SEIS PERSONAJES EN BUSCA DE AUTOR
Luigi
Pirandello
Prólogo
francisco nieva
Los
grandes hallazgos de teatro son muy simples. Basta que no estén apoyados en
ideas, sino en emociones. Nadie se emociona con las ideas, pero a partir de las
emociones se puede pensar mucho, se puede llegar a hacer un teatro muy
intelectual, como a veces nos parece el de Pirandello. Claro, que nos engañamos
si creemos esto. A Pirandello se le juzgó en su tiempo de modo muy
contradictorio. Se creyó que hacía un teatro muy reflexivo y lleno de abstracciones.
En
esencia, el teatro de Shaw y de Pirandello extrae toda su teatralidad de su
lucha contra la convención. Y toda sociedad es convencional. La convención es
su acuerdo, es su eje y su sostén. Tanto uno como otro sabían que la convención
social es insoslayable. He aquí el hallazgo trágico. La tragedia es irresoluble
y por ello es trágica, pero tanto uno como otro se dirigían al espectador de
teatro y a la conciencia particular de éste, «marginándolo» del resto de los
alienados, y eso sí que es otro hallazgo. El buen teatro puede ir contra todo
menos contra el espectador.
El
espectador tiene que ser un aliado. Esto mismo hacían de él Pirandello y Shaw.
Ninguno de los cuales se sirvió de ideas para crear emociones, sino todo lo
contrario. Esto es aún más evidente en Pirandello, aunque se le tomase como más
intelectual y abstracto que a Shaw.
Si
antes he dicho que las ideas de teatro, las grandes ideas, son muy simples, lo
dije pensando mucho más en Pirandello que en el otro. Pirandello descubre la
esencia del llamado «suspense» que luego tanto se ha aplicado al cine. Basta
con decir una tan simple verdad como la de que nada es lo que nos parece, basta
basar en ella la dramaturgia de la inquietud y que cientos de obras salgan, no
de la idea misma, sino del sentimiento de esa inquietud de la que emana toda
teatralidad. Se diría que primero se ha lanzado una idea bastante abstracta y
que con ella se ha provocado una emoción. Conociendo la vida de Pirandello se comprueba
muy bien que el gran escritor jamás hace emociones de las ideas, que es un
poseído por la vida y por sus emociones más complejas, un alma torturada y
ardiente. De la obra entera de Pirandello emana un fuego
siciliano, de mafia metafísica, de poderoso marginado —tiene angustias de
perro: amó a una loca. Una loca que le infligió torturantes emociones que le
hicieron pensar como aún no se ha atrevido a pensar ningún antisiquiatra sin
estar loco como «no lo estaba» Pirandello: que la sociedad podía estar
completamente del revés y esto no importaría lo más mínimo. Al contrario, sería
más justa por darle su oportunidad a lo que ahora creemos la parte más oscura
del hombre. ¿Cómo no va a ser oscura, si jamás la queremos iluminar?
Pirandello
es un catalizador del genio siciliano —no napolitano—, un catalizador de la
angustia de un grupo étnico tan híbrido y extraño. Sicilia es una tierra por
donde reptan las sibilas. Todas las edades están muertas en Sicilia. Y Luigi
Pirandello se casó con una loca. ¿Saben ustedes que amar a una loca es gustar
de todas las desmesuras insensatas del amor, que se vive una inquietud
sexualizada y se consulta al Juicio Final cuando se la besa? ¿Que Dios habla
por boca de ella y dice las insensateces últimas de Dios, las insensateces que
son su verdad más tremenda? La duda. Dios siembra la duda mientras arde y por
eso transmite un calor de vida siempre llameante y «nunca resuelta». Amar o
haber amado a una loca puede llevar a esta luminosa verdad que es la
irresolución trágica de todo. Trágica porque no la dominamos, porque está
enfrente de nosotros. Es una verdad que no aplaca —y por ello es una verdad de
vida— que no tranquiliza el ánimo de nadie.
Véase,
pues, lo que puede dar este sentimiento trágico de la vida llevado al teatro. Ese
es el teatro de Pirandello. Es un objetivo de cámara fotográfica que podemos ir
paseando por toda la superficie de esta tierra aparencial. Luego, de la
fotografía, levantaremos una película que descubrirá los colores opuestos que,
por lo bajo como una mafia, están determinando esa superficie, la apariencia de
esta superficie. Habremos comprobado, con un sentimiento de terror que, nunca
es más verdad una verdad, que cuando es una mentira. Esto lo vemos expresado en
la razón de la locura y en el magnífico, casi grandioso, teatro de Pirandello.
Sus procedimientos teatrales pueden quedar anticuados, nada vale contra ese
hallazgo trágico que es esencia de la tragedia, como la filosofía de Kant era
esencia del acto de filosofar. La forma de «tragediar» de Pirandello es el
soporte de su talento, como su talento es el soporte de esa angustia tan
teatralizable. La verdad se halla entremedias. Todo es ganas de decir la verdad
en este teatro. Esas ganas se traducen en un suspenso que tiene la gran virtud
de no ser policíaco. Lo policíaco sólo es un recurso muy tópico para exacerbar
esa inquietud. En el teatro de Pirandello nos damos cuenta de que todo, absolutamente todo, aunque no ponga mano en ello
la Policía, tiene esa condición asesina y encubridora. Y una gracia maligna.
Tan captado se sintió por él un cierto público de su tiempo, que temieron que
apuntase el objetivo de esa cámara mágica hacia sus vidas y descubriese todo lo
que ellos no querían saber de sí mismos.
A
tal punto se le ha tenido, porque llegó a sembrar la duda en el espectador de
si el asesino no era él, el espectador mismo. Por eso prescinde Pirandello de
la policía y de los temas policíacos tópicos —por más que siempre o casi
siempre hay un personaje en sus obras que encarna una cierta misión de investigador,
de inquisidor— porque la extrema depuración del suspenso es cuando, al implicar
en el proceso a la sociedad entera, el propio espectador, enfrentado a su forma
de juzgar, se puede sentir culpable, pensar de sí mismo que es «el malo». Esta
duda magnífica, sembrada por un dramaturgo, es la mayor «participación teatral»
que puede darse, la única.
Seis personajes en busca de autor es
quizás la obra más representativa de Pirandello, en donde la expresividad de
los muchos golpes de efecto —todos efectos eminentemente teatrales— se pone a
girar como una rueda, incesantemente, hasta el final. Aquel lector que no haya
visto representar la comedia, debe imaginarse que está en el teatro y debe
«sentir» cómo esos personajes surgen a la sombra. Debe «saber incorporarse» a
este milagro escénico, vivirlo al compás de la lectura. Porque el caso de
Pirandello es el de la superteatralidad de la vida, hasta qué punto la vida es
puro teatro. Basta con ponerle un marco para que cualquier realidad se
teatralice y cobre una dimensión nueva. En Seis personajes... la
vida es mentira y la verdad es teatro. La realidad es una ficción de la
realidad.
Literariamente
es una obra perfecta, pero se ve que la tal obra ha sido escrita para ser dicha
e interpretada por actores de gran calado interpretativo, es obra de «divos».
Ni uno solo de sus papeles deja de tener una dimensión que sobrepasa el mero
texto escrito. Es teatro al estado puro, como casi todas las de Pirandello.
Como
todo el buen teatro moderno, Seis personajes... requiere que el lector se convierta en el propio director de escena de
su lectura. Cuando ello se consigue, la lectura de Pirandello aficiona, nos
«engancha» a la del teatro, cosa que tanto escasea hoy en día, en donde la
imaginación se ha vuelto perezosa.
Hubiera
sido para mí una ventura no conocer a Pirandello, para que un día pudiera
encontrar, de repente y sin previo aviso, una afortunada y rara comedia, teatro
esencial y de todos los tiempos, llamada Seis personajes en busca de autor.
Luigi
Pirandello
Seis
personajes en busca de autor
Prefacio1
Hace muchos años sirve a mi arte (aunque parece que
fuera ayer) una criadita agilísima, y por eso nada primeriza en el oficio.
Se llama Fantasía.
Es un poco despectiva y burlona. Aunque le gusta
vestir de negro, nadie le negará que no tiene sus ocurrencias, así como nadie
creerá que todo lo hace siempre en serio y sólo de esa manera. Mete la mano en
el bolsillo, saca de él un gorrito de cascabeles, rojo como una cresta, se lo
pone y desaparece. Hoy está aquí, mañana allá. Y se divierte llevando a casa,
para que yo componga relatos, novelas y comedias, a la gente más insatisfecha
del mundo: hombres, mujeres, muchachos, vinculados a extraños problemas de los
cuales no saben cómo librarse; contrariados en sus proyectos, frustrados en sus
esperanzas, y con quienes, en fin, de verdad que es muy fastidioso conversar.
Pues bien, esta criadita, Fantasía, tuvo hace ya
muchos años la perversa inspiración o el desafortunado capricho de llevar a mi
casa a toda una familia, no sé de dónde ni cómo recogida, pero de quienes ella
pensaba que yo habría podido sacar el tema para una magnífica novela.
Me encontré a un hombre que rondaba los cincuenta
años, vestido con chaqueta negra y pantalón claro, de un aire tenso y de ojos malhumorados
por alguna mortificación; a una pobre mujer con vestido de luto, que agarraba
con la mano a una chiquilla de cuatro años y con la otra a un niño de poco más
de diez; a una muchacha osada y
procaz, también vestida de negro pero con una ostentación equívoca y agresiva,
toda ella una crispación arrogante e incisiva dirigida contra aquel viejo
mortificado y contra un veinteañero que permanecía aparte y ensimismado, como
si despreciara a todos.
En resumen, aquellos seis personajes que suben al
escenario al principio de la comedia. O bien uno u otro, pero con frecuencia
uno desautorizando al otro, empezaban a contarme sus tristes asuntos, cada uno
gritando sus razones, aventándome en la cara sus descontroladas pasiones, casi
del mismo modo como ahora lo hacen en la comedia con el desdichado Director.
¿Qué autor podrá contar alguna vez cómo y por qué un
personaje nació en su fantasía? El misterio de la creación artística es el
mismo misterio del nacimiento. Puede ser que una mujer, amando, desee convertirse
en Madre, pero el deseo por sí sólo, por más intenso que sea, no basta. Un
afortunado día ella será Madre, sin advertir de manera precisa la concepción.
De igual modo un artista, viviendo, recibe muchos motivos de la vida, y no
puede jamás decir cómo y por qué, en determinado momento, uno de estos motivos
vitales entra en su fantasía y se convierte en una criatura viva, en un plano
de vida superior a la voluble existencia diaria.
Sólo puedo decir que sin saber que los había buscado
me encontré delante de aquellos seis personajes, tan vivos como para tocarlos,
como para oírlos respirar, que ahora se pueden ver en escena. Y aguardaban,
allí presentes, cada uno con su secreta tortura y unidos por el nacimiento y
desarrollo de sus mutuos percances, que yo los introdujera en el mundo del
arte, haciendo de ellos, de sus pasiones y de sus casos una novela, un drama o,
por lo menos, un relato.
Habían nacido vivos y querían vivir.
Ahora sería conveniente saber que a mí no me ha
bastado representar la figura de un hombre o de una mujer, por más especiales y
característicos que sean, ni narrar una aventura peculiar, amena o triste, por
el sólo gusto de narrarla, o describir un paisaje por el sólo gusto de
describirlo.
Hay algunos escritores (y no son pocos) que tienen
este gusto y, conformes, no exploran otro. Son escritores de naturaleza
específicamente histórica.
Pero hay otros que más allá de ese gusto
experimentan una necesidad espiritual más profunda, por la cual no admiten
figuras, acontecimientos, paisajes que no se embeban, por decirlo así, de un
particular sentido de la vida, y no adquieran con ello un valor universal. Son
escritores de naturaleza específicamente filosófica.
Yo tengo la desgracia de pertenecer a estos últimos.
Odio el arte simbólico, para el que la
representación pierde cada movimiento espontáneo y se convierte en una máquina,
en una alegoría. Es un esfuerzo vano y equívoco, porque el sólo hecho de dar
sentido alegórico a una representación revela claramente que ya se
sobreentiende en ella un valor de fábula que no tiene por sí misma ninguna
verdad, ni fantástica ni real, y que ha sido hecha para demostrar cualquier
tipo de verdad moral. Esa necesidad espiritual de la que hablo no se puede
satisfacer con ese simbolismo alegórico, sino es ocasionalmente y debido a una
ironía sublime (por ejemplo, en Ariosto) Este simbolismo parte de un concepto,
e incluso de un concepto que se hace o intenta convertirse en imagen. Aquella
necesidad, en cambio, busca en la imagen, que debe permanecer viva y libre en
toda su expresión, un sentido que le dé valor.
Ahora, por más que lo buscara, yo no lograba
descubrir este sentido en esos seis personajes. Consideraba por lo tanto que no
valía la pena hacerlos vivir.
Pensaba para mí mismo: «Ya he agobiado tanto a mis lectores
con centenares y centenares de relatos: ¿por qué tendría que agobiarlos todavía
más con la narración de los casos tristes de estos seis desafortunados?»
Pensando así los alejé de mí. O, mejor dicho, hacía
lo posible por alejarlos.
Pero no se da vida en vano a un personaje.
Criaturas de mi espíritu, las seis ya vivían una
vida que era suya y ajena a mí, una vida que yo no podía seguir negándoles.
Es tan cierto que, a pesar de insistir en excluirlos
de mi espíritu, ellos, casi del todo distanciados de cualquier tipo de soporte
narrativo, personajes de novela surgidos prodigiosamente de las páginas que los
contenían, seguían viviendo por su cuenta. Aprovechaban ciertos momentos del
día para acercarse a mí en la soledad de mi estudio, y
uno u otro, o al unísono, me
tentaban y me proponían ésta o aquella escena para representar o describir, hablaban del
impacto que se podría lograr, del interés nuevo que despertaría una situación
insólita, y así sucesivamente.
Por momentos me rendía, y bastaba cada vez mi
condescendencia o el dejarme llevar, para que ellos ganaran un poco más de vida
y aumentaran su presencia. También, por eso mismo, lograban persuadirme con
mayor eficacia. De esta manera, poco a poco, se me hacía más difícil librarme
de ellos y se les hacía más fácil tentarme. Tanto es así que llegó a
convertirse, en cierto momento, en una tremenda obsesión. Al menos hasta que
encontré, casi al mismo tiempo, el modo de resolverlo.
«¿Por qué no represento —me dije— esta novedosa
situación de un autor que se niega a dar vida a ciertos personajes que, a pesar
de haberles infundido vida, no se resignan a quedar excluidos del mundo del
arte? Ellos se han separado de mí, viven por su cuenta, han logrado voz y
movimiento, a la fuerza se han hecho a sí mismos personajes dramáticos en esta
lucha sostenida conmigo por su propia vida, personajes que pueden moverse y
hablar por sí mismos, se ven ya como tales y han aprendido a defenderse de mí,
por lo que también sabrán defenderse de los demás. Pues, entonces, dejémoslos
ir a donde deben ir los personajes dramáticos para cobrar vida: sobre un
escenario. Y veamos qué ocurre»
Así lo he hecho. Y, como era de esperarse, ha
ocurrido lo que tenía que ocurrir: es una mezcla de tragedia y comedia, de
fantasía y realismo, en una situación humorística completamente nueva y, como
nunca, compleja. Por un lado, un drama que en sí y a través de sus personajes
extremados, locuaces y autosuficientes, que lo llevan a cuestas y lo sufren en
ellos mismos, quiere alcanzar al precio que sea el modo de ser representado.
Por otro, una comedia sobre el vano intento de esta improvisada ejecución
escénica. Desde un comienzo, la sorpresa de aquellos pobres actores de una
compañía dramática, que ensayaban de día una comedia sobre un escenario despojado
de bastidores y decorados; sorpresa e incredulidad al ver aparecer a aquellos
seis personajes que se anunciaban como tales
buscando un autor; después, casi de inmediato, la inesperada ausencia de la
Madre enlutada, el instintivo interés en el drama que entreveían en ellos y en
los otros miembros de esa extraña familia; un drama oscuro, ambiguo, que se
abatía sin pensarlo sobre aquel escenario vacío e inadecuado para recibirlo, y
poco a poco el aumento de este interés cuando prorrumpieron las pasiones contrastadas,
bien del Padre o de la Hijastra, del Hijo, o de aquella pobre Madre; pasiones
que buscan, como dije, imponerse entre sí con una furia trágica y lacerante.
Y entonces aquel sentido universal, buscado en vano
al comienzo en estos seis personajes, lo alcanzaron ellos mismos una vez que
subieron al escenario, encontrándolo en sí mismos al concitar la lucha
desesperada de cada uno contra el otro, y todos contra el Director y los
actores que no los comprenden.
Sin quererlo, sin saberlo, en el ajetreo de sus
atormentados espíritus, para defenderse de las acusaciones mutuas, expresan
como si fueran suyas las exaltadas pasiones y el tormento que, en realidad, han
sido durante tantos años pesares de mi espíritu: el engaño que supone la
comprensión recíproca, basado de modo irremediable en la vacía abstracción de
las palabras, y en la personalidad múltiple de cada uno de acuerdo con todas
las posibilidades de ser que subyacen en nosotros. Y, finalmente, el trágico
conflicto inmanente entre la vida que se mueve sin pausa, transformándose, y la
forma inmutable que la detiene.
Sobre todo dos de aquellos seis personajes, el Padre
y la Hijastra, hablan de esta atroz e inevitable fijeza de su forma, en la cual
el uno y la otra consideran expresada para siempre su esencia, sin que pueda
modificarse, y que en uno representa castigo y, en la otra, venganza. Defienden
su esencia de los gestos ficticios y la inconsciente volubilidad de los
actores, tratando de imponerse al vulgar Director que quisiera alterarla y
acomodarla a las llamadas exigencias del teatro.
No todos los seis personajes están aparentemente en
el mismo grado de conformación, pero no porque exista entre ellos figuras de
primer o segundo plano, es decir «protagonistas» y «comparsas» —que sería una
perspectiva elemental y necesaria para una composición escénica o narrativa—, ni tampoco porque
todos no estén debidamente conformados para su propósito. Los seis están en el
mismo grado de realización artística y en el mismo plano de realidad: lo
fantástico de la comedia. Tanto el Padre como la Hijastra e incluso el Hijo
están realizados como espíritus; la Madre como naturaleza; y como «presencia»
el jovencito que mira y gesticula y la niña por completo inerte. Este hecho
crea entre ellos una perspectiva inédita. Inconscientemente, yo había tenido la
impresión de que en algunos casos necesitaba revelarlos más acabados
(artísticamente), en otros menos, y en el resto apenas o un poco configurados
como elementos de un hecho por narrar o escenificar: los más vivaces y logrados,
el Padre y la Hijastra, que obviamente vayan por delante, guíen e incluso
arrastren el peso casi muerto de los otros: uno, el Hijo, rebelde; el otro, la
Madre, como una víctima resignada en medio de esas dos criaturitas que casi no
tienen consistencia de no ser por su apariencia y por depender de que los
lleven de la mano.
¡Tal cual! Definitivamente, cada uno debía aparecer
en ese estadio de creación, alcanzado en la fantasía del autor, en el momento
en que iba a expulsarlos de sí.
Si ahora lo pienso, haber intuido esta necesidad y
haber encontrado el modo de resolverla con una nueva perspectiva, y de la
manera cómo lo logré, me parece un milagro. El hecho es que la comedia fue de
verdad concebida en una espontánea iluminación de la fantasía, cuando
prodigiosamente se corresponden y obran elementos del espíritu en una
concertación divina. Ningún cerebro humano, por más calculador o por más
afanoso, habría logrado jamás penetrar y satisfacer todas las necesidades de su
forma. Por eso, las razones que expondré para esclarecer sus valores no se
deben tomar como intenciones preconcebidas por mí cuando me disponía a su
creación, y de la que ahora asumo su defensa, sino sólo como hallazgos que yo
mismo, luego, con la mente clara, he podido hacer.
He querido representar seis personajes que buscan un
autor. El drama no alcanza a escenificarse precisamente porque falta el autor
que buscan, y se representa, en cambio, la comedia de su inútil tentativa, con todo lo que tiene de trágica
por el hecho de que estos seis personajes han sido rechazados.
Pero ¿se puede representar un personaje
rechazándolo? Evidentemente que para representarlo se necesita, al contrario,
acogerlo en la fantasía y luego expresarlo. Yo, en efecto, he acogido y
realizado aquellos seis personajes: pero los he acogido y realizado como
rechazados: en busca de otro autor.
Es necesario ahora comprender qué rechacé de ellos;
no a ellos mismos, obviamente, sino a su drama, que sin duda les interesa sobre
todo a ellos, pero que no me interesaba a mí en absoluto por las razones
expuestas.
¿Qué es, para un personaje, su propio drama?
Cada fantasma, cada criatura del arte, para llegar a
existir debe tener su propio drama. Es decir, un drama del cual sea personaje y
por el cual es personaje. El drama es la razón de ser del personaje, es su
función vital: lo necesita para existir.
Yo, de los seis, he acogido el ser, pero rechazando
la razón de ser; he tomado el organismo para confiarle, en vez de su función
inherente, otra función más compleja, en la cual apenas sí entraba como una
simple anécdota. Situación terrible y desesperada de manera especial para dos
personajes —el Padre y la Hijastra— quienes viven más que los demás y poseen una conciencia
mayor de ser personajes, es decir, seres absolutamente necesitados de un drama,
del suyo propio, un drama en el que sólo ellos pueden imaginarse a sí mismos y
que, por lo pronto, lo ven rechazado. Es una situación «imposible» de la cual sienten que deben
salir cueste lo que cueste, como si se tratara de un asunto de vida o muerte.
Lo cierto es que, en cuanto razón de ser, en cuanto función, yo les di otra,
justamente esa situación «imposible», el drama de estar a la busca de un autor
por haber sido rechazados: pero ni siquiera sospechan que ésta sea una razón de
ser y que haya devenido para ellos, que ya tenían una vida propia, la función
necesaria y suficiente para existir. Si alguien se lo dijera, no lo creerían;
porque no es posible creer que la única razón de nuestra vida se cifre en un
tormento que nos parece injusto e inexplicable.
