miércoles, 4 de noviembre de 2015

SEIS PERSONAJES EN BUSCA DE AUTOR Luigi Pirandello

  
SEIS PERSONAJES EN BUSCA DE AUTOR


Luigi Pirandello


Prólogo
francisco nieva


Los grandes hallazgos de teatro son muy simples. Basta que no estén apoyados en ideas, sino en emociones. Nadie se emociona con las ideas, pero a partir de las emociones se puede pensar mucho, se puede llegar a hacer un teatro muy intelectual, como a veces nos parece el de Pirandello. Claro, que nos engañamos si creemos esto. A Pirandello se le juzgó en su tiempo de modo muy contradictorio. Se creyó que hacía un teatro muy reflexivo y lleno de abstracciones.
En esencia, el teatro de Shaw y de Pirandello extrae toda su teatralidad de su lucha contra la convención. Y toda sociedad es convencional. La convención es su acuerdo, es su eje y su sostén. Tanto uno como otro sabían que la convención social es insoslayable. He aquí el hallazgo trágico. La tragedia es irresoluble y por ello es trágica, pero tanto uno como otro se dirigían al espectador de teatro y a la conciencia particular de éste, «marginándolo» del resto de los alienados, y eso sí que es otro hallazgo. El buen teatro puede ir contra todo menos contra el espectador.
El espectador tiene que ser un aliado. Esto mismo hacían de él Pirandello y Shaw. Ninguno de los cuales se sirvió de ideas para crear emociones, sino todo lo contrario. Esto es aún más evidente en Pirandello, aunque se le tomase como más intelectual y abstracto que a Shaw.
Si antes he dicho que las ideas de teatro, las grandes ideas, son muy simples, lo dije pensando mucho más en Pirandello que en el otro. Pirandello descubre la esencia del llamado «suspense» que luego tanto se ha aplicado al cine. Basta con decir una tan simple verdad como la de que nada es lo que nos parece, basta basar en ella la dramaturgia de la inquietud y que cientos de obras salgan, no de la idea misma, sino del sentimiento de esa inquietud de la que emana toda teatralidad. Se diría que primero se ha lanzado una idea bastante abstracta y que con ella se ha provocado una emoción. Conociendo la vida de Pirandello se comprueba muy bien que el gran escritor jamás hace emociones de las ideas, que es un poseído por la vida y por sus emociones más complejas, un alma torturada y ardiente. De la obra entera de Pirandello emana un fuego siciliano, de mafia metafísica, de poderoso marginado —tiene angustias de perro: amó a una loca. Una loca que le infligió torturantes emociones que le hicieron pensar como aún no se ha atrevido a pensar ningún antisiquiatra sin estar loco como «no lo estaba» Pirandello: que la sociedad podía estar completamente del revés y esto no importaría lo más mínimo. Al contrario, sería más justa por darle su oportunidad a lo que ahora creemos la parte más oscura del hombre. ¿Cómo no va a ser oscura, si jamás la queremos iluminar?
Pirandello es un catalizador del genio siciliano —no napolitano—, un catalizador de la angustia de un grupo étnico tan híbrido y extraño. Sicilia es una tierra por donde reptan las sibilas. Todas las edades están muertas en Sicilia. Y Luigi Pirandello se casó con una loca. ¿Saben ustedes que amar a una loca es gustar de todas las desmesuras insensatas del amor, que se vive una inquietud sexualizada y se consulta al Juicio Final cuando se la besa? ¿Que Dios habla por boca de ella y dice las insensateces últimas de Dios, las insensateces que son su verdad más tremenda? La duda. Dios siembra la duda mientras arde y por eso transmite un calor de vida siempre llameante y «nunca resuelta». Amar o haber amado a una loca puede llevar a esta luminosa verdad que es la irresolución trágica de todo. Trágica porque no la dominamos, porque está enfrente de nosotros. Es una verdad que no aplaca —y por ello es una verdad de vidaque no tranquiliza el ánimo de nadie.
Véase, pues, lo que puede dar este sentimiento trágico de la vida llevado al teatro. Ese es el teatro de Pirandello. Es un objetivo de cámara fotográfica que podemos ir paseando por toda la superficie de esta tierra aparencial. Luego, de la fotografía, levantaremos una película que descubrirá los colores opuestos que, por lo bajo como una mafia, están determinando esa superficie, la apariencia de esta superficie. Habremos comprobado, con un sentimiento de terror que, nunca es más verdad una verdad, que cuando es una mentira. Esto lo vemos expresado en la razón de la locura y en el magnífico, casi grandioso, teatro de Pirandello. Sus procedimientos teatrales pueden quedar anticuados, nada vale contra ese hallazgo trágico que es esencia de la tragedia, como la filosofía de Kant era esencia del acto de filosofar. La forma de «tragediar» de Pirandello es el soporte de su talento, como su talento es el soporte de esa angustia tan teatralizable. La verdad se halla entremedias. Todo es ganas de decir la verdad en este teatro. Esas ganas se traducen en un suspenso que tiene la gran virtud de no ser policíaco. Lo policíaco sólo es un recurso muy tópico para exacerbar esa inquietud. En el teatro de Pirandello nos damos cuenta de que todo, absolutamente todo, aunque no ponga mano en ello la Policía, tiene esa condición asesina y encubridora. Y una gracia maligna. Tan captado se sintió por él un cierto público de su tiempo, que temieron que apuntase el objetivo de esa cámara mágica hacia sus vidas y descubriese todo lo que ellos no querían saber de sí mismos.
A tal punto se le ha tenido, porque llegó a sembrar la duda en el espectador de si el asesino no era él, el espectador mismo. Por eso prescinde Pirandello de la policía y de los temas policíacos tópicos —por más que siempre o casi siempre hay un personaje en sus obras que encarna una cierta misión de investigador, de inquisidor— porque la extrema depuración del suspenso es cuando, al implicar en el proceso a la sociedad entera, el propio espectador, enfrentado a su forma de juzgar, se puede sentir culpable, pensar de sí mismo que es «el malo». Esta duda magnífica, sembrada por un dramaturgo, es la mayor «participación teatral» que puede darse, la única.
Seis personajes en busca de autor es quizás la obra más representativa de Pirandello, en donde la expresividad de los muchos golpes de efecto —todos efectos eminentemente teatrales— se pone a girar como una rueda, incesantemente, hasta el final. Aquel lector que no haya visto representar la comedia, debe imaginarse que está en el teatro y debe «sentir» cómo esos personajes surgen a la sombra. Debe «saber incorporarse» a este milagro escénico, vivirlo al compás de la lectura. Porque el caso de Pirandello es el de la superteatralidad de la vida, hasta qué punto la vida es puro teatro. Basta con ponerle un marco para que cualquier realidad se teatralice y cobre una dimensión nueva. En Seis personajes... la vida es mentira y la verdad es teatro. La realidad es una ficción de la realidad.
Literariamente es una obra perfecta, pero se ve que la tal obra ha sido escrita para ser dicha e interpretada por actores de gran calado interpretativo, es obra de «divos». Ni uno solo de sus papeles deja de tener una dimensión que sobrepasa el mero texto escrito. Es teatro al estado puro, como casi todas las de Pirandello.
Como todo el buen teatro moderno, Seis personajes... requiere que el lector se convierta en el propio director de escena de su lectura. Cuando ello se consigue, la lectura de Pirandello aficiona, nos «engancha» a la del teatro, cosa que tanto escasea hoy en día, en donde la imaginación se ha vuelto perezosa.
Hubiera sido para mí una ventura no conocer a Pirandello, para que un día pudiera encontrar, de repente y sin previo aviso, una afortunada y rara comedia, teatro esencial y de todos los tiempos, llamada Seis personajes en busca de autor.







