drama y me pareció que era bueno para contarlo. Yo
andaba vendiendo enciclopedias y libros de medicina por la provincia de
Riohacha. Alvaro Cepeda Samudio, que andaba también por esos rumbos vendiendo
máquinas de cerveza helada, me llevó en su camioneta por los pueblos del
desierto con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y hablamos tanto de
nada y tomamos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por dónde atravesamos el desierto
entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba la carpa del amor errante,
bajo los lienzos de letreros colgados: Eréndira es mejor Vaya y vuelva Eréndira
lo espera Esto no es vida sin Eréndira. La fila interminable y ondulante,
compuesta por hombres de razas y cones diversas, parecía una serpiente de
vértebras humanas que dormitaba a través de solares y plazas, por entre bazares
abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de aquella ciudad
fragoroso de traficantes de paso. Cada calle era un garito público, cada casa
una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las numerosas músicas
indescifrables y los pregones gritados formaban un solo estruendo de pánico en
el calor alucinante.
Entre la muchedumbre de
apátridas y vividores estaba Blacamán, el bueno, trepado en una mesa, pidiendo
una culebra de verdad para probar en carne propia un antídoto de su invención.
Estaba la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres,
que por cincuenta centavos se dejaba tocar para que vieran que no había engaño
y contestaba las preguntas que quisieran hacerle sobre su desventura. Estaba un
enviado de la vida eterna que anunciaba la venida inminente del pavoroso
murciélago sideral, cuyo ardiente resuello de azufre había de trastornar el
orden de la naturaleza, y haría salir a flote los misterios del mar.
El único remanso de
sosiego era el barrio de tolerancia, a donde sólo llegaban los rescoldos del
fragor urbano. Mujeres venidas de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica
bostezaban de tedio en los abandonados salones de baile. Habían hecho la siesta
sentadas, sin que nadie las despertara para quererlas, y seguían esperando al
murciélago sideral bajo los ventiladores de aspas atornilladas en el cielo
raso. De pronto, una de ellas se levantó, y fue a una galería de trinitarias
que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila de los pretendientes de
Eréndira.
-A ver -les gritó
la mujer-. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?
-Una carta de un senador -gritó alguien.
Atraídas por los
gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la galería.
-Hace días que esa
cola está así -dijo una de ellas-. Imagínate, a cincuenta pesos cada uno.La que
había salido primero decidió:
-Pues yo me voy a
ver qué es lo que tiene de oro esa sietemesino.
-Yo también -dijo
otra-. Será mejor que estar aquí calentando gratis el asi'ento.
En el camino, se
incorporaron otras, y cuando lle-
garon a la tienda
de Eréndira habían integrado una com-
parsa bulliciosa.
Entraron sin anunciarse, espantaron a golpes de almohadas al hombre que
encontraron gastán-
dose lo mejor que
podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de Eréndira y la sacaron
en andas a la calle.
-Esto es un
atropello -gritaba la abuela-. ¡Cáfila de desleales! ¡Montoneras! -Y luego, contra
los hombres de la fila-: y ustedes, pollerones, dónde tienen las cria-
dillas que permiten
este abuso contra una pobre criatura indefensa. ¡Maricas!
Siguió gritando
hasta donde le daba la voz, repar-
tiendo tramojazos
de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible
entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.
Eréndira no pudo
escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de perro con que la abuela
la enca-
denaba de un
travesaño de la cama desde que trató de fugarse. Pero no le hicieron ningún
daño. La mostraron en su altar de marquesina por las calles de más estrépito,
como el paso alegórico de la penitente encadenada, y al final la pusieron en
cámara ardiente en el centro de la plaza mayor. Eréndira estaba enroscada, con
la cara es-
condida pero sin
llorar, y así permaneció en el sol terri-
ble de la plaza,
mordiendo de vergüenza y de rabia la cadena de perro de su mal destino, hasta
que alguien le hizo la caridad de taparla con una camisa.