No logro imaginar, por eso, con qué fundamento se me
hizo la observación de que el
personaje del Padre no fue aquel que debía ser, porque prescindía de sus
cualidades y posición de personaje al invadir, en ciertas ocasiones y haciendo
suyos, los atributos del autor. Yo, que comprendo a quienes no me comprenden,
supongo que la observación se deriva del hecho de que aquel personaje expresa
como suya una inquietud que es reconocidamente mía. Lo que es muy natural y no
significa nada en absoluto. Aparte de especificar que la inquietud padecida y
vivida por el personaje del Padre se debe a causas y razones que no tienen nada
que ver con el drama de mi experiencia personal, consideración suficiente para
desautorizar la crítica, quiero aclarar que una cosa es la inquietud inmanente
de mi espíritu, inquietud que de manera legítima puedo reflejar en un personaje
—hasta el punto de hacerla orgánica—, y que otra cosa es la actividad de mi
espíritu dedicada a la creación de este trabajo, es decir, la actividad que
logra establecer el drama de esos seis personajes en busca de un autor. Si el
Padre fuera partícipe de esta última actividad, si concurriera a crear parte
del drama del ser de aquellos personajes sin autor, entonces sí, y sólo
entonces, sería justificado decir que él sea en ocasiones el mismo autor, y,
por lo tanto, no aquel que debería ser. Pero el Padre, en su posición de
«personaje en busca de autor», lo sufre y no lo crea, lo sufre como una
fatalidad inexplicable y como una situación frente a la cual busca rebelarse
con todas sus fuerzas y remediarla: lo que es propio de un «personaje en busca
de un autor», y nada más, aunque exprese como suya la inquietud de mi espíritu.
Si fuera parte de la actividad del autor, se explicaría perfectamente su
fatalidad. Se sentiría vinculado, incluso como personaje rechazado, porque
siempre sería acogido en la matriz fantástica de un poeta, y no tendría más
motivo para padecer la desesperación de no encontrar quien afirme y componga su
vida de personaje: quiero decir que aceptaría sin inconvenientes la razón de
ser que le da el autor y, sin ninguna queja, renunciaría a la que tenía,
despachando al Director y a aquellos actores a los que debe recurrir, por el
contrario, como única posibilidad.
Hay un personaje, en cambio, el de la Madre, al cual
no le importa de hecho tener vida, considerando el tenerla como un fin en sí mismo. Ella no tiene la menor duda de
estar viva, ni se le ha ocurrido jamás la idea de preguntarse cómo y por qué, o
en qué modo, lo está. No tiene, en suma, conciencia de ser personaje: esto en
cuanto no está jamás, ni siquiera por un momento, desencajada de su «papel». No
sabe que tiene un «papel»
Esto la hace perfectamente orgánica. De hecho, su
papel de Madre no genera, por su «naturalidad», movimientos espirituales. Ella
no vive como un espíritu: vive en un sentimiento continuo que no tiene
progresión, y por lo tanto no puede adquirir conciencia de su vida, en lo que
respecta a ser personaje. Pero, con todo eso, también ella busca a su modo y
para sus propios fines un autor; hasta cierto punto parece sentirse contenta de
haber sido llevada ante el Director. Quizá porque también ella espera cobrar
vida debido a él. Pero no: porque ella espera que el Director la haga
representar una escena con el Hijo, en la cual pondría mucho de su propia vida;
pero es una escena que no existe, que jamás ha podido ni podrá existir. Es
inconsciente de ser personaje, es decir, inconsciente de la vida que podría
tener, fijada y determinada toda, segundo a segundo, en cada gesto y cada
palabra.
Ella se presenta con los demás personajes en el
escenario pero sin entender lo que la obligan a hacer. Evidentemente, imagina
que la obsesión por vivir que empuja al marido y a la hija, y por la cual ella
también se encuentra en un escenario, no es más que una de las frecuentes e
incomprensibles extravagancias de aquel hombre atormentado y atormentador, y
—horrible, horrible— una nueva y equívoca arrogancia de la pobre y descarriada
muchacha. Es por completo pasiva. Los acontecimientos de su vida y el valor que
éstos han adquirido, incluso su carácter, son cosas que se dicen los demás y
que ella sólo contradice una vez, porque el instinto materno surge y se rebela
en ella para aclarar que no quiere abandonar ni al Hijo ni al marido, porque el
Hijo le fue arrancado y el marido la obligó a abandonarlo. Pero sólo rectifica
simples datos: no sabe y no se explica nada.
Es, en resumen, naturaleza. La naturaleza fijada en
la figura de una Madre.
Este personaje me ha dado una satisfacción
inesperada, que debo explicar. Casi todos mis críticos, en vez de definirla
como acostumbran de «inhumana» —lo que parece ser el carácter peculiar e
incorregible de todas mis criaturas, sin distinción— han tenido la bondad de
señalar, «con verdadera complacencia», que finalmente había surgido de mi
fantasía una figura humanísima. El elogio me lo explico así: estando mi pobre Madre ceñida a
su carácter de Madre, sin posibilidad de libres movimientos espirituales, es
decir, casi como si fuera un pedazo de carne completamente viva en todas sus
funciones de procrear, dar de mamar, cuidar y amar a su prole, sin necesidad de
recurrir al cerebro, ella realiza en sí misma el verdadero y perfecto «tipo
humano». Es cierto que ocurre así, porque nada parece más superfluo en un
organismo humano que el espíritu.
Pero los críticos, a pesar de aquel elogio, han
despachado a la Madre sin preocuparse por dilucidar el núcleo de valores
poéticos que, en la comedia, representa el personaje. Humanísima figura, de
acuerdo, porque carece de espíritu, es decir, inconsciente de lo que es o
despreocupada por explicárselo. Pero el hecho de ignorar que es un personaje no
la priva de serlo. Ése es su drama en mi comedia. Y la expresión más viva de
eso se manifiesta en aquel grito que da al Director, cuando él quiere
persuadirla de que todo ya ha ocurrido y que, por lo tanto, no puede haber
motivo de un nuevo llanto: «¡No! ¡Ocurre ahora, ocurre siempre! ¡Mi
dolor no es falso, señor! Estoy viva y presente en cada momento de mi dolor,
que se renueva y está siempre presente y vivo». Esto lo siente ella sin
conciencia, y, por lo tanto, como cosa inexplicable: pero lo siente de manera
tan terrible que no piensa siquiera que pueda explicárselo a sí misma o a los
demás. Lo siente y punto. Lo siente como un dolor, y este dolor inmediato es el
que grita. Así, en ella se refleja la fijeza de su vida en una forma que, de
otro modo, atormenta al Padre y a la Hijastra. Éstos son espíritu; ella, un
carácter de la naturaleza. El espíritu se rebela contra esa fijeza, o busca, de
la manera que sea, aprovecharla. La naturaleza, si no es instigada por los
estímulos sensitivos, llora.
El conflicto inmanente entre el movimiento vital y
la forma es una condición
inexorable no sólo de orden espiritual sino también natural. La vida que se ha
fijado para que exista en nuestra forma corporal, poco a poco mata la forma
adquirida. El llanto de esta naturaleza detenida es el irreparable y continuo
envejecer de nuestro cuerpo. El llanto de la Madre es, del mismo modo, pasivo y
perpetuo. Expuesto en tres fases, valorado en tres dramas diversos y
contemporáneos, aquel inmanente conflicto encuentra en la comedia, de esta
manera, la expresión más lograda. Y más aún, porque la Madre también declara el
valor específico de la forma artística en aquel grito suyo al Director: la
forma no abarca ni siega su vida, y la vida, a su vez, no termina por agotar a
la forma. Si el Padre y la Hijastra acometieran cien mil veces seguidas su
escena, siempre en el punto establecido, en el instante en el que la vida de la
obra de arte debe expresarse con aquel grito suyo, el grito siempre volvería a
estallar: sería inalterado e inalterable en su forma, pero no como una
repetición mecánica, ni como una repetición obligada por necesidades exteriores,
sino todo lo contrario, cada vez vivo, como si fuera nuevo, como si siempre
naciera de improviso: embalsamado vivo en su forma imperecedera. De esta
manera, cada vez que abrimos el libro2, encontraremos a
Francesca viva confesando a Dante su dulce pecado, y si volviéramos cien mil
veces seguidas, Francesca diría de nuevo sus palabras, sin repetirlas jamás de
manera mecánica, sino diciéndolas como si fuera la primera vez, con una pasión
tan viva y brusca que Dante desfallecerá cada vez que la escuche. Todo lo que
tiene vida, por el hecho de vivir, tiene forma, y por eso debe morir: salvo la
obra de arte, que precisamente vivirá por siempre porque es forma.
El nacimiento de una criatura de la fantasía humana,
nacimiento que es el paso del umbral entre la nada y la eternidad, puede ocurrir de golpe, cuando su gestación responde
a una necesidad. Para un drama imaginado se necesita un personaje que haga o
diga algo preciso y necesario; por eso aquel personaje nació, y es eso exactamente lo
que tenía que existir. Así nace Madama Paz3 entre aquellos seis
personajes, y es como un milagro. Incluso es un artilugio sobre aquel escenario
representado de manera realista. Pero no es artilugio. El nacimiento es real,
el nuevo personaje está vivo no porque ya estaba vivo sino porque felizmente
nació, como corresponde a su naturaleza de personaje «obligado», por decirlo de
alguna manera. Ha ocurrido un resquebrajamiento, una mutación inédita en el
plano de realidad de la escena, porque un personaje sólo puede nacer de ese
modo en la fantasía del poeta y no sobre las tablas de un escenario. Sin que
nadie se percate, ha cambiado de golpe la escena: la he vuelto a acoger en ese
momento en mi fantasía sin necesidad de privársela a los espectadores; les he
mostrado, en vez del escenario, pero bajo la imagen del mismo escenario, el
acto de creación de mi fantasía. La mutación inesperada y fuera de control de
una apariencia, desde un plano de la realidad a otro, es un milagro parecido a
los realizados por aquel santo que hace mover su estatua, que en ese momento ya
no es por cierto ni de madera ni de piedra, pero tampoco es un milagro
arbitrario. Aquel escenario, por acoger también la realidad fantástica de los
seis personajes, no existe por sí mismo como un hecho fijo e inmutable, como
nada en esta comedia existe con un lugar asignado o preconcebido: todo deviene,
todo gira, todo se improvisa. También el plano de realidad del lugar, en el
cual se transforma y vuelve a transformar esta vida informe que busca una
forma, llega a modificarse orgánicamente. Cuando concebí que naciera allí
Madama Paz, en el escenario, sentí que podía hacerlo y lo hice; si hubiera
advertido que este nacimiento descuadraba y modificaba silenciosamente y casi
sin advertirlo, en un sólo segundo, el plano de realidad de la escena, seguro que no lo hubiera intentado, detenido
por la aparente falta de lógica. Habría infligido un defecto a la belleza de mi
obra, de la que me salvó el fervor de mi espíritu: porque contra una falsa
apariencia lógica, aquel nacimiento fantástico está sustentado por una
verdadera necesidad, que tiene una misteriosa y orgánica correspondencia con
toda la vida de la obra.
Que alguien me diga ahora que ésta no tiene todo el
valor que podría tener, porque su expresión no es coherente sino caótica,
porque peca de romanticismo, y me hará sonreír.
Comprendo por qué se me hizo esa observación. Porque
en mi trabajo la representación del drama en el cual se ven implicados los seis
personajes parece tumultuosa y no procede de acuerdo a un orden establecido: no
hay desarrollo lógico, no hay una concatenación de los acontecimientos. Es muy
cierto. Ni por más que lo buscara hubiera podido encontrar un modo más
desordenado, estrambótico, arbitrario y complicado, es decir, más romántico, de
representar «el drama en que se ven implicados los seis personajes». Es muy
cierto, pero yo, a propósito, no he representado ese drama: he representado
otro —¡y no voy a repetir cuál!— en el que, entre las otras cosas bellas que
cada uno encontrará de acuerdo a sus gustos, hay una discreta sátira de los
procedimientos románticos. La sátira radica en el hecho de que mis personajes
se desesperan por desautorizarse en el papel que tiene cada uno en su drama,
mientras yo los presento como personajes de una comedia distinta, que ellos no
saben ni sospechan, de manera que su agitación pasional, propia de los
procedimientos románticos, está tratada humorísticamente, montada en el vacío.
Y el drama de los personajes, representado no como se hubiera dispuesto en mi
fantasía si yo lo hubiera acogido, sino de esta manera, como drama rechazado,
no podía hallar lugar en mi trabajo si no fuera como una «situación» a
desarrollarse, y no podía aparecer si no fuera por indicios, tumultuosamente,
desordenadamente, en escorzos violentos, de manera caótica: interrumpido a cada
rato, descaminado, contradictorio, e incluso negado por uno de sus personajes,
y por otros dos ni siquiera vivido.
Justamente, hay un personaje —el que «niega» el
drama que lo hace personaje, el
Hijo— que todo su realce y valor deriva del ser personaje no de la «comedia por
escenificar» —que como tal casi no aparece— sino de la representación que 70
realicé. Es, en resumen, el único que vive como «personaje en busca de autor»;
tanto es así que el autor que busca no es un autor dramático. También esto no
podía ser de otro modo; tanto la actitud del personaje es orgánica en mi
concepción cuanto es lógica que, en la situación, establezca mayor confusión y
desorden y otro motivo de contraste romántico.
Pero precisamente este caos, orgánico y natural, es
el que yo quería representar. Representar un caos no significa en absoluto
representarlo caóticamente, sino románticamente. Que mi representación no sea
en absoluto confusa, sino incluso clara, simple y ordenada, lo demuestra la
evidencia con que, a ojos de todos los públicos del mundo, se ha comprendido la
trama, los caracteres, los planos fantásticos y realistas, dramáticos y cómicos
del trabajo, y hasta para quienes tienen una mirada más penetrante resaltan los
valores inesperados que encierra.
Es enorme la confusión de lenguas entre los hombres,
si críticas como las imputadas consiguen palabras para expresarse. Es tan
grande esta confusión cuan perfecta la íntima ley del orden que, respetada del
todo, hace clásica y ejemplar mi obra, y niega cualquier palabra de fracaso.
Cuando resulta evidente para todos que por un artificio no se crea vida, y que
el drama de los seis personajes no se puede representar al faltar el autor que
le infunda espíritu, el Director, ansioso por conocer cómo se desarrolló la
historia, instiga al Hijo a que recuerde los hechos, y éste, privado de razón y
de voz, se abalanza torpe e inútilmente cuando escucha la detonación de un arma
de fuego en el escenario. Con eso se quiebra y dispersa el estéril intento de los
personajes y de los actores, aparentemente no asistido por el poeta.
Sólo que el poeta, sin que ellos lo sepan, casi
observando todo el tiempo de lejos aquel intento, ha logrado entretanto crear
con él, y de él, su obra.
1 En la edición española
de 1926 (Editorial Sempere, Valencia, traducción de F. Azzati), supervisada por
Pirandello, se incluye una sugerente línea inicial que luego fue eliminada en
ediciones posteriores: «He escrito esta comedia para librarme de una
pesadilla». (N. del T.)
2 El libro es la Divina comedia, de Dante Alighieri. Se
refiere a la escena del tormento de Paolo y Francesca, en el canto V del Infierno, Pirandello hace un
guiño: leemos un libro en el que un personaje, Francesca, cuenta cómo llegó al
incesto con su hermano Paolo a partir de la lectura de un segundo libro, el de
los amores de Lanzarote. La realidad queda suspendida en el juego de
referencias literarias, y así la imagen permanece inalterada gracias a la
realidad textual. Es la concepción pirandelliana del desdoblamiento. (N. del T.)
3 La mayoría de
traducciones mantienen la palabra italiana «Pace» en vez de la española «Paz».
Preferimos mantener esta última porque corresponde a la intención irónica de
Pirandello respecto a este personaje, secundario pero significativo. (N. del T.)
LOS PERSONAJES DE LA COMEDIA
POR ESCENIFICAR
el padre
la madre
la hijastra
el hijo
el muchacho
la niña
(estos
dos últimos no hablan)
madama paz (Luego, evocada)
LOS ACTORES DE LA COMPAÑÍA
el director
la primera actriz
el primer actor
la segunda actriz
la actriz joven
el actor joven
otros actores y actrices
el director de escena
el apuntador
el guardarropa
el tramoyista
el secretario del director
el conserje
montadores y ayudantes de escena
De
día, sobre un escenario de teatro.
Nota bene: La comedia no tiene
actos ni escena. La representación será interrumpida por primera vez, sin bajar
el telón, cuando el director
y el primer
personaje se retiren para acordar el escenario y los actores desaparezcan del
escenario; la segunda vez, cuando el tramoyista haga caer el telón por error.
Al
entrar en la sala del teatro, los espectadores encontrarán el telón levantado y
el escenario tal como está de día, sin bastidores ni decorados, casi a oscuras,
vacío, para que tengan desde el principio la impresión de un espectáculo no
preparado de antemano.
Dos
escalerillas, una a la derecha y otra a la izquierda, comunicarán el escenario
con la sala. Sobre el escenario, la concha del
apuntador estará junto al foso. Al
otro lado, cerca del proscenio, una mesita y un sillón de espaldas al público, para el DIRECTOR.
Otras
dos mesitas, una más grande, una más pequeña, con muchas sillas alrededor,
colocadas para tenerlas a mano, si hubiera necesidad, en el ensayo. Otras
sillas, aquí y allá, a derecha e izquierda, para los ACTORES, y un piano, en el fondo, a un costado,
casi oculto.
Apagadas
las luces de la sala, se verá entrar por la puerta del foro al TRAMOYISTA con
un mono azulado y una bolsa atada a la cintura; cogerá de un rincón al fondo
algunos listones, los colocará en el proscenio y se arrodillará para fijarlos.
Al escucharse los martillazos, saldrá de la puerta de los camerinos el DIRECTOR DE ESCENA.
EL DIRECTOR DE ESCENA.
¿Qué haces?
EL TRAMOYISTA. ¿Qué
hago? Estoy clavando.
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¿A estas horas? (Mirará el reloj.) Son las diez y media.
En un momento llegará el Director para el ensayo.
EL TRAMOYISTA. Bueno, ¡yo también necesito mi tiempo
para trabajar!
EL DIRECTOR DE ESCENA. Lo tendrás, pero no ahora.
EL TRAMOYISTA. ¿Cuándo, entonces?
EL DIRECTOR DE ESCENA. Cuando no sea la hora de ensayo.
Apresúrate y llévatelo todo. Déjame disponer la escena para el segundo acto de El juego de los papeles.
EL TRAMOYISTA. Resoplando,
refunfuñando, recogerá los listones y se irá. Entretanto, por la puerta del
foro, empezarán a aparecer los ACTORES de la compañía, hombres y mujeres,
primero uno y después otro, después dos al mismo tiempo, a su gusto: nueve o
diez, los que se supone que deban formar parte en los ensayos de la comedia de
Pirandello El juego de los
papeles, prevista para ese día. Entrarán,
saludarán al DIRECTOR DE ESCENA y se saludarán entre ellos, deseándose un buen día. Algunos irán a los
camerinos; otros, entre los cuales estará el APUNTADOR, que tendrá el guión
enrollado bajo el brazo, permanecerán en el escenario esperando al DIRECTOR para dar inicio al
ensayo, mientras que, sentados en círculo o de pie, cruzarán palabras; alguno
encenderá un cigarrillo, otro se quejará del papel asignado, aquel leerá en voz
alta a sus compañeros la noticia de una revista teatral. Sería bueno que tanto
las ACTRICES como los ACTORES vistieran ropas claras y alegres, y que esta primera escena
improvisada tuviera mucha vivacidad. En un determinado momento, uno de los
cómicos se podrá sentar al piano y tocar una música bailable; los más jóvenes
entre los ACTORES y ACTRICES bailarán.
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Batiendo
palmas para llamarlos al orden.) Vamos,
vamos, orden. ¡Ha llegado el Director!
La
música y el baile cesarán al mismo tiempo. Los ACTORES se volverán para mirar hacia la sala del
teatro, por cuya puerta se verá entrar al DIRECTOR, quien, con un sombrero de copa, el
bastón bajo el brazo y un grueso puro en la boca, cruzará el pasillo de butacas
y, saludado por los cómicos, subirá al escenario por una de las dos
escalerillas. El SECRETARIO
le entregará el correo: un periódico y un guión
sellado.
EL DIRECTOR. ¿Cartas?
EL SECRETARIO. Ninguna. Esto
es todo.
EL DIRECTOR. (Entregándole el guión sellado.) Llévelo al camerino. (Después,
mirando alrededor y dirigiéndose al DIRECTOR
DE ESCENA.) Pero aquí no se ve nada. Por favor, que nos den un
poco más de luz.
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¡De inmediato! Irá a dar la orden. Y poco después el escenario se iluminará con una
intensa luz blanca en la parte
de la derecha, donde estarán los ACTORES.
En tanto, el APUNTADOR habrá tomado su lugar en el foso, habrá
encendido la lamparita y
extendido ante sí el guión.
EL DIRECTOR. (Dando palmadas.) Vamos, vamos, que tenemos que empezar. (Al DIRECTOR DE ESCENA)
¿Falta alguien?
EL DIRECTOR DE ESCENA. Falta la Primera Actriz.
EL DIRECTOR. ¡Como siempre! (Mirará
el reloj.) Estamos atrasados diez
minutos. Anótelo, hágame el favor. Así aprenderá a ser puntual en los ensayos.
No
habrá terminado la amonestación, cuando del fondo de la sala se escuchará la
voz de la PRIMERA
ACTRIZ.
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡No, no, por favor! ¡Aquí estoy! ¡Aquí
estoy! Está toda vestida de blanco, con un
sombrero excéntrico y un gracioso perrito entre los brazos; correrá a través
del corredor de la sala y subirá apresuradamente por una de las escalerillas.
EL DIRECTOR. Usted insiste en hacerse esperar.
LA PRIMERA ACTRIZ. Discúlpeme. ¡Busqué desesperadamente un
automóvil para llegar a tiempo! Pero veo que todavía no han empezado. Y yo no
aparezco al comienzo de la obra. (Luego, llamando
por su nombre al DIRECTOR DE ESCENA, le encarga el perrito.) Por
favor, déjelo en el camerino.
EL DIRECTOR. (Renegando.) ¡También el perrito! Como si fuéramos pocos los que
parecemos mascotas aquí. (Dará palmadas otra vez y se dirigirá al
APUNTADOR) Vamos, vamos, el
segundo acto de El juego de los papeles. (Sentándose en
la butaca.) Atención, señores. ¿A
quién le toca la escena?
Los
ACTORES y
las ACTRICES despejarán el proscenio y se irán a sentar a un costado, salvo los
tres que participarán en el ensayo y la PRIMERA ACTRIZ, que
sin hacer caso de la pregunta del DIRECTOR
se sentará delante de una de las mesitas.
EL DIRECTOR. (A la PRIMERA ACTRIZ) ¿Interviene usted en la escena?
LA PRIMERA ACTRIZ. Yo no.
EL DIRECTOR. (Molesto.) ¡Entonces muévase, por Dios!
La
PRIMERA ACTRIZ se levantará y se irá a sentar junto a los otros ACTORES que ya estarán
acomodados aparte.