Luigi Pirandello
Seis personajes en busca de autor



Prefacio1


Hace muchos años sirve a mi arte (aunque parece que fuera ayer) una criadita agilísima, y por eso nada primeriza en el oficio.
Se llama Fantasía.
Es un poco despectiva y burlona. Aunque le gusta vestir de negro, nadie le negará que no tiene sus ocurrencias, así como nadie creerá que todo lo hace siempre en serio y sólo de esa manera. Mete la mano en el bolsillo, saca de él un gorrito de cascabeles, rojo como una cresta, se lo pone y desaparece. Hoy está aquí, mañana allá. Y se divierte llevando a casa, para que yo componga relatos, novelas y comedias, a la gente más insatisfecha del mundo: hombres, mujeres, muchachos, vinculados a extraños problemas de los cuales no saben cómo librarse; contrariados en sus proyectos, frustrados en sus esperanzas, y con quienes, en fin, de verdad que es muy fastidioso conversar.
Pues bien, esta criadita, Fantasía, tuvo hace ya muchos años la perversa inspiración o el desafortunado capricho de llevar a mi casa a toda una familia, no sé de dónde ni cómo recogida, pero de quienes ella pensaba que yo habría podido sacar el tema para una magnífica novela.
Me encontré a un hombre que rondaba los cincuenta años, vestido con chaqueta negra y pantalón claro, de un aire tenso y de ojos malhumorados por alguna mortificación; a una pobre mujer con vestido de luto, que agarraba con la mano a una chiquilla de cuatro años y con la otra a un niño de poco más de diez; a una muchacha osada y procaz, también vestida de negro pero con una ostentación equívoca y agresiva, toda ella una crispación arrogante e incisiva dirigida contra aquel viejo mortificado y contra un veinteañero que permanecía aparte y ensimismado, como si despreciara a todos.
En resumen, aquellos seis personajes que suben al escenario al principio de la comedia. O bien uno u otro, pero con frecuencia uno desautorizando al otro, empezaban a contarme sus tristes asuntos, cada uno gritando sus razones, aventándome en la cara sus descontroladas pasiones, casi del mismo modo como ahora lo hacen en la comedia con el desdichado Director.
¿Qué autor podrá contar alguna vez cómo y por qué un personaje nació en su fantasía? El misterio de la creación artística es el mismo misterio del nacimiento. Puede ser que una mujer, amando, desee convertirse en Madre, pero el deseo por sí sólo, por más intenso que sea, no basta. Un afortunado día ella será Madre, sin advertir de manera precisa la concepción. De igual modo un artista, viviendo, recibe muchos motivos de la vida, y no puede jamás decir cómo y por qué, en determinado momento, uno de estos motivos vitales entra en su fantasía y se convierte en una criatura viva, en un plano de vida superior a la voluble existencia diaria.
Sólo puedo decir que sin saber que los había buscado me encontré delante de aquellos seis personajes, tan vivos como para tocarlos, como para oírlos respirar, que ahora se pueden ver en escena. Y aguardaban, allí presentes, cada uno con su secreta tortura y unidos por el nacimiento y desarrollo de sus mutuos percances, que yo los introdujera en el mundo del arte, haciendo de ellos, de sus pasiones y de sus casos una novela, un drama o, por lo menos, un relato.
Habían nacido vivos y querían vivir.
Ahora sería conveniente saber que a mí no me ha bastado representar la figura de un hombre o de una mujer, por más especiales y característicos que sean, ni narrar una aventura peculiar, amena o triste, por el sólo gusto de narrarla, o describir un paisaje por el sólo gusto de describirlo.
Hay algunos escritores (y no son pocos) que tienen este gusto y, conformes, no exploran otro. Son escritores de naturaleza específicamente histórica.
Pero hay otros que más allá de ese gusto experimentan una necesidad espiritual más profunda, por la cual no admiten figuras, acontecimientos, paisajes que no se embeban, por decirlo así, de un particular sentido de la vida, y no adquieran con ello un valor universal. Son escritores de naturaleza específicamente filosófica.
Yo tengo la desgracia de pertenecer a estos últimos.
Odio el arte simbólico, para el que la representación pierde cada movimiento espontáneo y se convierte en una máquina, en una alegoría. Es un esfuerzo vano y equívoco, porque el sólo hecho de dar sentido alegórico a una representación revela claramente que ya se sobreentiende en ella un valor de fábula que no tiene por sí misma ninguna verdad, ni fantástica ni real, y que ha sido hecha para demostrar cualquier tipo de verdad moral. Esa necesidad espiritual de la que hablo no se puede satisfacer con ese simbolismo alegórico, sino es ocasionalmente y debido a una ironía sublime (por ejemplo, en Ariosto) Este simbolismo parte de un concepto, e incluso de un concepto que se hace o intenta convertirse en imagen. Aquella necesidad, en cambio, busca en la imagen, que debe permanecer viva y libre en toda su expresión, un sentido que le dé valor.
Ahora, por más que lo buscara, yo no lograba descubrir este sentido en esos seis personajes. Consideraba por lo tanto que no valía la pena hacerlos vivir.
Pensaba para mí mismo: «Ya he agobiado tanto a mis lectores con centenares y centenares de relatos: ¿por qué tendría que agobiarlos todavía más con la narración de los casos tristes de estos seis desafortunados?»
Pensando así los alejé de mí. O, mejor dicho, hacía lo posible por alejarlos.
Pero no se da vida en vano a un personaje.
Criaturas de mi espíritu, las seis ya vivían una vida que era suya y ajena a mí, una vida que yo no podía seguir negándoles.
Es tan cierto que, a pesar de insistir en excluirlos de mi espíritu, ellos, casi del todo distanciados de cualquier tipo de soporte narrativo, personajes de novela surgidos prodigiosamente de las páginas que los contenían, seguían viviendo por su cuenta. Aprovechaban ciertos momentos del día para acercarse a mí en la soledad de mi estudio, y uno u otro, o al unísono, me tentaban y me proponían ésta o aquella escena para representar o describir, hablaban del impacto que se podría lograr, del interés nuevo que despertaría una situación insólita, y así sucesivamente.
Por momentos me rendía, y bastaba cada vez mi condescendencia o el dejarme llevar, para que ellos ganaran un poco más de vida y aumentaran su presencia. También, por eso mismo, lograban persuadirme con mayor eficacia. De esta manera, poco a poco, se me hacía más difícil librarme de ellos y se les hacía más fácil tentarme. Tanto es así que llegó a convertirse, en cierto momento, en una tremenda obsesión. Al menos hasta que encontré, casi al mismo tiempo, el modo de resolverlo.
«¿Por qué no represento —me dije— esta novedosa situación de un autor que se niega a dar vida a ciertos personajes que, a pesar de haberles infundido vida, no se resignan a quedar excluidos del mundo del arte? Ellos se han separado de mí, viven por su cuenta, han logrado voz y movimiento, a la fuerza se han hecho a sí mismos personajes dramáticos en esta lucha sostenida conmigo por su propia vida, personajes que pueden moverse y hablar por sí mismos, se ven ya como tales y han aprendido a defenderse de mí, por lo que también sabrán defenderse de los demás. Pues, entonces, dejémoslos ir a donde deben ir los personajes dramáticos para cobrar vida: sobre un escenario. Y veamos qué ocurre»
Así lo he hecho. Y, como era de esperarse, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir: es una mezcla de tragedia y comedia, de fantasía y realismo, en una situación humorística completamente nueva y, como nunca, compleja. Por un lado, un drama que en sí y a través de sus personajes extremados, locuaces y autosuficientes, que lo llevan a cuestas y lo sufren en ellos mismos, quiere alcanzar al precio que sea el modo de ser representado. Por otro, una comedia sobre el vano intento de esta improvisada ejecución escénica. Desde un comienzo, la sorpresa de aquellos pobres actores de una compañía dramática, que ensayaban de día una comedia sobre un escenario despojado de bastidores y decorados; sorpresa e incredulidad al ver aparecer a aquellos seis personajes que se anunciaban como tales buscando un autor; después, casi de inmediato, la inesperada ausencia de la Madre enlutada, el instintivo interés en el drama que entreveían en ellos y en los otros miembros de esa extraña familia; un drama oscuro, ambiguo, que se abatía sin pensarlo sobre aquel escenario vacío e inadecuado para recibirlo, y poco a poco el aumento de este interés cuando prorrumpieron las pasiones contrastadas, bien del Padre o de la Hijastra, del Hijo, o de aquella pobre Madre; pasiones que buscan, como dije, imponerse entre sí con una furia trágica y lacerante.
Y entonces aquel sentido universal, buscado en vano al comienzo en estos seis personajes, lo alcanzaron ellos mismos una vez que subieron al escenario, encontrándolo en sí mismos al concitar la lucha desesperada de cada uno contra el otro, y todos contra el Director y los actores que no los comprenden.
Sin quererlo, sin saberlo, en el ajetreo de sus atormentados espíritus, para defenderse de las acusaciones mutuas, expresan como si fueran suyas las exaltadas pasiones y el tormento que, en realidad, han sido durante tantos años pesares de mi espíritu: el engaño que supone la comprensión recíproca, basado de modo irremediable en la vacía abstracción de las palabras, y en la personalidad múltiple de cada uno de acuerdo con todas las posibilidades de ser que subyacen en nosotros. Y, finalmente, el trágico conflicto inmanente entre la vida que se mueve sin pausa, transformándose, y la forma inmutable que la detiene.
Sobre todo dos de aquellos seis personajes, el Padre y la Hijastra, hablan de esta atroz e inevitable fijeza de su forma, en la cual el uno y la otra consideran expresada para siempre su esencia, sin que pueda modificarse, y que en uno representa castigo y, en la otra, venganza. Defienden su esencia de los gestos ficticios y la inconsciente volubilidad de los actores, tratando de imponerse al vulgar Director que quisiera alterarla y acomodarla a las llamadas exigencias del teatro.
No todos los seis personajes están aparentemente en el mismo grado de conformación, pero no porque exista entre ellos figuras de primer o segundo plano, es decir «protagonistas» y «comparsas» —que sería una perspectiva elemental y necesaria para una composición escénica o narrativa—, ni tampoco porque todos no estén debidamente conformados para su propósito. Los seis están en el mismo grado de realización artística y en el mismo plano de realidad: lo fantástico de la comedia. Tanto el Padre como la Hijastra e incluso el Hijo están realizados como espíritus; la Madre como naturaleza; y como «presencia» el jovencito que mira y gesticula y la niña por completo inerte. Este hecho crea entre ellos una perspectiva inédita. Inconscientemente, yo había tenido la impresión de que en algunos casos necesitaba revelarlos más acabados (artísticamente), en otros menos, y en el resto apenas o un poco configurados como elementos de un hecho por narrar o escenificar: los más vivaces y logrados, el Padre y la Hijastra, que obviamente vayan por delante, guíen e incluso arrastren el peso casi muerto de los otros: uno, el Hijo, rebelde; el otro, la Madre, como una víctima resignada en medio de esas dos criaturitas que casi no tienen consistencia de no ser por su apariencia y por depender de que los lleven de la mano.
¡Tal cual! Definitivamente, cada uno debía aparecer en ese estadio de creación, alcanzado en la fantasía del autor, en el momento en que iba a expulsarlos de sí.
Si ahora lo pienso, haber intuido esta necesidad y haber encontrado el modo de resolverla con una nueva perspectiva, y de la manera cómo lo logré, me parece un milagro. El hecho es que la comedia fue de verdad concebida en una espontánea iluminación de la fantasía, cuando prodigiosamente se corresponden y obran elementos del espíritu en una concertación divina. Ningún cerebro humano, por más calculador o por más afanoso, habría logrado jamás penetrar y satisfacer todas las necesidades de su forma. Por eso, las razones que expondré para esclarecer sus valores no se deben tomar como intenciones preconcebidas por mí cuando me disponía a su creación, y de la que ahora asumo su defensa, sino sólo como hallazgos que yo mismo, luego, con la mente clara, he podido hacer.
He querido representar seis personajes que buscan un autor. El drama no alcanza a escenificarse precisamente porque falta el autor que buscan, y se representa, en cambio, la comedia de su inútil tentativa, con todo lo que tiene de trágica por el hecho de que estos seis personajes han sido rechazados.
Pero ¿se puede representar un personaje rechazándolo? Evidentemente que para representarlo se necesita, al contrario, acogerlo en la fantasía y luego expresarlo. Yo, en efecto, he acogido y realizado aquellos seis personajes: pero los he acogido y realizado como rechazados: en busca de otro autor.
Es necesario ahora comprender qué rechacé de ellos; no a ellos mismos, obviamente, sino a su drama, que sin duda les interesa sobre todo a ellos, pero que no me interesaba a mí en absoluto por las razones expuestas.
¿Qué es, para un personaje, su propio drama?
Cada fantasma, cada criatura del arte, para llegar a existir debe tener su propio drama. Es decir, un drama del cual sea personaje y por el cual es personaje. El drama es la razón de ser del personaje, es su función vital: lo necesita para existir.
Yo, de los seis, he acogido el ser, pero rechazando la razón de ser; he tomado el organismo para confiarle, en vez de su función inherente, otra función más compleja, en la cual apenas sí entraba como una simple anécdota. Situación terrible y desesperada de manera especial para dos personajes —el Padre y la Hijastra— quienes viven más que los demás y poseen una conciencia mayor de ser personajes, es decir, seres absolutamente necesitados de un drama, del suyo propio, un drama en el que sólo ellos pueden imaginarse a sí mismos y que, por lo pronto, lo ven rechazado. Es una situación «imposible» de la cual sienten que deben salir cueste lo que cueste, como si se tratara de un asunto de vida o muerte. Lo cierto es que, en cuanto razón de ser, en cuanto función, yo les di otra, justamente esa situación «imposible», el drama de estar a la busca de un autor por haber sido rechazados: pero ni siquiera sospechan que ésta sea una razón de ser y que haya devenido para ellos, que ya tenían una vida propia, la función necesaria y suficiente para existir. Si alguien se lo dijera, no lo creerían; porque no es posible creer que la única razón de nuestra vida se cifre en un tormento que nos parece injusto e inexplicable.
No logro imaginar, por eso, con qué fundamento se me hizo la observación de que el personaje del Padre no fue aquel que debía ser, porque prescindía de sus cualidades y posición de personaje al invadir, en ciertas ocasiones y haciendo suyos, los atributos del autor. Yo, que comprendo a quienes no me comprenden, supongo que la observación se deriva del hecho de que aquel personaje expresa como suya una inquietud que es reconocidamente mía. Lo que es muy natural y no significa nada en absoluto. Aparte de especificar que la inquietud padecida y vivida por el personaje del Padre se debe a causas y razones que no tienen nada que ver con el drama de mi experiencia personal, consideración suficiente para desautorizar la crítica, quiero aclarar que una cosa es la inquietud inmanente de mi espíritu, inquietud que de manera legítima puedo reflejar en un personaje —hasta el punto de hacerla orgánica—, y que otra cosa es la actividad de mi espíritu dedicada a la creación de este trabajo, es decir, la actividad que logra establecer el drama de esos seis personajes en busca de un autor. Si el Padre fuera partícipe de esta última actividad, si concurriera a crear parte del drama del ser de aquellos personajes sin autor, entonces sí, y sólo entonces, sería justificado decir que él sea en ocasiones el mismo autor, y, por lo tanto, no aquel que debería ser. Pero el Padre, en su posición de «personaje en busca de autor», lo sufre y no lo crea, lo sufre como una fatalidad inexplicable y como una situación frente a la cual busca rebelarse con todas sus fuerzas y remediarla: lo que es propio de un «personaje en busca de un autor», y nada más, aunque exprese como suya la inquietud de mi espíritu. Si fuera parte de la actividad del autor, se explicaría perfectamente su fatalidad. Se sentiría vinculado, incluso como personaje rechazado, porque siempre sería acogido en la matriz fantástica de un poeta, y no tendría más motivo para padecer la desesperación de no encontrar quien afirme y componga su vida de personaje: quiero decir que aceptaría sin inconvenientes la razón de ser que le da el autor y, sin ninguna queja, renunciaría a la que tenía, despachando al Director y a aquellos actores a los que debe recurrir, por el contrario, como única posibilidad.
Hay un personaje, en cambio, el de la Madre, al cual no le importa de hecho tener vida, considerando el tenerla como un fin en sí mismo. Ella no tiene la menor duda de estar viva, ni se le ha ocurrido jamás la idea de preguntarse cómo y por qué, o en qué modo, lo está. No tiene, en suma, conciencia de ser personaje: esto en cuanto no está jamás, ni siquiera por un momento, desencajada de su «papel». No sabe que tiene un «papel»
Esto la hace perfectamente orgánica. De hecho, su papel de Madre no genera, por su «naturalidad», movimientos espirituales. Ella no vive como un espíritu: vive en un sentimiento continuo que no tiene progresión, y por lo tanto no puede adquirir conciencia de su vida, en lo que respecta a ser personaje. Pero, con todo eso, también ella busca a su modo y para sus propios fines un autor; hasta cierto punto parece sentirse contenta de haber sido llevada ante el Director. Quizá porque también ella espera cobrar vida debido a él. Pero no: porque ella espera que el Director la haga representar una escena con el Hijo, en la cual pondría mucho de su propia vida; pero es una escena que no existe, que jamás ha podido ni podrá existir. Es inconsciente de ser personaje, es decir, inconsciente de la vida que podría tener, fijada y determinada toda, segundo a segundo, en cada gesto y cada palabra.
Ella se presenta con los demás personajes en el escenario pero sin entender lo que la obligan a hacer. Evidentemente, imagina que la obsesión por vivir que empuja al marido y a la hija, y por la cual ella también se encuentra en un escenario, no es más que una de las frecuentes e incomprensibles extravagancias de aquel hombre atormentado y atormentador, y —horrible, horrible— una nueva y equívoca arrogancia de la pobre y descarriada muchacha. Es por completo pasiva. Los acontecimientos de su vida y el valor que éstos han adquirido, incluso su carácter, son cosas que se dicen los demás y que ella sólo contradice una vez, porque el instinto materno surge y se rebela en ella para aclarar que no quiere abandonar ni al Hijo ni al marido, porque el Hijo le fue arrancado y el marido la obligó a abandonarlo. Pero sólo rectifica simples datos: no sabe y no se explica nada.
Es, en resumen, naturaleza. La naturaleza fijada en la figura de una Madre.
Este personaje me ha dado una satisfacción inesperada, que debo explicar. Casi todos mis críticos, en vez de definirla como acostumbran de «inhumana» —lo que parece ser el carácter peculiar e incorregible de todas mis criaturas, sin distinción— han tenido la bondad de señalar, «con verdadera complacencia», que finalmente había surgido de mi fantasía una figura humanísima. El elogio me lo explico así: estando mi pobre Madre ceñida a su carácter de Madre, sin posibilidad de libres movimientos espirituales, es decir, casi como si fuera un pedazo de carne completamente viva en todas sus funciones de procrear, dar de mamar, cuidar y amar a su prole, sin necesidad de recurrir al cerebro, ella realiza en sí misma el verdadero y perfecto «tipo humano». Es cierto que ocurre así, porque nada parece más superfluo en un organismo humano que el espíritu.
Pero los críticos, a pesar de aquel elogio, han despachado a la Madre sin preocuparse por dilucidar el núcleo de valores poéticos que, en la comedia, representa el personaje. Humanísima figura, de acuerdo, porque carece de espíritu, es decir, inconsciente de lo que es o despreocupada por explicárselo. Pero el hecho de ignorar que es un personaje no la priva de serlo. Ése es su drama en mi comedia. Y la expresión más viva de eso se manifiesta en aquel grito que da al Director, cuando él quiere persuadirla de que todo ya ha ocurrido y que, por lo tanto, no puede haber motivo de un nuevo llanto: «¡No! ¡Ocurre ahora, ocurre siempre! ¡Mi dolor no es falso, señor! Estoy viva y presente en cada momento de mi dolor, que se renueva y está siempre presente y vivo». Esto lo siente ella sin conciencia, y, por lo tanto, como cosa inexplicable: pero lo siente de manera tan terrible que no piensa siquiera que pueda explicárselo a sí misma o a los demás. Lo siente y punto. Lo siente como un dolor, y este dolor inmediato es el que grita. Así, en ella se refleja la fijeza de su vida en una forma que, de otro modo, atormenta al Padre y a la Hijastra. Éstos son espíritu; ella, un carácter de la naturaleza. El espíritu se rebela contra esa fijeza, o busca, de la manera que sea, aprovecharla. La naturaleza, si no es instigada por los estímulos sensitivos, llora.
El conflicto inmanente entre el movimiento vital y la forma es una condición inexorable no sólo de orden espiritual sino también natural. La vida que se ha fijado para que exista en nuestra forma corporal, poco a poco mata la forma adquirida. El llanto de esta naturaleza detenida es el irreparable y continuo envejecer de nuestro cuerpo. El llanto de la Madre es, del mismo modo, pasivo y perpetuo. Expuesto en tres fases, valorado en tres dramas diversos y contemporáneos, aquel inmanente conflicto encuentra en la comedia, de esta manera, la expresión más lograda. Y más aún, porque la Madre también declara el valor específico de la forma artística en aquel grito suyo al Director: la forma no abarca ni siega su vida, y la vida, a su vez, no termina por agotar a la forma. Si el Padre y la Hijastra acometieran cien mil veces seguidas su escena, siempre en el punto establecido, en el instante en el que la vida de la obra de arte debe expresarse con aquel grito suyo, el grito siempre volvería a estallar: sería inalterado e inalterable en su forma, pero no como una repetición mecánica, ni como una repetición obligada por necesidades exteriores, sino todo lo contrario, cada vez vivo, como si fuera nuevo, como si siempre naciera de improviso: embalsamado vivo en su forma imperecedera. De esta manera, cada vez que abrimos el libro2, encontraremos a Francesca viva confesando a Dante su dulce pecado, y si volviéramos cien mil veces seguidas, Francesca diría de nuevo sus palabras, sin repetirlas jamás de manera mecánica, sino diciéndolas como si fuera la primera vez, con una pasión tan viva y brusca que Dante desfallecerá cada vez que la escuche. Todo lo que tiene vida, por el hecho de vivir, tiene forma, y por eso debe morir: salvo la obra de arte, que precisamente vivirá por siempre porque es forma.
El nacimiento de una criatura de la fantasía humana, nacimiento que es el paso del umbral entre la nada y la eternidad, puede ocurrir de golpe, cuando su gestación responde a una necesidad. Para un drama imaginado se necesita un personaje que haga o diga algo preciso y necesario; por eso aquel personaje nació, y es eso exactamente lo que tenía que existir. Así nace Madama Paz3 entre aquellos seis personajes, y es como un milagro. Incluso es un artilugio sobre aquel escenario representado de manera realista. Pero no es artilugio. El nacimiento es real, el nuevo personaje está vivo no porque ya estaba vivo sino porque felizmente nació, como corresponde a su naturaleza de personaje «obligado», por decirlo de alguna manera. Ha ocurrido un resquebrajamiento, una mutación inédita en el plano de realidad de la escena, porque un personaje sólo puede nacer de ese modo en la fantasía del poeta y no sobre las tablas de un escenario. Sin que nadie se percate, ha cambiado de golpe la escena: la he vuelto a acoger en ese momento en mi fantasía sin necesidad de privársela a los espectadores; les he mostrado, en vez del escenario, pero bajo la imagen del mismo escenario, el acto de creación de mi fantasía. La mutación inesperada y fuera de control de una apariencia, desde un plano de la realidad a otro, es un milagro parecido a los realizados por aquel santo que hace mover su estatua, que en ese momento ya no es por cierto ni de madera ni de piedra, pero tampoco es un milagro arbitrario. Aquel escenario, por acoger también la realidad fantástica de los seis personajes, no existe por sí mismo como un hecho fijo e inmutable, como nada en esta comedia existe con un lugar asignado o preconcebido: todo deviene, todo gira, todo se improvisa. También el plano de realidad del lugar, en el cual se transforma y vuelve a transformar esta vida informe que busca una forma, llega a modificarse orgánicamente. Cuando concebí que naciera allí Madama Paz, en el escenario, sentí que podía hacerlo y lo hice; si hubiera advertido que este nacimiento descuadraba y modificaba silenciosamente y casi sin advertirlo, en un sólo segundo, el plano de realidad de la escena, seguro que no lo hubiera intentado, detenido por la aparente falta de lógica. Habría infligido un defecto a la belleza de mi obra, de la que me salvó el fervor de mi espíritu: porque contra una falsa apariencia lógica, aquel nacimiento fantástico está sustentado por una verdadera necesidad, que tiene una misteriosa y orgánica correspondencia con toda la vida de la obra.
Que alguien me diga ahora que ésta no tiene todo el valor que podría tener, porque su expresión no es coherente sino caótica, porque peca de romanticismo, y me hará sonreír.
Comprendo por qué se me hizo esa observación. Porque en mi trabajo la representación del drama en el cual se ven implicados los seis personajes parece tumultuosa y no procede de acuerdo a un orden establecido: no hay desarrollo lógico, no hay una concatenación de los acontecimientos. Es muy cierto. Ni por más que lo buscara hubiera podido encontrar un modo más desordenado, estrambótico, arbitrario y complicado, es decir, más romántico, de representar «el drama en que se ven implicados los seis personajes». Es muy cierto, pero yo, a propósito, no he representado ese drama: he representado otro —¡y no voy a repetir cuál!— en el que, entre las otras cosas bellas que cada uno encontrará de acuerdo a sus gustos, hay una discreta sátira de los procedimientos románticos. La sátira radica en el hecho de que mis personajes se desesperan por desautorizarse en el papel que tiene cada uno en su drama, mientras yo los presento como personajes de una comedia distinta, que ellos no saben ni sospechan, de manera que su agitación pasional, propia de los procedimientos románticos, está tratada humorísticamente, montada en el vacío. Y el drama de los personajes, representado no como se hubiera dispuesto en mi fantasía si yo lo hubiera acogido, sino de esta manera, como drama rechazado, no podía hallar lugar en mi trabajo si no fuera como una «situación» a desarrollarse, y no podía aparecer si no fuera por indicios, tumultuosamente, desordenadamente, en escorzos violentos, de manera caótica: interrumpido a cada rato, descaminado, contradictorio, e incluso negado por uno de sus personajes, y por otros dos ni siquiera vivido.
Justamente, hay un personaje —el que «niega» el drama que lo hace personaje, el Hijo— que todo su realce y valor deriva del ser personaje no de la «comedia por escenificar» —que como tal casi no aparece— sino de la representación que 70 realicé. Es, en resumen, el único que vive como «personaje en busca de autor»; tanto es así que el autor que busca no es un autor dramático. También esto no podía ser de otro modo; tanto la actitud del personaje es orgánica en mi concepción cuanto es lógica que, en la situación, establezca mayor confusión y desorden y otro motivo de contraste romántico.
Pero precisamente este caos, orgánico y natural, es el que yo quería representar. Representar un caos no significa en absoluto representarlo caóticamente, sino románticamente. Que mi representación no sea en absoluto confusa, sino incluso clara, simple y ordenada, lo demuestra la evidencia con que, a ojos de todos los públicos del mundo, se ha comprendido la trama, los caracteres, los planos fantásticos y realistas, dramáticos y cómicos del trabajo, y hasta para quienes tienen una mirada más penetrante resaltan los valores inesperados que encierra.
Es enorme la confusión de lenguas entre los hombres, si críticas como las imputadas consiguen palabras para expresarse. Es tan grande esta confusión cuan perfecta la íntima ley del orden que, respetada del todo, hace clásica y ejemplar mi obra, y niega cualquier palabra de fracaso. Cuando resulta evidente para todos que por un artificio no se crea vida, y que el drama de los seis personajes no se puede representar al faltar el autor que le infunda espíritu, el Director, ansioso por conocer cómo se desarrolló la historia, instiga al Hijo a que recuerde los hechos, y éste, privado de razón y de voz, se abalanza torpe e inútilmente cuando escucha la detonación de un arma de fuego en el escenario. Con eso se quiebra y dispersa el estéril intento de los personajes y de los actores, aparentemente no asistido por el poeta.
Sólo que el poeta, sin que ellos lo sepan, casi observando todo el tiempo de lejos aquel intento, ha logrado entretanto crear con él, y de él, su obra.