Esa fue la única
vez que las vi, pero supe que habían perfnanecido en aquella ciudad fronteriza
bajo el amparo de la fuerza pública hasta que reventaron las arcas de la
abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia el rumbo de] mar. Nunca se
vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de pobres. Era un desfile de
carretas tira-
das por bueyes,
sobre las cuales se amontonaban algunas réplicas de pacotilla de la
palafernalia extinguida con el desastre de la mansión, y no sólo los bustos
imperiales y los relojes raros, sino también un plano de ocasión y una vitrola
de manigueta con los discos de la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de
la carga, y una banda de músicos anunciaba en los pueblos su llegada triunfal,
La abuela viajaba
en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los cereales de la
faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño monumental había
aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco de lona de velero, en el
cual se metía los lingotes de oro como se meten las balas en un cinturón de
cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, vestida de géneros vistosos y con
estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de perro en el tobillo.
-No te puedes
quejar -le había dicho la abuela al salir de la ciudad fronteriza-. Tienes
ropas de reina, una cama de lujo, una banda de música propia, y catorce indios
a tu servicio. ¿No te parece espléndido?
-Sí, abuela.
-Cuando yo te falte
-prosiguió la abuela-, no que-
darás a merced de
los hombres, porque tendrás tu casa
propia en una
ciudad de importancia. Serás libre y feliz.
Era una visión
nueva e imprevista del porvenir. En cambio no había vuelto a hablar de la deuda
de origen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos plazos aumen-
taban a medida que
se hacían más intrincadas las cuestas del negocio. Sin embargo, Eréndira no
emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su pensamiento. Se sometió en
silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los
pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela
le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las
barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un viento
de laureles antiguos, y escu-
charon plltrafas de
diálogos de Jamaica, y sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazón,
y era que habían llegado al mar.
-Ahí lo tienes
-dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo de media vida
de destierro-. ¿No te gusta?
-Sí, abuela.
Allí plantaron la
carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a veces confundía sus
nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmió hasta más tarde que de
costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar. Sin embargo, cuando
Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle pronósticos sobre el futuro, y era
una clarividencia tan febril que parecía un delirio de vigilia.
-Serás una dueña
señorial -le dijo-. Una dama de alcurnia, venerada por tus protegidas, y
complacida y honrada por las más altas autoridades. Los capitanes de
los buques te
mandarán postales desde todos los puertos del mundo.
Eréndira no la
escuchaba. El agua tibia perfumada de orégano chorreaba en la bañera por un
canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con una totuma
impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela con una mano
mientras la jabonaba con la otra.
-El prestigio de tu
casa volará de boca en boca desde el cordón de las Antillas hasta los reinos de
Holanda -decía la abuela-. Y ha de ser más importante que la casa presidencial,
porque en ella se discutirán los asuntos del gobierno y se arreglará el destino
de la nación.
De pronto, el agua
se extinguió en el canal. Eréndira salió de la carpa para averiguar qué pasaba,
y vio que el indio encargado de echar el agua en el canal estaba cor-
tando leña en la
cocina.
-Se acabó -dijo el
indio-. Hay que enfriar más agua.
Eréndira fue hasta
la hornilla donde había otra olla grande con hojas aromáticas hervidas. Se
envolvió las manos en un trapo, y comprobó que podía levantar la olla sin ayuda
del indio.
-Vete -le dijo-. Yo echo el agua.
Esperó hasta que el
indio saliera de la cocina. Enton-
ces quitó del fuego
la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y
ya iba a echar el agua mortífera en el conducto de la bañera cuando la abuela
gritó en el interior de la carpa:
- ¡Eréndira!
Fue como si la
hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se arrepintió en el instante
final.
-Ya voy, abuela -dijo-. Estoy
enfriando el agua.
Aquella noche
estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela cantaba dormida con el
chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con unos ojos intensos que
parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó como un ahogado, con los
brazos en el pecho y los Ojos abiertos, y llamó con toda la fuerza de su voz
interior:
-uiises.
Ulises despertó de
golpe en la casa del naranjal. Ha-
bía oído la voz de
Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras del cuarto. Al cabo de
un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandonó
el dormitorio. Había atravesado la terraza cuando lo sorprendió la voz de su
padre:
-Para dónde vas.
Ulises lo vio iluminado de azul por la
luna.
-Para el mundo -contestó.
-Esta vez no te lo
voy a impedir -dijo el holandés-. Pero te advierto una cosa: a dondequiera que
vayas te perseguirá la maldición de tu padre.
-Así sea -dijo Ulises.