EL DIRECTOR. (Al apuntador)
Comience, comience.
EL APUNTADOR. (Leyendo el guión.)
«En casa de Leone Gala. Un extraño
salón, comedor y despacho al mismo tiempo»
EL DIRECTOR. (Dirigiéndose al director
de escena.) Pondremos la sala de
color rojo.
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Apuntándolo
en un papel.) De color rojo, de
acuerdo.
EL APUNTADOR. (Sigue leyendo el
guión.) «Mesa puesta y
escritorio con libros y papeles. Estanterías de libros y vitrinas con lujosas
vajillas y utensilios de mesa. Puerta al fondo por la cual se llega a la
habitación de Leone. Puerta lateral a la izquierda por la cual se va a la
cocina. La puerta principal está a la derecha»
EL DIRECTOR. (Levantándose e indicando.) Por lo tanto, presten atención: allá, la puerta
principal. Aquí, la cocina. (Dirigiéndose al ACTOR que hará el papel
de Sócrates.) Usted entrará y saldrá
por este lado. (Al DIRECTOR.) Colocará la mampara en el fondo y luego colgará las
cortinas. (Se vuelve a sentar.)
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Anotándolo.) De acuerdo.
EL APUNTADOR. (Leyendo el guión.)
«Primera escena. Leone Gala, Guido
Venanzi, Filippo, llamado Sócrates» (Al DIRECTOR) ¿Debo leer también las acotaciones?
EL DIRECTOR. ¡Sí, sí! ¡Se lo he dicho mil veces!
EL APUNTADOR. (Leyendo el guión.)
«Al levantarse el telón, Leone
Gala, con gorrito de cocinero y delantal, trata de batir un huevo en un cuenco
con un cucharón de madera. Filippo bate otro, también vestido de cocinero. Guido Venanzi
escucha, sentado»
EL PRIMER ACTOR. (Al director.) Disculpe, pero ¿me
tengo que poner el gorrito en la cabeza?
EL DIRECTOR. (Fastidiado por el comentario.) ¡Obviamente! ¡Está escrito allí! (Señalará el guión.)
EL PRIMER ACTOR. ¡Pero si es ridículo!, usted perdone.
EL DIRECTOR. (Poniéndose de pie,
furioso.) «¡Ridículo, ridículo!»
¿Qué quiere que yo haga si de Francia no vienen más comedias buenas y nos
tenemos que resignar a poner en escena comedias de Pirandello, que nadie
comprende y parecen creadas a propósito para que ni los actores, ni los
críticos, ni el público queden contentos? (Los
actores reirán. Y entonces él, levantándose y acercándose hacia el PRIMER ACTOR, gritará.)
¡El gorrito de cocinero, sí señor!
¡Y batirá los huevos! ¿Usted cree que no tiene que hacer nada más que batir los
huevos con sus manos? Pues no. ¡Tendrá que representar el papel de la cáscara
de los huevos que está batiendo! (Los ACTORES reirán de nuevo y
harán comentarios irónicos entre ellos.) ¡Silencio! ¡Y presten atención cuando estoy hablando! (Se dirige de nuevo al primer
ACTOR.) Sí, señor, la cáscara. ¡Lo
que quiere decir la forma vacía de la razón, sin la plenitud del instinto, que
es ciego! Usted es la razón y su esposa el instinto, en un juego de papeles
asignados, por lo que usted, al representar su papel, es voluntariamente el
títere de sí mismo. ¿Comprendido?
EL PRIMER ACTOR. (Abriendo los
brazos.) ¡Yo no!
EL DIRECTOR. (Volviendo a su sitio.) ¡Yo menos! Así que mejor seguimos. ¡Después me
elogiará el resultado! (En tono confidencial.) Le aconsejo que se ponga siempre de medio perfil,
porque si no, entre las complicaciones del diálogo y usted que no se dejará
escuchar por el público, nadie entenderá nada. (Dando palmadas de nuevo.) ¡Atención, atención! Empezamos.
EL APUNTADOR. Disculpe, señor Director. ¿Me permitiría
cubrirme con la concha? ¡Corre un aire!
EL DIRECTOR. ¡Cómo no, hágalo!
El
CONSERJE del teatro habrá entrado mientras tanto en la sala, con su gorrita galoneada,
en la cabeza, y atravesando el pasillo de butacas, se acercará al escenario
para anunciar al DIRECTOR la llegada de los SEIS PERSONAJES, quienes también han entrado en la sala y lo han seguido a cierta
distancia, un poco desorientados y perplejos, mirando a su alrededor.
Quien
vaya a intentar una puesta en escena de esta comedia debe valerse de todos los
medios disponibles para lograr un efecto gracias al cual estos SEIS PERSONAJES no
se confundan nunca con los ACTORES de la compañía. La disposición de unos y otros, indicada en las
anotaciones, cuando ya se encuentren en el escenario, será sin duda útil; tanto
como una intensidad luminosa variada de reflectores especiales. Pero el medio
más eficaz e idóneo que se sugiere será el uso de máscaras especiales para los PERSONAJES: máscaras
especialmente elaboradas con una materia que el sudor no ablande, así que no
serán ligeras para los actores que deberán llevarlas; se confeccionarán de tal
modo que dejen libres los ojos, la nariz y la boca. Se interpreta de esta
manera el sentido más profundo de la comedia. Los PERSONAJES no deberán, por lo
tanto, aparecer como fantasmas, sino como realidades creadas, elaboraciones
inalterables de la fantasía: y por lo tanto más reales y consistentes que la
voluble naturalidad de los ACTORES. Las máscaras ayudarán a dar la impresión de la figura construida
artísticamente y fijada de manera inalterable en la expresión del propio
sentimiento fundamental, que es el remordimiento en el PADRE, la venganza en la HIJASTRA, el
desdén en el HIJO, el dolor en la MADRE, con lágrimas de cera, fijas en lo más lívido de las ojeras y las
mejillas, como se puede ver en las imágenes esculpidas y pintadas de las Mater dolorosa de
las iglesias.
Y
que incluso la vestimenta sea de paño y corte particular, sin extravagancia,
con pliegues rígidos y de un volumen estatuario. En resumen, que no dé la idea de estar confeccionada con una
tela, que se pueda comprar en cualquier tienda de la ciudad y en cualquier
sastrería.
El
PADRE rondará
los cincuenta años: de frente amplia, pero no calvo, de cabello rojizo, con
bigote espeso y crespo alrededor de una boca fresca, dispuesta a una sonrisa incierta y vana. Pálido,
especialmente en la amplia frente; ojos azules y ovalados, centellantes y
agudos; vestirá pantalones claros y chaqueta oscura: en ocasiones será
melifluo, en otras tendrá gestos duros y ásperos.
La
MADRE estará
aterrada y sobrecogida por el intolerable peso de la vergüenza y de la
humillación. Cubierta por un tupido velo de viuda, vestirá humildemente de
negro, y cuando se levante el velo, mostrará un rostro nada atormentado, pero
como si fuera de cera, y siempre estará con los ojos bajos.
La
HIJASTRA, de dieciocho años, será desvergonzada, casi impúdica. Bellísima, ella
también, vestirá de luto, pero con una elegancia vistosa. Mostrará desprecio
por el aire tímido, afligido y casi desorientado del hermanito, un escuálido MUCHACHO de catorce años,
también de negro; y en la. hermanita, en cambio, una NIÑA de aproximadamente cuatro años, habrá una ternura vivaz y estará
vestida de blanco con una cinta de seda negra en la cintura.
El
HIJO, de
veintidós años, alto, casi inmovilizado en un contenido desdén por el PADRE y en una
indiferencia ceñuda hacia la MADRE, llevará un sobretodo morado y una larga cinta verde alrededor del
cuello.
EL CONSERJE. (Con el gorrito en la mano.) Disculpe, señor.
EL DlRECTOR. (Brusco,
despectivo.) ¿Y ahora qué ocurre?
EL CONSERJE. (Tímidamente.) Han llegado unos
señores que preguntan por usted.
El
DIRECTOR y los ACTORES se dan la vuelta sorprendidos para mirar desde el escenario hacia
abajo, en la sala.
EL DIRECTOR. (De nuevo enojado.) ¡Estamos ensayando! ¡Y usted sabe muy bien que no
debe entrar nadie mientras estamos ensayando! (Dirigiéndose
hacia el fondo.) ¿Quiénes son ustedes?
¿Qué quieren?
EL PADRE. (Dando un paso
adelante, seguido por los demás, hasta llegar a una de las escalerillas) Hemos venido en busca de un autor.
EL DIRECTOR. (Entre sorprendido e iracundo.) ¿De un autor? ¿Qué autor?
EL PADRE. Del que sea, señor.
EL DIRECTOR. Pero si aquí no hay ningún autor, porque no
estamos ensayando ninguna comedia nueva.
LA HIJASTRA. (Con
una alegre vivacidad, subiendo rápidamente la escalerilla.) ¡Mucho mejor, mucho mejor entonces, señor! Nosotros
podríamos ser su nueva comedia.
ALGUNO DE LOS ACTORES. (En
medio de los comentarios bulliciosos y las risas de los demás.) ¡Escúchenla, escúchenla!
EL PADRE. (Siguiendo sobre el escenario a la HIJASTRA.) Bueno, pero ¿si no hay autor? (Al DIRECTOR.) A menos que
usted quiera serlo...
La
MADRE, con
la NIÑA de la mano, y el MUCHACHO subirán los primeros peldaños de la escalerilla y se quedarán a la
espera. El HlJO se quedará abajo, enojado.
EL DIRECTOR. ¿Están bromeando?
EL PADRE. ¿Cómo se le ocurre, señor? Todo lo contrario, le traemos
un drama doloroso.
LA HIJASTRA. ¡Y podríamos ser su fortuna!
EL DIRECTOR. ¡Háganme el favor de largarse, que no tenemos
tiempo para perderlo con locos!
EL PADRE. (Herido y melifluo.) Pero señor, usted sabe muy bien que la vida está
llena de infinitos absurdos, que, descaradamente, ni siquiera tienen necesidad
de parecer verosímiles, porque son verdaderos.
EL DIRECTOR. Pero, ¿qué diablos dice?
EL PADRE. Digo que puede considerarse una locura, sí señor,
esforzarse en hacer lo contrario; es decir, crear lo verosímil para que parezca
verdadero. Pero permítame hacerle la observación de que, si fuera locura, ésta
es la única razón de su oficio. Los
ACTORES se
agitarán, molestos.
EL DIRECTOR. (Levantándose y retándolo.) ¿Ah, sí? ¿De manera que nuestro oficio le parece
cuestión de locos?
EL PADRE. Bueno, dar la apariencia de verdadero a
aquello que no lo es, sin necesidad de hacerlo, señor; como un juego... ¿O
acaso no es el oficio de ustedes dar vida en la escena a personajes
fantasiosos?
EL DIRECTOR. (Rápidamente, haciéndose portavoz de la
irritación creciente de sus ACTORES.) ¡Yo le aseguro que la
profesión del cómico, estimado señor, es una noble profesión! Si hoy por hoy
los nuevos señores comediógrafos nos dan a representar comedias banales y a
títeres en lugar de hombres, ¡sepa que es nuestro orgullo haber dado vida
—aquí, sobre estas tablas— a obras inmortales! Los ACTORES, satisfechos,
aprobarán y aplaudirán a su DIRECTOR.
EL PADRE. (Interrumpiendo con vehemencia.) ¡Eso es! ¡Muy bien! ¡A seres vivos, más vivos que
aquellos que visten y calzan! Menos reales, quizá; ¡pero más verdaderos! ¡Somos
de la misma opinión! Los ACTORES se miran entre sí, sin entender.
EL DIRECTOR. ¿No entiendo? Pero si antes dijo...
EL PADRE. No me interprete mal. Lo decía por usted, señor, que
nos ha gritado no tener tiempo para perderlo con locos, cuando nadie mejor que
usted sabe que la naturaleza se sirve de la fantasía humana como instrumento
para continuar, a un mayor grado, su obra creada.
EL DIRECTOR. Está bien, está bien. ¿A qué quiere llegar con eso?
EL PADRE. A nada, señor. Sólo a demostrar que se nace a la
vida de diferentes maneras, y en muchas formas: árbol o piedra, agua o mariposa... o mujer. ¡Y que también se nace
como un personaje!
EL DIRECTOR. (Con un fingido e irónico
estupor.) Y usted, junto a
quienes lo acompañan, ¿han nacido como personajes?
EL PADRE. Exacto, señor. Y vivos, como puede comprobarlo.
El
DIRECTOR y los ACTORES se ríen a carcajadas, como si se burlaran.
EL PADRE. (Herido.) Me apena que se burlen así, porque llevamos en nosotros,
repito, un drama doloroso, como los señores pueden deducir al ver a esta mujer
vestida de luto.
Diciendo
esto le ofrecerá la mano a la MADRE
para ayudarla a subir los últimos escalones y,
guiándola todavía, la conducirá con una solemnidad trágica hacia el otro lado
del escenario, que se iluminará de inmediato con una luz fantástica. La NlÑA y el MUCHACHO seguirán a la MADRE; después el HlJO, que se mantendrá aparte, al fondo; y
también la HIJASTRA, que se colocará en el proscenio, apoyada sobre el borde del escenario.
Los ACTORES, primero estupefactos, luego admirados por esta evolución de los
hechos, reventarán en aplausos como si les fuera ofrecido un espectáculo.
EL DIRECTOR. (Primero
sorprendido, luego fastidiado.) ¡Déjenlo!
¡Cállense! (Luego, dirigiéndose a los PERSONAJES.)
¡Y ustedes váyanse de aquí!
¡Despejen el lugar! (Al DIRECTOR DE ESCENA.)
¡Por Dios, sáquelos de aquí!
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Acercándose,
pero luego deteniéndose como si lo retuviera una rara turbación.) ¡Fuera! ¡Fuera!
EL PADRE. (Al director) Mire, nosotros...
EL DIRECTOR. (Gritando.) ¡Basta, tenemos que trabajar!
EL PRIMER ACTOR. No es posible que alguien se burle así...
EL PADRE. (Resuelto, adelantándose.) ¡Me sorprendo de su incredulidad! ¿Acaso no están
los señores acostumbrados a ver cómo aparecen casi vivos aquí, uno frente a
otro, los personajes creados por un autor? ¿O a lo mejor no tienen (señalará la concha del APUNTADOR) un guión que nos contenga?
LA HIJASTRA. (Colocándose frente al DIRECTOR, risueña,
zalamera.) Puede creer, señor,
que somos de verdad seis personajes interesantísimos. Lamentablemente
frustrados.
EL PADRE. (Apañándola.) ¡Sí, frustrados, eso
es! (Al director, de inmediato.) En el sentido, claro
está, de que el autor que nos dio vida, después no quiso o no pudo
materialmente introducirnos en el mundo del arte. Y de verdad que fue un
delito, señor, porque quien ha tenido la suerte de nacer como personaje vivo,
puede reírse incluso de la muerte. ¡No morirá jamás! Y para vivir eternamente
ni siquiera necesita de dotes extraordinarias o realizar prodigios. ¿Quién era
Sancho Panza? ¿Quién era don Abundio? Y, sin embargo, son eternos, porque
—semillas vivientes— ¡tuvieron la suerte de encontrar una matriz fecunda, una
fantasía que supo nutrirlos y desarrollarlos, darles vida eterna!
EL DIRECTOR. ¡Todo lo que dice está bien! Pero ¿qué quieren
aquí?
EL PADRE. ¡Queremos vivir, señor!
El DIRECTOR. (Irónico.) ¿Por toda la eternidad?
EL PADRE. No,
señor. Por lo menos un momento, a través de ustedes.
UN ACTOR. ¡Qué ocurrencia!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Quieren vivir en nosotros!
EL ACTOR JOVEN. (Señalando a la HIJASTRA) Por mí no hay
problema, si a mí me toca ella.
EL PADRE. Fíjense, fíjense: todavía hay que hacer la
comedia; (al DIRECTOR) pero si usted quiere y sus actores están
dispuestos, la organizamos rápidamente entre nosotros.
EL DIRECTOR. (Molesto.) ¿Pero qué quiere organizar? ¡Aquí no se hace nada de eso!
¡Aquí se interpretan dramas y comedias!
EL PADRE. ¡Por eso mismo! ¡Hemos venido con usted justamente
por eso!
EL DIRECTOR. ¿Y dónde está el guión?
EL PADRE. Está en nosotros mismos, señor. (Los ACTORES reirán.) El drama está en
nosotros, somos nosotros, y estamos impacientes por representarlo, así como
dentro nos urge la pasión.
LA HIJASTRA. (Sarcástica, con la pérfida gracia de una oscura desvergüenza.) ¡Mi pasión, si la conociera, señor! Mi pasión...
¡Por él! (Señalará al PADRE e intentará abrazarlo, pero estallará en
una carcajada estruendosa.)
EL
PADRE. (Con
un arranque de ira.) ¡Por ahora quédate en
tu sitio! ¡Y no te rías de esa manera!
LA HIJASTRA. ¿No? Y ahora permítanme: si bien huérfana hace
apenas dos meses, ¡miren los señores cómo canto y cómo bailo!
Sugerirá
maliciosamente que está bailando con paso de baile la primera estrofa de
«Prends garde a Tchou-Tchin-Tchou» de Dave Stamper en la adaptación a Fox-trot
o One-Step lento de Francis Salabert.
Les chinois sont un peuple malin,
De Shangai à Pekin,
Ils ont mis des écriteaux partout:
Prenez garde à Tchou-Tchin-Tchou!
Los
ACTORES, de manera particular los jóvenes, mientras ella canta y baila, como
atraídos por una extraña fascinación, se desplazarán hacia ella y apenas
levantarán las manos como si la quisieran atrapar. Ella se hará la escurridiza.
Cuando los ACTORES estallen en aplausos, y después de que el DIRECTOR le llame la atención, se quedará como
abstraída y lejana.
LOS ACTORES Y LAS ACTRICES. (Entre
risas y aplausos.) ¡Muy bien! ¡Bravo!
¡Bravo!
EL DIRECTOR. (Iracundo.) ¡Silencio! ¿Creen que están en un cabaret? (Haciéndose a un lado con el PADRE, y con cierta consternación.) Pero, dígame. ¿Está loca?
EL PADRE. ¿Loca? No. ¡Algo peor!
LA HIJASTRA. (Corriendo rápidamente hacia el director.) ¡Peor! ¡Peor! ¡Mucho peor, señor! ¡Peor! Escuche, si es tan
amable: haga representar en breve este drama, porque verá que en cierto momento, yo, cuando esta pequeña preciosa... (Tomará de la mano a la NIÑA,
que habrá estado junto a la MADRE, y la llevará
delante del DIRECTOR.) ¿Ve lo
preciosa que es? (La levantará en brazos y la besará.) ¡Cariño mío, cariño mío! (La
dejará de nuevo en el suelo y añadirá, casi involuntariamente, conmovida.) Y bien, cuando a esta preciosa se la quite Dios a su
pobre Madre, y cuando este bobalicón (tirará
hacia delante del MUCHACHO agarrándolo sin miramientos por la manga) haga la estupidez más grande, propia del estúpido que es (lo devolverá junto a la MADRE
de un empujón), ¡entonces sí podrá verse cómo volaré! ¡Sí, señor! ¡Volaré!
¡Muy alto! ¡Y no veo el momento de hacerlo, créame, no lo veo! Porque después de
lo que ocurrió íntimamente entre él y yo (señalará
al PADRE con un guiño atroz) no puedo seguir junto
a todos ellos, presenciando el tormento de aquella Madre por aquel granuja. (Señalará al Hijo.) ¡Mírelo! ¡Mírelo!
¡Indiferente y frío, porque él es el Hijo legítimo! Lleno de desprecio por mí,
por aquel, (señalará al MUCHACHO) por aquella criaturita. ¿Y sabe por qué? Porque
somos bastardos. ¿Queda claro? Bastardos. (Se
acercará a la MADRE y la abrazará.) Y a esta pobre Madre,
que es la Madre de todos nosotros, él no la quiere reconocer como Madre suya.
Él la desprecia y la considera Madre únicamente de nosotros tres, los
bastardos. ¡Es vil!
Dirá
todo esto rápidamente, excitadísima, y al llegar al «vil» final, después de
haber inflado la voz en «bastardos», lo pronunciará despacio, como si escupiera
la palabra.
LA MADRE. (Se dirige al DIRECTOR con una angustia infinita.) Señor, le suplico en nombre de estas dos criaturitas... (Se sentirá desfallecer y vacilará.) Dios mío...
EL PADRE. (Se aproxima para sostenerla mientras
casi todos los ACTORES están aturdidos y consternados.) Por favor, una silla, una silla para esta pobre viuda.
LOS ACTORES. (Acercándose.) Entonces, ¿es verdad? ¿Desfallece?
EL DIRECTOR. ¡Una silla, rápido!
Uno
de los ACTORES ofrecerá una silla; los otros la
rodearán presurosos. La MADRE, sentada, intentará impedir que el PADRE le retire el velo que esconde su rostro.
EL PADRE. Mírela, señor, mírela...
LA MADRE. No, no, déjame.
EL PADRE. ¡Déjate ver! Le quitará el velo.
LA MADRE. (Irguiéndose y cubriéndose
desesperadamente el rostro con las manos.) Señor, le suplico que impida a este hombre utilizarme para
sus propósitos. ¡Sería horrible para mí!
EL DIRECTOR. (Impresionado, aturdido.) ¿Qué está pasando? ¿De quién se trata? (Al PADRE) ¿Es su esposa o
no?
EL PADRE. (De inmediato.) Sí, señor, mi mujer.
EL DIRECTOR. ¿Entonces por qué es viuda, si usted vive?
Los
ACTORES desahogarán
todo su aturdimiento en una estruendosa carcajada.
EL PADRE. (Herido, con un áspero resentimiento.) ¡No se burlen! ¡No se rían así, por amor a Dios!
Éste es justamente su drama, señor. Ella tuvo otro hombre. ¡Otro hombre que
debería estar aquí!
LA MADRE. (Dando un grito.) ¡No! ¡No!
LA HIJASTRA. Por suerte para él, está muerto: hace dos meses,
se lo dije. Llevamos su luto, como puede ver.
EL PADRE. Pero fíjese que no está aquí porque haya muerto. No
está aquí porque... Mírela, señor, por favor, y lo comprenderá de inmediato. Su
drama no consiste en el amor a dos hombres, por quienes ella es incapaz de
sentir nada, más allá que un poco de reconocimiento. —No para mí, sino para el
otro.— Porque no es una mujer. ¡Es una Madre! Y su drama —terrible, señor,
terrible— consiste, de hecho, en estos cuatro hijos de esos dos hombres que
tuvo.