1 En la edición española de 1926 (Editorial Sempere, Valencia, traducción de F. Azzati), supervisada por Pirandello, se incluye una sugerente línea inicial que luego fue eliminada en ediciones posteriores: «He escrito esta comedia para librarme de una pesadilla». (N. del T.)

2 El libro es la Divina comedia, de Dante Alighieri. Se refiere a la escena del tormento de Paolo y Francesca, en el canto V del Infierno, Pirandello hace un guiño: leemos un libro en el que un personaje, Francesca, cuenta cómo llegó al incesto con su hermano Paolo a partir de la lectura de un segundo libro, el de los amores de Lanzarote. La realidad queda suspendida en el juego de referencias literarias, y así la imagen permanece inalterada gracias a la realidad textual. Es la concepción pirandelliana del desdoblamiento. (N. del T.)

3 La mayoría de traducciones mantienen la palabra italiana «Pace» en vez de la española «Paz». Preferimos mantener esta última porque corresponde a la intención irónica de Pirandello respecto a este personaje, secundario pero significativo. (N. del T.)



 

 

 

 

 

 

 

 

LOS PERSONAJES DE LA COMEDIA POR ESCENIFICAR


el padre
la madre
la hijastra
el hijo
el muchacho
la niña
(estos dos últimos no hablan)
madama paz  (Luego, evocada)

 

 

 

 

 

LOS ACTORES DE LA COMPAÑÍA


el director
la primera actriz
el primer actor
la segunda actriz
la actriz joven
el actor joven
otros actores y actrices
el director de escena
el apuntador
el guardarropa
el tramoyista
el secretario del director
el conserje
montadores y ayudantes de escena



De día, sobre un escenario de teatro.

Nota bene: La comedia no tiene actos ni escena. La representación será interrumpida por primera vez, sin bajar el telón, cuando el director y el primer personaje se retiren para acordar el escenario y los actores desaparezcan del escenario; la segunda vez, cuando el tramoyista haga caer el telón por error.


Al entrar en la sala del teatro, los espectadores encontrarán el telón levantado y el escenario tal como está de día, sin bastidores ni decorados, casi a oscuras, vacío, para que tengan desde el principio la impresión de un espectáculo no preparado de antemano.
Dos escalerillas, una a la derecha y otra a la izquierda, comunicarán el escenario con la sala. Sobre el escenario, la concha del apuntador estará junto al foso. Al otro lado, cerca del proscenio, una mesita y un sillón de espaldas al público, para el DIRECTOR.
Otras dos mesitas, una más grande, una más pequeña, con muchas sillas alrededor, colocadas para tenerlas a mano, si hubiera necesidad, en el ensayo. Otras sillas, aquí y allá, a derecha e izquierda, para los ACTORES, y un piano, en el fondo, a un costado, casi oculto.
Apagadas las luces de la sala, se verá entrar por la puerta del foro al TRAMOYISTA con un mono azulado y una bolsa atada a la cintura; cogerá de un rincón al fondo algunos listones, los colocará en el proscenio y se arrodillará para fijarlos. Al escucharse los martillazos, saldrá de la puerta de los camerinos el DIRECTOR DE ESCENA.

EL DIRECTOR DE ESCENA. ¿Qué haces?
EL TRAMOYISTA. ¿Qué hago? Estoy clavando.
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¿A estas horas? (Mirará el reloj.) Son las diez y media. En un momento llegará el Director para el ensayo.
EL TRAMOYISTA. Bueno, ¡yo también necesito mi tiempo para trabajar!
EL DIRECTOR DE ESCENA. Lo tendrás, pero no ahora.
EL TRAMOYISTA. ¿Cuándo, entonces?
EL DIRECTOR DE ESCENA. Cuando no sea la hora de ensayo. Apresúrate y llévatelo todo. Déjame disponer la escena para el segundo acto de El juego de los papeles.
EL TRAMOYISTA. Resoplando, refunfuñando, recogerá los listones y se irá. Entretanto, por la puerta del foro, empezarán a aparecer los ACTORES de la compañía, hombres y mujeres, primero uno y después otro, después dos al mismo tiempo, a su gusto: nueve o diez, los que se supone que deban formar parte en los ensayos de la comedia de Pirandello El juego de los papeles, prevista para ese día. Entrarán, saludarán al DIRECTOR DE ESCENA y se saludarán entre ellos, deseándose un buen día. Algunos irán a los camerinos; otros, entre los cuales estará el APUNTADOR, que tendrá el guión enrollado bajo el brazo, permanecerán en el escenario esperando al DIRECTOR para dar inicio al ensayo, mientras que, sentados en círculo o de pie, cruzarán palabras; alguno encenderá un cigarrillo, otro se quejará del papel asignado, aquel leerá en voz alta a sus compañeros la noticia de una revista teatral. Sería bueno que tanto las ACTRICES como los ACTORES vistieran ropas claras y alegres, y que esta primera escena improvisada tuviera mucha vivacidad. En un determinado momento, uno de los cómicos se podrá sentar al piano y tocar una música bailable; los más jóvenes entre los ACTORES y ACTRICES bailarán.
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Batiendo palmas para llamarlos al orden.) Vamos, vamos, orden. ¡Ha llegado el Director!
La música y el baile cesarán al mismo tiempo. Los ACTORES se volverán para mirar hacia la sala del teatro, por cuya puerta se verá entrar al DIRECTOR, quien, con un sombrero de copa, el bastón bajo el brazo y un grueso puro en la boca, cruzará el pasillo de butacas y, saludado por los cómicos, subirá al escenario por una de las dos escalerillas. El SECRETARIO le entregará el correo: un periódico y un guión sellado.
EL DIRECTOR. ¿Cartas?
EL SECRETARIO. Ninguna. Esto es todo.
EL DIRECTOR. (Entregándole el guión sellado.) Llévelo al camerino. (Después, mirando alrededor y dirigiéndose al DIRECTOR DE ESCENA.) Pero aquí no se ve nada. Por favor, que nos den un poco más de luz.
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¡De inmediato! Irá a dar la orden. Y poco después el escenario se iluminará con una intensa luz blanca en la parte de la derecha, donde estarán los ACTORES. En tanto, el APUNTADOR habrá tomado su lugar en el foso, habrá encendido la lamparita y extendido ante sí el guión.
EL DIRECTOR. (Dando palmadas.) Vamos, vamos, que tenemos que empezar. (Al DIRECTOR DE ESCENA) ¿Falta alguien?
EL DIRECTOR DE ESCENA. Falta la Primera Actriz.
EL DIRECTOR. ¡Como siempre! (Mirará el reloj.) Estamos atrasados diez minutos. Anótelo, hágame el favor. Así aprenderá a ser puntual en los ensayos.
No habrá terminado la amonestación, cuando del fondo de la sala se escuchará la voz de la PRIMERA ACTRIZ.
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡No, no, por favor! ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! Está toda vestida de blanco, con un sombrero excéntrico y un gracioso perrito entre los brazos; correrá a través del corredor de la sala y subirá apresuradamente por una de las escalerillas.
EL DIRECTOR. Usted insiste en hacerse esperar.
LA PRIMERA ACTRIZ. Discúlpeme. ¡Busqué desesperadamente un automóvil para llegar a tiempo! Pero veo que todavía no han empezado. Y yo no aparezco al comienzo de la obra. (Luego, llamando por su nombre al DIRECTOR DE ESCENA, le encarga el perrito.) Por favor, déjelo en el camerino.
EL DIRECTOR. (Renegando.) ¡También el perrito! Como si fuéramos pocos los que parecemos mascotas aquí. (Dará palmadas otra vez y se dirigirá al APUNTADOR) Vamos, vamos, el segundo acto de El juego de los papeles. (Sentándose en la butaca.) Atención, señores. ¿A quién le toca la escena?
Los ACTORES y las ACTRICES despejarán el proscenio y se irán a sentar a un costado, salvo los tres que participarán en el ensayo y la PRIMERA ACTRIZ, que sin hacer caso de la pregunta del DIRECTOR se sentará delante de una de las mesitas.
EL DIRECTOR. (A la PRIMERA ACTRIZ) ¿Interviene usted en la escena?
LA PRIMERA ACTRIZ. Yo no.
EL DIRECTOR. (Molesto.) ¡Entonces muévase, por Dios!
La PRIMERA ACTRIZ se levantará y se irá a sentar junto a los otros ACTORES que ya estarán acomodados aparte.
EL DIRECTOR. (Al apuntador) Comience, comience.
EL APUNTADOR. (Leyendo el guión.) «En casa de Leone Gala. Un extraño salón, comedor y despacho al mismo tiempo»
EL DIRECTOR. (Dirigiéndose al director de escena.) Pondremos la sala de color rojo.
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Apuntándolo en un papel.) De color rojo, de acuerdo.
EL APUNTADOR. (Sigue leyendo el guión.) «Mesa puesta y escritorio con libros y papeles. Estanterías de libros y vitrinas con lujosas vajillas y utensilios de mesa. Puerta al fondo por la cual se llega a la habitación de Leone. Puerta lateral a la izquierda por la cual se va a la cocina. La puerta principal está a la derecha»
EL DIRECTOR. (Levantándose e indicando.) Por lo tanto, presten atención: allá, la puerta principal. Aquí, la cocina. (Dirigiéndose al ACTOR que hará el papel de Sócrates.) Usted entrará y saldrá por este lado. (Al DIRECTOR.) Colocará la mampara en el fondo y luego colgará las cortinas. (Se vuelve a sentar.)
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Anotándolo.) De acuerdo.
EL APUNTADOR. (Leyendo el guión.) «Primera escena. Leone Gala, Guido Venanzi, Filippo, llamado Sócrates» (Al DIRECTOR) ¿Debo leer también las acotaciones?
EL DIRECTOR. ¡Sí, sí! ¡Se lo he dicho mil veces!
EL APUNTADOR. (Leyendo el guión.) «Al levantarse el telón, Leone Gala, con gorrito de cocinero y delantal, trata de batir un huevo en un cuenco con un cucharón de madera. Filippo bate otro, también vestido de cocinero. Guido Venanzi escucha, sentado»
EL PRIMER ACTOR. (Al director.) Disculpe, pero ¿me tengo que poner el gorrito en la cabeza?
EL DIRECTOR. (Fastidiado por el comentario.) ¡Obviamente! ¡Está escrito allí! (Señalará el guión.)
EL PRIMER ACTOR. ¡Pero si es ridículo!, usted perdone.
EL DIRECTOR. (Poniéndose de pie, furioso.) «¡Ridículo, ridículo!» ¿Qué quiere que yo haga si de Francia no vienen más comedias buenas y nos tenemos que resignar a poner en escena comedias de Pirandello, que nadie comprende y parecen creadas a propósito para que ni los actores, ni los críticos, ni el público queden contentos? (Los actores reirán. Y entonces él, levantándose y acercándose hacia el PRIMER ACTOR, gritará.) ¡El gorrito de cocinero, sí señor! ¡Y batirá los huevos! ¿Usted cree que no tiene que hacer nada más que batir los huevos con sus manos? Pues no. ¡Tendrá que representar el papel de la cáscara de los huevos que está batiendo! (Los ACTORES reirán de nuevo y harán comentarios irónicos entre ellos.) ¡Silencio! ¡Y presten atención cuando estoy hablando! (Se dirige de nuevo al primer ACTOR.) Sí, señor, la cáscara. ¡Lo que quiere decir la forma vacía de la razón, sin la plenitud del instinto, que es ciego! Usted es la razón y su esposa el instinto, en un juego de papeles asignados, por lo que usted, al representar su papel, es voluntariamente el títere de sí mismo. ¿Comprendido?
EL PRIMER ACTOR. (Abriendo los brazos.) ¡Yo no!
EL DIRECTOR. (Volviendo a su sitio.) ¡Yo menos! Así que mejor seguimos. ¡Después me elogiará el resultado! (En tono confidencial.) Le aconsejo que se ponga siempre de medio perfil, porque si no, entre las complicaciones del diálogo y usted que no se dejará escuchar por el público, nadie entenderá nada. (Dando palmadas de nuevo.) ¡Atención, atención! Empezamos.
EL APUNTADOR. Disculpe, señor Director. ¿Me permitiría cubrirme con la concha? ¡Corre un aire!
EL DIRECTOR. ¡Cómo no, hágalo!
El CONSERJE del teatro habrá entrado mientras tanto en la sala, con su gorrita galoneada, en la cabeza, y atravesando el pasillo de butacas, se acercará al escenario para anunciar al DIRECTOR la llegada de los SEIS PERSONAJES, quienes también han entrado en la sala y lo han seguido a cierta distancia, un poco desorientados y perplejos, mirando a su alrededor.

Quien vaya a intentar una puesta en escena de esta comedia debe valerse de todos los medios disponibles para lograr un efecto gracias al cual estos SEIS PERSONAJES no se confundan nunca con los ACTORES de la compañía. La disposición de unos y otros, indicada en las anotaciones, cuando ya se encuentren en el escenario, será sin duda útil; tanto como una intensidad luminosa variada de reflectores especiales. Pero el medio más eficaz e idóneo que se sugiere será el uso de máscaras especiales para los PERSONAJES: máscaras especialmente elaboradas con una materia que el sudor no ablande, así que no serán ligeras para los actores que deberán llevarlas; se confeccionarán de tal modo que dejen libres los ojos, la nariz y la boca. Se interpreta de esta manera el sentido más profundo de la comedia. Los PERSONAJES no deberán, por lo tanto, aparecer como fantasmas, sino como realidades creadas, elaboraciones inalterables de la fantasía: y por lo tanto más reales y consistentes que la voluble naturalidad de los ACTORES. Las máscaras ayudarán a dar la impresión de la figura construida artísticamente y fijada de manera inalterable en la expresión del propio sentimiento fundamental, que es el remordimiento en el PADRE, la venganza en la HIJASTRA, el desdén en el HIJO, el dolor en la MADRE, con lágrimas de cera, fijas en lo más lívido de las ojeras y las mejillas, como se puede ver en las imágenes esculpidas y pintadas de las Mater dolorosa de las iglesias.
Y que incluso la vestimenta sea de paño y corte particular, sin extravagancia, con pliegues rígidos y de un volumen estatuario. En resumen, que no dé la idea de estar confeccionada con una tela, que se pueda comprar en cualquier tienda de la ciudad y en cualquier sastrería.
El PADRE rondará los cincuenta años: de frente amplia, pero no calvo, de cabello rojizo, con bigote espeso y crespo alrededor de una boca fresca, dispuesta a una sonrisa incierta y vana. Pálido, especialmente en la amplia frente; ojos azules y ovalados, centellantes y agudos; vestirá pantalones claros y chaqueta oscura: en ocasiones será melifluo, en otras tendrá gestos duros y ásperos.
La MADRE estará aterrada y sobrecogida por el intolerable peso de la vergüenza y de la humillación. Cubierta por un tupido velo de viuda, vestirá humildemente de negro, y cuando se levante el velo, mostrará un rostro nada atormentado, pero como si fuera de cera, y siempre estará con los ojos bajos.
La HIJASTRA, de dieciocho años, será desvergonzada, casi impúdica. Bellísima, ella también, vestirá de luto, pero con una elegancia vistosa. Mostrará desprecio por el aire tímido, afligido y casi desorientado del hermanito, un escuálido MUCHACHO de catorce años, también de negro; y en la. hermanita, en cambio, una NIÑA de aproximadamente cuatro años, habrá una ternura vivaz y estará vestida de blanco con una cinta de seda negra en la cintura.
El HIJO, de veintidós años, alto, casi inmovilizado en un contenido desdén por el PADRE y en una indiferencia ceñuda hacia la MADRE, llevará un sobretodo morado y una larga cinta verde alrededor del cuello.