Sorprendido, y
hasta un poco orgulloso por la reso-
lución del hijo, el
holandés lo siguió por el naranjal enlu-
nado con una mirada
que poco a poco empezaba a son-
reír. Su mujer
estaba a sus espaldas con su modo de estar de india hermosa. El holandés habló
cuando Ulises cerró el portal.
-Ya volverá -dijo-
apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.
-Eres muy bruto -suspiró ella-. No volverá
nunca.
En esa ocasión, Ulises no tuvo
que preguntarle a nadie por el rumbo de Eréndira. Atravesó el desierto
escondido en camiones de paso, robando para comer y para dormir, y robando
muchas veces por el puro placer del riesgo, hasta que encontró la carpa en otro
pueblo de mar, desde el cual se veían los edificios de vidrio de una ciudad
iluminada, y donde resonaban los adioses noc-
turnos de los
buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba dormida, encadenada
al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la deriva, en que lo había
llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo rato sin despertarla, pero
la contempló con tanta inten-
sidad que Eréndira
despertó. Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin prisa, se
desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recóndita que
se parecieron más que nunca al amor.
En el otro extremo
de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta monumental y empezó a delirar.
-Eso fue por los
tiempos en que llegó el barco griego -dijo-. Era una tripulación de locos que
hacían felices a las mujeres y no les pagaban con dinero sino con esponjas,
unas esponjas vivas que después andaban caminando por dentro de las casas,
gimiendo como enfermos de hospital y haciendo llorar a los niños para beberse
las lágrimas.
Se incorporó con un
movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.
-Entonces fue
cuando llegó él, Dios mío -gritó-, más fuerte, más grande y mucho más hombre
que Amadís.
Ulises, que hasta
entonces no había prestado atención al delirio, trató de esconderse cuando vio
a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo tranquilizó.
-Tate quieto -le
dijo-. Siempre que llega a esa par-
te se sienta en la
cama, pero no despierta.
Ulises se acostó en su hombro.
-Yo estaba esa
noche cantando con los marineros y pensé que era un temblor de tierra -continuó
la abue-
la-. Todos debieron
pensar lo mismo, porque huyeron dando gritos, muertos de risa, y sólo quedó él
bajo el cobertizo de astromellas. Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo
estaba cantando la canción que todos canta-
ban en aquellos
tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.
Sin son ni ton,
como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las líneas de su amargura:
Señor, Señor, devuélveme mi antigua
inocencia para gozar su amor otra vez desde el principio Sólo entonces se
interesó Ulises en la nostalgia de la abuela.
-Ahí estaba él
-decía- con una guacamayo en el hombro y un trabuco de matar caníbales como
llegó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento de muerte cuando se
plantó en frente de mí, y me dijo: le he dado mil veces la vuelta al mundo y he
visto a todas las mu-
jeres de todas las
naciones, así que tengo autoridad para decirte que eres la más altiva y la más
servicial, la más hermosa de la tierra.
Se acostó de nuevo
y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira permanecieron un largo rato en
silencio, mecidos en la penumbra por la respiración descomunal de la anciana
dormida. De pronto, Eréndira preguntó sin un quebranto mínimo en la voz:
-¿Te atreverías a matarla?
Tomado de sorpresa, Ulises no
supo qué contestar. -Quién sabe -dijo-. ¿Tú te atreves?
-Yo no puedo -dijo Eréndira-,
porque es mi abuela.
Entonces Ulises
observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo su cantidad de vida, y
decidió: -Por ti soy capaz de todo.
……………………………………………
Ulises compró una libra de
veneno para ratas, la revolvió con nata de leche y mermelada de frambuesa, y
vertió aquella crema mortal dentro de un pastel al que le había sacado su
relleno de origen. Después le puso encima una crema más densa, componiéndolo
con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro de la maniobra siniestra y
completó el engaño con setenta y dos velitas rosadas.
La abuela se incorporó en el
trono blandiendo el báculo amenazador cuando lo vio entrar en la carpa con el
pastel de fiesta,
-Descarado -gritó-. ¡Cómo te
atreves a poner los pies en esta casa!
Ulises se escondió detrás de su
cara de ángel.
-Vengo a pedirle perdón -dijo-,
hoy día de su cumpleaños.
Desarmada por su mentira
certera, la abuela hizo poner la mesa como para una cena de bodas. Sentó a
Ulises a su diestra, mientras Eréndira les servía, y después de apagar las
velas con un soplo arrasador cortó el pastel en partes iguales. Le sirvió a Ulises.