LA MADRE. ¿Que yo los tuve? ¿Tienes el valor de decir que fui yo quien los tuvo, como si los hubiera deseado? ¡Fue
él, señor! ¡Me los dieron él y el otro, a la fuerza! ¡Me obligó, me obligó a
largarme con aquél!
LA HIJASTRA. (Cortante, indignada.) ¡No
es cierto!
LA MADRE. (Aturdida.) ¿Cómo que no es cierto?
LA HIJASTRA. ¡No es cierto! ¡No es cierto!
LA MADRE. ¿Y tú qué sabes?
LA HIJASTRA. ¡No es cierto! (Al
DIRECTOR) ¡No se lo crea! ¿Sabe
por qué lo dice? Por ése... (Señalará al HlJO) ¡Lo dice por él! Porque se mortifica y sufre por la
indiferencia de ese hijo, a quien quiere explicarle que si lo abandonó a los
dos años fue porque él (señalará al PADRE) la obligó.
LA MADRE. (Decidida.) ¡Me obligó, me obligó!
¡Pongo a Dios por testigo! (Al DIRECTOR.) ¡Pregúnteselo a él (señalará
al marido) si no es verdad! ¡Que
él se lo diga!... Ella (señalará a la HIJASTRA) no puede saber nada.
LA HIJASTRA. Sé que con mi Padre, mientras vivió, tú viviste en
paz y contenta. ¡Niégalo, si puedes!
LA MADRE. No lo niego...
LA HIJASTRA. ¡Siempre amoroso y preocupado por ti! (Al MUCHACHO, con rabia.) ¿No es verdad? ¡Dilo!
¿Por qué no hablas, tonto?
LA MADRE. ¡No lo molestes! ¿Por qué quieres hacerme parecer
una ingrata, hija mía? ¡Nunca quise ofender a tu Padre! ¡Sólo he dicho que no
fue por mi culpa ni por mi propio deseo que abandonara su casa y a mi hijo!
EL PADRE. Es verdad, señor. Fui yo,
Pausa.
EL PRIMER ACTOR. (A sus compañeros.)
¡Pero mira tú que espectáculo!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Nos lo dan ellos, a nosotros!
EL ACTOR JOVEN. Por una vez.
EL DIRECTOR. (Que comenzará, a interesarse en el
asunto.) ¡Presten atención!
¡Presten atención! Y diciendo esto bajará por una de las
escalerillas a la sala y se quedará de pie delante del escenario, como si quisiera recoger las impresiones de la escena tal
como lo haría un espectador.
EL HIJO. (Sin moverse de su lugar, frío, pausado,
irónico.) ¡Escuchen ahora el
discursito filosófico! Hablará el demonio de los experimentos.
EL PADRE. ¡Eres un cínico imbécil, te lo he dicho mil veces! (Al DIRECTOR,
que ya está en la sala.) Se burla, señor, por las palabras que usé en defensa propia.
EL HIJO. (Despreciativo.) Palabras.
EL PADRE. ¡Palabras! ¡Palabras! ¡Como si no diera alivio a
cualquiera frente a lo inexplicable, frente a un mal que nos consume, el dar
con una palabra que nada dice pero que nos da calma!
LA HIJASTRA. ¡Calma sobre todo el remordimiento!
EL PADRE. ¿El remordimiento? Eso no es verdad. No lo he
calmado en mí sólo con las palabras.
LA HIJASTRA. También con algo de dinero. ¡Sí, sí, también con un
poco de dinero! ¡Con la miseria que iba a ofrecerme de paga, señores!
Reacción
de indignación de los actores.
EL HIJO. (Con desprecio
hacia su hermanastra.) ¡Eso es una canallada!
LA HIJASTRA. ¿Canallada? Si estaba allá, en un sobre azulado
sobre la mesita de caoba, en la trastienda de Madama Paz. Usted sabe, una de
esas señoras que con el pretexto de vender Robes
et Manteaux atraen a sus atelliers a chicas pobres y de
buena familia como una...
EL HIJO. Y se ha comprado el derecho a tiranizarnos a todos con ese
dinero que él estaba a punto de pagar, y que por suerte —escúcheme bien—
después ya no tuvo motivo para pagarlo.
LA HIJASTRA. ¡Estuvimos a punto, a punto, para que lo sepas! (Estalla en risas.)
LA MADRE. (Indignada.) ¡Es una vergüenza, hija! ¡Una vergüenza!
LA HIJASTRA. (Cortante.) ¿Vergüenza? ¡Si es mi
venganza! ¡Me muero de ganas, señor, de revivir esa escena! La habitación...
por acá la vitrina de los mantos; allá, el sofá cama; el tocador; un biombo; y
delante de la ventana esa mesita de caoba con el sobre azulado del dinero. ¡Puedo
verlo! ¡Hasta podría tomarlo! ¡Pero los señores deberían dar media vuelta
porque estoy casi desnuda! No me sonrojo más porque ¡es él quien debe
sonrojarse! (Señalará al PADRE.) ¡Pero les aseguro que estaba muy, muy pálido en ese
momento! (Al DIRECTOR.) ¡Créame, señor!
EL DIRECTOR. ¡Yo no me entrometo más!
EL PADRE. ¡Lo desafío a que lo haga! ¡No se deje engañar!
¡Imponga un poco de orden, señor, y déjeme hablar sin hacer caso a la afrenta
que con tanta ferocidad ella quiere imputarme, sin las debidas aclaraciones del
caso!
LA HIJASTRA. ¡Aquí nadie está inventando nada!
EL PADRE. ¡Yo tampoco, quiero decirte!
LA HIJASTRA. ¡Sí, cómo no! ¡Haz lo que te parezca!
El
DIRECTOR, en este punto, volverá a subir al escenario para poner un poco de
orden.
EL PADRE. ¡Aquí está todo el daño! ¡En las palabras! Llevamos
todos por dentro un mundo de cosas, en cada uno el suyo propio. ¿Cómo es
posible que nos entendamos, señor, si en las palabras que yo digo incluyo el
sentido y el valor de las cosas tal como yo las considero, mientras quien lo
escucha, las asume inevitablemente con el sentido y el valor que tienen para
él, de acuerdo al mundo que lleva en su interior? Creemos que es posible
entendernos, ¡pero no nos entendemos nunca! Mire: mi piedad, toda mi piedad por
esta mujer (señalará a la MADRE), ella la asume como la peor de las crueldades.
LA MADRE. ¡Pero si me alejaste tú!
EL PADRE. ¿Se da cuenta? ¡Alejarla yo! ¡A usted le parece que
yo la haya despreciado!
EL MADRE. Tú sabes hablar y yo no... Pero créame, señor, que
después de haberse casado conmigo... quién sabe por qué..., yo era una pobre y
humilde mujer...
EL PADRE. Exactamente por eso, por tu humildad me casé contigo,
y eso es lo que amé en ti, creyendo... (Se
detendrá por los desmentidos de ella, abrirá los brazos en alto, desesperado,
ante la imposibilidad de que lo comprenda, y se dirigirá hacia el DlRECTOR ¿Se da cuenta? ¡Dice que no! Horrenda,
señor, créame, (se golpeará la frente) es horrenda su turbación, su turbación mental. Tiene
corazón, sí, ¡pero para sus hijos! ¡Y no atiende a razones, señor, es
desesperante!
LA HIJASTRA. ¡Cómo no! Pero que le diga también la suerte que
nos acarreó su inteligencia.
EL PADRE. ¡Si se pudiera anticipar todo el mal que puede nacer
del bien que creemos estar haciendo!
Llegados
a este punto, la PRIMERA ACTRIZ, que se habrá molestado viendo al PRIMER ACTOR coqueteando con la HIJASTRA, se
adelantará y preguntará al DIRECTOR.
LA PRIMERA ACTRIZ. Disculpe, señor Director, ¿continuaremos el
ensayo?
EL DIRECTOR. Sí, sí, cómo no. ¡Ahora déjeme escuchar!
EL ACTOR JOVEN. ¡Es un caso tan inédito!
LA ACTRIZ JOVEN. ¡Muy interesante!
LA PRIMERA actriz. ¡Al
que le interese! (Y lanzará una mirada cargada, al PRIMER ACTOR)
EL DIRECTOR. (Al PADRE.) Es necesario que se explique usted con claridad. (Se sentará.)
EL PADRE. ¡Cómo no! Mire, señor, trabajaba conmigo un pobre
hombre, subalterno mío, mi secretario, lleno de devoción, que se entendía muy
bien con ella (señalará a la MADRE), sin ninguna mala intención —¡faltaba más!—,
un tipo bueno, humilde como ella, incapaz tanto el uno como la otra no sólo de
hacer el mal, sino incluso de pensarlo.
LA HIJASTRA. Pero en cambio sí lo pensó él contra ellos. ¡Y lo
hizo!
EL PADRE. ¡No
es verdad! Mi intención fue hacerles un bien, y también hacérmelo, lo confieso.
Es que yo había llegado al punto, señor, en que no podía decirles ni una
palabra a ninguno de los dos sin que ellos intercambiaran una mirada
inteligente y cómplice, sin que ella no buscara rápidamente los ojos del otro
para recibir consejo sobre el modo en que debía tomar mis palabras para no
hacerme enojar. ¡Eso era suficiente, como comprenderá, para mantenerme enojado,
en un estado de intolerable exasperación!
EL DIRECTOR. ¿Y entonces por qué no despedía a su secretario?
EL PADRE. ¡Lo hice! ¡Lo despedí! Pero luego me encontré con que
esta pobre mujer se quedaba en casa como perdida, como uno de aquellos animales
sin dueño a los que se acoge por compasión.
LA MADRE. ¡Y cómo no!
EL PADRE. (Volviéndose rápidamente hacia ella, adelantándose.) Nuestro hijo, ¿no?
LA MADRE. ¡Me arrancó primero el hijo de los brazos, señor!
EL PADRE. ¡Pero no por crueldad! Sino para hacerlo crecer sano
y robusto, en contacto con la naturaleza.
LA HIJASTRA. (Señalándolo, irónica.) ¡Se ve!
EL PADRE. (De inmediato.) ¿También es culpa mía si después creció así? Lo dejé
en manos de una nodriza, señor, en el campo, en manos de una campesina, al no
parecerme ella lo bastante fuerte pese a su origen humilde. La misma razón por
la que me casé con ella. Prejuicios, quizá, ¿pero qué puedo hacer? ¡Siempre he
tenido estas malditas aspiraciones a una firme salud moral! (La HIJASTRA, en este punto, estallará de nuevo en risas escandalosamente.) ¡Hágala callar! ¡Es insoportable!
EL DIRECTOR. ¡Cállese! ¡Déjeme escuchar, por Dios!
De
inmediato, a raíz de la llamada de atención del director, ella se quedará callada y absorta, cortando la risa. El DIRECTOR bajará del escenario para ver mejor la escena.
EL PADRE. Yo no podía seguir junto a esta mujer. (Señalará a la MADRE.) Pero no tanto por el
fastidio que sentía, por la sofocación —verdadera sofocación—, sino por la
pena, la pena angustiosa que sentía por ella.
LA MADRE. ¡Y por eso me echó de casa!
EL PADRE. La envié con aquel hombre, sin que le faltara de
nada. Sí, señor. ¡Lo hice para librarla de mí!
LA MADRE. ¡Y para librarse él!
EL PADRE. Sí, señor. Yo también, lo admito. Y lo que vino fue
un gran malestar. Pero lo hice con buena intención... y más por ella que por
mí. ¡Lo juro! (Cruzará los brazos sobre el pecho;
después, rápidamente, se dirigirá a la MADRE.) Dilo si dejé de tenerte presente. ¡Dilo! Di si te abandoné
hasta que él no te llevó a otra ciudad, de un día para otro, sin yo saberlo,
estúpidamente impresionado por mi interés puro, créame que puro, señor, sin
ninguna otra intención. Me interesé con una ternura increíble por la nueva
familia que iba surgiendo. ¡Ella misma se lo puede asegurar! (Señalará a la HIJASTRA)
LA HIJASTRA. ¡Y más que eso! Yo era muy pequeña, ¿sabe? Llevaba
trencitas a la espalda e incluso con el vestidito corto —así era de pequeña— y
me lo encontraba a él delante del portón de la escuela cada vez que salía.
Venía a ver cómo crecía.
EL PADRE. ¡Eso es una calumnia! ¡Infame!
LA HIJASTRA. ¿Seguro? ¿Por qué?
EL PADRE. ¡Infame! ¡Infame! (De
inmediato se dirigirá al DIRECTOR explicando con vehemencia.) Mi casa, señor, una vez que se fue ella (señalará a la MADRE), me pareció
espantosamente vacía. Era una pesadilla. ¡Ella al menos la llenaba! Una vez que
estuve solo, me encontré en casa desorientado. Ése (señalará
al HlJO), criado lejos de
mí, no sé, cuando volvió a casa ya no parecía mi hijo. Ausente entre él y yo la
Madre, creció a solas, por su cuenta, sin ninguna relación afectiva ni
espiritual conmigo. Y ahora —es extraño, señor, pero es así—, me dio curiosidad
por esa familia que se formó por mi culpa. Pensar en esa familia llenó el vacío
en el que vivía. Tenía necesidad, verdadera necesidad de saberla en paz, toda
entregada a los detalles más sencillos de la vida, y afortunada al estar alejada de los
complicados tormentos de mi espíritu. Y para constatarlo, iba a ver a esa niña
a la salida de su escuela.
LA HIJASTRA. ¡Seguro! Me seguía por la calle, me sonreía y se
despedía con un saludo de mano cuando llegaba a mi casa, así. No le quitaba los
ojos de encima, enojada como estaba. ¡No sabía quién era! Se lo dije a mamá. Y
ella supo de inmediato de quién se trataba. (La
MADRE asentirá
con un movimiento de cabeza.) Desde
un principio no quiso mandarme más a la escuela, al menos varios días. Cuando
volví, lo encontré de nuevo a la salida, ¡ridículo! con un paquete en las
manos. Se me acercó, me acarició, y extrajo de aquel paquete un bello y enorme
sombrero florentino, de paja, con una guirnalda de florecitas primaverales.
¡Era para mí!
EL DIRECTOR. ¡Pero todo esto no es más que un cuento, señores!
EL HlJO. (Despectivo.) Por supuesto, ¡literatura y más literatura!
EL PADRE. ¿Cómo que literatura? ¡Esto es pura vida, señor!
¡Pasiones!
EL DIRECTOR. No lo dudo. ¡Pero es irrepresentable!
EL PADRE. Desde luego, señor. Todo esto es una presuposición.
No digo que necesariamente haya que escenificarlo. Como ve, de hecho, ella (señalará a la HIJASTRA) no es más
esa niñita de las trencitas.
LA HIJASTRA. ¡Y con el vestidito corto!
EL PADRE. El drama viene ahora, señor. Nuevo y complicado.
LA HIJASTRA. (Sombría, feroz, dando un paso adelante.) Apenas muerto mi Padre.
EL PADRE. (Rápido, para no dejarla hablar.) ¡La miseria, señor! Volvieron a ella, sin yo saberlo. Por
las tonterías de ella. (Señalará a la MADRE) Apenas sabe escribir, ¡pero podía escribirme
a través de la hija o de ese muchacho que estaban pasando necesidades!
LA MADRE. Dígame usted, señor, si yo hubiera podido adivinar
que él tenía esos sentimientos.
EL PADRE. Justamente ése es tu error. ¡No haber adivinado nunca ninguno de mis sentimientos!
LA MADRE. Después de tantos años de alejamiento y de todo lo que había
ocurrido...
EL PADRE. ¿Es culpa mía, entonces, si aquel buen hombre se los
llevó? (Dirigiéndose al DIRECTOR) Ya le digo, fue de un día al otro...
porque había encontrado en otro sitio un trabajo. No me fue posible seguirles
el rastro, y entonces, por fuerza, se apagó mi interés, durante tantos años. El
drama quema, señor, imprevisto y violento, a su regreso; además, que yo,
lamentablemente, arrastrado por las limitaciones de la carne que todavía
vive... ¡Ah! Miseria, de verdad que es miseria la de un hombre solo que nunca
quiso ataduras que lo envilezcan. ¡No tan viejo como para prescindir de una
mujer, pero tampoco tan joven como para ir fácilmente y sin vergüenza a la busca!
¿Miseria? Pero ¡qué digo! Es un horror, un horror porque ninguna mujer le dará
amor. Y cuando se comprende esto, uno debería desistir... Bueno, señor,
cualquiera se viste de dignidad frente a los demás, en lo exterior, pero dentro
de sí sabe todo lo que hay de inconfesable en su intimidad. Se cae, se cae en
la tentación, para luego erguirse rápidamente, quizá con un poco de prisa, para
restituir entera y sólida, como una lápida sobre la tumba, nuestra dignidad,
para ocultar y sepultar a nuestros propios ojos cualquier rastro y el recuerdo
mismo de la vergüenza. ¡Y así somos todos! ¡Únicamente falta el coraje para
decir estas cosas!
LA HIJASTRA. ¡Porque eso, de hacerlo, a fin de cuentas, lo hacen!
EL PADRE. ¡Todos lo hacen! ¡Pero a escondidas! ¡Y por eso se
necesita coraje para decirlo! Porque basta con que uno sólo lo diga, y ya está
hecho. ¡Le dirán que es un cínico! Y no es verdad, señor. Es como todos los
demás. Incluso mejor. Es mejor porque no tiene miedo a descubrir, con la luz de
la inteligencia, el rubor de la vergüenza. Descubrirla allí, en su humana
bestialidad, frente a la que cierra siempre los ojos para no verla. La mujer,
ahí está, la mujer, de hecho, ¿cómo es? Nos mira, insinuante, coqueta. Atrápela
y, apenas la estreche en sus brazos, cerrará los ojos rápidamente. Es la señal
de su rendición voluntaria. La señal con la que dice al hombre: «¡Enceguece, que yo ya estoy
ciega!»
LA HIJASTRA. ¿Y cuando no los quiere cerrar más? ¿Cuándo no
siente ya la necesidad de esconderse a sí misma, cerrando los ojos, el rubor de
su vergüenza, y en cambio mira con los ojos áridos e impasibles el rubor del
hombre que, incluso sin amor, ha enceguecido? ¡Qué asco me dan todas estas
complicaciones intelectuales, esta filosofía que descubre la bestia y luego la
salva y la justifica... ¡No puedo escucharlo más, señor! Porque cuando se
reduce la vida a una «simplificación» así, bestial, dejando a un lado el
compromiso «humano» de cada aspiración pura, de cada sentimiento puro, de
ideales y deberes, del pudor y la vergüenza, nada es más repugnante y
despreciable que ciertos remordimientos. ¡Lágrimas de cocodrilo!
EL DIRECTOR. ¡Vayamos al hecho! ¡Vayamos al hecho, señores!
¡Esto no son más que rodeos!
EL PADRE. ¡De acuerdo, señor! Pero recuerdo que un hecho es
como un saco: si está vacío no se sostiene. Para que se mantenga en pie,
primero es necesario que entren las razones y los sentimientos que lo han
determinado. Yo no podía saber que, muerto allá aquel hombre y ellos de regreso
en la miseria, para alimentar a sus hijitos, ella (señalará
a la MADRE) haya ido a
trabajar de modista, y que precisamente fuera de esa... ¡de esa Madama Paz!
LA HIJASTRA. ¡Modista fina, si los señores necesitan saberlo!
Servía aparentemente a las mejores señoras, pero estaba todo dispuesto para que
luego estas señoras la sirvieran a ella... sin prejuicio de las otras, no tan
dignas.
LA MADRE. Debe creerme, señor, si le digo que no me pasó ni
remotamente por la cabeza que esa víbora me daba trabajo porque tenía puesto el
ojo en mi hija...
LA HIJASTRA. ¡Pobre mamá! ¿Sabe, señor, qué cosa hacía esa
mujer cuando le llevaba los trabajos de mamá? Decía que mi madre desperdiciaba
la tela que le daba para coser, e iba restando y restando. Así que, como
comprenderá, terminaba pagando yo, mientras que la pobre de mamá creía
sacrificarse por mí, y por esos dos, cosiendo hasta la noche los encargos de
Madama Paz. (Movimientos y exclamaciones de
indignación de los ACTORES)
EL DIRECTOR. (Rápido.) Y allá encontró usted a...
LA HIJASTRA. (Señalando al PADRE.) ¡A él, a él, sí señor! ¡Un viejo cliente! ¡Mire qué escena
para representar! ¡Magnífica!
EL PADRE. Con la aparición de ella, de la Madre.
LA HIJASTRA. (Rápido, con maldad.) ¡Casi
a tiempo!
EL PADRE. (Gritando.) ¡No! ¡Fue justo a
tiempo! ¡Porque por suerte la reconocí a tiempo! ¡Y me los llevé a todos a
casa, señor! Usted se imagina ahora mi situación y la de ella, uno frente al
otro. Ella, así como la ve, y yo que no puedo mirarla a los ojos.
LA HIJASTRA. ¡Ridículo! ¿Es posible, señor, pretender que yo,
después de «eso», me comporte como una señorita modesta, bien criada y
virtuosa, de acuerdo con sus malditas aspiraciones a una «sólida salud moral»?
EL PADRE. Aquí radica todo mi drama, señor: en la conciencia
que tengo. Cualquiera de nosotros, como verá, se cree «único», pero eso no es
cierto. Somos «muchos», señor. «Muchos» según las posibilidades de ser que
tenemos en nosotros: «uno» con éste, «uno» con aquél. ¡Muy diversos! Y con la
ilusión, mientras tanto, de ser siempre «el mismo para todos», y siempre el
mismo para cada uno en todos nuestros actos. ¡Y eso no es verdad! ¡No es
verdad! Sabemos muy bien que en cualquiera de nuestros actos, por alguna
circunstancia desafortunada, nos quedamos sorprendidos y como en suspenso. ¡Y
es que nos percatamos de no estar completos en ese acto, y que por lo tanto es
una injusticia que se nos juzgue sólo por ese acto, que nuestra vida quede
reducida a ese acto, como si nada más se debiera a él! ¿Comprende ahora la
malicia de esta chica? Me ha sorprendido en un lugar, en un acto, en el cual y
por el cual no debía conocerme, como yo no debía presentarme a ella, y por eso
me quiere atribuir una realidad que nunca hubiera querido representar para
ella. ¡Todo por culpa de un momento fugaz y vergonzoso de mi vida! Esto, señor,
esto es lo que más lamento. Y por esto mismo se puede dar cuenta de que el
drama adquiere un gran valor. ¡Pero luego también está la situación de los
demás! La suya... (Señalará al HlJO.)
EL HlJO. (Alzando los hombros desdeñosamente.) ¡A mí déjame en paz! ¡Yo no tengo nada que ver!