EL CONSERJE. (Con el gorrito en la mano.) Disculpe, señor.
EL DlRECTOR. (Brusco, despectivo.) ¿Y ahora qué ocurre?
EL CONSERJE. (Tímidamente.) Han llegado unos señores que preguntan por usted.
El DIRECTOR y los ACTORES se dan la vuelta sorprendidos para mirar desde el escenario hacia abajo, en la sala.
EL DIRECTOR. (De nuevo enojado.) ¡Estamos ensayando! ¡Y usted sabe muy bien que no debe entrar nadie mientras estamos ensayando! (Dirigiéndose hacia el fondo.) ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
EL PADRE. (Dando un paso adelante, seguido por los demás, hasta llegar a una de las escalerillas) Hemos venido en busca de un autor.
EL DIRECTOR. (Entre sorprendido e iracundo.) ¿De un autor? ¿Qué autor?
EL PADRE. Del que sea, señor.
EL DIRECTOR. Pero si aquí no hay ningún autor, porque no estamos ensayando ninguna comedia nueva.
LA HIJASTRA. (Con una alegre vivacidad, subiendo rápidamente la escalerilla.) ¡Mucho mejor, mucho mejor entonces, señor! Nosotros podríamos ser su nueva comedia.
ALGUNO DE LOS ACTORES. (En medio de los comentarios bulliciosos y las risas de los demás.) ¡Escúchenla, escúchenla!
EL PADRE. (Siguiendo sobre el escenario a la HIJASTRA.) Bueno, pero ¿si no hay autor? (Al DIRECTOR.) A menos que usted quiera serlo...
La MADRE, con la NIÑA de la mano, y el MUCHACHO subirán los primeros peldaños de la  escalerilla y se quedarán a la espera. El HlJO se quedará abajo, enojado.
EL DIRECTOR. ¿Están bromeando?
EL PADRE. ¿Cómo se le ocurre, señor? Todo lo contrario, le traemos un drama doloroso.
LA HIJASTRA. ¡Y podríamos ser su fortuna!
EL DIRECTOR. ¡Háganme el favor de largarse, que no tenemos tiempo para perderlo con locos!
EL PADRE. (Herido y melifluo.) Pero señor, usted sabe muy bien que la vida está llena de infinitos absurdos, que, descaradamente, ni siquiera tienen necesidad de parecer verosímiles, porque son verdaderos.
EL DIRECTOR. Pero, ¿qué diablos dice?
EL PADRE. Digo que puede considerarse una locura, sí señor, esforzarse en hacer lo contrario; es decir, crear lo verosímil para que parezca verdadero. Pero permítame hacerle la observación de que, si fuera locura, ésta es la única razón de su oficio. Los ACTORES se agitarán, molestos.
EL DIRECTOR. (Levantándose y retándolo.) ¿Ah, sí? ¿De manera que nuestro oficio le parece cuestión de locos?
EL PADRE. Bueno, dar la apariencia de verdadero a aquello que no lo es, sin necesidad de hacerlo, señor; como un juego... ¿O acaso no es el oficio de ustedes dar vida en la escena a personajes fantasiosos?
EL DIRECTOR. (Rápidamente, haciéndose portavoz de la irritación creciente de sus ACTORES.) ¡Yo le aseguro que la profesión del cómico, estimado señor, es una noble profesión! Si hoy por hoy los nuevos señores comediógrafos nos dan a representar comedias banales y a títeres en lugar de hombres, ¡sepa que es nuestro orgullo haber dado vida —aquí, sobre estas tablas— a obras inmortales!  Los ACTORES, satisfechos, aprobarán y aplaudirán a su DIRECTOR.
EL PADRE. (Interrumpiendo con vehemencia.) ¡Eso es! ¡Muy bien! ¡A seres vivos, más vivos que aquellos que visten y calzan! Menos reales, quizá; ¡pero más verdaderos! ¡Somos de la misma opinión! Los ACTORES se miran entre sí, sin entender.
EL DIRECTOR. ¿No entiendo? Pero si antes dijo...
EL PADRE. No me interprete mal. Lo decía por usted, señor, que nos ha gritado no tener tiempo para perderlo con locos, cuando nadie mejor que usted sabe que la naturaleza se sirve de la fantasía humana como instrumento para continuar, a un mayor grado, su obra creada.
EL DIRECTOR. Está bien, está bien. ¿A qué quiere llegar con eso?
EL PADRE. A nada, señor. Sólo a demostrar que se nace a la vida de diferentes maneras, y en muchas formas: árbol o piedra, agua o mariposa... o mujer. ¡Y que también se nace como un personaje!
EL DIRECTOR. (Con un fingido e irónico estupor.) Y usted, junto a quienes lo acompañan, ¿han nacido como personajes?
EL PADRE. Exacto, señor. Y vivos, como puede comprobarlo.
El DIRECTOR y los ACTORES se ríen a carcajadas, como si se burlaran.
EL PADRE. (Herido.) Me apena que se burlen así, porque llevamos en nosotros, repito, un drama doloroso, como los señores pueden deducir al ver a esta mujer vestida de luto.
Diciendo esto le ofrecerá la mano a la MADRE para ayudarla a subir los últimos escalones y, guiándola todavía, la conducirá con una solemnidad trágica hacia el otro lado del escenario, que se iluminará de inmediato con una luz fantástica. La NlÑA y el MUCHACHO seguirán a la MADRE; después el HlJO, que se mantendrá aparte, al fondo; y también la HIJASTRA, que se colocará en el proscenio, apoyada sobre el borde del escenario. Los ACTORES, primero estupefactos, luego admirados por esta evolución de los hechos, reventarán en aplausos como si les fuera ofrecido un espectáculo.
EL DIRECTOR. (Primero sorprendido, luego fastidiado.) ¡Déjenlo! ¡Cállense! (Luego, dirigiéndose a los PERSONAJES.) ¡Y ustedes váyanse de aquí! ¡Despejen el lugar! (Al DIRECTOR DE ESCENA.) ¡Por Dios, sáquelos de aquí!
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Acercándose, pero luego deteniéndose como si lo retuviera una rara turbación.) ¡Fuera! ¡Fuera!
EL PADRE. (Al director) Mire, nosotros...
EL DIRECTOR. (Gritando.) ¡Basta, tenemos que trabajar!
EL PRIMER ACTOR. No es posible que alguien se burle así...
EL PADRE. (Resuelto, adelantándose.) ¡Me sorprendo de su incredulidad! ¿Acaso no están los señores acostumbrados a ver cómo aparecen casi vivos aquí, uno frente a otro, los personajes creados por un autor? ¿O a lo mejor no tienen (señalará la concha del APUNTADOR) un guión que nos contenga?
LA HIJASTRA. (Colocándose frente al DIRECTOR, risueña, zalamera.) Puede creer, señor, que somos de verdad seis personajes interesantísimos. Lamentablemente frustrados.
EL PADRE. (Apañándola.) ¡Sí, frustrados, eso es! (Al director, de inmediato.) En el sentido, claro está, de que el autor que nos dio vida, después no quiso o no pudo materialmente introducirnos en el mundo del arte. Y de verdad que fue un delito, señor, porque quien ha tenido la suerte de nacer como personaje vivo, puede reírse incluso de la muerte. ¡No morirá jamás! Y para vivir eternamente ni siquiera necesita de dotes extraordinarias o realizar prodigios. ¿Quién era Sancho Panza? ¿Quién era don Abundio? Y, sin embargo, son eternos, porque —semillas vivientes— ¡tuvieron la suerte de encontrar una matriz fecunda, una fantasía que supo nutrirlos y desarrollarlos, darles vida eterna!
EL DIRECTOR. ¡Todo lo que dice está bien! Pero ¿qué quieren aquí?
EL PADRE. ¡Queremos vivir, señor!
El DIRECTOR. (Irónico.) ¿Por toda la eternidad?
EL PADRE. No, señor. Por lo menos un momento, a través de ustedes.
UN ACTOR. ¡Qué ocurrencia!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Quieren vivir en nosotros!
EL ACTOR JOVEN. (Señalando a la HIJASTRA) Por mí no hay problema, si a mí me toca ella.
EL PADRE. Fíjense, fíjense: todavía hay que hacer la comedia; (al DIRECTOR) pero si usted quiere y sus actores están dispuestos, la organizamos rápidamente entre nosotros.
EL DIRECTOR. (Molesto.) ¿Pero qué quiere organizar? ¡Aquí no se hace nada de eso! ¡Aquí se interpretan dramas y comedias!
EL PADRE. ¡Por eso mismo! ¡Hemos venido con usted justamente por eso!
EL DIRECTOR. ¿Y dónde está el guión?
EL PADRE. Está en nosotros mismos, señor. (Los ACTORES reirán.) El drama está en nosotros, somos nosotros, y estamos impacientes por representarlo, así como dentro nos urge la pasión.
LA HIJASTRA. (Sarcástica, con la pérfida gracia de una oscura desvergüenza.) ¡Mi pasión, si la conociera, señor! Mi pasión... ¡Por él! (Señalará al PADRE e intentará abrazarlo, pero estallará en una carcajada estruendosa.)
EL PADRE. (Con un arranque de ira.) ¡Por ahora quédate en tu sitio! ¡Y no te rías de esa manera!
LA HIJASTRA. ¿No? Y ahora permítanme: si bien huérfana hace apenas dos meses, ¡miren los señores cómo canto y cómo bailo!

Sugerirá maliciosamente que está bailando con paso de baile la primera estrofa de «Prends garde a Tchou-Tchin-Tchou» de Dave Stamper en la adaptación a Fox-trot o One-Step lento de Francis Salabert.
Les chinois sont un peuple malin,
De Shangai à Pekin,
Ils ont mis des écriteaux partout:
Prenez garde à Tchou-Tchin-Tchou!