-Un hombre que sabe hacerse
perdonar tiene ganada la mitad del cielo -dijo-Te dejo el primer pedazo que es
el de la felicidad.
-No me gusta el dulce -dijo él.
Que le aproveche.
La abuela le ofreció a Eréndira
otro pedazo de pastel. Ella se lo llevó a la cocina lo tiró en la caja de la
basura.
La abuela se comió sola todo el
resto. Se metía los pedazos enteros en la boca y se los tragaba sin masticar,
gimiendo de gozo, y mirando a Ulises desde el limbo de su placer. Cuando no
hubo más en su plato se comió también el que Ulises había despreciado. Mientras
masticaba el último trozo, recogía con los dedos y se metía en la boca las
migajas del mantel.
Había comido arsénico como para
exterminar una generación de ratas. Sin embargo, tocó el piano y cantó hasta la
media noche, se acostó feliz, y consiguió un sueño natural. El único signo
nuevo fue un rastro pedregoso en su respiración.
Eréndira y Ulises la vigilaron
desde la otra cama, y sólo esperaban su estertor final. Pero la voz fue tan
viva como siempre cuando empezó a delirar.
- ¡Me volvió loca, Dios mío, me
volvió loca! -gritó-. Yo ponía dos trancas en el dormitorio para que no
entrara, ponía el tocador y la mesa contra la puerta y las sillas sobre la
mesa, y bastaba con que él diera un golpecito con el anillo para que los
parapetos se desbarataran, las sillas se bajaban solas de la mesa, la mesa
y el tocador se apartaban solos, las
trancas se salían solas de las argollas.
Eréndira y Ulises
la contemplaban con un asombro creciente, a medida que el delirio se volvía más
profundo y dramático, y la voz más íntima.
-Yo sentía que me iba a morir,
empapada en sudor de miedo, suplicando por dentro que la puerta se abriera sin
abrirse, que él entrara sin entrar, que no se fuera nunca pero que tampoco
volviera jamás, para no tener que matarlo.
Siguió recapitulando su drama
durante varias horas, hasta en sus detalles más ínfimos, como si lo hubiera
vuelto a vivir en el sueño. Poco antes del amanecer se revolvió en la cama con
un movimiento de acomodación sísmica y la voz se le quebró con la inminencia de
los sollozos.
-Yo lo previne, y se rió
-gritaba-, lo volví a prevenir y volvió a reírse, hasta que abrió los ojos
aterrados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina!, y la voz no le salió por la boca
sino por la cuchillada de la garganta.
Ulises, espantado con la
tremenda evocación de la abuela, se agarró de la mano de Eréndira.
- ¡Vieja asesina! -exclamó.
Eréndira no le prestó atención,
porque en ese instante empezó a despuntar el alba. Los relojes dieron las
cinco.
- ¡Vete! -dijo Eréndira-. Ya va
a despertar.
-Está más viva que un elefante
-exclamó Ulises-. ¡No puede ser! ,
Eréndira lo atravesó con una
mirada mortal.
-Lo que pasa -dijo- es que tú no
sirves ni para matar a nadie.
Ulises se impresionó tanto con
la crudeza del reproche, que se evadió de la carpa. Eréndira continuó
observando a la abuela dormida, con su odio secreto, con la rabia de la
frustración, a medida que se alzaba el amanecer y se iba despertando el aire de
los pájaros. Entonces la abuela abrió los Ojos y la miró con una sonrisa
plácida.
-Dios te salve, hija.
El único cambio notable fue un
principio de desorden en las normas cotidianas. Era miércoles, pero la abuela
quiso ponerse un traje de domingo, decidió que Eréndira no recibiera ningún
cliente antes de las once, y le pidió que le pintara las uñas de color granate
y le hiciera un peinado de pontifical.
-Nunca había tenido tantas ganas
de retratarme -exclamó.
Eréndira empezó a peinarla, pero
al pasar el peine de desenredar se quedó entre los dientes un mazo de cabellos.
Se lo mostró asustada a la abuela. Ella lo examinó, trató de arrancarse otro
mechón con los dedos, y otro arbusto de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró
al suelo y probó otra vez, y se arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a
arrancarse el cabello con las dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados
en el aire con un júbilo incomprensible, hasta que la cabeza le quedó como un
coco pelado.