EL PADRE. ¿Cómo que no?
EL HlJO. ¡No tengo nada que ver ni quiero tenerlo! ¡Sabes muy
bien que no he sido creado para figurar en medio de ustedes!
LA HIJASTRA. ¡Nosotros, vulgares! ¡El, muy fino! Pero dése
cuenta, señor. Cada vez que lo miro para mostrarle mi desprecio, él baja los
ojos, y eso es porque sabe el mal que me ha hecho.
EL HIJO. (Casi sin mirarla.)
¡Yo!
LA HIJASTRA. ¡Sí, tú! ¡Tú! ¡Por ti me quedé en la calle! ¡Por ti!
(Reacción de espanto entre los ACTORES) ¿Dime si con tu desdén no hiciste
imposible, no digo ya la intimidad de la casa, sino la discreción que hace
sentir menos incómodos a los que son recogidos? ¡Fuimos los intrusos que venían
a invadir el reino de tu «legitimidad»! Si usted hubiera visto, señor, ciertas
escenitas entre nosotros dos. Dice que yo los he tiranizado a todos. ¿Se da
cuenta? Ha sido precisamente por su desdén por el que me tuve que valer de esa
razón que él llama «vil»; la misma razón por la cual entré en su casa como lo
había hecho mi madre —que también es su madre—, como si yo fuera la dueña.
EL HIJO. (Avanzando
lentamente.) Todos hacen un buen
juego, señor, el fácil papel de estar contra mí. Pero usted se imagina a un
hijo que, tranquilo en casa, le toca ver llegar a una señorita altiva, con la
mirada petulante, que pregunta por su padre y a quien tiene que decirle no sé
que cosa, para luego verla regresar acompañada de esa pequeñita de allá, y
finalmente verla pedir dinero al padre —quién sabe porqué— de un modo ambiguo y
«apremiante», con un tono que sobreentiende que debe dárselo, porque tiene toda
la obligación de hacerlo.
EL PADRE. ¡Pero de verdad que tenía la obligación! ¡Por tu
madre!
EL HIJO. ¡Y yo qué sé de todo eso! ¿Cuándo he visto a esa
mujer, señor? ¿Cuándo he escuchado hablar de ella? Hasta que un día la veo
aparecer con ella (señalará a la HIJASTRA) con ese muchacho, con esa niña, y me
dicen: «¿Lo sabes? ¡Ella también es tu madre!» Me doy cuenta por sus maneras (señalará de nuevo a la HlJASTRA)
del motivo por el cual han entrado en casa de un día para el otro... Lo que
experimento y siento, señor, no puedo y no quiero expresarlo. Quizá pueda
confesarlo, pero no lo quiero hacer ni conmigo mismo. Por eso no puede haber
ninguna posibilidad, como ve, de que yo participe en modo alguno. ¡Créame,
señor, que yo soy un personaje no «acabado» dramáticamente hablando, y que me
siento mal, pésimo, en compañía de ellos! ¡Déjenme en paz!
EL PADRE. ¿Qué dices? Si precisamente porque tú eres así...
EL HlJO. (Violentamente
exasperado.) ¡Y tú qué sabes cómo
soy! ¿Cuándo te preocupaste por mí?
EL PADRE. ¡Está bien, está bien! Pero ¿no es ésta también una
situación dramática? Este alejamiento tuyo, tan cruel conmigo como con tu
madre, que, apenas de regreso a casa, te ve casi por primera vez así de grande
y no te reconoce, pero sabe que eres su hijo... (Señalará
la MADRE al DIRECTOR)
¡Ahí lo tiene, mírela! ¡Está
llorando!
LA HIJASTRA. (Rabiosa, dando un golpe en el suelo con el pie.) ¡Cómo una estúpida!
EL PADRE. (Señalándola rápidamente.) ¡Y ella no puede soportarlo! (Volverá a referirse al HlJO.) Dice que no quiere
tener nada que ver en el asunto, ¡si es él el centro de la acción! Mire a ese
muchacho, que siempre está apegado a la madre, temeroso, humillado... ¡Es así
por culpa de él! Quizá la situación más triste sea la de él. Se siente extraño
más que los demás. Y vive, pobrecito, una angustiosa mortificación al haber
sido acogido en casa como si recibiera caridad. (Aparte,
discretamente.) ¡Se parece al padre!
Es humilde, no habla...
EL DIRECTOR. ¡No crea que vale la pena! No imagina los problemas
que dan los niños en el escenario.
EL PADRE. ¡Él no le dará molestias! Y también la niña, que
incluso será la primera en irse...
EL DIRECTOR. ¡Perfecto! Y le aseguro que todo esto me interesa,
me interesa mucho. ¡Intuyo que hay materia para hacer un excelente drama!
LA HIJASTRA. (Intentando entrometerse.) ¡Y con un personaje como yo!
EL PADRE. (Apartándola, ansioso por lo que
decidirá el DIRECTOR) ¡Cállate!
EL DIRECTOR. (Prosiguiendo su discurso, sin hacer caso
de la interrupción.) Una materia nueva,
sí...
EL PADRE. ¡Novedosa! ¿Verdad?
EL DIRECTOR. Se necesita mucho coraje de todas maneras, como para
venir y soltarlo así...
EL PADRE. Usted comprenderá, señor, nacidos para la escena...
EL DIRECTOR. ¿Son cómicos aficionados?
EL PADRE. No, en absoluto. Digo nacidos para la escena
porque...
EL DIRECTOR. ¡No le creo! ¡Usted tiene que haber interpretado
antes!
EL PADRE. Pues no, señor. Cada uno interpreta el papel que se
ha asignado a sí mismo, o que los demás le han asignado en la vida. En mí es la
misma pasión que se vuelve siempre un poco teatral apenas se exalta, como a
todos...
EL DIRECTOR. ¡Olvidémoslo!... Pero debe comprender, estimado
señor, que sin autor... Yo podría recomendarle alguno...
EL PADRE. No, no... ¡Sea usted el autor!
EL DIRECTOR. ¿Yo? ¿Qué dice?
EL PADRE. ¡Sí, usted! ¡Usted mismo! ¿Por qué no?
EL DIRECTOR. ¡Porque nunca he sido un autor!
EL PADRE. Disculpe, ¿pero no podría serlo ahora? No se necesita
nada especial. Mucha gente lo hace. Su trabajo tiene la ventaja de que ya
estamos todos aquí, vivos delante de usted.
EL DIRECTOR. ¡Pero eso no basta!
EL PADRE. ¿Cómo que no basta? Viéndonos vivir nuestro drama...
EL DIRECTOR. Sí, sí, pero se necesita alguien que lo escriba.
EL PADRE. Será que lo transcriba, porque lo tiene delante de
usted, en vivo, escena por escena. Para comenzar apenas bastará un borrador y
ensayar.
EL DIRECTOR. (Volviendo a subir, tentado, al
escenario.) Bueno... casi casi me
está tentando... Así, por jugar... Se podría probar...
EL PADRE. ¡Pues claro, señor! ¡Ya verá qué escenas! ¡Se las
puedo sugerir de inmediato!
EL DIRECTOR. Me tienta... Me tienta. Hagamos una prueba...
Venga conmigo a mi camerino. (Dirigiéndose a los ACTORES.) Descansen un rato, pero no se alejen mucho. En un cuarto
de hora o veinte minutos, estaremos de nuevo aquí. (Al
PADRE) Veamos, probemos... Puede
ser que salga algo verdaderamente extraordinario...
EL PADRE. ¡Sin duda! Pero, ¿no cree que sería bueno que ellos
vinieran también? (Señalará a los otros PERSONAJES)
EL DIRECTOR. ¡Que vengan, que vengan! (Comenzará a salir pero antes se dirigirá a los ACTORES.) ¡Sean puntuales, eh! En un cuarto de hora.
El
DIRECTOR y los SEIS PERSONAJES cruzarán
el escenario y desaparecerán. Los ACTORES
se quedarán, como perplejos, mirándose entre sí.
EL PRIMER ACTOR. ¿Estaba hablando en serio? ¿Que irá a hacer
ahora?
EL ACTOR JOVEN. ¡Eso es locura pura y dura!
UN TERCER ACTOR. ¿Querrá que improvisemos un drama, de buenas a
primeras?
EL ACTOR JOVEN. ¡Eso mismo! ¡Cómo improvisadores de la Comedia del
Arte!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Ah, no! ¡Si cree que yo me voy a prestar a
bromas de ese tipo!...
LA ACTRIZ JOVEN. ¡Yo tampoco!
UN CUARTO ACTOR. Lo que quisiera es saber quiénes son esos. (Aludirá a los PERSONAJES.)
EL TERCER ACTOR. ¿Quiénes quieres que sean? ¡Locos o
estafadores!
EL ACTOR JOVEN. ¿Y el Director se presta para escucharlos?
LA ACTRIZ JOVEN. ¡La vanidad! Es la vanidad de convertirse en
autor...
EL PRIMER ACTOR. ¡Sorprendente! Si el teatro, señores, si el
teatro termina reduciéndose a esto...
UN QUINTO ACTOR. ¡A mí me divierte!
EL TERCER ACTOR. ¡En fin! Ya veremos qué ocurre con todo esto.
Conversando
así entre ellos, los ACTORES abandonarán el escenario, algunos saliendo por la puertecita del
fondo, algunos regresando a sus camerinos. El telón quedará levantado. La
representación se interrumpirá durante veinte minutos.
El
timbre avisará que continúa la representación.
De
los camerinos, por la puerta y también de la sala, volverán al escenario los ACTORES, el DIRECTOR DE ESCENA, el
TRAMOYISTA, el APUNTADOR,
el GUARDARROPA. Al
mismo tiempo, vendrá del camerino el DIRECTOR con los SEIS PERSONAJES.
Se
apagarán las luces de la sala y el escenario volverá a iluminarse como
antes.
EL DIRECTOR. ¡Vamos, vamos, señores! ¿Están todos? Atención,
atención. ¡Comenzamos!... ¡Tramoyista!
EL TRAMOYISTA. ¡Aquí estoy!
EL DIRECTOR. Arregle rápido la escena de la salita. Bastarán
dos bastidores y un telón con la puerta. ¡Rápido, por favor!
El
TRAMOYISTA correrá deprisa a hacerlo, mientras el DIRECTOR se las arreglará con el DIRECTOR DE ESCENA, el
GUARDARROPA, el APUNTADOR y los ACTORES para
la representación inmediata, y dispondrá ese simulacro de la escena indicada:
dos bastidores y un telón con la puerta, con listones rojos y dorados.
EL DIRECTOR. (Al GUARDARROPA) Mire si tenemos una meridiana en el almacén.
EL GUARDARROPA. Sí, señor. La verde.
LA HIJASTRA. ¿Verde? Era amarilla, floreada, de felpa y muy
grande, comodísima.
EL GUARDARROPA. Eso no lo tenemos.
EL DIRECTOR. No importa. Traiga la que haya.
LA HIJASTRA. ¿Cómo que no importa? ¡Si es la famosa meridiana
de Madama Paz!
EL DIRECTOR. ¡Es sólo para el ensayo! Le ruego que no se
entrometa. (Al DIRECTOR DE ESCENA)
Mire si hay una vitrina alargada y
baja.
LA HIJASTRA. ¡La mesita, la mesita de caoba para el sobre
azulado!
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Al DIRECTOR)
Tenemos uno pequeño, dorado.
EL DIRECTOR. Está bien. ¡Traiga ése!
EL PADRE. Un tocador.
LA HIJASTRA. ¡Y el biombo! Un biombo, por favor. De lo
contrario, ¿cómo lo haré?
EL DIRECTOR DE ESCENA. Sí, señora. Tenemos muchos biombos,
no se preocupe.
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA) Y algunos percheros, ¿verdad?
LA HIJASTRA. ¡Sí, muchos, muchos!
EL DIRECTOR. (Al
DIRECTOR DE ESCENA)
Mire cuántos hay y que los
traigan.
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¡Yo me encargo!
El DIRECTOR DE ESCENA también
correrá por lo suyo. Mientras, el DIRECTOR
seguirá hablando con el APUNTADOR y luego con los PERSONAJES y los ACTORES;
el DIRECTOR DE ESCENA hará
que lleven los muebles solicitados por los AYUDANTES DE ESCENA y las dispondrá como
crea oportunos.
EL DIRECTOR. (Al APUNTADOR) Usted, en tanto, coja su sitio. Tenga, éste es el borrador
de las escenas, acto por acto. (Le dará varias
cuartillas.) Pero ahora es
necesario que nos haga un favor.
EL APUNTADOR. ¿Taquigrafiar?
EL DIRECTOR. (Alegremente sorprendido.) ¡No
me diga! ¿Sabe taquigrafiar?
EL APUNTADOR. Puede que no sea un buen apuntador, pero la
taquigrafía...
EL DIRECTOR. ¡Mejor que mejor! (Dirigiéndose
a uno de los AYUDANTES DE ESCENA)
Vaya a mi camerino y coja todo el papel que encuentre. Cuanto más, mejor.
El
AYUDANTE DE ESCENA saldrá corriendo y poco después volverá con una muy buena cantidad de
papeles, que le entregará al APUNTADOR.
EL DIRECTOR. (Al APUNTADOR)
Siga las escenas a medida que se
vayan representando y trate de anotar los diálogos, al menos los más
importantes. (Luego, dirigiéndose a los ACTORES) ¡Despejen, señores! Eso, colóquense de este
lado (señalará a su izquierda) ¡y presten mucha atención!
LA PRIMERA ACTRIZ. Disculpe, pero nosotros...
EL DIRECTOR. (Previniéndola.) ¡Quédese tranquila! ¡No tendrán que improvisar!
EL PRIMER ACTOR. ¿Qué tenemos que hacer?
EL DIRECTOR. ¡Nada! Por ahora sólo quédense mirando y
escuchando. Después cada uno tendrá su parte debidamente escrita. Ahora haremos
un ensayo, como salga. ¡Lo harán ellos! (Señalará
a los PERSONAJES)
EL PADRE. (Como sorprendido en medio de la
confusión del escenario.) ¿Nosotros? ¿Cómo es
eso de un ensayo?
EL DIRECTOR. Un ensayo. ¡Un ensayo para ellos! (Señalará a los actores)
EL PADRE. Pero si los personajes somos nosotros...
EL DIRECTOR. Está bien, ustedes son «los personajes» Pero aquí,
estimado amigo, no actúan los personajes. Aquí actúan los actores. Los
personajes están allí, en el guión (señalará al foso
del APUNTADOR), ¡cuando
haya un guión!
EL PADRE. ¡Por eso mismo! Ya que no lo hay y tienen la suerte
de tener vivos a los personajes delante de ustedes...
EL DIRECTOR. ¡Genial! ¿Quieren entonces hacerlo todo ustedes?
¿Actuar y presentarse por sí solos delante del público?
EL PADRE. Claro, tal y como somos.
EL DIRECTOR, ¡Ah! ¡Le aseguro que harían un bonito espectáculo!
EL PRIMER ACTOR. ¿Entonces qué estamos haciendo nosotros aquí?
EL DIRECTOR. ¡No imaginarán acaso que ustedes van a
representar los papeles! Si ustedes dan risa... (Los
ACTORES, en efecto, reirán.) ¡Ahí lo tiene, mire,
se ríen! (Recordando.) ¡A propósito! Será necesario asignar los papeles. Es fácil.
Ya están asignados por sí mismos (a la SEGUNDA ACTRIZ): Usted, señora, será la Madre. (Al PADRE) Habrá que darle un
nombre.
EL PADRE. Amalia, señor.
EL DIRECTOR. Pero es el nombre de su esposa. ¡No querrá que la
llamen con su verdadero nombre!
EL PADRE. ¿Y por qué no? Se llama así. Aunque, claro, si tiene
que representarlo la señora... (Apenas señalará
con la mano a la SEGUNDA ACTRIZ) Yo la miro a ella (señalará
a la MADRE)
como Amalia, señor. Pero haga
usted lo que... (Se turbará cada vez más.) No sé qué decirle... Empiezo... No lo sé, empiezo a
sentir falsas mis propias palabras, con otro sonido.
EL DIRECTOR. ¡No se preocupe por eso! Ya nos encargaremos
nosotros de dar con el tono adecuado. Y si es por el nombre, si usted quiere
«Amalia», será entonces Amalia, o buscaremos otro. Por ahora designaremos a los
personajes de esta manera (al ACTOR JOVEN): usted, el Hijo; (a
la PRIMERA ACTRIZ) usted, la señorita.
La Hijastra, se supone.
LA HIJASTRA. (Risueña.) ¿Qué cosa? ¿Yo, ésa? (Estallará
en risas.)
EL DIRECTOR. (Furibundo.) ¿Qué le da tanta risa?
LA PRIMERA ACTRIZ. (Indignada.) ¡Ninguna ha osado jamás reírse de mí! ¡O se me
respeta o me voy!
LA HIJASTRA. No me interprete mal. No me río de usted.
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA) Tendría que
sentirse honrada por ser representada por...
LA PRIMERA ACTRIZ. (Rápida, con desdén.) «¡Ésa!»
LA HIJASTRA. Pero si no lo decía por usted, créame. Lo decía
por mí, que no me reconozco en usted. No lo sé, es que... ¡no se parece a mí en
nada!
EL PADRE. ¡Eso es! Mire, señor. Nuestra expresión...
EL DIRECTOR. ¿Pero qué expresión? ¿Creen tenerla ya en ustedes?
¡En absoluto!
EL PADRE. ¿Cómo? ¿No tenemos expresión propia?
EL DIRECTOR. ¡En absoluto! Su expresión se convierte en materia
aquí, gracias a que le dan cuerpo y figura, voz y gesto los actores, quienes
—por su destreza— han sabido expresar materias más altas incluso. Por más que
sea pequeña su expresión, se sostendrá en la escena, créame, gracias al mérito
exclusivo de mis actores.
EL PADRE. No me atrevo a contradecirlo, señor. Pero de
verdad que es indignante para nosotros que se nos vea así, con estos cuerpos y
figuras...
EL DIRECTOR. (Cortándolo,
impaciente.) Eso se corrige con
maquillaje, estimado amigo, con maquillaje, en lo que toca a la figura.
EL PADRE. Sí, pero la voz y el gesto...
EL DIRECTOR. ¡Seré sincero! ¡Usted, tal como es, imposible!
¡Aquí tenemos al actor que lo representa y punto!
EL PADRE. Comprendo, señor. Pero quizá ahora sospecho también
por qué nuestro autor, que nos vio vivos así, no quiso adecuarnos para la
escena. No quiero ofender a sus actores. ¡Dios me libre! Pero pienso que verme
representado... no sé por quién...
EL PRIMER ACTOR. (Con altivez,
levantándose y aproximándose hacia él, seguido por las jóvenes actrices, que
reirán.) Por mí, si no le
disgusta.
EL PADRE. (Humilde y melifluo.) Es un honor, señor. (Se
inclinará.) Pero creo que por más
que el señor esté dispuesto a representarme con toda su voluntad y su arte... (Se turbará.)
EL PRIMER ACTOR. Concluya, concluya... (Risas de los ACTORES)
EL PADRE. Decía, la representación que hará, incluso forzando
el parecido gracias al maquillaje, digo más bien... con su estatura... (todos los ACTORES reirán) difícilmente podrá
hacer una representación sobre mí, tal como yo soy en realidad. A lo sumo
será..., aparte de la figura, será como usted me represente, como usted me
sienta —si llega a sentirme— y no como yo me siento por dentro. Y me parece que
quien venga a juzgarnos debería tener esto en cuenta.
EL DIRECTOR. ¿Está pensando ahora en los juicios de la
crítica? ¡Y yo que le hago caso! Deje que la crítica diga lo que quiera.
Nosotros vamos a montar la comedia, ¡si es posible! (Apartándose
y mirando a su alrededor:) ¡Vamos, vamos! ¿Ya
está lista la escena? (A los ACTORES y los PERSONAJES.)
¡Muévanse, muévanse de aquí! Necesito ver bien. (Bajará
del escenario.) ¡No perdamos más
tiempo! (A la HIJASTRA) ¿Le parece que está bien así la escena?
LA HIJASTRA. Yo, la verdad, no me siento identificada.
EL DIRECTOR. ¡Seguimos con lo mismo! ¡No querrá que reconstruya
exactamente la trastienda de Madama Paz! (Al
PADRE) ¿Me dijo un tapizado
floreado?
EL PADRE. Sí, señor. Y blanco.
EL DIRECTOR. No es blanco, sino con listones. ¡Pero eso
importa poco! En lo que toca a los muebles, mal que bien, parece que estamos
listos. Esa mesita, tráiganla un poco más hacia delante. (Los AYUDANTES
DE ESCENA lo harán de inmediato. Al GUARDARROPA)
Usted, mientras tanto, consíganos un sobre, posiblemente azulado, y
entrégueselo al señor. (Señalará al PADRE.)
EL GUARDARROPA. ¿Sobre de correspondencia?
EL DIRECTOR Y EL PADRE. Sí, sí. . .
EL GUARDARROPA. ¡Ahora mismo! (Saldrá.)
EL DIRECTOR. ¡Vamos, vamos! La primera escena es de la señorita.
(La primera actriz se
acercará.) ¡Usted espere! Me
refería a la señorita. (Señalará a la HIJASTRA.) Usted se limitará a observar...
LA HIJASTRA. (Acotando rápidamente.) ... ¡cómo la vivo yo!
LA PRIMERA ACTRIZ. (Resentida.) ¡Yo también sabré vivirla, no lo dude, apenas
empiece a actuar!
EL DIRECTOR. (Con las manos en la cabeza.) ¡Basta
de discusiones! Por lo tanto, la primera escena es de la señorita con Madama
Paz. ¡Oh! (Se turbará, mirando a su alrededor y
volviendo a subir al escenario.) ¿Y
la tal Madama Paz?
EL PADRE. No ha venido con nosotros, señor.
EL DIRECTOR. Y ahora, ¿qué hacemos?
EL PADRE. ¡Pero ella también vive!
EL DIRECTOR. De acuerdo... Pero, ¿dónde vive?
EL PADRE. Yo me encargo. (Dirigiéndose
a las actrices)
Si ustedes quisieran tener la amabilidad
de darme por un momento sus sombreros.
LAS ACTRICES. (Un poco sorprendidas, riéndose en coro.) —¿Cómo?
—¿Los sombreros?
—¿Pero qué dice?
—¿Para qué?
—¡Míralo!
EL DIRECTOR. ¿Qué quiere hacer con los sombreros de las
señoras?
Los ACTORES reirán.
EL PADRE. Nada, nada. Solamente colocarlos un momento en estos
percheros. Además, alguna debería ser tan amable como para darme su abrigo.
LOS ACTORES: —¿También el abrigo?
—¿Y después?