Los ACTORES, de manera particular los jóvenes, mientras ella canta y baila, como atraídos por una extraña fascinación, se desplazarán hacia ella y apenas levantarán las manos como si la quisieran atrapar. Ella se hará la escurridiza. Cuando los ACTORES estallen en aplausos, y después de que el DIRECTOR le llame la atención, se quedará como abstraída y lejana.
LOS ACTORES Y LAS ACTRICES. (Entre risas y aplausos.) ¡Muy bien! ¡Bravo! ¡Bravo!
EL DIRECTOR. (Iracundo.) ¡Silencio! ¿Creen que están en un cabaret? (Haciéndose a un lado con el PADRE, y con cierta consternación.) Pero, dígame. ¿Está loca?
EL PADRE. ¿Loca? No. ¡Algo peor!
LA HIJASTRA. (Corriendo rápidamente hacia el director.) ¡Peor! ¡Peor! ¡Mucho peor, señor! ¡Peor! Escuche, si es tan amable: haga representar en breve este drama, porque verá que en cierto momento, yo, cuando esta pequeña preciosa... (Tomará de la mano a la NIÑA, que habrá estado junto a la MADRE, y la llevará delante del DIRECTOR.) ¿Ve lo preciosa que es? (La levantará en brazos y la besará.) ¡Cariño mío, cariño mío! (La dejará de nuevo en el suelo y añadirá, casi involuntariamente, conmovida.) Y bien, cuando a esta preciosa se la quite Dios a su pobre Madre, y cuando este bobalicón (tirará hacia delante del MUCHACHO agarrándolo sin miramientos por la manga) haga la estupidez más grande, propia del estúpido que es (lo devolverá junto a la MADRE de un empujón), ¡entonces sí podrá verse cómo volaré! ¡Sí, señor! ¡Volaré! ¡Muy alto! ¡Y no veo el momento de hacerlo, créame, no lo veo! Porque después de lo que ocurrió íntimamente entre él y yo (señalará al PADRE con un guiño atroz) no puedo seguir junto a todos ellos, presenciando el tormento de aquella Madre por aquel granuja. (Señalará al Hijo.) ¡Mírelo! ¡Mírelo! ¡Indiferente y frío, porque él es el Hijo legítimo! Lleno de desprecio por mí, por aquel, (señalará al MUCHACHO) por aquella criaturita. ¿Y sabe por qué? Porque somos bastardos. ¿Queda claro? Bastardos. (Se acercará a la MADRE y la abrazará.) Y a esta pobre Madre, que es la Madre de todos nosotros, él no la quiere reconocer como Madre suya. Él la desprecia y la considera Madre únicamente de nosotros tres, los bastardos. ¡Es vil!
Dirá todo esto rápidamente, excitadísima, y al llegar al «vil» final, después de haber inflado la voz en «bastardos», lo pronunciará despacio, como si escupiera la palabra.
LA MADRE. (Se dirige al DIRECTOR con una angustia infinita.) Señor, le suplico en nombre de estas dos criaturitas... (Se sentirá desfallecer y vacilará.) Dios mío...
EL PADRE. (Se aproxima para sostenerla mientras casi todos los ACTORES están aturdidos y consternados.) Por favor, una silla, una silla para esta pobre viuda.
LOS ACTORES. (Acercándose.) Entonces, ¿es verdad? ¿Desfallece?
EL DIRECTOR. ¡Una silla, rápido!
Uno de los ACTORES ofrecerá una silla; los otros la rodearán presurosos. La MADRE, sentada, intentará impedir que el PADRE le retire el velo que esconde su rostro.
EL PADRE. Mírela, señor, mírela...
LA MADRE. No, no, déjame.
EL PADRE. ¡Déjate ver! Le quitará el velo.
LA MADRE. (Irguiéndose y cubriéndose desesperadamente el rostro con las manos.) Señor, le suplico que impida a este hombre utilizarme para sus propósitos. ¡Sería horrible para mí!
EL DIRECTOR. (Impresionado, aturdido.) ¿Qué está pasando? ¿De quién se trata? (Al PADRE) ¿Es su esposa o no?
EL PADRE. (De inmediato.) Sí, señor, mi mujer.
EL DIRECTOR. ¿Entonces por qué es viuda, si usted vive?
Los ACTORES desahogarán todo su aturdimiento en una estruendosa carcajada.
EL PADRE. (Herido, con un áspero resentimiento.) ¡No se burlen! ¡No se rían así, por amor a Dios! Éste es justamente su drama, señor. Ella tuvo otro hombre. ¡Otro hombre que debería estar aquí!
LA MADRE. (Dando un grito.) ¡No! ¡No!
LA HIJASTRA. Por suerte para él, está muerto: hace dos meses, se lo dije. Llevamos su luto, como puede ver.
EL PADRE. Pero fíjese que no está aquí porque haya muerto. No está aquí porque... Mírela, señor, por favor, y lo comprenderá de inmediato. Su drama no consiste en el amor a dos hombres, por quienes ella es incapaz de sentir nada, más allá que un poco de reconocimiento. —No para mí, sino para el otro.— Porque no es una mujer. ¡Es una Madre! Y su drama —terrible, señor, terrible— consiste, de hecho, en estos cuatro hijos de esos dos hombres que tuvo.
LA MADRE. ¿Que yo los tuve? ¿Tienes el valor de decir que fui yo quien los tuvo, como si los hubiera deseado? ¡Fue él, señor! ¡Me los dieron él y el otro, a la fuerza! ¡Me obligó, me obligó a largarme con aquél!
LA HIJASTRA. (Cortante, indignada.) ¡No es cierto!
LA MADRE. (Aturdida.) ¿Cómo que no es cierto?
LA HIJASTRA. ¡No es cierto! ¡No es cierto!
LA MADRE. ¿Y tú qué sabes?
LA HIJASTRA. ¡No es cierto! (Al DIRECTOR) ¡No se lo crea! ¿Sabe por qué lo dice? Por ése... (Señalará al HlJO) ¡Lo dice por él! Porque se mortifica y sufre por la indiferencia de ese hijo, a quien quiere explicarle que si lo abandonó a los dos años fue porque él (señalará al PADRE) la obligó.
LA MADRE. (Decidida.) ¡Me obligó, me obligó! ¡Pongo a Dios por testigo! (Al DIRECTOR.) ¡Pregúnteselo a él (señalará al marido) si no es verdad! ¡Que él se lo diga!... Ella (señalará a la HIJASTRA) no puede saber nada.
LA HIJASTRA. Sé que con mi Padre, mientras vivió, tú viviste en paz y contenta. ¡Niégalo, si puedes!
LA MADRE. No lo niego...
LA HIJASTRA. ¡Siempre amoroso y preocupado por ti! (Al MUCHACHO, con rabia.) ¿No es verdad? ¡Dilo! ¿Por qué no hablas, tonto?
LA MADRE. ¡No lo molestes! ¿Por qué quieres hacerme parecer una ingrata, hija mía? ¡Nunca quise ofender a tu Padre! ¡Sólo he dicho que no fue por mi culpa ni por mi propio deseo que abandonara su casa y a mi hijo!
EL PADRE. Es verdad, señor. Fui yo,
Pausa.
EL PRIMER ACTOR. (A sus compañeros.) ¡Pero mira tú que espectáculo!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Nos lo dan ellos, a nosotros!
EL ACTOR JOVEN. Por una vez.
EL DIRECTOR. (Que comenzará, a interesarse en el asunto.) ¡Presten atención! ¡Presten atención! Y diciendo esto bajará por una de las escalerillas a la sala y se quedará de pie delante del escenario, como si quisiera recoger las impresiones de la escena tal como lo haría un espectador.
EL HIJO. (Sin moverse de su lugar, frío, pausado, irónico.) ¡Escuchen ahora el discursito filosófico! Hablará el demonio de los experimentos.
EL PADRE. ¡Eres un cínico imbécil, te lo he dicho mil veces! (Al DIRECTOR, que ya está en la sala.) Se burla, señor, por las palabras que usé en defensa propia.
EL HIJO. (Despreciativo.) Palabras.
EL PADRE. ¡Palabras! ¡Palabras! ¡Como si no diera alivio a cualquiera frente a lo inexplicable, frente a un mal que nos consume, el dar con una palabra que nada dice pero que nos da calma!
LA HIJASTRA. ¡Calma sobre todo el remordimiento!
EL PADRE. ¿El remordimiento? Eso no es verdad. No lo he calmado en mí sólo con las palabras.
LA HIJASTRA. También con algo de dinero. ¡Sí, sí, también con un poco de dinero! ¡Con la miseria que iba a ofrecerme de paga, señores!
Reacción de indignación de los actores.
EL HIJO. (Con desprecio hacia su hermanastra.) ¡Eso es una canallada!
LA HIJASTRA. ¿Canallada? Si estaba allá, en un sobre azulado sobre la mesita de caoba, en la trastienda de Madama Paz. Usted sabe, una de esas señoras que con el pretexto de vender Robes et Manteaux atraen a sus atelliers a chicas pobres y de buena familia como una...
EL HIJO. Y se ha comprado el derecho a tiranizarnos a todos con ese dinero que él estaba a punto de pagar, y que por suerte —escúcheme bien— después ya no tuvo motivo para pagarlo.
LA HIJASTRA. ¡Estuvimos a punto, a punto, para que lo sepas! (Estalla en risas.)
LA MADRE. (Indignada.) ¡Es una vergüenza, hija! ¡Una vergüenza!
LA HIJASTRA. (Cortante.) ¿Vergüenza? ¡Si es mi venganza! ¡Me muero de ganas, señor, de revivir esa escena! La habitación... por acá la vitrina de los mantos; allá, el sofá cama; el tocador; un biombo; y delante de la ventana esa mesita de caoba con el sobre azulado del dinero. ¡Puedo verlo! ¡Hasta podría tomarlo! ¡Pero los señores deberían dar media vuelta porque estoy casi desnuda! No me sonrojo más porque ¡es él quien debe sonrojarse! (Señalará al PADRE.) ¡Pero les aseguro que estaba muy, muy pálido en ese momento! (Al DIRECTOR.) ¡Créame, señor!
EL DIRECTOR. ¡Yo no me entrometo más!
EL PADRE. ¡Lo desafío a que lo haga! ¡No se deje engañar! ¡Imponga un poco de orden, señor, y déjeme hablar sin hacer caso a la afrenta que con tanta ferocidad ella quiere imputarme, sin las debidas aclaraciones del caso!
LA HIJASTRA. ¡Aquí nadie está inventando nada!
EL PADRE. ¡Yo tampoco, quiero decirte!
LA HIJASTRA. ¡Sí, cómo no! ¡Haz lo que te parezca!
El DIRECTOR, en este punto, volverá a subir al escenario para poner un poco de orden.
EL PADRE. ¡Aquí está todo el daño! ¡En las palabras! Llevamos todos por dentro un mundo de cosas, en cada uno el suyo propio. ¿Cómo es posible que nos entendamos, señor, si en las palabras que yo digo incluyo el sentido y el valor de las cosas tal como yo las considero, mientras quien lo escucha, las asume inevitablemente con el sentido y el valor que tienen para él, de acuerdo al mundo que lleva en su interior? Creemos que es posible entendernos, ¡pero no nos entendemos nunca! Mire: mi piedad, toda mi piedad por esta mujer (señalará a la MADRE), ella la asume como la peor de las crueldades.
LA MADRE. ¡Pero si me alejaste tú!
EL PADRE. ¿Se da cuenta? ¡Alejarla yo! ¡A usted le parece que yo la haya despreciado!
EL MADRE. Tú sabes hablar y yo no... Pero créame, señor, que después de haberse casado conmigo... quién sabe por qué..., yo era una pobre y humilde mujer...
EL PADRE. Exactamente por eso, por tu humildad me casé contigo, y eso es lo que amé en ti, creyendo... (Se detendrá por los desmentidos de ella, abrirá los brazos en alto, desesperado, ante la imposibilidad de que lo comprenda, y se dirigirá hacia el DlRECTOR ¿Se da cuenta? ¡Dice que no! Horrenda, señor, créame, (se golpeará la frente) es horrenda su turbación, su turbación mental. Tiene corazón, sí, ¡pero para sus hijos! ¡Y no atiende a razones, señor, es desesperante!
LA HIJASTRA. ¡Cómo no! Pero que le diga también la suerte que nos acarreó su inteligencia.
EL PADRE. ¡Si se pudiera anticipar todo el mal que puede nacer del bien que creemos estar haciendo!
Llegados a este punto, la PRIMERA ACTRIZ, que se habrá molestado viendo al PRIMER ACTOR coqueteando con la HIJASTRA, se adelantará y preguntará al DIRECTOR.
LA PRIMERA ACTRIZ. Disculpe, señor Director, ¿continuaremos el ensayo?
EL DIRECTOR. Sí, sí, cómo no. ¡Ahora déjeme escuchar!
EL ACTOR JOVEN. ¡Es un caso tan inédito!
LA ACTRIZ JOVEN. ¡Muy interesante!
LA PRIMERA actriz. ¡Al que le interese! (Y lanzará una mirada cargada, al PRIMER ACTOR)
EL DIRECTOR. (Al PADRE.) Es necesario que se explique usted con claridad. (Se sentará.)
EL PADRE. ¡Cómo no! Mire, señor, trabajaba conmigo un pobre hombre, subalterno mío, mi secretario, lleno de devoción, que se entendía muy bien con ella (señalará a la MADRE), sin ninguna mala intención —¡faltaba más!—, un tipo bueno, humilde como ella, incapaz tanto el uno como la otra no sólo de hacer el mal, sino incluso de pensarlo.
LA HIJASTRA. Pero en cambio sí lo pensó él contra ellos. ¡Y lo hizo!
EL PADRE. ¡No es verdad! Mi intención fue hacerles un bien, y también hacérmelo, lo confieso. Es que yo había llegado al punto, señor, en que no podía decirles ni una palabra a ninguno de los dos sin que ellos intercambiaran una mirada inteligente y cómplice, sin que ella no buscara rápidamente los ojos del otro para recibir consejo sobre el modo en que debía tomar mis palabras para no hacerme enojar. ¡Eso era suficiente, como comprenderá, para mantenerme enojado, en un estado de intolerable exasperación!
EL DIRECTOR. ¿Y entonces por qué no despedía a su secretario?
EL PADRE. ¡Lo hice! ¡Lo despedí! Pero luego me encontré con que esta pobre mujer se quedaba en casa como perdida, como uno de aquellos animales sin dueño a los que se acoge por compasión.
LA MADRE. ¡Y cómo no!
EL PADRE. (Volviéndose rápidamente hacia ella, adelantándose.) Nuestro hijo, ¿no?
LA MADRE. ¡Me arrancó primero el hijo de los brazos, señor!
EL PADRE. ¡Pero no por crueldad! Sino para hacerlo crecer sano y robusto, en contacto con la naturaleza.
LA HIJASTRA. (Señalándolo, irónica.) ¡Se ve!
EL PADRE. (De inmediato.) ¿También es culpa mía si después creció así? Lo dejé en manos de una nodriza, señor, en el campo, en manos de una campesina, al no parecerme ella lo bastante fuerte pese a su origen humilde. La misma razón por la que me casé con ella. Prejuicios, quizá, ¿pero qué puedo hacer? ¡Siempre he tenido estas malditas aspiraciones a una firme salud moral! (La HIJASTRA, en este punto, estallará de nuevo en risas escandalosamente.) ¡Hágala callar! ¡Es insoportable!
EL DIRECTOR. ¡Cállese! ¡Déjeme escuchar, por Dios!
De inmediato, a raíz de la llamada de atención del director, ella se quedará callada y absorta, cortando la risa. El DIRECTOR bajará del escenario para ver mejor la escena.
EL PADRE. Yo no podía seguir junto a esta mujer. (Señalará a la MADRE.) Pero no tanto por el fastidio que sentía, por la sofocación —verdadera sofocación—, sino por la pena, la pena angustiosa que sentía por ella.
LA MADRE. ¡Y por eso me echó de casa!
EL PADRE. La envié con aquel hombre, sin que le faltara de nada. Sí, señor. ¡Lo hice para librarla de mí!
LA MADRE. ¡Y para librarse él!
EL PADRE. Sí, señor. Yo también, lo admito. Y lo que vino fue un gran malestar. Pero lo hice con buena intención... y más por ella que por mí. ¡Lo juro! (Cruzará los brazos sobre el pecho; después, rápidamente, se dirigirá a la MADRE.) Dilo si dejé de tenerte presente. ¡Dilo! Di si te abandoné hasta que él no te llevó a otra ciudad, de un día para otro, sin yo saberlo, estúpidamente impresionado por mi interés puro, créame que puro, señor, sin ninguna otra intención. Me interesé con una ternura increíble por la nueva familia que iba surgiendo. ¡Ella misma se lo puede asegurar! (Señalará a la HIJASTRA)
LA HIJASTRA. ¡Y más que eso! Yo era muy pequeña, ¿sabe? Llevaba trencitas a la espalda e incluso con el vestidito corto —así era de pequeña— y me lo encontraba a él delante del portón de la escuela cada vez que salía. Venía a ver cómo crecía.
EL PADRE. ¡Eso es una calumnia! ¡Infame!
LA HIJASTRA. ¿Seguro? ¿Por qué?
EL PADRE. ¡Infame! ¡Infame! (De inmediato se dirigirá al DIRECTOR explicando con vehemencia.) Mi casa, señor, una vez que se fue ella (señalará a la MADRE), me pareció espantosamente vacía. Era una pesadilla. ¡Ella al menos la llenaba! Una vez que estuve solo, me encontré en casa desorientado. Ése (señalará al HlJO), criado lejos de mí, no sé, cuando volvió a casa ya no parecía mi hijo. Ausente entre él y yo la Madre, creció a solas, por su cuenta, sin ninguna relación afectiva ni espiritual conmigo. Y ahora —es extraño, señor, pero es así—, me dio curiosidad por esa familia que se formó por mi culpa. Pensar en esa familia llenó el vacío en el que vivía. Tenía necesidad, verdadera necesidad de saberla en paz, toda entregada a los detalles más sencillos de la vida, y afortunada al estar alejada de los complicados tormentos de mi espíritu. Y para constatarlo, iba a ver a esa niña a la salida de su escuela.
LA HIJASTRA. ¡Seguro! Me seguía por la calle, me sonreía y se despedía con un saludo de mano cuando llegaba a mi casa, así. No le quitaba los ojos de encima, enojada como estaba. ¡No sabía quién era! Se lo dije a mamá. Y ella supo de inmediato de quién se trataba. (La MADRE asentirá con un movimiento de cabeza.) Desde un principio no quiso mandarme más a la escuela, al menos varios días. Cuando volví, lo encontré de nuevo a la salida, ¡ridículo! con un paquete en las manos. Se me acercó, me acarició, y extrajo de aquel paquete un bello y enorme sombrero florentino, de paja, con una guirnalda de florecitas primaverales. ¡Era para mí!
EL DIRECTOR. ¡Pero todo esto no es más que un cuento, señores!
EL HlJO. (Despectivo.) Por supuesto, ¡literatura y más literatura!
EL PADRE. ¿Cómo que literatura? ¡Esto es pura vida, señor! ¡Pasiones!
EL DIRECTOR. No lo dudo. ¡Pero es irrepresentable!
EL PADRE. Desde luego, señor. Todo esto es una presuposición. No digo que necesariamente haya que escenificarlo. Como ve, de hecho, ella (señalará a la HIJASTRA) no es más esa niñita de las trencitas.
LA HIJASTRA. ¡Y con el vestidito corto!
EL PADRE. El drama viene ahora, señor. Nuevo y complicado.
LA HIJASTRA. (Sombría, feroz, dando un paso adelante.) Apenas muerto mi Padre.
EL PADRE. (Rápido, para no dejarla hablar.) ¡La miseria, señor! Volvieron a ella, sin yo saberlo. Por las tonterías de ella. (Señalará a la MADRE) Apenas sabe escribir, ¡pero podía escribirme a través de la hija o de ese muchacho que estaban pasando necesidades!
LA MADRE. Dígame usted, señor, si yo hubiera podido adivinar que él tenía esos sentimientos.
EL PADRE. Justamente ése es tu error. ¡No haber adivinado nunca ninguno de mis sentimientos!
LA MADRE. Después de tantos años de alejamiento y de todo lo que había ocurrido...
EL PADRE. ¿Es culpa mía, entonces, si aquel buen hombre se los llevó? (Dirigiéndose al DIRECTOR) Ya le digo, fue de un día al otro... porque había encontrado en otro sitio un trabajo. No me fue posible seguirles el rastro, y entonces, por fuerza, se apagó mi interés, durante tantos años. El drama quema, señor, imprevisto y violento, a su regreso; además, que yo, lamentablemente, arrastrado por las limitaciones de la carne que todavía vive... ¡Ah! Miseria, de verdad que es miseria la de un hombre solo que nunca quiso ataduras que lo envilezcan. ¡No tan viejo como para prescindir de una mujer, pero tampoco tan joven como para ir fácilmente y sin vergüenza a la busca! ¿Miseria? Pero ¡qué digo! Es un horror, un horror porque ninguna mujer le dará amor. Y cuando se comprende esto, uno debería desistir... Bueno, señor, cualquiera se viste de dignidad frente a los demás, en lo exterior, pero dentro de sí sabe todo lo que hay de inconfesable en su intimidad. Se cae, se cae en la tentación, para luego erguirse rápidamente, quizá con un poco de prisa, para restituir entera y sólida, como una lápida sobre la tumba, nuestra dignidad, para ocultar y sepultar a nuestros propios ojos cualquier rastro y el recuerdo mismo de la vergüenza. ¡Y así somos todos! ¡Únicamente falta el coraje para decir estas cosas!
LA HIJASTRA. ¡Porque eso, de hacerlo, a fin de cuentas, lo hacen!
EL PADRE. ¡Todos lo hacen! ¡Pero a escondidas! ¡Y por eso se necesita coraje para decirlo! Porque basta con que uno sólo lo diga, y ya está hecho. ¡Le dirán que es un cínico! Y no es verdad, señor. Es como todos los demás. Incluso mejor. Es mejor porque no tiene miedo a descubrir, con la luz de la inteligencia, el rubor de la vergüenza. Descubrirla allí, en su humana bestialidad, frente a la que cierra siempre los ojos para no verla. La mujer, ahí está, la mujer, de hecho, ¿cómo es? Nos mira, insinuante, coqueta. Atrápela y, apenas la estreche en sus brazos, cerrará los ojos rápidamente. Es la señal de su rendición voluntaria. La señal con la que dice al hombre: «¡Enceguece, que yo ya estoy ciega!»
LA HIJASTRA. ¿Y cuando no los quiere cerrar más? ¿Cuándo no siente ya la necesidad de esconderse a sí misma, cerrando los ojos, el rubor de su vergüenza, y en cambio mira con los ojos áridos e impasibles el rubor del hombre que, incluso sin amor, ha enceguecido? ¡Qué asco me dan todas estas complicaciones intelectuales, esta filosofía que descubre la bestia y luego la salva y la justifica... ¡No puedo escucharlo más, señor! Porque cuando se reduce la vida a una «simplificación» así, bestial, dejando a un lado el compromiso «humano» de cada aspiración pura, de cada sentimiento puro, de ideales y deberes, del pudor y la vergüenza, nada es más repugnante y despreciable que ciertos remordimientos. ¡Lágrimas de cocodrilo!
EL DIRECTOR. ¡Vayamos al hecho! ¡Vayamos al hecho, señores! ¡Esto no son más que rodeos!
EL PADRE. ¡De acuerdo, señor! Pero recuerdo que un hecho es como un saco: si está vacío no se sostiene. Para que se mantenga en pie, primero es necesario que entren las razones y los sentimientos que lo han determinado. Yo no podía saber que, muerto allá aquel hombre y ellos de regreso en la miseria, para alimentar a sus hijitos, ella (señalará a la MADRE) haya ido a trabajar de modista, y que precisamente fuera de esa... ¡de esa Madama Paz!
LA HIJASTRA. ¡Modista fina, si los señores necesitan saberlo! Servía aparentemente a las mejores señoras, pero estaba todo dispuesto para que luego estas señoras la sirvieran a ella... sin prejuicio de las otras, no tan dignas.
LA MADRE. Debe creerme, señor, si le digo que no me pasó ni remotamente por la cabeza que esa víbora me daba trabajo porque tenía puesto el ojo en mi hija...
LA HIJASTRA. ¡Pobre mamá! ¿Sabe, señor, qué cosa hacía esa mujer cuando le llevaba los trabajos de mamá? Decía que mi madre desperdiciaba la tela que le daba para coser, e iba restando y restando. Así que, como comprenderá, terminaba pagando yo, mientras que la pobre de mamá creía sacrificarse por mí, y por esos dos, cosiendo hasta la noche los encargos de Madama Paz. (Movimientos y exclamaciones de indignación de los ACTORES)
EL DIRECTOR. (Rápido.) Y allá encontró usted a...
LA HIJASTRA. (Señalando al PADRE.) ¡A él, a él, sí señor! ¡Un viejo cliente! ¡Mire qué escena para representar! ¡Magnífica!
EL PADRE. Con la aparición de ella, de la Madre.
LA HIJASTRA. (Rápido, con maldad.) ¡Casi a tiempo!
EL PADRE. (Gritando.) ¡No! ¡Fue justo a tiempo! ¡Porque por suerte la reconocí a tiempo! ¡Y me los llevé a todos a casa, señor! Usted se imagina ahora mi situación y la de ella, uno frente al otro. Ella, así como la ve, y yo que no puedo mirarla a los ojos.
LA HIJASTRA. ¡Ridículo! ¿Es posible, señor, pretender que yo, después de «eso», me comporte como una señorita modesta, bien criada y virtuosa, de acuerdo con sus malditas aspiraciones a una «sólida salud moral»?
EL PADRE. Aquí radica todo mi drama, señor: en la conciencia que tengo. Cualquiera de nosotros, como verá, se cree «único», pero eso no es cierto. Somos «muchos», señor. «Muchos» según las posibilidades de ser que tenemos en nosotros: «uno» con éste, «uno» con aquél. ¡Muy diversos! Y con la ilusión, mientras tanto, de ser siempre «el mismo para todos», y siempre el mismo para cada uno en todos nuestros actos. ¡Y eso no es verdad! ¡No es verdad! Sabemos muy bien que en cualquiera de nuestros actos, por alguna circunstancia desafortunada, nos quedamos sorprendidos y como en suspenso. ¡Y es que nos percatamos de no estar completos en ese acto, y que por lo tanto es una injusticia que se nos juzgue sólo por ese acto, que nuestra vida quede reducida a ese acto, como si nada más se debiera a él! ¿Comprende ahora la malicia de esta chica? Me ha sorprendido en un lugar, en un acto, en el cual y por el cual no debía conocerme, como yo no debía presentarme a ella, y por eso me quiere atribuir una realidad que nunca hubiera querido representar para ella. ¡Todo por culpa de un momento fugaz y vergonzoso de mi vida! Esto, señor, esto es lo que más lamento. Y por esto mismo se puede dar cuenta de que el drama adquiere un gran valor. ¡Pero luego también está la situación de los demás! La suya... (Señalará al HlJO.)
EL HlJO. (Alzando los hombros desdeñosamente.) ¡A mí déjame en paz! ¡Yo no tengo nada que ver!
EL PADRE. ¿Cómo que no?
EL HlJO. ¡No tengo nada que ver ni quiero tenerlo! ¡Sabes muy bien que no he sido creado para figurar en medio de ustedes!
LA HIJASTRA. ¡Nosotros, vulgares! ¡El, muy fino! Pero dése cuenta, señor. Cada vez que lo miro para mostrarle mi desprecio, él baja los ojos, y eso es porque sabe el mal que me ha hecho.
EL HIJO. (Casi sin mirarla.) ¡Yo!
LA HIJASTRA. ¡Sí, tú! ¡Tú! ¡Por ti me quedé en la calle! ¡Por ti! (Reacción de espanto entre los ACTORES) ¿Dime si con tu desdén no hiciste imposible, no digo ya la intimidad de la casa, sino la discreción que hace sentir menos incómodos a los que son recogidos? ¡Fuimos los intrusos que venían a invadir el reino de tu «legitimidad»! Si usted hubiera visto, señor, ciertas escenitas entre nosotros dos. Dice que yo los he tiranizado a todos. ¿Se da cuenta? Ha sido precisamente por su desdén por el que me tuve que valer de esa razón que él llama «vil»; la misma razón por la cual entré en su casa como lo había hecho mi madre —que también es su madre—, como si yo fuera la dueña.
EL HIJO. (Avanzando lentamente.) Todos hacen un buen juego, señor, el fácil papel de estar contra mí. Pero usted se imagina a un hijo que, tranquilo en casa, le toca ver llegar a una señorita altiva, con la mirada petulante, que pregunta por su padre y a quien tiene que decirle no sé que cosa, para luego verla regresar acompañada de esa pequeñita de allá, y finalmente verla pedir dinero al padre —quién sabe porqué— de un modo ambiguo y «apremiante», con un tono que sobreentiende que debe dárselo, porque tiene toda la obligación de hacerlo.
EL PADRE. ¡Pero de verdad que tenía la obligación! ¡Por tu madre!
EL HIJO. ¡Y yo qué sé de todo eso! ¿Cuándo he visto a esa mujer, señor? ¿Cuándo he escuchado hablar de ella? Hasta que un día la veo aparecer con ella (señalará a la HIJASTRA) con ese muchacho, con esa niña, y me dicen: «¿Lo sabes? ¡Ella también es tu madre!» Me doy cuenta por sus maneras (señalará de nuevo a la HlJASTRA) del motivo por el cual han entrado en casa de un día para el otro... Lo que experimento y siento, señor, no puedo y no quiero expresarlo. Quizá pueda confesarlo, pero no lo quiero hacer ni conmigo mismo. Por eso no puede haber ninguna posibilidad, como ve, de que yo participe en modo alguno. ¡Créame, señor, que yo soy un personaje no «acabado» dramáticamente hablando, y que me siento mal, pésimo, en compañía de ellos! ¡Déjenme en paz!
EL PADRE. ¿Qué dices? Si precisamente porque tú eres así...
EL HlJO. (Violentamente exasperado.) ¡Y tú qué sabes cómo soy! ¿Cuándo te preocupaste por mí?
EL PADRE. ¡Está bien, está bien! Pero ¿no es ésta también una situación dramática? Este alejamiento tuyo, tan cruel conmigo como con tu madre, que, apenas de regreso a casa, te ve casi por primera vez así de grande y no te reconoce, pero sabe que eres su hijo... (Señalará la MADRE al DIRECTOR) ¡Ahí lo tiene, mírela! ¡Está llorando!
LA HIJASTRA. (Rabiosa, dando un golpe en el suelo con el pie.) ¡Cómo una estúpida!
EL PADRE. (Señalándola rápidamente.) ¡Y ella no puede soportarlo! (Volverá a referirse al HlJO.) Dice que no quiere tener nada que ver en el asunto, ¡si es él el centro de la acción! Mire a ese muchacho, que siempre está apegado a la madre, temeroso, humillado... ¡Es así por culpa de él! Quizá la situación más triste sea la de él. Se siente extraño más que los demás. Y vive, pobrecito, una angustiosa mortificación al haber sido acogido en casa como si recibiera caridad. (Aparte, discretamente.) ¡Se parece al padre! Es humilde, no habla...
EL DIRECTOR. ¡No crea que vale la pena! No imagina los problemas que dan los niños en el escenario.
EL PADRE. ¡Él no le dará molestias! Y también la niña, que incluso será la primera en irse...
EL DIRECTOR. ¡Perfecto! Y le aseguro que todo esto me interesa, me interesa mucho. ¡Intuyo que hay materia para hacer un excelente drama!
LA HIJASTRA. (Intentando entrometerse.) ¡Y con un personaje como yo!
EL PADRE. (Apartándola, ansioso por lo que decidirá el DIRECTOR) ¡Cállate!
EL DIRECTOR. (Prosiguiendo su discurso, sin hacer caso de la interrupción.) Una materia nueva, sí...
EL PADRE. ¡Novedosa! ¿Verdad?
EL DIRECTOR. Se necesita mucho coraje de todas maneras, como para venir y soltarlo así...
EL PADRE. Usted comprenderá, señor, nacidos para la escena...
EL DIRECTOR. ¿Son cómicos aficionados?
EL PADRE. No, en absoluto. Digo nacidos para la escena porque...
EL DIRECTOR. ¡No le creo! ¡Usted tiene que haber interpretado antes!
EL PADRE. Pues no, señor. Cada uno interpreta el papel que se ha asignado a sí mismo, o que los demás le han asignado en la vida. En mí es la misma pasión que se vuelve siempre un poco teatral apenas se exalta, como a todos...
EL DIRECTOR. ¡Olvidémoslo!... Pero debe comprender, estimado señor, que sin autor... Yo podría recomendarle alguno...
EL PADRE. No, no... ¡Sea usted el autor!
EL DIRECTOR. ¿Yo? ¿Qué dice?
EL PADRE. ¡Sí, usted! ¡Usted mismo! ¿Por qué no?
EL DIRECTOR. ¡Porque nunca he sido un autor!
EL PADRE. Disculpe, ¿pero no podría serlo ahora? No se necesita nada especial. Mucha gente lo hace. Su trabajo tiene la ventaja de que ya estamos todos aquí, vivos delante de usted.
EL DIRECTOR. ¡Pero eso no basta!
EL PADRE. ¿Cómo que no basta? Viéndonos vivir nuestro drama...
EL DIRECTOR. Sí, sí, pero se necesita alguien que lo escriba.
EL PADRE. Será que lo transcriba, porque lo tiene delante de usted, en vivo, escena por escena. Para comenzar apenas bastará un borrador y ensayar.
EL DIRECTOR. (Volviendo a subir, tentado, al escenario.) Bueno... casi casi me está tentando... Así, por jugar... Se podría probar...
EL PADRE. ¡Pues claro, señor! ¡Ya verá qué escenas! ¡Se las puedo sugerir de inmediato!
EL DIRECTOR. Me tienta... Me tienta. Hagamos una prueba... Venga conmigo a mi camerino. (Dirigiéndose a los ACTORES.) Descansen un rato, pero no se alejen mucho. En un cuarto de hora o veinte minutos, estaremos de nuevo aquí. (Al PADRE) Veamos, probemos... Puede ser que salga algo verdaderamente extraordinario...
EL PADRE. ¡Sin duda! Pero, ¿no cree que sería bueno que ellos vinieran también? (Señalará a los otros PERSONAJES)
EL DIRECTOR. ¡Que vengan, que vengan! (Comenzará a salir pero antes se dirigirá a los ACTORES.) ¡Sean puntuales, eh! En un cuarto de hora.
El DIRECTOR  y los SEIS PERSONAJES cruzarán el escenario y desaparecerán. Los ACTORES se quedarán, como perplejos, mirándose entre sí.
EL PRIMER ACTOR. ¿Estaba hablando en serio? ¿Que irá a hacer ahora?
EL ACTOR JOVEN. ¡Eso es locura pura y dura!
UN TERCER ACTOR. ¿Querrá que improvisemos un drama, de buenas a primeras?
EL ACTOR JOVEN. ¡Eso mismo! ¡Cómo improvisadores de la Comedia del Arte!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Ah, no! ¡Si cree que yo me voy a prestar a bromas de ese tipo!...
LA ACTRIZ JOVEN. ¡Yo tampoco!
UN CUARTO ACTOR. Lo que quisiera es saber quiénes son esos. (Aludirá a los PERSONAJES.)
EL TERCER ACTOR. ¿Quiénes quieres que sean? ¡Locos o estafadores!
EL ACTOR JOVEN. ¿Y el Director se presta para escucharlos?
LA ACTRIZ JOVEN. ¡La vanidad! Es la vanidad de convertirse en autor...
EL PRIMER ACTOR. ¡Sorprendente! Si el teatro, señores, si el teatro termina reduciéndose a esto...
UN QUINTO ACTOR. ¡A mí me divierte!
EL TERCER ACTOR. ¡En fin! Ya veremos qué ocurre con todo esto.
Conversando así entre ellos, los ACTORES abandonarán el escenario, algunos saliendo por la puertecita del fondo, algunos regresando a sus camerinos. El telón quedará levantado. La representación se interrumpirá durante veinte minutos.