Eréndira no volvió a tener
noticias de Ulises hasta dos semanas más tarde, cuando percibió fuera de la
carpa el reclamo de la lechuza. La abuela había empezado a tocar el piano, y
estaba tan absorta en su nostalgia que no se daba cuenta de la realidad. Tenía
en la cabeza una peluca de plumas radiantes.
Eréndira acudió al llamado y
sólo entonces descubrió la mecha de detonante que salía de la caja del piano y
se prolongaba por entre la maleza y se perdía en la oscuridad. Corrió hacia
donde estaba Ulises, se escondió junto a él entre los arbustos, y ambos vieron
con el corazón oprimido la llamita azul que se fue por la mecha del detonante,
atravesó el espacio oscuro y penetró en la carpa.
-Tápate los oídos -dijo Ulises.
Ambos lo hicieron, sin que
hiciera falta, porque no hubo explosión. La tienda se iluminó por dentro con
una deflagración radiante, estalló en silencio, y desapareció en una tromba de
humo de pólvora mojada. Cuando Eréndira se atrevió a entrar, creyendo que la
abuela estaba muerta, la encontró con la peluca chamuscada y la camisa en
piltrafas, pero más viva que nunca, tratando de sofocar el fuego con una manta.
Ulises se escabulló al amparo de
la gritería de los indios que no sabían qué hacer, confundidos por las órdenes
contradictorias de la abuela. Cuando lograron por fin dominar las llamas y
disipar el humo, se encontraron con una visión de naufragio.
-Parece cosa del maligno -dijo
la abuela-. Los pianos no estallan por casualidad.
Hizo toda clase de conjeturas
para establecer las causas del nuevo desastre, pero las evasivas de Eréndira, y
su actitud impávida, acabaron de confundirla. No encontró una mínima fisura en
la conducta de la nieta, ni se acordó de la existencia de Ulises. Estuvo
despierta hasta la madrugada, hilando suposiciones y haciendo cálculos de las
pérdidas. Durmió poco y mal. A la mañana siguiente, cuando Eréndira le quitó el
chaleco de las barras de oro le encontró ampollas de fuego en los hombros, y el
pecho en carne viva. "Con razón que dormí dando vueltas", dijo, mientras
Eréndira le echaba claras de huevo en las quemaduras. "Y además, tuve un
sueño raro." Hizo un esfuerzo de concentración, para evocar la imagen,
hasta que la tuvo tan nítida en la memoria como en el sueño.
-Era un pavorreal en una hamaca
blanca -dijo.
Eréndira se sorprendió, pero
rehízo de inmediato su expresión cotidiana.
-Es un buen anuncio -mintió-.
Los pavorreales de los sueños son animales de larga vida.
-Dios te oiga -dijo la abuela-,
porque estamos otra vez como al principio. Hay que empezar de nuevo.
Eréndira no se alteró. Salió de
la carpa con el platón de las compresas, y dejó a la abuela con el torso
embebido de claras de huevo, y el cráneo embadurnado de mostaza. Estaba echando
más claras de huevo en el platón, bajo el cobertizo de palmas que servía de
cocina, cuando vio aparecer los Ojos de Ulises por detrás del fogón como lo vio
la primera vez detrás de su cama. No se sorprendió, sino que le dijo con una
voz de cansancio:
-Lo único que has conseguido es
aumentarme la deuda.
Los Ojos de Ulises se turbaron
de ansiedad. Permaneció inmóvil, mirando a Eréndira en silencio, viéndola
partir los huevos con una expresión fija, de absoluto desprecio, como si él no
existiera. Al cabo de un momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de
la cocina, las ollas colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo
de destazar. Ulises se incorporó, siempre sin decir nada, y entró bajo el
cobertizo y descolgó el cuchillo.
Eréndira no se volvió a mirarlo,
pero en el momento en que Ulises abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy
baja:
-Ten cuidado, que ya tuvo un
aviso de la muerte. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca.
La abuela vio entrar a Ulises
con el cuchillo, y haciendo un supremo esfuerzo se incorporó sin ayuda del
báculo y levantó los brazos.
- ¡Muchacho! -gritó-. Te
volviste loco.