—¡Tiene que estar loco!
ALGUNA DE LAS ACTRICES. —¿Por qué?
—¿Sólo el abrigo?
EL PADRE. Para colgarlo sólo un momento... Háganme el favor.
¿Pueden?,
LAS ACTRICES. (Quitándose los sombreros, y algunas de
ellas los abrigos, seguirán riendo y acercándose por aquí y por allá a los
percheros.) —¿Y por qué no?
—¡Aquí está!
—¡Esto es una auténtica broma!
—¿Quiere hacer una exposición?
EL PADRE. Eso es, señora. Así, expuestos.
EL DIRECTOR. ¿Se puede saber para qué?
EL PADRE. Ya lo verá, señor. Porque, a lo mejor, preparando
mejor la escena, adaptada con los mismos objetos de su negocio, es posible que
aparezca entre nosotros... (Invitando a mirar hacia la puerta del
fondo del escenario.) ¡Miren! ¡Miren!
La
puerta del fondo se abrirá y MADAMA PAZ se
aproximará. Es una vieja enorme, con una pomposa peluca de lana color zanahoria
y una flamante rosa española a un costado; toda pintada, vestida con la
elegancia vulgar de un vestido de seda rojo muy chillón, con un abanico de
plumas en una mano mientras en la otra sostiene entre dos dedos un cigarrillo
encendido. Apenas aparece, los ACTORES
y el DIRECTOR darán un grito de espanto y se irán del
escenario, abalanzándose hacia las escalerillas, huyendo por el corredor. La HIJASTRA, en
cambio, irá apresurada, humilde, hacia MADAMA PAZ, como si ella fuera
su tutora.
LA HIJASTRA. (Acercándose.) ¡Aquí está! ¡Aquí está!
EL PADRE. (Animado.) ¡Es ella! ¿No lo dije? ¡Aquí está!
EL DIRECTOR. (Superando el
primer impacto, indignado.) ¿Qué trucos son estos?
EL PRIMER ACTOR. (Casi al mismo
tiempo.) ¿En dónde estamos,
mejor dicho?
EL ACTOR JOVEN. ¿De
dónde salió ésa?
LA ACTRIZ JOVEN. ¡Se la estaban guardando!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Éstos son juegos de magia!
EL PADRE. (Apaciguando las protestas.) ¡Disculpen! Pero, ¿por qué quiere dañar en nombre de
una verdad vulgar este prodigio de una realidad que nace evocada, atraída y
formada por la misma escena, y que tiene más derecho a vivir aquí que ustedes
mismos, ya que es más verdadera que ustedes? ¿Cuál de las actrices podrá hacer
el papel de Madama Paz? Pues bien: ¡Madama Paz es ella! Concederán al menos que
la actriz que la represente será siempre menos auténtica, pues se trata de ella
misma en persona. ¡Miren: mi hija la ha reconocido y de inmediato se le ha
acercado! ¡Quédense, quédense a ver la escena!
Titubeando,
el DIRECTOR y los ACTORES volverán a subir al escenario. Pero ya la escena entre la HIJASTRA
y MADAMA PAZ, durante la protesta de los ACTORES y la respuesta del PADRE, habrá empezado,
susurrada, muy despacio, sobre todo espontáneamente, como no sería posible
lograrla sobre ningún escenario. De manera que, cuando a los ACTORES les haya llamado la
atención el PADRE, se volverán a mirar y verán a MADAMA PAZ, que ya habrá tomado del mentón a la HIJASTRA para levantar su rostro, escuchándola
hablar en un modo incomprensible, y se quedarán por un momento alertas. Luego,
casi de inmediato, quedarán decepcionados.
EL DIRECTOR. ¿Y bien?
EL PRIMER ACTOR. Pero, ¿qué dice?
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Así no se escucha nada!
EL ACTOR JOVEN. ¡Más alto! ¡Más alto!
LA HIJASTRA. (Dejando por un momento a MADAMA PAZ, que
sonreirá con una sonrisa inigualable, se acercará al grupo de ACTORES) «Más alto» ¡Cómo no! ¿Qué tanto más alto?
¡No son cosas que se puedan decir en voz alta! Yo las he podido decir en alto
para avergonzarlo (señalará al PADRE), ¡y también para vengarme! Pero para Madama Paz
significa otra cosa: ¡la cárcel!
EL DIRECTOR. ¡Ah, preciosa! ¡Sólo eso nos faltaba! ¡Aquí es
necesario escuchar lo que se dice! ¡Ni siquiera nosotros podemos escucharla y
estamos en el escenario! ¡Imagínense cuando esté el público en el teatro! Hay
que hacer bien la escena. Y por otra parte pueden hablar en voz alta sin ningún
problema, porque no estaremos aquí en el escenario, como ahora, escuchando.
Imaginen que están solas en una habitación, en la trastienda, y que nadie las
escucha.
La
HIJASTRA, con cierta gracia, sonriendo maliciosamente, hará muchas veces con el
dedo un gesto negativo.
EL DIRECTOR. ¿Cómo que no?
LA HIJASTRA. (Susurrando misteriosamente.) Hay alguien que puede escucharnos, señor, si ella (señalará a MADAMA PAZ) hablara fuerte.
EL DIRECTOR. (Consternado.) ¿Acaso va a aparecer alguien más?
Los
ACTORES se
dispondrán a abandonar nuevamente el escenario.
EL PADRE. No, no, señor. Se refiere a mí. Yo debo estar allá,
detrás de la puerta, a la espera. Y Madama lo sabe. Más bien, permítanme, me
voy de inmediato. (Se dispone a irse.)
EL DIRECTOR. (Deteniéndolo.) ¡No lo haga, espere! ¡Aquí es necesario respetar las
exigencias del teatro! Antes de que usted esté listo...
LA HIJASTRA. (Interrumpiendo.) ¡Rápido, rápido! Me muero de ganas, le dije, de
vivir, de ver esta escena. Si usted está listo, yo también.
EL DIRECTOR. (Gritando.) Primero es necesario que quede clara la escena entre usted y
esa señora. (Señalará a MADAMA PAZ) ¿Lo
quiere comprender de una vez?
LA HIJASTRA. ¡Dios mío, señor! Lo que ella me ha dicho usted ya
lo sabe: que una vez más el trabajo de mamá está mal hecho, que ha
desperdiciado la tela y que es necesario que yo tenga paciencia, si quiero que
siga ayudándonos en nuestra miseria.
MADAMA PAZ. (Adelantándose con
aire imponente.) Cherto, siñore. Yo non
quiero aproffitarmi, sacare ventaka1...
1 En el original, Madama
Paz trata de hablar en italiano sin perder su acento español. Para la
traducción hemos invertido el efecto —que Madama Paz tenga a su vez un acento
de origen italiano— para cumplir con la intención coloquial y extraña del
personaje. (N. del T.)
EL DIRECTOR. (Casi aterrorizado.) ¿Qué
es esto? ¿Así habla?
Todos
los ACTORES estallarán en carcajadas.
LA HIJASTRA. (También riéndose.) Sí, señor, habla así, mitad italiano y mitad
español, de un modo divertidísimo.
MADAMA PAZ. ¡Non
mi pareze de buen gusto que se ridano de mí por fare el esfuerzo de hablare
españolo, señor!
EL DIRECTOR. ¡No, en absoluto! ¡Es más! ¡Hable así, hable así,
señora! ¡Es todo un efecto! No podría haber mejor manera para romper
cómicamente la crueldad de la situación. Hable, hable así. ¡Está muy bien!
LA HIJASTRA. ¡Muy bien! ¿Cómo no? ¡Escuchar cómo le hacen a una
ciertas propuestas seguro que impactará, porque casi parece una burla! Es como
para reírse escuchar que le digan a uno que hay un «siñor vieco» que quiere
«hacerte alguni mimos» ¿No es verdad, Madame Paz?
MADAMA PAZ. Ecco, uno viequito, bella. Pero eso é meglio
para ti. Si no te gusta, per lo meno te ayutará.
LA MADRE. (Reapareciendo, entre el estupor y la
consternación de los ACTORES, quienes no se habían dado cuenta de ella
e intentarán apartarla de madama
paz en medio de gritos y risas, porque a
esas alturas ya le habrá arrancado la peluca y la habrá tirado al suelo.) ¡Bruja! ¡Bruja asesina! ¡Es mi hija!
LA HIJASTRA. (Acude a contener a
la MADRE) ¡No, mamá, no!
¡Por favor!
EL PADRE. (Acudiendo al mismo tiempo.) ¡Tranquila, tranquila! ¡Mejor siéntate!
LA MADRE. ¡Sáquenla de aquí, ahora mismo!
LA HIJASTRA. (Al DIRECTOR,
que también ha acudido.) ¡No puede ser, no puede ser que mamá mire todo esto!
EL PADRE. (También dirigiéndose al DIRECTOR)
¡No pueden estar juntas! Por eso es que, cuando llegamos, ésa señora no estaba
con nosotros. Si están juntas, es inevitable que todo se precipite.
EL DIRECTOR. ¡No importa!
¡No importa! Por ahora es como un primer bosquejo. Todo sirve para que yo
pueda, incluso así, de manera confusa, recoger varios elementos. (Dirigiéndose a la MADRE y haciéndola sentar de nuevo en su sitio.) Vamos, señora. Quédese tranquila y tome asiento de nuevo.
En
tanto, la HIJASTRA, colocándose de nuevo en medio de la escena, se dirigirá a MADAMA PAZ.
LA HIJASTRA. Dígame, Madama, dígame. ¿Entonces?
MADAMA PAZ. (Ofendida.) No, no. ¡Gracias
muchas! Yo quí no facho piú de nada se tu madre e presente.
LA HIJASTRA. Olvídelo. Haga pasar a ese «siñor vieco» que
quiere «hacerme alguni mimos» (Se volverá de
manera imperiosa hablando a todos los presentes.) En resumen, ¡hay que hacer esta escena! ¿Qué esperan?
¡Vamos! (A MADAMA PAZ) ¡Usted puede irse!
MADAMA PAZ. Me
ne voy, me ne voy, senza problema... (Saldrá furiosa recogiendo
la peluca y mirando ferozmente a los ACTORES, quienes aplaudirán con sorna.)
LA HIJASTRA. (Al PADRE.)
¡Y usted haga su entrada! ¡No es
necesario que dé la vuelta! ¡Venga aquí! Finja que ha entrado. Eso es: yo me
quedo aquí con la cabeza, baja, recatada. ¡Vamos! ¡Hable! Dígame con la voz de un
recién llegado, de un extraño: «Buenos días, señorita...».
EL DIRECTOR. (Que ha bajado del
escenario.) ¡Faltaba más! En pocas
palabras, ¿dirige usted o yo? (Al PADRE que observará en
suspenso, perplejo.) Prosiga, sí. Vaya al
fondo, sin salir, y regrese hacia delante.
El
PADRE, consternado,
hará lo que se le indica. Estará muy pálido, pero se investirá de la realidad
de su vida creada. Sonreirá una vez colocado al fondo del escenario, como
distanciado todavía del drama que estará por abatirse sobre él. Los ACTORES prestarán de
inmediato mucha atención a la escena que va a comenzar.
EL DIRECTOR. (Susurrando, con
prisa, al APUNTADOR que está en el foso.) ¡Y
usted atento, listo para escribir, ahora mismo!
La
escena
EL PADRE. (Acercándose con una voz diferente.) Buenos días, señorita.
LA HIJASTRA. (La cabeza gacha, con un reprimido
disgusto.) Buenos días.
EL PADRE. (La observará un poco, bajo el
sombrerito que casi oculta todo su rostro, e intuyendo que ella es muy joven,
exclamará de asombro, un poco por satisfacción pero también por temor a
comprometerse en una aventura arriesgada.) Pero... ¿No será ésta la primera vez que... que viene aquí?
No, ¿verdad?...
LA HIJASTRA. No, señor.
EL PADRE. ¿Ha venido otras veces? (A
lo que la HIJASTRA asentirá con la cabeza.) ¿Más
de una vez? (Esperará un poco la respuesta, volverá
a espiarla bajo el sombrerito, sonreirá y dirá.) Entonces... No debería sentirse así... ¿Me permite que le
quite el sombrerito?
LA HIJASTRA. (Rápido, para prevenirlo, pero
conteniendo su disgusto.) No, señor. ¡Yo sola me
lo quito! (Lo hará deprisa, turbada.)
La MADRE, presenciando la escena, con el Hijo y con los otros dos pequeños, que
permanecerán siempre junto a ella, colocados al lado opuesto de los ACTORES, estará en vilo, con
gestos de dolor, desdén, ansiedad y horror por las palabras y los actos del PADRE y la HIJASTRA. También ocultará el rostro, por momentos, o emitirá algún lamento.
LA MADRE. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
EL PADRE. (Debido al lamento, se quedará rígido
por un momento, pero luego continuará con el tono previo.) Démelo. Lo cuelgo yo. (Le
quitará el sombrerito
de las manos.) Pero sobre una hermosa
cabecita como la suya debería estar un sombrerito más digno de usted. ¿Querrá
ayudarme, después, a escogerle alguno entre los que tiene Madama? ¿Sí?
LA ACTRIZ JOVEN. (Interrumpiendo.) ¡Mucho cuidado! ¡Esos
sombreros son nuestros!
EL DIRECTOR. (Rápido, enfurecido.) ¡Cállese, por Dios! ¡No se haga la chistosa!
¡Estamos en mitad de la escena! (Dirigiéndose a la HIJASTRA) Continúe, por favor, continúe.
LA HIJASTRA. (Prosiguiendo.) No, gracias, señor.
EL PADRE. ¡Vamos! ¡No me diga que no! Tiene que aceptármelo. Me
sentiría apenado... Mire que hay algunos muy bonitos, ¡mire! Y eso alegrará a
Madama. ¡Los pone aquí a propósito!
LA HIJASTRA. No, señor. Es que ni siquiera podría llevarlo
puesto.
EL PADRE. ¿Acaso lo dice por lo que pensarán cuando la vean
volver a casa con un sombrero nuevo? No se preocupe. ¿Sabe qué hacer? ¿Qué debe
decir en casa?
LA HIJASTRA. (Arrebatada, sin contenerse.) ¡No es eso, señor! No podría llevarlo, porque
soy..., como puede ver..., ¡ya debería haberse percatado! (Le mostrará su luto.)
EL PADRE. ¡Está de luto! Es verdad. Le pido que me disculpe.
Me siento avergonzado, disculpe.
LA HIJASTRA. (Armándose de valor incluso para
sobreponerse al desdén y la náusea.) ¡Basta, basta, señor! Soy yo la que tiene que agradecérselo,
y no usted quien debe mortificarse o sentirse afligido. No haga caso, por
favor, de lo que dije. También yo, como comprenderá... (Se esforzará por sonreír y añadirá.) No debo pensar más en cómo estoy vestida.
EL DIRECTOR. (Interrumpiendo,
mirando al APUNTADOR en el foso mientras sube al escenario.) ¡Espere, espere! ¡No escriba más, deténgase en esta última
frase! (Dirigiéndose al PADRE y a la HIJASTRA) ¡Muy bien! ¡Muy bien! (Luego
únicamente al PADRE.) Usted continuará como
hemos acordado. (A los ACTORES.) Maravillosa esta escenita del sombrerito, ¿no les parece?
LA HIJASTRA. ¡Lo mejor está por venir! ¿Por qué no continuamos?
EL DIRECTOR. ¡Tenga un poco de paciencia! (Volviendo a dirigirse a los ACTORES) Hay que tratarla con un poco de ligereza.
EL PRIMER ACTOR. De desenvoltura, de acuerdo...
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡No
se necesita nada más! (Al PRIMER ACTOR) Podríamos ensayarla ahora mismo, ¿no?
EL PRIMER ACTOR. ¡Por mí!... Ya está, me preparo para hacer mi
entrada. (Saldrá para volver a entrar por la
puerta del fondo.)
EL DIRECTOR. (A la primera
actriz)
Ahora, entonces, fíjese bien. Ya
ha terminado la escena entre usted y Madama Paz, que ya me encargaré de
escribir. Usted debe quedarse... ¿A dónde va?
LA PRIMERA ACTRIZ. Un segundo, que me pongo el sombrero... (Irá a cogerlo del perchero.)
EL DIRECTOR. ¡De acuerdo, muy bien! Entonces, usted se queda
aquí con la cabeza inclinada.
LA HIJASTRA. (Divirtiéndose.) ¡Pero si no está vestida de negro!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Ya me vestiré de negro, y mucho mejor que
usted!
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA) ¡Le ruego que se calle! ¡Sólo mire! ¡Tiene
mucho que aprender! (Dando palmadas.) ¡Adelante, adelante! ¡Haga su entrada! (Y bajará del escenario para tener una mejor imagen de la escena. Se
abrirá la puerta del fondo y se acercará el PRIMER ACTOR, con el aire desenvuelto
y pícaro de un viejo galante. La representación de la escena, contemplada por
los ACTORES, será desde el principio algo completamente diferente a una parodia,
sino una copia exacta del drama. Naturalmente, la HIJASTRA y el PADRE no se identificarán ni con la primera actriz ni con el primer
actor al escucharlos decir sus mismas
palabras. Lo expresarán de varias maneras, bien con gestos, sonrisas, o con
protestas explícitas por las impresiones de sorpresa, asombro y sufrimiento,
entre otras, que reciben, como se verá a continuación. Se escuchará claramente
la voz del APUNTADOR, colocado en el foso).
EL PRIMER ACTOR. «Buenos días, señorita...»
EL PADRE. (De inmediato, sin lograr contenerse.) ¡No y no!
LA
HIJASTRA, al ver entrar de esa manera al primer actor, estallará en carcajadas.
EL DIRECTOR. (Enfurecido.) ¡Cállense! ¡Y usted deje de reír de una buena vez! ¡Así no
podemos avanzar!
LA HIJASTRA. (Aproximándose al proscenio.) Disculpe, pero es inevitable que me ría, señor. La
señorita (señalará a la PRIMERA ACTRIZ) se queda quieta allí donde está.
Pero si hubiera sido yo, le puedo asegurar que si alguien me dice «buenos días»
de esa manera y con ese tono, me habría dado risa, tal como ha ocurrido.
EL PADRE. (Acercándose también un poco.) ¡Es eso!... El aire, el tono...
EL DIRECTOR. ¡Pero qué aire! ¡Qué tono! ¡Ahora háganse a un
lado y déjenme ver el ensayo!
EL PRIMER ACTOR. (Adelantándose.) Si tengo que representar a un viejo que va a una
casa de citas...
EL DIRECTOR. ¡No le haga caso, por favor! ¡Repítalo, repítalo,
que estaba muy bien! (A la espera de que el actor lo repita.)
¿Decía?...
EL PRIMER ACTOR. «Buenos días, señorita...»
LA PRIMERA ACTRIZ. «Buenos días...»
EL PRIMER ACTOR. (Repitiendo el
gesto del PADRE, de curiosear bajo el sombrerito, pero expresando luego de una manera
completamente distinta la complacencia y el temor.) «¡Ah!... Pero... ¿No será ésta la primera vez que...? Espero
que no...»
EL PADRE. (Corrigiendo, sin resistirse.) ¡Nada de «¿Espero que no?», sino «No, ¿verdad?».
«No, ¿verdad?»
EL DIRECTOR. Dice «No, ¿verdad?», como preguntando.
EL PRIMER ACTOR. (Mirando al apuntador.) Yo he escuchado
«Espero que no...».
EL DIRECTOR. ¡Pero si es lo mismo! «No, ¿verdad?» que «Espero que
no...» Usted prosiga, prosiga. Quizá un poco menos enfático. Mire cómo lo hago
yo, mire... (Subirá al escenario y repetirá el papel
desde la entrada.) «Buenos días,
señorita...»
LA PRIMERA ACTRIZ. «Buenos días.»
EL DIRECTOR. «¡Ah!... Pero...» (Dirigiéndose
al PRIMER ACTOR para hacerle notar el modo como ha observado a la PRIMERA ACTRIZ bajo el sombrerito.) Sorpresa...,
temor y complacencia... (Luego, retomando el parlamento, se
dirige a la PRIMERA ACTRIZ) «¿No
será ésta la primera vez que... que viene aquí? No, ¿verdad?...» (De nuevo, dirigiéndose con una mirada aguda al PRIMER ACTOR) ¿Me explico? (A la PRIMERA ACTRIZ.) Y
ahora usted: «No, señor» (De nuevo, al primer actor.) En fin, ¿cómo debo decirlo? ¡Souplesse!' (Y bajará de nuevo del escenario.)
LA PRIMERA ACTRIZ. «No, señor...»
EL PRIMER ACTOR. «¿Ha venido otras veces? ¿Más de una
vez?»
EL DIRECTOR. ¡No, no, espere! Deje primero que ella (señalará a la PRIMERA ACTRIZ) asienta con la cabeza. «¿Ha venido otras
veces?»
La
primera
actriz
levantará un poco la cabeza, entornará disgustada
los ojos y, después de una indicación del DIRECTOR, asentirá dos veces con la cabeza.
LA HIJASTRA. (Sin contenerse.) ¡Por Dios! (Y
de inmediato se tapará la boca para contener la risa.)
EL DIRECTOR. (Dando media vuelta.) ¿Ahora qué pasa?
LA HIJASTRA. (Rápido.) ¡Nada, nada!
EL DIRECTOR. (Al primer actor.) ¡Continúe, continúe!
1 En francés en el original. Significa versatilidad de
movimientos. (N. del T.)
EL PRIMER ACTOR. «¿Más de una vez?... Entonces... No debería
sentirse así... ¿Me permite que le quite el sombrerito? (El PRIMER ACTOR dirá estas últimas
frases con un tono y un movimiento tal, que la HIJASTRA, todavía con las manos cubriendo su boca,
por más que intente reprimirse, no logrará contener la risa, que estallará
estrepitosamente entre sus dedos.)
LA PRIMERA ACTRIZ. (Indignada,
regresando a su sitio, aparte.) ¡Yo
no voy a permitir que ésa de ahí se ría de mí!
el primer actor. ¡Ni yo! ¡Se acabó!
el director. (Gritando a la hijastra) ¡Acabe de una vez!
LA HIJASTRA. Sí, sí... Perdone, perdone...
EL DIRECTOR. ¡Es usted una maleducada! ¡Eso es lo que es! ¡Una
presuntuosa!
EL PADRE. (Tratando de interponerse.) Sí, señor. Tiene toda la razón. Pero perdónela...
EL DIRECTOR. (Subiendo de nuevo al escenario.) ¡Pero qué quiere que perdone! ¡Es un insulto!
EL PADRE. Sí, señor, pero créame, créame... Es que produce un
efecto algo extraño...
EL DIRECTOR. ¿Extraño? ¿Qué resulta extraño? ¿Y por qué?