El timbre avisará que continúa la representación.
De los camerinos, por la puerta y también de la sala, volverán al escenario los ACTORES, el DIRECTOR DE ESCENA, el TRAMOYISTA, el APUNTADOR, el GUARDARROPA. Al mismo tiempo, vendrá del camerino el DIRECTOR con los SEIS PERSONAJES.
Se apagarán las luces de la sala  y el escenario volverá a iluminarse como antes.
EL DIRECTOR. ¡Vamos, vamos, señores! ¿Están todos? Atención, atención. ¡Comenzamos!... ¡Tramoyista!
EL TRAMOYISTA. ¡Aquí estoy!
EL DIRECTOR. Arregle rápido la escena de la salita. Bastarán dos bastidores y un telón con la puerta. ¡Rápido, por favor!
El TRAMOYISTA correrá deprisa a hacerlo, mientras el DIRECTOR se las arreglará con el DIRECTOR DE ESCENA, el GUARDARROPA, el APUNTADOR  y los ACTORES para la representación inmediata, y dispondrá ese simulacro de la escena indicada: dos bastidores y un telón con la puerta, con listones rojos y dorados.
EL DIRECTOR. (Al GUARDARROPA) Mire si tenemos una meridiana en el almacén.
EL GUARDARROPA. Sí, señor. La verde.
LA HIJASTRA. ¿Verde? Era amarilla, floreada, de felpa y muy grande, comodísima.
EL GUARDARROPA. Eso no lo tenemos.
EL DIRECTOR. No importa. Traiga la que haya.
LA HIJASTRA. ¿Cómo que no importa? ¡Si es la famosa meridiana de Madama Paz!
EL DIRECTOR. ¡Es sólo para el ensayo! Le ruego que no se entrometa. (Al DIRECTOR DE ESCENA) Mire si hay una vitrina alargada y baja.
LA HIJASTRA. ¡La mesita, la mesita de caoba para el sobre azulado!
EL DIRECTOR DE ESCENA. (Al DIRECTOR) Tenemos uno pequeño, dorado.
EL DIRECTOR. Está bien. ¡Traiga ése!
EL PADRE. Un tocador.
LA HIJASTRA. ¡Y el biombo! Un biombo, por favor. De lo contrario, ¿cómo lo haré?
EL DIRECTOR DE ESCENA. Sí, señora. Tenemos muchos biombos, no se preocupe.
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA) Y algunos percheros, ¿verdad?
LA HIJASTRA. ¡Sí, muchos, muchos!
EL DIRECTOR. (Al DIRECTOR DE ESCENA) Mire cuántos hay y que los traigan.
EL DIRECTOR DE ESCENA. ¡Yo me encargo!
El DIRECTOR DE ESCENA también correrá por lo suyo. Mientras, el DIRECTOR seguirá hablando con el APUNTADOR y luego con los PERSONAJES y los ACTORES; el DIRECTOR DE ESCENA hará que lleven los muebles solicitados por los AYUDANTES DE ESCENA  y las dispondrá como crea oportunos.
EL DIRECTOR. (Al APUNTADOR) Usted, en tanto, coja su sitio. Tenga, éste es el borrador de las escenas, acto por acto. (Le dará varias cuartillas.) Pero ahora es necesario que nos haga un favor.
EL APUNTADOR. ¿Taquigrafiar?
EL DIRECTOR. (Alegremente sorprendido.) ¡No me diga! ¿Sabe taquigrafiar?
EL APUNTADOR. Puede que no sea un buen apuntador, pero la taquigrafía...
EL DIRECTOR. ¡Mejor que mejor! (Dirigiéndose a uno de los AYUDANTES DE ESCENA) Vaya a mi camerino y coja todo el papel que encuentre. Cuanto más, mejor.
El AYUDANTE DE ESCENA saldrá corriendo y poco después volverá con una muy buena cantidad de papeles, que le entregará al APUNTADOR.
EL DIRECTOR. (Al APUNTADOR) Siga las escenas a medida que se vayan representando y trate de anotar los diálogos, al menos los más importantes. (Luego, dirigiéndose a los ACTORES) ¡Despejen, señores! Eso, colóquense de este lado (señalará a su izquierda) ¡y presten mucha atención!
LA PRIMERA ACTRIZ. Disculpe, pero nosotros...
EL DIRECTOR. (Previniéndola.) ¡Quédese tranquila! ¡No tendrán que improvisar!
EL PRIMER ACTOR. ¿Qué tenemos que hacer?
EL DIRECTOR. ¡Nada! Por ahora sólo quédense mirando y escuchando. Después cada uno tendrá su parte debidamente escrita. Ahora haremos un ensayo, como salga. ¡Lo harán ellos! (Señalará a los PERSONAJES)
EL PADRE. (Como sorprendido en medio de la confusión del escenario.) ¿Nosotros? ¿Cómo es eso de un ensayo?
EL DIRECTOR. Un ensayo. ¡Un ensayo para ellos! (Señalará a los actores)
EL PADRE. Pero si los personajes somos nosotros...
EL DIRECTOR. Está bien, ustedes son «los personajes» Pero aquí, estimado amigo, no actúan los personajes. Aquí actúan los actores. Los personajes están allí, en el guión (señalará al foso del APUNTADOR), ¡cuando haya un guión!
EL PADRE. ¡Por eso mismo! Ya que no lo hay y tienen la suerte de tener vivos a los personajes delante de ustedes...
EL DIRECTOR. ¡Genial! ¿Quieren entonces hacerlo todo ustedes? ¿Actuar y presentarse por sí solos delante del público?
EL PADRE. Claro, tal y como somos.
EL DIRECTOR, ¡Ah! ¡Le aseguro que harían un bonito espectáculo!
EL PRIMER ACTOR. ¿Entonces qué estamos haciendo nosotros aquí?
EL DIRECTOR. ¡No imaginarán acaso que ustedes van a representar los papeles! Si ustedes dan risa... (Los ACTORES, en efecto, reirán.) ¡Ahí lo tiene, mire, se ríen! (Recordando.) ¡A propósito! Será necesario asignar los papeles. Es fácil. Ya están asignados por sí mismos (a la SEGUNDA ACTRIZ): Usted, señora, será la Madre. (Al PADRE) Habrá que darle un nombre.
EL PADRE. Amalia, señor.
EL DIRECTOR. Pero es el nombre de su esposa. ¡No querrá que la llamen con su verdadero nombre!
EL PADRE. ¿Y por qué no? Se llama así. Aunque, claro, si tiene que representarlo la señora... (Apenas señalará con la mano a la SEGUNDA ACTRIZ) Yo la miro a ella (señalará a la MADRE) como Amalia, señor. Pero haga usted lo que... (Se turbará cada vez más.) No sé qué decirle... Empiezo... No lo sé, empiezo a sentir falsas mis propias palabras, con otro sonido.
EL DIRECTOR. ¡No se preocupe por eso! Ya nos encargaremos nosotros de dar con el tono adecuado. Y si es por el nombre, si usted quiere «Amalia», será entonces Amalia, o buscaremos otro. Por ahora designaremos a los personajes de esta manera (al ACTOR JOVEN): usted, el Hijo; (a la PRIMERA ACTRIZ) usted, la señorita. La Hijastra, se supone.
LA HIJASTRA. (Risueña.) ¿Qué cosa? ¿Yo, ésa? (Estallará en risas.)
EL DIRECTOR. (Furibundo.) ¿Qué le da tanta risa?
LA PRIMERA ACTRIZ. (Indignada.) ¡Ninguna ha osado jamás reírse de mí! ¡O se me respeta o me voy!
LA HIJASTRA. No me interprete mal. No me río de usted.  
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA) Tendría que sentirse honrada por ser representada por...
LA PRIMERA ACTRIZ. (Rápida, con desdén.) «¡Ésa!»
LA HIJASTRA. Pero si no lo decía por usted, créame. Lo decía por mí, que no me reconozco en usted. No lo sé, es que... ¡no se parece a mí en nada!
EL PADRE. ¡Eso es! Mire, señor. Nuestra expresión...
EL DIRECTOR. ¿Pero qué expresión? ¿Creen tenerla ya en ustedes? ¡En absoluto!
EL PADRE. ¿Cómo? ¿No tenemos expresión propia?
EL DIRECTOR. ¡En absoluto! Su expresión se convierte en materia aquí, gracias a que le dan cuerpo y figura, voz y gesto los actores, quienes —por su destreza— han sabido expresar materias más altas incluso. Por más que sea pequeña su expresión, se sostendrá en la escena, créame, gracias al mérito exclusivo de mis actores.
EL PADRE. No me atrevo a contradecirlo, señor. Pero de verdad que es indignante para nosotros que se nos vea así, con estos cuerpos y figuras...
EL DIRECTOR. (Cortándolo, impaciente.) Eso se corrige con maquillaje, estimado amigo, con maquillaje, en lo que toca a la figura.
EL PADRE. Sí, pero la voz y el gesto...
EL DIRECTOR. ¡Seré sincero! ¡Usted, tal como es, imposible! ¡Aquí tenemos al actor que lo representa y punto!
EL PADRE. Comprendo, señor. Pero quizá ahora sospecho también por qué nuestro autor, que nos vio vivos así, no quiso adecuarnos para la escena. No quiero ofender a sus actores. ¡Dios me libre! Pero pienso que verme representado... no sé por quién...
EL PRIMER ACTOR. (Con altivez, levantándose y aproximándose hacia él, seguido por las jóvenes actrices, que reirán.) Por mí, si no le disgusta.
EL PADRE. (Humilde y melifluo.) Es un honor, señor. (Se inclinará.) Pero creo que por más que el señor esté dispuesto a representarme con toda su voluntad y su arte... (Se turbará.)
EL PRIMER ACTOR. Concluya, concluya... (Risas de los ACTORES)
EL PADRE. Decía, la representación que hará, incluso forzando el parecido gracias al maquillaje, digo más bien... con su estatura... (todos los ACTORES reirán) difícilmente podrá hacer una representación sobre mí, tal como yo soy en realidad. A lo sumo será..., aparte de la figura, será como usted me represente, como usted me sienta —si llega a sentirme— y no como yo me siento por dentro. Y me parece que quien venga a juzgarnos debería tener esto en cuenta.
EL DIRECTOR. ¿Está pensando ahora en los juicios de la crítica? ¡Y yo que le hago caso! Deje que la crítica diga lo que quiera. Nosotros vamos a montar la comedia, ¡si es posible! (Apartándose y mirando a su alrededor:) ¡Vamos, vamos! ¿Ya está lista la escena? (A los ACTORES y los PERSONAJES.) ¡Muévanse, muévanse de aquí! Necesito ver bien. (Bajará del escenario.) ¡No perdamos más tiempo! (A la HIJASTRA) ¿Le parece que está bien así la escena?
LA HIJASTRA. Yo, la verdad, no me siento identificada.
EL DIRECTOR. ¡Seguimos con lo mismo! ¡No querrá que reconstruya exactamente la trastienda de Madama Paz! (Al PADRE) ¿Me dijo un tapizado floreado?
EL PADRE. Sí, señor. Y blanco.
EL DIRECTOR. No es blanco, sino con listones. ¡Pero eso importa poco! En lo que toca a los muebles, mal que bien, parece que estamos listos. Esa mesita, tráiganla un poco más hacia delante. (Los AYUDANTES DE ESCENA lo harán de inmediato. Al GUARDARROPA) Usted, mientras tanto, consíganos un sobre, posiblemente azulado, y entrégueselo al señor. (Señalará al PADRE.)
EL GUARDARROPA. ¿Sobre de correspondencia?
EL DIRECTOR Y EL PADRE. Sí, sí. . .
EL GUARDARROPA. ¡Ahora mismo! (Saldrá.)
EL DIRECTOR. ¡Vamos, vamos! La primera escena es de la señorita. (La primera actriz se acercará.) ¡Usted espere! Me refería a la señorita. (Señalará a la HIJASTRA.) Usted se limitará a observar...
LA HIJASTRA. (Acotando rápidamente.) ... ¡cómo la vivo yo!
LA PRIMERA ACTRIZ. (Resentida.) ¡Yo también sabré vivirla, no lo dude, apenas empiece a actuar!
EL DIRECTOR. (Con las manos en la cabeza.) ¡Basta de discusiones! Por lo tanto, la primera escena es de la señorita con Madama Paz. ¡Oh! (Se turbará, mirando a su alrededor y volviendo a subir al escenario.) ¿Y la tal Madama Paz?
EL PADRE. No ha venido con nosotros, señor.
EL DIRECTOR. Y ahora, ¿qué hacemos?
EL PADRE. ¡Pero ella también vive!
EL DIRECTOR. De acuerdo... Pero, ¿dónde vive?
EL PADRE. Yo me encargo. (Dirigiéndose a las actrices) Si ustedes quisieran tener la amabilidad de darme por un momento sus sombreros.
LAS ACTRICES. (Un poco sorprendidas, riéndose en coro.) —¿Cómo?
—¿Los sombreros?
—¿Pero qué dice?
—¿Para qué?
—¡Míralo!
EL DIRECTOR. ¿Qué quiere hacer con los sombreros de las señoras?
Los ACTORES reirán.
EL PADRE. Nada, nada. Solamente colocarlos un momento en estos percheros. Además, alguna debería ser tan amable como para darme su abrigo.
LOS ACTORES: —¿También el abrigo?
—¿Y después?
—¡Tiene que estar loco!
ALGUNA DE LAS ACTRICES. —¿Por qué?
—¿Sólo el abrigo?
EL PADRE. Para colgarlo sólo un momento... Háganme el favor. ¿Pueden?,
LAS ACTRICES. (Quitándose los sombreros, y algunas de ellas los abrigos, seguirán riendo y acercándose por aquí y por allá a los percheros.) —¿Y por qué no?
—¡Aquí está!
—¡Esto es una auténtica broma!
—¿Quiere hacer una exposición?
EL PADRE. Eso es, señora. Así, expuestos.
EL DIRECTOR. ¿Se puede saber para qué?
EL PADRE. Ya lo verá, señor. Porque, a lo mejor, preparando mejor la escena, adaptada con los mismos objetos de su negocio, es posible que aparezca entre nosotros... (Invitando a mirar hacia la puerta del fondo del escenario.) ¡Miren! ¡Miren!
La puerta del fondo se abrirá y MADAMA PAZ se aproximará. Es una vieja enorme, con una pomposa peluca de lana color zanahoria y una flamante rosa española a un costado; toda pintada, vestida con la elegancia vulgar de un vestido de seda rojo muy chillón, con un abanico de plumas en una mano mientras en la otra sostiene entre dos dedos un cigarrillo encendido. Apenas aparece, los ACTORES y el DIRECTOR darán un grito de espanto y se irán del escenario, abalanzándose hacia las escalerillas, huyendo por el corredor. La HIJASTRA, en cambio, irá apresurada, humilde, hacia MADAMA PAZ, como si ella fuera su tutora.
LA HIJASTRA. (Acercándose.) ¡Aquí está! ¡Aquí está!
EL PADRE. (Animado.) ¡Es ella! ¿No lo dije? ¡Aquí está!
EL DIRECTOR. (Superando el primer impacto, indignado.) ¿Qué trucos son estos?
EL PRIMER ACTOR. (Casi al mismo tiempo.) ¿En dónde estamos, mejor dicho?
EL ACTOR JOVEN. ¿De dónde salió ésa?
LA ACTRIZ JOVEN. ¡Se la estaban guardando!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Éstos son juegos de magia!
EL PADRE. (Apaciguando las protestas.) ¡Disculpen! Pero, ¿por qué quiere dañar en nombre de una verdad vulgar este prodigio de una realidad que nace evocada, atraída y formada por la misma escena, y que tiene más derecho a vivir aquí que ustedes mismos, ya que es más verdadera que ustedes? ¿Cuál de las actrices podrá hacer el papel de Madama Paz? Pues bien: ¡Madama Paz es ella! Concederán al menos que la actriz que la represente será siempre menos auténtica, pues se trata de ella misma en persona. ¡Miren: mi hija la ha reconocido y de inmediato se le ha acercado! ¡Quédense, quédense a ver la escena!