Ulises le saltó encima y le dio
una cuchillada certera en el pecho desnudo. La abuela lanzó un gemido, se le
echó encima y trató de estrangularlo con sus potentes brazos de oso.
-Hijo de puta -gruñó-. Demasiado
tarde me doy cuenta que tienes cara de ángel traidor.
No pudo decir nada más porque
Ulises logró liberar la mano con el cuchillo y le asestó una segunda cuchillada
en el costado. La abuela soltó un gemido recóndito y abrazó con más fuerza al
agresor. Utises asestó un tercer golpe, sin piedad, y un chorro de sangre
expulsada a alta presión le salpicó la cara: era una sangre oleosa, brillante y
verde, igual que la miel de menta.Eréndira apareció en la entrada con el platón
en la mano, y observó la lucha con una impavidez criminal.
Grande, monolítica, gruñendo de
dolor y de rabia, la abuela se aferró al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus
piernas, hasta su cráneo pelado estaban verdes de sangre. La enorme respiración
de fuelle, trastornada por los primeros estertores, ocupaba todo el ámbito.
Ulises logró liberar otra vez el brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y
una explosión de sangre lo empapó de verde hasta los pies. La abuela trató de
alcanzar el aire que ya le hacía falta para vivir, y se derrumbó de bruces.
Ulises se soltó de los brazos exhaustos y sin darse un instante de tregua le
asestó al vasto cuerpo caído la cuchillada final.
Eréndira puso entonces el platón
en una mesa, se inclinó sobre la abuela, escudriñándole sin tocarla, y cuando
se convenció de que estaba muerta su rostro adquirió de golpe toda la madurez
de persona mayor que no le habían dado sus veinte años de infortunio. Con
movimientos rápidos y precisos, cogió el chaleco de oro y salió de la carpa.
Ulises permaneció sentado junto
al cadáver, agotado por la lucha, y cuanto más trataba de limpiarse la cara más
se la embadurnaba de aquella materia verde y viva que parecía fluir de sus
dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira con el chaleco de oro tomó conciencia
de su estado.
La llamó a gritos, pero no
recibió ninguna respuesta. Se arrastró hasta la entrada de la carpa, y vio que
Eréndira empezaba a correr por la orilla del mar en dirección opuesta a la de
la ciudad. Entonces hizo un último esfuerzo para perseguirla, llamándola con unos
gritos desgarrados que ya no eran de amante sino de hijo, pero lo venció el
terrible agotamiento de haber matado a una mujer sin ayuda de nadie. Los indios
de la abuela lo alcanzaron tirado boca bajo en la playa, llorando de soledad y
de miedo.
Eréndira
no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y
ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver la cabeza
por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de talco, por
el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales del mar
y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más
allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió
a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su
desgracia.
1.
¿Cómo era la relación entre la abuela y Eréndira?
2.
¿Cuáles eran las actividades que hacía Eréndira en
la mansión?
3.
¿Quiénes eran los Amadises?
4.
¿Qué elemento causa el incendio?
5.
¿Cómo comienza la desgracia de Eréndira?
6.
¿Cuál es la respuesta más usual de Eréndira ante su
abuela?
7.
¿Cómo es la iniciación de Eréndira?
8.
¿Por qué decide la abuela llevar a Eréndira hacia
los rumbos del contrabando?
9.
Describa física
y psicológicamente a los personajes principales.
10.
¿Cómo se enteran los hombres de la existencia de
Eréndira en el desierto?
11.
¿En qué situación conoce Ulises a Eréndira? ¿cómo lo trata la abuela?
12.
¿Cuánto tiempo considera la abuela que tendrá que
trabajar Eréndira para pagar la deuda?
13.
¿Qué sucede entre Eréndira y Ulises?
14.
¿Cómo describe Eréndira a Ulises?
15.
¿Qué hicieron los misioneros con Eréndira? ¿cómo la trataron?
16.
¿A quién recurre la abuela para recuperar a
Eréndira?
17.
¿Qué le propone Ulises a Eréndira? ¿Qué acuerdan?
18.
¿Qué hace Ulises con la abuela?
19.
¿Qué sucede finalmente?
20.
¿Qué
elementos, situaciones, actos no son reales o no se pueden dar en la
“realidad”?
21.
¿Cuándo -en el relato- se presenta la voz de
Eréndira más intensa y extensamente?
22.
Escriba una valoración personal de la novela.
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