EL PADRE. Yo admiro, señor, admiro a sus actores: a este señor (señalará al PRIMER ACTOR), a la señorita (señalará a la PRIMERA ACTRIZ), pero,
la verdad..., no son nosotros...
EL DIRECTOR. ¡Lo duda! ¿Cómo quiere que sean «ustedes» si son
los actores?
EL PADRE. Es por eso. ¡Por los actores! Hacen muy bien nuestros
papeles. Pero nos parece otra cosa, que quisiera ser la misma, pero no lo es.
EL DIRECTOR. ¿Cómo que no es? Entonces, ¿qué es?
EL PADRE. Algo que... se vuelve de ellos, y ya no es nuestro.
EL DIRECTOR. ¡Eso es inevitable! ¡Ya se lo dije!
EL PADRE. Comprendo, comprendo...
EL DIRECTOR. Entonces, ¡basta de lo mismo! (Dirigiéndose a los ACTORES) Ya haremos luego los ensayos sólo entre nosotros,
como debe ser. ¡Siempre ha sido una maldición ensayar junto a los autores!
¡Nada los satisface! (Dirigiéndose al PADRE y a la HIJASTRA.) Empecemos de nuevo con ustedes. Y espero
que sea posible que usted no se vuelva a reír.
LA HIJASTRA. ¡No reiré más, no reiré más! Ahora viene lo mejor
para mí. ¡Se lo aseguro!
EL DIRECTOR. Entonces, cuando usted dice: «No haga caso, por
favor, de lo que dije. También yo, como comprenderá...» (Dirigiéndose al padre.) Es necesario que usted
responda de inmediato: «Comprendo, comprendo...» y que de inmediato pregunte...
LA HIJASTRA. (Interrumpiendo.) ¡Qué!...
EL DIRECTOR. ¡La razón de su luto!
LA HIJASTRA. ¡No, señor! Mire: cuando yo le dije que no
prestara atención a cómo vestía, ¿sabe lo que respondió? «¡Quitémoslo,
quitémoslo de inmediato, ahora mismo, ese vestidito!»
EL DIRECTOR. ¡Magnífico! ¡Muy bien! ¿Quiere que todo el teatro
se nos eche encima?
LA HIJASTRA. ¡Pero es la verdad!
EL DIRECTOR. ¡Y qué tiene que ver la verdad! ¡Estamos en el
teatro! ¡La verdad sólo sirve hasta cierto punto!
LA HIJASTRA. ¿Y, entonces, qué quiere hacer ahora?
EL DIRECTOR. ¡Ya lo verá, ya lo verá! ¡Déjelo en mis manos!
LA HIJASTRA. ¡Eso sí que no, señor! De mi asco, de todos los
motivos, a cuál más cruel e infame, por los que soy «ésta» y «así», ¿quiere
hacer usted un pastiche romántico y sentimentaloide, en el que él me pregunta
por las razones de mi luto y yo le respondo llorando que mi padre había muerto
dos meses atrás? ¡Eso no, señor! Es necesario que él me diga lo que dijo:
«¡Quitémoslo, quitémoslo de inmediato, ahora mismo, ese vestidito!» Y yo, con
mi corazón enlutado, apenas dos meses atrás, me dirigí allá. ¿Lo ve? Allá,
detrás del biombo, y con estas manos que se estremecen por la deshonra, por la
repugnancia, me quité el vestido...
EL DIRECTOR. (Agarrándose los cabellos.) ¡Por favor! ¿Qué es lo que está diciendo?
LA HIJASTRA. (Gritando, frenética.) ¡La verdad! ¡La pura verdad, señor!
EL DIRECTOR. No lo dudo, será la verdad... Y comprendo todo
su espanto, señorita. ¡Pero comprenda también que todo eso no es posible
hacerlo sobre el escenario!
LA HIJASTRA. ¿No es posible? Entonces se lo agradezco, pero no
cuente conmigo.
EL DIRECTOR. Un momento...
LA HIJASTRA. ¡No cuente conmigo! ¡En absoluto! ¡Lo
que se va a representar en la escena lo han arreglado entre ustedes dos! ¡Ahora
lo comprendo! Él quiere que se representen (enfatiza)
¡sus tormentos espirituales! ¡Pero
yo quiero representar mi drama, el mío!
EL DIRECTOR. (Molesto, agitándose con furia.) ¡Cómo no, su drama! ¡Pues no sólo existe su drama!
¡Están los otros! El suyo. (Señalará al PADRE) ¡El de su madre! No
es posible que un personaje llame más la atención y desplace a los demás,
acaparando la escena. ¡Es necesario que todos formen un cuadro armonioso y que
se represente lo que se puede representar! Sé muy bien que cada uno tiene toda
una vida dentro de sí y quisiera contarla. Pero esto es precisamente lo
difícil: expresar sólo lo necesario y en relación con los demás. ¡Y con eso,
sólo con eso, sugerir todo lo que queda oculto! ¡Ah! Sería muy cómodo si cada
personaje pudiera en un precioso monólogo, o... por decir..., en una
conferencia, ¡soltar todo lo que quisiera contar! (Con
un tono bondadoso, conciliador.) Es
necesario que se contenga usted, señorita. Créame, es por su bien. Incluso
porque podría dar una mala imagen, se lo advierto. Toda esa furia ofensiva, ese
disgusto exasperado, cuando usted misma, si me permite, ha confesado acostarse
con otros hombres antes que con él, en lo de Madama Paz, y más de una vez.
LA HIJASTRA. (Agachando la cabeza, con una voz honda,
después de un momento de recogimiento.) ¡Es verdad! Pero tiene que pensar que los otros eran, para
mí, como él.
EL DIRECTOR. (Sin comprender.) ¿Cómo que los otros? ¿Qué quiere decir?
LA HIJASTRA. Para quien cae en la culpa, señor, ¿no es
responsable de todo lo que ocurre después el primero que provocó la caída? Para
mí lo es él, incluso antes de que yo naciera. ¡Mírelo y dígame si no es verdad!
EL DIRECTOR. ¡Muy bien! ¿Y no le parece poco el peso de tanto
remordimiento en él? ¡Déjelo expresarse!
LA HIJASTRA. ¿Y cómo, señor? ¿Cómo podrá expresar todos sus
«nobles» remordimientos, todos sus tormentos «morales», si usted quiere ocultar
el horror de haber tenido en los brazos, después de invitarla a desnudarse de
su reciente luto, a una mujer perdida que era al mismo tiempo aquella niña,
señor, aquella niña a la que él iba a ver a la salida de la escuela? (Pronunciará estas últimas palabras con una voz conmocionada.)
(La
MADRE, al
escucharla hablar así, oprimida por el ímpetu de una angustia incontenible que
se expresará primero en unos cuantos gemidos
sofocados, acabará estallando en un llanto descontrolado. La conmoción dominará
a todos. Larga pausa.)
LA HIJASTRA. (Apenas la MADRE empiece a calmarse, añadirá de manera
sombría y resuelta.) Ahora estamos entre
nosotros, todavía desconocidos por el público. Y mañana usted dará un
espectáculo sobre nosotros de acuerdo con lo que quiere tramar. ¿Quiere ver el
verdadero drama? ¿Quiere verlo estallar como realmente ocurrió?
EL DIRECTOR. ¡Por supuesto! No pido más que eso para extraer
todo lo que sea posible.
LA HIJASTRA. Entonces, haga salir a mi madre.
LA MADRE. (Sobreponiéndose al llanto, con un
grito.) ¡No!... ¡No lo
permita, señor! ¡No lo permita!
EL DIRECTOR. ¡Pero si es sólo para saber lo que ocurrió,
señora!
LA MADRE. ¡No puedo más! ¡No puedo más!
EL DIRECTOR. Discúlpeme. ¡Pero todo esto ya ocurrió!
No entiendo entonces...
LA MADRE. ¡No! ¡Está ocurriendo ahora, y ocurre siempre! ¡Mi tormento
no ha terminado, señor! ¡Yo estoy viva y presente, siempre presente en cada
momento de mi tormento, que siempre se renueva, también vivo y presente! Y a
esos dos pequeñitos, ¿los ha escuchado hablar? ¡No pueden hablar más, señor!
Están apegados a mí, todavía, para tener presente mi tormento. ¡Pero ellos ya
no existen, no existen! Y ella, señor (señalará
a la HIJASTRA), se escapó,
se alejó de mí y se ha perdido, se ha perdido... ¡Si yo todavía la veo aquí es
todavía por eso, sólo por eso, siempre por lo mismo, siempre, siempre, para
recordármelo siempre, vivo y presente, el tormento que he sufrido también por
culpa de ella!
EL PADRE. (Solemne.) ¡El instante eterno, como le dije, señor! Ella (señalará a la HIJASTRA) está aquí
para retenerme, fijarme, mantenerme inmóvil y suspendido eternamente en el
escarnio, todo por culpa de un momento fugaz y vergonzoso de mi vida. No puede
renunciar a eso, y usted no puede ayudarme.
EL DIRECTOR. ¡No he dicho que no se representará! Justamente
será el núcleo de todo el primer acto, hasta llegar a la sorpresa de ella. (Señalará a la madre)
EL PADRE. Eso, sí. Porque es mi condena, señor: toda nuestra
pasión tiene que culminar en su grito final. (También
señalará a la madre.)
LA HIJASTRA. ¡Todavía lo escucho! ¡Ese grito me hizo
enloquecer! Usted puede hacerme aparecer como quiera, ya no me importa. Incluso
vestida, y bastará que por lo menos tenga los brazos —sólo los brazos—
descubiertos, porque, ¡fíjese bien!, cuando estaba así (se acercará al PADRE y apoyará la cabeza en su pecho), con la cabeza apoyada, así, y abrazándole el cuello, ¡vi
palpitar aquí, en mi brazo, una vena, y como si fuera esa única vena la que me
diera asco, cerré los ojos así, así, y hundí la cabeza en su pecho! (Se volverá hacia la MADRE)
¡Grita, mamá! ¡Grita! (Y hundirá la cabeza en el pecho del PADRE, y con los hombros alzados como para no
escuchar el grito, añadirá con una voz desgarrada y sofocada.) ¡Grita! ¡Grita como lo hiciste esa vez!
LA MADRE. (Lanzándose a separarlos.) ¡No! ¡Hija, hija mía! (Y
luego de haberlos apartado.) ¡Bruto, bruto, es mi
hija! ¿No te das cuenta de que es mi hija?
EL DIRECTOR. (Retrocediendo al
proscenio tras el grito, entre el estupor de los ACTORES.) ¡Magnífico! ¡Sí, magnífico! ¡Telón, telón!
EL PADRE. (Acercándose a él, agitado.) ¡Así fue, así ocurrió de verdad, señor!
EL DIRECTOR. (Admirado y convencido.) ¡No lo dudo! ¡Telón, telón! (Ante los gritos reiterados del DIRECTOR, el
TRAMOYISTA hará caer el telón, dejando afuera al DIRECTOR y al PADRE).
EL DIRECTOR. (Mirando hacia arriba, levantando los
brazos.) ¡Pero qué imbécil! He
dicho telón para dar a entender que el acto debe terminar así, ¡y me tira el
telón de verdad! (Al PADRE, levantando una borde del telón para
entrar en el escenario.) ¡Está muy bien, muy
bien! ¡Impactará sin duda! Tiene que terminar así. ¡Se lo aseguro, se lo
aseguro, al menos este primer acto! (Entrará con el PADRE tras el telón.)
Al levantarse el telón se verá que los TRAMOYISTAS y MONTADORES habrán
desmantelado el primer simulacro de escena y que, en cambio, habrán colocado
una pequeña fuente de jardín. En una parte del escenario estarán
sentados en fila los ACTORES y, en la otra, los PERSONAJES. El DIRECTOR estará de pie en mitad del escenario, agarrándose la barbilla con el
puño cerrado, pensando.
EL DIRECTOR. (Reaccionando después de una breve
pausa.) Entonces... ¡Veamos el
segundo acto! ¡Déjenme, déjenme hacer a mí, como había establecido desde un
principio! ¡Irá de maravillas!
LA HIJASTRA. Ahora vendría nuestra entrada en su casa (señalará al PADRE), ¡a despecho de él! (Señalará
al HlJO.)
EL DIRECTOR. (Impaciente.) Eso está bien, pero deje que yo me encargue. ¿De acuerdo?
LA HIJASTRA. ¡Pero que quede claro su desprecio!
LA MADRE. (Titubeando con un movimiento de
cabeza.) Para todo lo que nos
ha servido...
LA HIJASTRA. (Dirigiéndose a ella de manera tajante.)
¡No importa! ¡Cuanto más daño para
nosotros, más remordimiento para él!
EL DIRECTOR. (Impaciente.) ¡Lo comprendo, lo comprendo! ¡Y se lo tendrá en
cuenta! ¡No lo dude!
LA MADRE. (Suplicante.) Pero hágalo entender bien, se lo ruego, señor, por mi
conciencia, que yo busqué de cualquier modo...
LA HIJASTRA. (Interrumpiendo despectivamente,
retomando la palabra.) ... ¡calmarme, aconsejarme
que no lo menospreciara! (Al DIRECTOR) Déle el gusto, complázcala, ¡porque es verdad! Yo disfruto
muchísimo porque, mientras tanto, a la vista está: ¡cuanto más ella suplica o
trata de conmoverlo, tanto más se aleja él, se «ausenta»! ¡Qué maravilla!, ¿no?
EL DIRECTOR. ¿Vamos empezar de una vez el segundo acto?
LA HIJASTRA. No digo ni una palabra más. ¡Pero tenga en cuenta
que desarrollar todo en el jardín, como quiere, no será posible!
EL DIRECTOR. Y ¿por qué no?
LA HIJASTRA. Porque él (señalará
de nuevo al HlJO) está siempre encerrado en su habitación, ¡apartado!
Luego, como le he dicho, habrá que desarrollar todo el papel de ese pobre
muchacho confundido en casa.
EL DIRECTOR. ¡Sí, pero como comprenderán, no podemos colgar
cartelitos o cambiar el escenario a cada momento!
EL PRIMER ACTOR. Antes sí se hacía...
EL DIRECTOR. ¡Cuándo el público era quizá como esa niña!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡E incluso era más fácil lograr la ilusión!
EL PADRE. (Levantándose de golpe.) ¿La
ilusión? ¡Les suplico que no hablen de ilusión! No usen esa palabra. ¡Es
demasiado cruel para nosotros!
EL DIRECTOR. (Sorprendido.) ¿Se puede saber por qué?
EL PADRE. ¡Es cruel, muy cruel! ¡Debería entenderlo!
EL DIRECTOR. Entonces, ¿Cómo deberíamos llamarla? ¿Cómo llamar
a la ilusión de crear, aquí, a los espectadores...
EL PRIMER ACTOR. ... con nuestra representación...
EL DIRECTOR. ... la ilusión de una realidad!
EL PADRE. Comprendo, señor. Quizá sea usted quien no nos
comprende. ¡Tiene que disculparme! Para usted y sus actores todo esto no es más
que un juego, y no lo critico.
LA PRIMERA ACTRIZ. (Interrumpiendo
ofendida.) ¡De qué juego habla!
¡No somos niños! ¡Aquí se actúa de verdad!
EL PADRE. ¡Sí, no lo niego, no! Y comprendo, justamente, que
el juego de su arte tiene que lograr, como dice el señor, una perfecta ilusión
de realidad.
EL DIRECTOR. ¡Eso es exactamente!
EL PADRE. ¡Pero también tiene que pensar que nosotros (se señalará a sí mismo y rápidamente a los otros cinco PERSONAJES) no tenemos otra realidad más allá de
esta ilusión!
EL DIRECTOR. (Aturdido, mirando a sus actores también
perplejos y desorientados.) ¿Y eso qué quiere
decir?
EL PADRE. (Después de observarlos minuciosamente,
con una leve sonrisa.) ¡Por supuesto que sí,
señores! ¿Qué otra realidad? Lo que para ustedes es una ilusión a crear, para
nosotros es la única realidad. (Breve pausa. Dará
unos cuantos pasos en dirección al DIRECTOR
y proseguirá.) ¡Y no solamente para nosotros, créame! Piénselo bien. (Lo mirará fijamente a los ojos.) ¿Podría decirme quién es usted? (Y se quedará apuntándolo con el dedo.)
EL DIRECTOR. (Turbado, sonriendo a medias.) ¿Cómo que quién soy?... ¡Soy yo!
EL PADRE. ¿Y si le dijera que no es verdad, porque usted es
yo?
EL DIRECTOR. ¡Le diría simplemente que está loco! (Los ACTORES reirán.)
EL PADRE. Tienen razón para reírse: esto es un juego (al DIRECTOR) y usted, por
lo tanto, puede objetarme que sólo por un juego ese señor, allá (señalará al PRIMER ACTOR), que es
«él», tiene que ser «yo», que sin embargo soy yo, «éste» ¿Se da cuenta cómo ha
caído en la trampa? (Los
ACTORES reirán
de nuevo.)
EL DIRECTOR. (Cortante.) ¡Ya hemos hablado de esto! ¿Se lo repito de nuevo?
EL PADRE. No, no. No quería decir eso precisamente. Incluso lo
invito a salir de este juego (mirando a la PRIMERA ACTRIZ, como anticipándose)
—¡teatral, teatral!— que usted
acostumbra hacer aquí con sus actores. Pero vuelvo a preguntarle en serio:
¿quién es usted?
EL DIRECTOR. (Dirigiéndose, maravillado y fastidiado,
al mismo tiempo, hacia los ACTORES) ¡Vaya si se
puede ser descarado! ¡Uno que se da ínfulas de personaje tiene el atrevimiento
de preguntarme quién soy!
EL PADRE. (Con dignidad pero sin soberbia.) Un personaje, señor, siempre puede preguntar a un
hombre quién es. Porque un personaje tiene realmente una vida, con sus propios
atributos, por los que siempre es
«alguien». Mientras que un hombre —y no estoy hablando de usted ahora— un
hombre cualquiera puede que no sea «nadie».
EL DIRECTOR. ¡Claro! ¡Pero usted me lo pregunta a mí, que soy
el Director! ¡El Director de la compañía! ¿Se da cuenta?
EL PADRE. (Casi susurrando, con una meliflua
humildad.) Sólo lo hago para
saber, señor, si verdaderamente usted puede verse cómo es ahora mismo... y como
ve, por ejemplo, con la distancia del tiempo, a aquel que fue, con las
ilusiones que tenía entonces; con todas las cosas, dentro y a su alrededor, de
acuerdo a cómo las veía entonces —y que eran realmente así para usted—. Pues
bien, señor. Recordando esas ilusiones que ya no se plantea, todas aquellas
cosas que ahora ya no le «parecen» como «eran» hace un tiempo para usted, ¿no
siente como si faltara, no digo estas tablas del escenario, sino un piso firme,
el suelo bajo sus pies, sobre todo si piensa que de igual manera «esto» que
siente ahora, toda su realidad actual, tal como es, también está destinada a
parecerle una ilusión el día de mañana?
EL DIRECTOR. (Sin haber comprendido muy bien,
aturdido por la densa argumentación.) ¿Y? ¿Adónde quiere llegar?
EL PADRE. A ningún sitio, señor. Tan sólo hacerle ver que si
nosotros (se señalará a sí mismo otra vez, así
como a los otros PERSONAJES) no tenemos
otra realidad más allá que la ilusión, también sería bueno que usted
desconfiase de su realidad, de la que usted hoy respira y toca, porque, como la
de ayer, está destinada a revelársele el día de mañana como una ilusión.
EL DIRECTOR. (Volviendo a tomárselo en broma.) ¡Tiene toda la razón! ¡Ahora sólo falta que usted
diga que con esta comedia que viene a representarme es más verdadero y real que
yo!
EL PADRE. (Decididamente serio.) ¡No tengo la menor duda, señor!
EL DIRECTOR. ¿Ah, sí?
EL PADRE. Supuse que usted lo había comprendido desde un
principio.
EL DIRECTOR. ¿Más real que yo?
EL PADRE. Si su realidad puede alterarse de un día para el
otro...
EL DIRECTOR. ¡Pero claro que puede cambiar! ¡Y continuamente!
¡Cómo todos!
EL PADRE. (Dando un grito.) ¡Pero la nuestra no, señor! ¿Entiende? ¡Ésa es la
diferencia! No cambia, no puede cambiar ni ser otra, jamás, porque ha sido
fijada, así, «ésta», y para siempre. ¡Y eso es terrible, señor! ¡Es realmente
inalterable! ¡Hasta deberían sentir un escalofrío cerca de nosotros!
EL DIRECTOR. (Tajante, colocándose delante por una
idea que se le ocurrirá de improviso.) Yo quisiera saber, sin embargo, ¿cuándo se ha visto a un
personaje salir de su papel para dedicarse a ponderar como lo hace usted,
exponiendo y explicando sus ideas? ¿Me lo podría decir? ¡Jamás lo he visto en
mi vida!
EL PADRE. No lo
ha visto, señor, porque los autores esconden con mucha frecuencia las
inquietudes de su creación. Cuando los personajes están vivos, verdaderamente
vivos delante de su autor, éste no hace otra cosa que observar las palabras y
los gestos que ellos proponen, y es necesario que él los acepte tal como son,
porque ¡mucho cuidado si no es así! Cuando nace un personaje, éste adquiere de
inmediato una independencia tal, incluso frente a su propio autor, que puede
ser imaginado en muchísimas otras circunstancias que el autor ni siquiera
imaginó. ¡Y, con eso, incluso adquiere, en ciertas ocasiones, un significado
que el autor jamás soñó!
EL DIRECTOR. ¡Por supuesto que lo sé!
EL PADRE. Entonces, ¿por qué se asombra de nosotros? Imagine la
desgracia que es para un personaje todo lo que le dicho, haber nacido vivo de
la fantasía de un autor que luego quiso negarle la vida. Y luego dígame si este
personaje, abandonado de esa manera, vivo y sin vida, no tiene razón para hacer
lo que nosotros estamos haciendo, en este momento, frente a ustedes, luego de
haberlo hecho muchas veces, créame, delante de nuestro autor, todo para
animarlo, compareciendo unas veces yo, otras ella (señalará
a la HIJASTRA), otras esa
pobre madre...
LA HIJASTRA. (Adelantándose, ensimismada.) Es verdad. Yo también, señor, yo también lo tenté
muchas veces en medio de la melancolía de su escritorio, al atardecer, cuando
él, derrumbado en su sillón, no se animaba a encender la luz y dejaba que las
sombras invadieran la habitación, y que nosotros pululáramos en ellas, tratando
de persuadirlo... (Como si todavía se viera allá en ese
escritorio y le fastidiara la presencia de todos los ACTORES) ¡Si todos se marcharan! ¡Si nos dejaran a solas!