Titubeando, el DIRECTOR y los ACTORES volverán a subir al escenario. Pero ya la escena entre la HIJASTRA y MADAMA PAZ, durante la protesta de los ACTORES y la respuesta del PADRE, habrá empezado, susurrada, muy despacio, sobre todo espontáneamente, como no sería posible lograrla sobre ningún escenario. De manera que, cuando a los ACTORES les haya llamado la atención el PADRE, se volverán a mirar y verán a MADAMA PAZ, que ya habrá tomado del mentón a la HIJASTRA para levantar su rostro, escuchándola hablar en un modo incomprensible, y se quedarán por un momento alertas. Luego, casi de inmediato, quedarán decepcionados.

EL DIRECTOR. ¿Y bien?
EL PRIMER ACTOR. Pero, ¿qué dice?
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Así no se escucha nada!
EL ACTOR JOVEN. ¡Más alto! ¡Más alto!
LA HIJASTRA. (Dejando por un momento a MADAMA PAZ, que sonreirá con una sonrisa inigualable, se acercará al grupo de ACTORES) «Más alto» ¡Cómo no! ¿Qué tanto más alto? ¡No son cosas que se puedan decir en voz alta! Yo las he podido decir en alto para avergonzarlo (señalará al PADRE), ¡y también para vengarme! Pero para Madama Paz significa otra cosa: ¡la cárcel!
EL DIRECTOR. ¡Ah, preciosa! ¡Sólo eso nos faltaba! ¡Aquí es necesario escuchar lo que se dice! ¡Ni siquiera nosotros podemos escucharla y estamos en el escenario! ¡Imagínense cuando esté el público en el teatro! Hay que hacer bien la escena. Y por otra parte pueden hablar en voz alta sin ningún problema, porque no estaremos aquí en el escenario, como ahora, escuchando. Imaginen que están solas en una habitación, en la trastienda, y que nadie las escucha.

La HIJASTRA, con cierta gracia, sonriendo maliciosamente, hará muchas veces con el dedo un gesto negativo.
EL DIRECTOR. ¿Cómo que no?
LA HIJASTRA. (Susurrando misteriosamente.) Hay alguien que puede escucharnos, señor, si ella (señalará a MADAMA PAZ) hablara fuerte.
EL DIRECTOR. (Consternado.) ¿Acaso va a aparecer alguien más?
Los ACTORES se dispondrán a abandonar nuevamente el escenario.
EL PADRE. No, no, señor. Se refiere a mí. Yo debo estar allá, detrás de la puerta, a la espera. Y Madama lo sabe. Más bien, permítanme, me voy de inmediato. (Se dispone a irse.)
EL DIRECTOR. (Deteniéndolo.) ¡No lo haga, espere! ¡Aquí es necesario respetar las exigencias del teatro! Antes de que usted esté listo...
LA HIJASTRA. (Interrumpiendo.) ¡Rápido, rápido! Me muero de ganas, le dije, de vivir, de ver esta escena. Si usted está listo, yo también.
EL DIRECTOR. (Gritando.) Primero es necesario que quede clara la escena entre usted y esa señora. (Señalará a MADAMA PAZ) ¿Lo quiere comprender de una vez?
LA HIJASTRA. ¡Dios mío, señor! Lo que ella me ha dicho usted ya lo sabe: que una vez más el trabajo de mamá está mal hecho, que ha desperdiciado la tela y que es necesario que yo tenga paciencia, si quiero que siga ayudándonos en nuestra miseria.
MADAMA PAZ. (Adelantándose con aire imponente.) Cherto, siñore. Yo non quiero aproffitarmi, sacare ventaka1...

1 En el original, Madama Paz trata de hablar en italiano sin perder su acento español. Para la traducción hemos invertido el efecto —que Madama Paz tenga a su vez un acento de origen italiano— para cumplir con la intención coloquial y extraña del personaje. (N. del T.)

EL DIRECTOR. (Casi aterrorizado.) ¿Qué es esto? ¿Así habla?
Todos los ACTORES estallarán en carcajadas.
LA HIJASTRA. (También riéndose.) Sí, señor, habla así, mitad italiano y mitad español, de un modo divertidísimo.
MADAMA PAZ. ¡Non mi pareze de buen gusto que se ridano de mí por fare el esfuerzo de hablare españolo, señor!
EL DIRECTOR. ¡No, en absoluto! ¡Es más! ¡Hable así, hable así, señora! ¡Es todo un efecto! No podría haber mejor manera para romper cómicamente la crueldad de la situación. Hable, hable así. ¡Está muy bien!
LA HIJASTRA. ¡Muy bien! ¿Cómo no? ¡Escuchar cómo le hacen a una ciertas propuestas seguro que impactará, porque casi parece una burla! Es como para reírse escuchar que le digan a uno que hay un «siñor vieco» que quiere «hacerte alguni mimos» ¿No es verdad, Madame Paz?
MADAMA PAZ. Ecco, uno viequito, bella. Pero eso é meglio para ti. Si no te gusta, per lo meno te ayutará.
LA MADRE. (Reapareciendo, entre el estupor y la consternación de los ACTORES, quienes no se habían dado cuenta de ella e intentarán apartarla de madama paz en medio de gritos y risas, porque a esas alturas ya le habrá arrancado la peluca y la habrá tirado al suelo.) ¡Bruja! ¡Bruja asesina! ¡Es mi hija!
LA HIJASTRA. (Acude a contener a la MADRE) ¡No, mamá, no! ¡Por favor!
EL PADRE. (Acudiendo al mismo tiempo.) ¡Tranquila, tranquila! ¡Mejor siéntate!
LA MADRE. ¡Sáquenla de aquí, ahora mismo!
LA HIJASTRA. (Al DIRECTOR, que también ha acudido.) ¡No puede ser, no puede ser que mamá mire todo esto!
EL PADRE. (También dirigiéndose al DIRECTOR) ¡No pueden estar juntas! Por eso es que, cuando llegamos, ésa señora no estaba con nosotros. Si están juntas, es inevitable que todo se precipite.
EL DIRECTOR. ¡No importa! ¡No importa! Por ahora es como un primer bosquejo. Todo sirve para que yo pueda, incluso así, de manera confusa, recoger varios elementos. (Dirigiéndose a la MADRE y haciéndola sentar de nuevo en su sitio.) Vamos, señora. Quédese tranquila y tome asiento de nuevo.
En tanto, la HIJASTRA, colocándose de nuevo en medio de la escena, se dirigirá a MADAMA PAZ.
LA HIJASTRA. Dígame, Madama, dígame. ¿Entonces?
MADAMA PAZ. (Ofendida.) No, no. ¡Gracias muchas! Yo quí no facho piú de nada se tu madre e presente.
LA HIJASTRA. Olvídelo. Haga pasar a ese «siñor vieco» que quiere «hacerme alguni mimos» (Se volverá de manera imperiosa hablando a todos los presentes.) En resumen, ¡hay que hacer esta escena! ¿Qué esperan? ¡Vamos! (A MADAMA PAZ) ¡Usted puede irse!
MADAMA PAZ. Me ne voy, me ne voy, senza problema... (Saldrá furiosa recogiendo la peluca y mirando ferozmente a los ACTORES, quienes aplaudirán con sorna.)
LA HIJASTRA. (Al PADRE.) ¡Y usted haga su entrada! ¡No es necesario que dé la vuelta! ¡Venga aquí! Finja que ha entrado. Eso es: yo me quedo aquí con la cabeza, baja, recatada. ¡Vamos! ¡Hable! Dígame con la voz de un recién llegado, de un extraño: «Buenos días, señorita...».
EL DIRECTOR. (Que ha bajado del escenario.) ¡Faltaba más! En pocas palabras, ¿dirige usted o yo? (Al PADRE que observará en suspenso, perplejo.) Prosiga, sí. Vaya al fondo, sin salir, y regrese hacia delante.
El PADRE, consternado, hará lo que se le indica. Estará muy pálido, pero se investirá de la realidad de su vida creada. Sonreirá una vez colocado al fondo del escenario, como distanciado todavía del drama que estará por abatirse sobre él. Los ACTORES prestarán de inmediato mucha atención a la escena que va a comenzar.
EL DIRECTOR. (Susurrando, con prisa, al APUNTADOR que está en el foso.) ¡Y usted atento, listo para escribir, ahora mismo!