Esa madre, con ese hijo. Yo con esa niña. Ese muchacho siempre sólo. Y después
yo con él. (Señalará apenas al PADRE) Y luego yo sola, sola... en esa sombra. (Se sobresaltará, como si quisiera agarrarse de la visión que tiene de
sí misma, luminosa y viva en esa sombra.) ¡Ah, mi vida! ¡Qué escenas, qué escenas le sugeríamos! ¡Era
yo, yo quien más lo provocaba!
EL PADRE. ¡Sí! ¡Pero quizá fue por tu culpa, por esas
insistencias tuyas, por tu excesivo descontrol!
LA HIJASTRA. ¡No es cierto! ¡Si él mismo quiso que yo fuera
así! (Irá hacia el DIRECTOR para hablar en confidencia.) Yo, señor, creo que se debió al envilecimiento y al tedio
debidos al tipo de teatro que al público le gusta y pide ver...
EL DIRECTOR. ¡Avancemos, por Dios! ¡Y vamos a los hechos!
LA HIJASTRA. ¡Me parece que hechos hay demasiados desde que
entramos en su casa! (Señalará al PADRE) ¡Decía usted que no podía colgar cartelitos o cambiar
el escenario cada cinco minutos!
EL DIRECTOR. ¡Sí, exacto! Prepararlos, agruparlos en una acción
simultánea y compacta, y no como pretende usted, que quiere ver primero a su
hermanito regresando de la escuela y deambulando como una sombra por las
habitaciones, escondiéndose detrás de las puertas para meditar en un propósito
en el cual... ¿cómo había dicho?
LA HIJASTRA. ¡Se desuca, señor, se desuca todo!1
EL DIRECTOR. ¡No había escuchado nunca esa palabra! Da igual:
un muchacho al que se le están «abriendo los ojos», ¿verdad?
LA HIJASTRA. Sí, señor. ¡Ahí lo tiene! (Lo señalará junto a la madre)
EL DIRECTOR. ¡Muy bien! Luego, al mismo tiempo, quisiera
también a esa niña que juega, incauta, en el jardín. Uno en la casa y la otra
en el jardín. ¿Es posible?
LA HIJASTRA.
¡Al sol, señor, y contenta! Su alegría, su fiesta en ese jardín es mi mejor
recompensa. Sacada de la miseria, de la sordidez de un horrible dormitorio en
el que dormíamos los cuatro, y yo con ella. ¡Yo, imagínelo! Con el horror de mi
cuerpo pecaminoso junto a ella, que me abrazaba con fuerza con sus bracitos
amorosos e inocentes. En el jardín, apenas me veía, corría a tomarme de la
mano. No miraba las flores grandes, pero en cambio descubría todas las flores
«pequeñitas, pequeñitas», como las llamaba. ¡Y me las quería mostrar, con una
alegría, como si fuera una fiesta!
1 «Dissuga», en el original. Arcaísmo italiano que, utilizado
en el contexto de! personaje, de una aparente sofisticación y pedantería,
quiere dar a entender que se abstrae por completo. (N.
del T.)
(Hablando
así, desgarrada por el recuerdo, romperá a llorar largamente, con
desesperación, reclinando la cabeza entre los brazos extendidos sobre la
mesita. Todos acabarán dominados por la conmoción.)
(El
DIRECTOR se le acercará paternalmente, y le hablará para confortarla.)
EL DIRECTOR. ¡Haremos ese jardín, lo haremos, no lo dude! ¡Ya
verá como se pone contenta! ¡Agruparemos allí las escenas! (Llamando por su nombre a un MONTADOR.) ¡Que traigan unos apliques de árboles! ¡Dos
cipreses pequeños para colocarlos delante de la alberca! (Se verán bajar desde lo alto un bastidor con la imagen de dos
cipreses. Se acercará el TRAMOYISTA para fijarlos al piso.)
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA.) Ahora lo dejaremos así, sólo para dar una
idea. (Llamará de nuevo al MONTADOR.) ¡Dame un poco de cielo!
EL MONTADOR. (Desde arriba.) ¿Cómo?
el DIRECTOR. ¡Un poco de cielo! ¡Un fondo de cielo para colocar
detrás de la alberca! (Se
verá descender desde la parte superior del escenario una tela blanca.)
EL DIRECTOR. ¡Blanca no! ¡Te dije color cielo! No importa,
déjalo. Yo me encargaré. (Llamando.) ¡Electricista! ¡Apague todas las luces! Quiero algo parecido
a una atmósfera lunar... sí, lunar... luces azules, luces azules sobre la
tela... con el reflector... ¡Eso! ¡Así está bien! (Se compondrá, de acuerdo a lo
solicitado por el DIRECTOR, una misteriosa iluminación lunar, que inducirá a los ACTORES a hablar y moverse
en el jardín como si fuera de noche, bajo la luna.)
EL DIRECTOR. (A la hijastra.) ¡Mire! ¿Qué le parece? Y ahora el muchachito, en vez de
esconderse detrás de las puertas de las habitaciones, podría venir al jardín y
esconderse detrás de los árboles. Pero debe tener en cuenta que será difícil
encontrar a una niña que haga bien la escena con usted, cuando le muestre las
flores. (Dirigiéndose al MUCHACHO.) ¡Ven, ven acá! ¡Concretemos un poco lo que hay que
hacer! (Y viendo que el muchacho no se mueve.) ¡Vamos, vamos! (Lo
irá a buscar, tratando que mantenga la cabeza erguida a pesar de que el
muchacho la deja caer.) ¡Vaya problema, este
chico! ¿Cómo se puede hacer, Dios mío? Es necesario que por lo menos diga
algo... (Le pondrá las manos sobre los hombros y lo conducirá detrás del bastidor
de los árboles.) Colócate aquí, eso...
Así... Escóndete un poco... Así... Trata de asomarte un poco, como si
espiaras... (El DIRECTOR se alejará un poco para evaluar el
efecto. Apenas el MUCHACHO se asoma, los ACTORES quedan
impresionados.) ¡Muy bien!... Eso está
muy bien... (Dirigiéndose a la HIJASTRA.) Y si la niña lo descubriera espiando de
esa manera, ¿no cree que podría acercarse y hacerlo hablar aunque sea unas cuantas
palabras?
LA HIJASTRA. (Poniéndose de pie.) ¡Ni lo sueñe! ¡No hablará mientras esté aquí él! (Señalará al Hijo.) Primero sería
necesario que lo sacará de aquí a él.
EL HlJO. (Encaminándose resuelto hacia una de las
dos escalerillas.) ¡De inmediato y con
gusto! ¡No espero otra cosa!
EL DIRECTOR. (Reteniéndolo al instante.) ¡No, no! ¿Adónde va? ¡Espere un momento!
(La
MADRE Se
levantará asustada y angustiada sólo por la posibilidad de que se vaya de
verdad, así que instintivamente alzará los brazos como para retenerlo, aunque
no se mueva de su sitio.)
EL HlJO. (Ya en el proscenio, dirigiéndose al DIRECTOR, que
lo retiene.) ¡Yo no tengo nada que
hacer aquí! ¡Déjeme ir, por favor! ¡Deje que me vaya de una vez!
EL DIRECTOR. ¿Cómo que no tiene nada que hacer?
LA HIJASTRA. (Plácidamente, irónica.) ¡No lo retenga, no! ¡No se irá!
EL PADRE. ¡Tiene que representar la terrible escena del jardín
junto a su madre!
EL HlJO. (De inmediato, resuelto y furibundo.) ¡Yo no haré nada! ¡Lo dije desde un comienzo! ¡Nada!
(Al DIRECTOR.)
¡Déjeme ir!
LA HIJASTRA. (Acercándose al DIRECTOR) ¿Me permite, señor? (Aflojará los brazos del DIRECTOR
que retienen al HlJO) Déjelo. (Luego,
dirigiéndose al HlJO, apenas lo suelte el DIRECTOR.) Ya está.
¡Vete! (El HlJO permanecerá quieto junto a la
escalerilla. No podrá bajar los escalones como si estuviera retenido por un
oculto poder. Luego, ante el estupor y la sorpresa de los ACTORES, caminará a lo largo
del proscenio hacia la otra escalerilla del escenario. Se detendrá de nuevo y
tampoco podrá bajar. La HIJASTRA, que lo habrá seguido con la mirada, estallará en carcajadas.) ¿Lo ve? ¡No puede hacerlo, no puede! Tiene que
quedarse aquí por fuerza, encadenado irremediablemente. Si yo, señor, cuando
ocurra lo que tenga que ocurrir, levanto el vuelo —justamente por el odio que
siento por él, para no tener que verlo más—, si incluso yo me quedo todavía aquí y soporto sus miradas y su
presencia, ¡imagine si va a irse él que tendrá que permanecer con su
maravilloso padre, y con esa madre que ya no tiene otros hijos que él!... (Dirigiéndose a la madre.) ¡Ven mamá, ven!... (Señalándosela
al DIRECTOR) Mire. Se
había levantado, se había levantado para retenerlo... (A la MADRE, casi atrayéndola como por efecto de magia.) Ven, ven... (Luego, al /DIRECTOR) Imagine la
resistencia que puede tener ella como para mostrar a sus actores lo que está
sintiendo. Es tanto el anhelo por acercarse a él... ¡Ahí lo tiene!... ¿Lo
ve?... ¡Tanto que está dispuesta a vivir su escena! (Efectivamente, la MADRE se habrá acercado,
y apenas la HIJASTRA termine de decir sus últimas palabras, abrirá los brazos para dar a
entender que asiente a lo dicho.)
EL HlJO. (De inmediato.) ¡No me puedo ir! ¡No! ¡Si no me puedo ir, entonces
me quedaré aquí! ¡Pero le repito que no representaré nada!
EL PADRE. (Al DIRECTOR, agitado.) ¡Usted puede obligarlo, señor!
EL HIJO. ¡Nadie puede hacerlo!
EL PADRE. ¡Lo haré yo, entonces!
LA HIJASTRA. ¡Un momento, un momento! ¡Primero tiene que estar
la niña en la alberca! (Correrá a coger a la NIÑA, se arrodillará
delante de ella y le sujetará el rostro entre las manos.) Pobrecita mía, miras todo esto asustada, con esos
lindos ojitos. ¿Qué pensarás de todo esto? Estamos en un teatro, preciosa. ¿Qué
es un teatro? ¿Lo ves? Es un lugar donde se juega a fingir las cosas en serio.
Se representan las comedias. Y nosotros haremos ahora la comedia. ¡Pero de
verdad! Y tú también lo harás... (La abrazará,
apretándola contra su pecho y meciéndola un poco.) ¡Cariño mío, cariño mío, qué fea comedia te va a tocar! ¡Qué
cosa horrible han pensado para ti! El jardín, la alberca... Es falsa, por
supuesto. Lo terrible es eso, querida: ¡que aquí todo es falso! Aunque quizá te
guste más una alberca falsa que una verdadera. ¿Para jugar, no? Pero no, el
juego es para los demás, no para ti, que eres real, cariño, y que juegas de
verdad en una alberca de verdad, una alberca grande, verde, con tantos bambús que dan sombra,
reflejándose en el agua, y muchos patitos que nadan en ella, atravesando las
sombras. Tú quieres atrapar a uno de estos patitos... (Con un grito que sorprende a todos.) ¡No, Rosetta, no! ¡Mamá no se ocupa de ti por el canalla ése
de su hijo! ¡Y yo estoy con todos mis demonios en la cabeza!... Y él... (Dejará a la niña
y se dirigirá con el mismo tono al MUCHACHO) ¿Qué hace aquí, siempre con ese aire de
mendigo? También será por culpa tuya si esa pequeña se ahoga. ¡Por quedarte
así, de esa manera, como si yo no hubiera pagado por todos el ingreso en esa
casa! (Agarrándolo de un brazo para obligarle
a que saque la mano del bolsillo.) ¿Qué
guardas? ¿Qué escondes? ¡Saca la mano! (Lo
obligará a sacar la mano y se descubrirá, en medio del horror de todos, que
empuña un pequeño revólver. Lo mirará satisfecha por su descubrimiento, pero
luego añadirá de manera sombría.) ¿Dónde,
cómo la has conseguido? (Sin embargo, el
MUCHACHO, intimidado, siempre con la cabeza gacha, no responderá.) ¡Tonto! En vez de matarte, yo habría asesinado a
cualquiera de esos dos, o a los dos: ¡al padre y al hijo! (Lo llevará de nuevo detrás de los
árboles desde los que espiaba. Luego tomará a la NlÑA y la introducirá en la alberca, de tal
manera que quedará oculta, y yacerá así, con el rostro entre los brazos, que
permanecerán apoyados sobre el borde de la alberca.)
EL DIRECTOR. ¡Magnífico! (Dirigiéndose
al HlJO.) Y al mismo tiempo...
EL HIJO. (Desdeñoso.) ¡Nada de al mismo tiempo! ¡Nada de eso es verdad, señor! ¡No
hubo ninguna escena entre ella y yo! (Señalará
a la MADRE.) Que ella misma
le diga lo que ocurrió. (Entretanto,
la SEGUNDA ACTRIZ y el ACTOR JOVEN se
habrán separado del grupo de los ACTORES.
Ella se habrá puesto a observar con mucha atención a
la MADRE, que estará enfrente, y él al Hijo, de manera que sabrán después cómo
interpretar sus papeles.)
LA MADRE. ¡Es verdad, señor! Yo había entrado en su habitación.
EL HIJO. En mi cuarto, ¿se da cuenta? ¡No en el jardín!
EL DIRECTOR. ¡Eso que importa! ¡Hay que reagrupar los
acontecimientos, ya lo dije!
EL HIJO. (Percatándose de que el ACTOR joven lo
observa.) ¿Y usted qué quiere?
EL ACTOR JOVEN. Nada, observo.
EL HIJO. (Dirigiéndose al otro lado, a la segunda ACTRIZ.) ¡Ah!... Y allí está usted. ¿Seguro que para
interpretar el papel de ella? (Señalará a la madre.)
EL DIRECTOR. ¡Justamente! ¡Por eso mismo! ¡Debería agradecer la
preocupación que tienen!
EL HIJO. ¡Ah, sí! ¡Gracias! Pero, ¿todavía no se da cuenta de que
no puede representar esta comedia? Nosotros no estamos dentro de usted, y sus
actores lo ven todo desde fuera. ¿Le parece posible que se viva delante de un
espejo que, a lo más, no satisfecho con devolvernos la imagen de nuestra misma
expresión, nos la devuelva como una mueca irreconocible de nosotros mismos?
EL PADRE. ¡Eso es verdad! ¡Eso es verdad! ¡Acéptelo!
EL DIRECTOR. (Al actor
joven
y a la segunda actriz) ¡Está bien, pero háganse a un lado!
EL HlJO. ¡Es inútil! Yo no me presto.
EL DIRECTOR. ¡Quédese callado, por ahora, y déjeme escuchar a
su madre! (A la MADRE) ¿Entonces? ¿Había entrado?
LA MADRE. Sí, señor. Entré en su habitación porque no resistí
más. Tenía que desahogar toda la angustia que me oprimía. Pero apenas él me vio
entrar...
EL HlJO. ¡Ninguna escena! Me fui, me fui porque no quería hacer
una escena. Porque yo nunca he hecho escenas, ¿comprende?
LA MADRE. ¡Es verdad! ¡Fue así! ¡Fue así!
EL DIRECTOR. ¡Pero ahora es necesario hacer esa escena entre
usted y él! ¡Es indispensable!
LA MADRE. ¡Aquí me tiene, señor! Aunque a lo mejor debería
permitirme hablar un momento con él para revelarle mi corazón.
EL PADRE. (Acercándose al
HlJO de
manera agresiva.) ¡Lo tienes que hacer!
¡Por tu madre! ¡Por tu madre!
EL HlJO. (Más convencido que nunca.) ¡No haré nada!
EL PADRE. (Agarrándolo por los hombros y sacudiéndolo.) ¡Por Dios, obedece! ¡Obedece! ¿No escuchas cómo te
está hablando? ¿No tienes entrañas?
EL HlJO. (Agarrándolo también.) ¡No! ¡No! ¡No insistas! (Agitación general. La MADRE, temerosa, tratará
de interponerse y separarlos.)
LA MADRE. ¡Por favor! ¡Por favor!
El PADRE. (Sin soltarlo.) ¡Tienes que obedecer!
¡Tienes que obedecer!
EL HlJO. (Luchando con él, terminará por tumbarlo
cerca de la escalerilla, entre la consternación de todos.) ¿Qué locura te ha dado? ¡No tiene dignidad como para
dejar de mostrar a todos su vergüenza y la nuestra! ¡A eso no me presto! ¡Eso
no! ¡Así interpreto la voluntad de quien no quiso hacer de nosotros un espectáculo!
EL DIRECTOR. ¡Pero si han venido todos!
EL HlJO. (Señalando al PADRE) ¡Él, no yo!
EL DIRECTOR. ¿No está usted también aquí?
EL HlJO. ¡Fue él quien quiso venir, arrastrándonos a todos y
prestándose para arreglar con usted, no sólo lo que ocurrió, sino también lo
que no ha ocurrido, como si aquello fuera insuficiente!
EL DIRECTOR. ¡Entonces dígame, dígame qué fue lo que ocurrió!
¡Dígamelo! ¿Se fue de su habitación sin decir nada?
EL HlJO. (Después de un momento de indecisión.) Nada. Justamente nada, para no dar pie a ninguna
escena!
EL DIRECTOR. (Incitándolo.) Bien, ¿y luego qué hizo?
EL HIJO. (En medio de la angustiosa atención de
todos, que incluso se aproximan sobre el escenario.) Nada... Crucé el jardín...
Se
interrumpirá, hosco, absorto.
EL DIRECTOR. (Empujándolo para que hable,
impresionado por su contención.) ¿Y?
¿Cruzó el jardín y...?
EL HlJO. (Exasperado, escondiendo el rostro con
el brazo.) ¿Por qué quiere que
hable, señor? ¡Es horrible!
(La
MADRE se
estremecerá toda, con gemidos sofocados, mirando la alberca.)
EL DIRECTOR. (Despacio, consciente de la mirada, se
dirigirá al HlJO con aprensión creciente.) ¿La
niña?
EL HIJO. (Mirando hacia delante, hacia la sala
del teatro.) Allá, en la alberca...
EL PADRE. (En el suelo, señalando de manera compasiva a la MADRE.) ¡Y ella lo seguía, señor!
EL DIRECTOR. (Al Hijo, con
ansiedad.) ¿Y entonces, usted?
EL HlJO. (Lentamente, siempre mirando hacia
delante.) Me di cuenta y me
precipité a salvarla... Pero me detuve en seco porque detrás de los árboles vi algo
que me heló la sangre: era el muchacho, el muchacho que estaba allí quieto, con
ojos enloquecidos, mirando a la hermana ahogada en la alberca... (La HIJASTRA, todavía inclinada sobre la alberca para esconder a la NlÑA, responderá con un
sollozo amargo, profundo como un eco. Pausa.) Me aproximé a él, y entonces... (Estallará un disparo detrás de los
árboles, donde el MUCHACHO permanecía escondido.)
LA MADRE. (Dando un grito desgarrado, se acercará
junto con el HlJO y con todos los ACTORES en medio de la conmoción general.) ¡Hijo! ¡Hijo mío! (Luego,
en medio de la confusión y los gritos incoherentes de los demás.) ¡Auxilio, auxilio!
EL DIRECTOR. (En medio de los gritos, tratará de
abrirse paso mientras levantan al MUCHACHO
y lo llevan detrás de la tela blanca.) ¿Está herido? ¿Está herido de verdad?
(Todos,
salvo el DIRECTOR y el padre, que yacía en el suelo, desaparecerán detrás de la tela blanca que
hacía de cielo, y permanecerán un rato comentando desesperadamente lo ocurrido. Luego reaparecerán en escena, saliendo por ambos lados de la tela.)
LA PRIMERA ACTRIZ. (Saliendo por la
derecha, apenada.) ¡Está muerto! ¡Pobre
chico! ¡Está muerto, Dios mío!
EL PRIMER ACTOR. (Saliendo por la
izquierda, riendo.) ¡Qué muerto ni qué
nada! ¡Un simulacro, nada más! ¡No lo crean!
Los ACTORES DE LA DERECHA. ¿Simulacro? ¡Es la pura realidad!
¡Está muerto!
Los ACTORES DE IZQUIERDA. ¡No es cierto! ¡Es un simulacro! ¡Un
simulacro!
EL PADRE. (Poniéndose de pie y gritando en medio
de todos.) ¡Ningún simulacro! ¡Es
la pura realidad, señores, es la realidad! (Y desaparecerá, alterado, detrás de la
tela.)
EL DIRECTOR. (Sin contenerse.) ¡Ficción! ¡Realidad! ¡Váyanse todos al diablo!
¡Luces! ¡Luces! ¡Luces! (Al mismo tiempo, todo el escenario y
todo el teatro se iluminarán intensamente. El DIRECTOR suspirará como si se hubiera librado de
una pesadilla, y todos se mirarán entre sí, perplejos y desorientados.) ¡Nunca me había ocurrido algo así! ¡Me han hecho
perder un día entero! (Mirará el reloj.) ¡Váyanse, váyanse! ¿Qué más quieren hacer ahora? Ya
es muy tarde para retomar el ensayo. ¡Nos veremos por la noche! (Apenas los actores se marchen, saludándolo, añadirá:) ¡Electricista! ¡Apáguelo todo! (A continuación, el teatro caerá en una oscuridad total durante pocos
segundos.) ¡Por Dios! ¡Al menos
déjeme una lucecita para ver por dónde camino!
Enseguida,
detrás de la tela, como por error, se encenderá un reflector verde que
proyectará, aumentadas y espigadas, las sombras de los personajes, salvo el muchacho y la niña, El director, al verlos, huirá aterrado del escenario. Al mismo tiempo se apagará el
reflector detrás de la tela, y volverá a iluminarse el escenario con la luz
nocturna, azulada, del comienzo. Lentamente, del lado derecho de la tela,
saldrá primero el HIJO, seguido por la MADRE, con los brazos tendidos hacia él; luego, por la izquierda, el PADRE. Se detendrán en el
centro del escenario y se quedarán allí como seres fantasmales. El último
saldrá por la izquierda, la HIJASTRA, que correrá hacia una de las escalerillas. Se detendrá en el primer
escalón para mirarlos y estallará en una estridente carcajada, para luego
precipitarse por la escalera. Correrá a lo largo del pasillo de butacas, se
detendrá otra vez y reirá de nuevo mirando a los tres personajes que permanecen
arriba, en el escenario. Saldrá de la sala y todavía se escuchará su risa.
Poco después caerá el telón.
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