La escena



EL PADRE. (Acercándose con una voz diferente.) Buenos días, señorita.
LA HIJASTRA. (La cabeza gacha, con un reprimido disgusto.) Buenos días.
EL PADRE. (La observará un poco, bajo el sombrerito que casi oculta todo su rostro, e intuyendo que ella es muy joven, exclamará de asombro, un poco por satisfacción pero también por temor a comprometerse en una aventura arriesgada.) Pero... ¿No será ésta la primera vez que... que viene aquí? No, ¿verdad?...
LA HIJASTRA. No, señor.
EL PADRE. ¿Ha venido otras veces? (A lo que la HIJASTRA asentirá con la cabeza.) ¿Más de una vez? (Esperará un poco la respuesta, volverá a espiarla bajo el sombrerito, sonreirá y dirá.) Entonces... No debería sentirse así... ¿Me permite que le quite el sombrerito?
LA HIJASTRA. (Rápido, para prevenirlo, pero conteniendo su disgusto.) No, señor. ¡Yo sola me lo quito! (Lo hará deprisa, turbada.)
La MADRE, presenciando la escena, con el Hijo y con los otros dos pequeños, que permanecerán siempre junto a ella, colocados al lado opuesto de los ACTORES, estará en vilo, con gestos de dolor, desdén, ansiedad y horror por las palabras y los actos del PADRE  y la HIJASTRA. También ocultará el rostro, por momentos, o emitirá algún lamento.
LA MADRE. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
EL PADRE. (Debido al lamento, se quedará rígido por un momento, pero luego continuará con el tono previo.) Démelo. Lo cuelgo yo. (Le quitará el sombrerito de las manos.) Pero sobre una hermosa cabecita como la suya debería estar un sombrerito más digno de usted. ¿Querrá ayudarme, después, a escogerle alguno entre los que tiene Madama? ¿Sí?
LA ACTRIZ JOVEN. (Interrumpiendo.) ¡Mucho cuidado! ¡Esos sombreros son nuestros!
EL DIRECTOR. (Rápido, enfurecido.) ¡Cállese, por Dios! ¡No se haga la chistosa! ¡Estamos en mitad de la escena! (Dirigiéndose a la HIJASTRA) Continúe, por favor, continúe.
LA HIJASTRA. (Prosiguiendo.) No, gracias, señor.
EL PADRE. ¡Vamos! ¡No me diga que no! Tiene que aceptármelo. Me sentiría apenado... Mire que hay algunos muy bonitos, ¡mire! Y eso alegrará a Madama. ¡Los pone aquí a propósito!
LA HIJASTRA. No, señor. Es que ni siquiera podría llevarlo puesto.
EL PADRE. ¿Acaso lo dice por lo que pensarán cuando la vean volver a casa con un sombrero nuevo? No se preocupe. ¿Sabe qué hacer? ¿Qué debe decir en casa?
LA HIJASTRA. (Arrebatada, sin contenerse.) ¡No es eso, señor! No podría llevarlo, porque soy..., como puede ver..., ¡ya debería haberse percatado! (Le mostrará su luto.)
EL PADRE. ¡Está de luto! Es verdad. Le pido que me disculpe. Me siento avergonzado, disculpe.
LA HIJASTRA. (Armándose de valor incluso para sobreponerse al desdén y la náusea.) ¡Basta, basta, señor! Soy yo la que tiene que agradecérselo, y no usted quien debe mortificarse o sentirse afligido. No haga caso, por favor, de lo que dije. También yo, como comprenderá... (Se esforzará por sonreír y añadirá.) No debo pensar más en cómo estoy vestida.
EL DIRECTOR. (Interrumpiendo, mirando al APUNTADOR en el foso mientras sube al escenario.) ¡Espere, espere! ¡No escriba más, deténgase en esta última frase! (Dirigiéndose al PADRE y a la HIJASTRA) ¡Muy bien! ¡Muy bien! (Luego únicamente al PADRE.) Usted continuará como hemos acordado. (A los ACTORES.) Maravillosa esta escenita del sombrerito, ¿no les parece?
LA HIJASTRA. ¡Lo mejor está por venir! ¿Por qué no continuamos?
EL DIRECTOR. ¡Tenga un poco de paciencia! (Volviendo a dirigirse a los ACTORES) Hay que tratarla con un poco de ligereza.
EL PRIMER ACTOR. De desenvoltura, de acuerdo...
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡No se necesita nada más! (Al PRIMER ACTOR) Podríamos ensayarla ahora mismo, ¿no?
EL PRIMER ACTOR. ¡Por mí!... Ya está, me preparo para hacer mi entrada. (Saldrá para volver a entrar por la puerta del fondo.)
EL DIRECTOR. (A la primera actriz) Ahora, entonces, fíjese bien. Ya ha terminado la escena entre usted y Madama Paz, que ya me encargaré de escribir. Usted debe quedarse... ¿A dónde va?
LA PRIMERA ACTRIZ. Un segundo, que me pongo el sombrero... (Irá a cogerlo del perchero.)
EL DIRECTOR. ¡De acuerdo, muy bien! Entonces, usted se queda aquí con la cabeza inclinada.
LA HIJASTRA. (Divirtiéndose.) ¡Pero si no está vestida de negro!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡Ya me vestiré de negro, y mucho mejor que usted!
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA) ¡Le ruego que se calle! ¡Sólo mire! ¡Tiene mucho que aprender! (Dando palmadas.) ¡Adelante, adelante! ¡Haga su entrada! (Y bajará del escenario para tener una mejor imagen de la escena. Se abrirá la puerta del fondo y se acercará el PRIMER ACTOR, con el aire desenvuelto y pícaro de un viejo galante. La representación de la escena, contemplada por los ACTORES, será desde el principio algo completamente diferente a una parodia, sino una copia exacta del drama. Naturalmente, la HIJASTRA y el PADRE no se identificarán ni con la primera actriz ni con el primer actor al escucharlos decir sus mismas palabras. Lo expresarán de varias maneras, bien con gestos, sonrisas, o con protestas explícitas por las impresiones de sorpresa, asombro y sufrimiento, entre otras, que reciben, como se verá a continuación. Se escuchará claramente la voz del APUNTADOR, colocado en el foso).
EL PRIMER ACTOR. «Buenos días, señorita...»
EL PADRE. (De inmediato, sin lograr contenerse.) ¡No y no!
LA HIJASTRA, al ver entrar de esa manera al primer actor, estallará en carcajadas.
EL DIRECTOR. (Enfurecido.) ¡Cállense! ¡Y usted deje de reír de una buena vez! ¡Así no podemos avanzar!
LA HIJASTRA. (Aproximándose al proscenio.) Disculpe, pero es inevitable que me ría, señor. La señorita (señalará a la PRIMERA ACTRIZ) se queda quieta allí donde está. Pero si hubiera sido yo, le puedo asegurar que si alguien me dice «buenos días» de esa manera y con ese tono, me habría dado risa, tal como ha ocurrido.
EL PADRE. (Acercándose también un poco.) ¡Es eso!... El aire, el tono...
EL DIRECTOR. ¡Pero qué aire! ¡Qué tono! ¡Ahora háganse a un lado y déjenme ver el ensayo!
EL PRIMER ACTOR. (Adelantándose.) Si tengo que representar a un viejo que va a una casa de citas...
EL DIRECTOR. ¡No le haga caso, por favor! ¡Repítalo, repítalo, que estaba muy bien! (A la espera de que el actor lo repita.) ¿Decía?...
EL PRIMER ACTOR. «Buenos días, señorita...»
LA PRIMERA ACTRIZ. «Buenos días...»
EL PRIMER ACTOR. (Repitiendo el gesto del PADRE, de curiosear bajo el sombrerito, pero expresando luego de una manera completamente distinta la complacencia y el temor.) «¡Ah!... Pero... ¿No será ésta la primera vez que...? Espero que no...»
EL PADRE. (Corrigiendo, sin resistirse.) ¡Nada de «¿Espero que no?», sino «No, ¿verdad?». «No, ¿verdad?»
EL DIRECTOR. Dice «No, ¿verdad?», como preguntando.
EL PRIMER ACTOR. (Mirando al apuntador.) Yo he escuchado «Espero que no...».
EL DIRECTOR. ¡Pero si es lo mismo! «No, ¿verdad?» que «Espero que no...» Usted prosiga, prosiga. Quizá un poco menos enfático. Mire cómo lo hago yo, mire... (Subirá al escenario y repetirá el papel desde la entrada.) «Buenos días, señorita...»
LA PRIMERA ACTRIZ. «Buenos días.»
EL DIRECTOR. «¡Ah!... Pero...» (Dirigiéndose al PRIMER ACTOR para hacerle notar el modo como ha observado a la PRIMERA ACTRIZ bajo el sombrerito.) Sorpresa..., temor y complacencia... (Luego, retomando el parlamento, se dirige a la PRIMERA ACTRIZ) «¿No será ésta la primera vez que... que viene aquí? No, ¿verdad?...» (De nuevo, dirigiéndose con una mirada aguda al PRIMER ACTOR) ¿Me explico? (A la PRIMERA ACTRIZ.) Y ahora usted: «No, señor» (De nuevo, al primer actor.) En fin, ¿cómo debo decirlo? ¡Souplesse!' (Y bajará de nuevo del escenario.)
LA PRIMERA ACTRIZ. «No, señor...»
EL PRIMER ACTOR. «¿Ha venido otras veces? ¿Más de una vez?»
EL DIRECTOR. ¡No, no, espere! Deje primero que ella (señalará a la PRIMERA ACTRIZ) asienta con la cabeza. «¿Ha venido otras veces?»
La primera actriz levantará un poco la cabeza, entornará disgustada los ojos y, después de una indicación del DIRECTOR, asentirá dos veces con la cabeza.
LA HIJASTRA. (Sin contenerse.) ¡Por Dios! (Y de inmediato se tapará la boca para contener la risa.)
EL DIRECTOR. (Dando media vuelta.) ¿Ahora qué pasa?
LA HIJASTRA. (Rápido.) ¡Nada, nada!
EL DIRECTOR. (Al primer actor.) ¡Continúe, continúe!

1 En francés en el original. Significa versatilidad de movimientos. (N. del T.)

EL PRIMER ACTOR. «¿Más de una vez?... Entonces... No debería sentirse así... ¿Me permite que le quite el sombrerito? (El PRIMER ACTOR dirá estas últimas frases con un tono y un movimiento tal, que la HIJASTRA, todavía con las manos cubriendo su boca, por más que intente reprimirse, no logrará contener la risa, que estallará estrepitosamente entre sus dedos.)
LA PRIMERA ACTRIZ. (Indignada, regresando a su sitio, aparte.) ¡Yo no voy a permitir que ésa de ahí se ría de mí!
el primer actor. ¡Ni yo! ¡Se acabó!
el director. (Gritando a la hijastra) ¡Acabe de una vez!
LA HIJASTRA. Sí, sí... Perdone, perdone...
EL DIRECTOR. ¡Es usted una maleducada! ¡Eso es lo que es! ¡Una presuntuosa!
EL PADRE. (Tratando de interponerse.) Sí, señor. Tiene toda la razón. Pero perdónela...
EL DIRECTOR. (Subiendo de nuevo al escenario.) ¡Pero qué quiere que perdone! ¡Es un insulto!
EL PADRE. Sí, señor, pero créame, créame... Es que produce un efecto algo extraño...
EL DIRECTOR. ¿Extraño? ¿Qué resulta extraño? ¿Y por qué?
EL PADRE. Yo admiro, señor, admiro a sus actores: a este señor (señalará al PRIMER ACTOR), a la señorita (señalará a la PRIMERA ACTRIZ), pero, la verdad..., no son nosotros...
EL DIRECTOR. ¡Lo duda! ¿Cómo quiere que sean «ustedes» si son los actores?
EL PADRE. Es por eso. ¡Por los actores! Hacen muy bien nuestros papeles. Pero nos parece otra cosa, que quisiera ser la misma, pero no lo es.
EL DIRECTOR. ¿Cómo que no es? Entonces, ¿qué es?
EL PADRE. Algo que... se vuelve de ellos, y ya no es nuestro.
EL DIRECTOR. ¡Eso es inevitable! ¡Ya se lo dije!
EL PADRE. Comprendo, comprendo...
EL DIRECTOR. Entonces, ¡basta de lo mismo! (Dirigiéndose a los ACTORES) Ya haremos luego los ensayos sólo entre nosotros, como debe ser. ¡Siempre ha sido una maldición ensayar junto a los autores! ¡Nada los satisface! (Dirigiéndose al PADRE y a la HIJASTRA.) Empecemos de nuevo con ustedes. Y espero que sea posible que usted no se vuelva a reír.
LA HIJASTRA. ¡No reiré más, no reiré más! Ahora viene lo mejor para mí. ¡Se lo aseguro!
EL DIRECTOR. Entonces, cuando usted dice: «No haga caso, por favor, de lo que dije. También yo, como comprenderá...» (Dirigiéndose al padre.) Es necesario que usted responda de inmediato: «Comprendo, comprendo...» y que de inmediato pregunte...
LA HIJASTRA. (Interrumpiendo.) ¡Qué!...
EL DIRECTOR. ¡La razón de su luto!
LA HIJASTRA. ¡No, señor! Mire: cuando yo le dije que no prestara atención a cómo vestía, ¿sabe lo que respondió? «¡Quitémoslo, quitémoslo de inmediato, ahora mismo, ese vestidito!»
EL DIRECTOR. ¡Magnífico! ¡Muy bien! ¿Quiere que todo el teatro se nos eche encima?
LA HIJASTRA. ¡Pero es la verdad!
EL DIRECTOR. ¡Y qué tiene que ver la verdad! ¡Estamos en el teatro! ¡La verdad sólo sirve hasta cierto punto!
LA HIJASTRA. ¿Y, entonces, qué quiere hacer ahora?
EL DIRECTOR. ¡Ya lo verá, ya lo verá! ¡Déjelo en mis manos!
LA HIJASTRA. ¡Eso sí que no, señor! De mi asco, de todos los motivos, a cuál más cruel e infame, por los que soy «ésta» y «así», ¿quiere hacer usted un pastiche romántico y sentimentaloide, en el que él me pregunta por las razones de mi luto y yo le respondo llorando que mi padre había muerto dos meses atrás? ¡Eso no, señor! Es necesario que él me diga lo que dijo: «¡Quitémoslo, quitémoslo de inmediato, ahora mismo, ese vestidito!» Y yo, con mi corazón enlutado, apenas dos meses atrás, me dirigí allá. ¿Lo ve? Allá, detrás del biombo, y con estas manos que se estremecen por la deshonra, por la repugnancia, me quité el vestido...
EL DIRECTOR. (Agarrándose los cabellos.) ¡Por favor! ¿Qué es lo que está diciendo?
LA HIJASTRA. (Gritando, frenética.) ¡La verdad! ¡La pura verdad, señor!
EL DIRECTOR. No lo dudo, será la verdad... Y comprendo todo su espanto, señorita. ¡Pero comprenda también que todo eso no es posible hacerlo sobre el escenario!
LA HIJASTRA. ¿No es posible? Entonces se lo agradezco, pero no cuente conmigo.
EL DIRECTOR. Un momento...
LA HIJASTRA. ¡No cuente conmigo! ¡En absoluto! ¡Lo que se va a representar en la escena lo han arreglado entre ustedes dos! ¡Ahora lo comprendo! Él quiere que se representen (enfatiza) ¡sus tormentos espirituales! ¡Pero yo quiero representar mi drama, el mío!
EL DIRECTOR. (Molesto, agitándose con furia.) ¡Cómo no, su drama! ¡Pues no sólo existe su drama! ¡Están los otros! El suyo. (Señalará al PADRE) ¡El de su madre! No es posible que un personaje llame más la atención y desplace a los demás, acaparando la escena. ¡Es necesario que todos formen un cuadro armonioso y que se represente lo que se puede representar! Sé muy bien que cada uno tiene toda una vida dentro de sí y quisiera contarla. Pero esto es precisamente lo difícil: expresar sólo lo necesario y en relación con los demás. ¡Y con eso, sólo con eso, sugerir todo lo que queda oculto! ¡Ah! Sería muy cómodo si cada personaje pudiera en un precioso monólogo, o... por decir..., en una conferencia, ¡soltar todo lo que quisiera contar! (Con un tono bondadoso, conciliador.) Es necesario que se contenga usted, señorita. Créame, es por su bien. Incluso porque podría dar una mala imagen, se lo advierto. Toda esa furia ofensiva, ese disgusto exasperado, cuando usted misma, si me permite, ha confesado acostarse con otros hombres antes que con él, en lo de Madama Paz, y más de una vez.
LA HIJASTRA. (Agachando la cabeza, con una voz honda, después de un momento de recogimiento.) ¡Es verdad! Pero tiene que pensar que los otros eran, para mí, como él.
EL DIRECTOR. (Sin comprender.) ¿Cómo que los otros? ¿Qué quiere decir?
LA HIJASTRA. Para quien cae en la culpa, señor, ¿no es responsable de todo lo que ocurre después el primero que provocó la caída? Para mí lo es él, incluso antes de que yo naciera. ¡Mírelo y dígame si no es verdad!
EL DIRECTOR. ¡Muy bien! ¿Y no le parece poco el peso de tanto remordimiento en él? ¡Déjelo expresarse!
LA HIJASTRA. ¿Y cómo, señor? ¿Cómo podrá expresar todos sus «nobles» remordimientos, todos sus tormentos «morales», si usted quiere ocultar el horror de haber tenido en los brazos, después de invitarla a desnudarse de su reciente luto, a una mujer perdida que era al mismo tiempo aquella niña, señor, aquella niña a la que él iba a ver a la salida de la escuela? (Pronunciará estas últimas palabras con una voz conmocionada.)

(La MADRE, al escucharla hablar así, oprimida por el ímpetu de una angustia incontenible que se expresará primero en unos cuantos gemidos sofocados, acabará estallando en un llanto descontrolado. La conmoción dominará a todos. Larga pausa.)

LA HIJASTRA. (Apenas la MADRE empiece a calmarse, añadirá de manera sombría y resuelta.) Ahora estamos entre nosotros, todavía desconocidos por el público. Y mañana usted dará un espectáculo sobre nosotros de acuerdo con lo que quiere tramar. ¿Quiere ver el verdadero drama? ¿Quiere verlo estallar como realmente ocurrió?
EL DIRECTOR. ¡Por supuesto! No pido más que eso para extraer todo lo que sea posible.
LA HIJASTRA. Entonces, haga salir a mi madre.
LA MADRE. (Sobreponiéndose al llanto, con un grito.) ¡No!... ¡No lo permita, señor! ¡No lo permita!
EL DIRECTOR. ¡Pero si es sólo para saber lo que ocurrió, señora!
LA MADRE. ¡No puedo más! ¡No puedo más!
EL DIRECTOR. Discúlpeme. ¡Pero todo esto ya ocurrió! No entiendo entonces...
LA MADRE. ¡No! ¡Está ocurriendo ahora, y ocurre siempre! ¡Mi tormento no ha terminado, señor! ¡Yo estoy viva y presente, siempre presente en cada momento de mi tormento, que siempre se renueva, también vivo y presente! Y a esos dos pequeñitos, ¿los ha escuchado hablar? ¡No pueden hablar más, señor! Están apegados a mí, todavía, para tener presente mi tormento. ¡Pero ellos ya no existen, no existen! Y ella, señor (señalará a la HIJASTRA), se escapó, se alejó de mí y se ha perdido, se ha perdido... ¡Si yo todavía la veo aquí es todavía por eso, sólo por eso, siempre por lo mismo, siempre, siempre, para recordármelo siempre, vivo y presente, el tormento que he sufrido también por culpa de ella!
EL PADRE. (Solemne.) ¡El instante eterno, como le dije, señor! Ella (señalará a la HIJASTRA) está aquí para retenerme, fijarme, mantenerme inmóvil y suspendido eternamente en el escarnio, todo por culpa de un momento fugaz y vergonzoso de mi vida. No puede renunciar a eso, y usted no puede ayudarme.
EL DIRECTOR. ¡No he dicho que no se representará! Justamente será el núcleo de todo el primer acto, hasta llegar a la sorpresa de ella. (Señalará a la madre)
EL PADRE. Eso, sí. Porque es mi condena, señor: toda nuestra pasión tiene que culminar en su grito final. (También señalará a la madre.)
LA HIJASTRA. ¡Todavía lo escucho! ¡Ese grito me hizo enloquecer! Usted puede hacerme aparecer como quiera, ya no me importa. Incluso vestida, y bastará que por lo menos tenga los brazos —sólo los brazos— descubiertos, porque, ¡fíjese bien!, cuando estaba así (se acercará al PADRE y apoyará la cabeza en su pecho), con la cabeza apoyada, así, y abrazándole el cuello, ¡vi palpitar aquí, en mi brazo, una vena, y como si fuera esa única vena la que me diera asco, cerré los ojos así, así, y hundí la cabeza en su pecho! (Se volverá hacia la MADRE) ¡Grita, mamá! ¡Grita! (Y hundirá la cabeza en el pecho del PADRE, y con los hombros alzados como para no escuchar el grito, añadirá con una voz desgarrada y sofocada.) ¡Grita! ¡Grita como lo hiciste esa vez!
LA MADRE. (Lanzándose a separarlos.) ¡No! ¡Hija, hija mía! (Y luego de haberlos apartado.) ¡Bruto, bruto, es mi hija! ¿No te das cuenta de que es mi hija?
EL DIRECTOR. (Retrocediendo al proscenio tras el grito, entre el estupor de los ACTORES.) ¡Magnífico! ¡Sí, magnífico! ¡Telón, telón!
EL PADRE. (Acercándose a él, agitado.) ¡Así fue, así ocurrió de verdad, señor!
EL DIRECTOR. (Admirado y convencido.) ¡No lo dudo! ¡Telón, telón! (Ante los gritos reiterados del DIRECTOR, el TRAMOYISTA hará caer el telón, dejando afuera al DIRECTOR y al PADRE).
EL DIRECTOR. (Mirando hacia arriba, levantando los brazos.) ¡Pero qué imbécil! He dicho telón para dar a entender que el acto debe terminar así, ¡y me tira el telón de verdad! (Al PADRE, levantando una borde del telón para entrar en el escenario.) ¡Está muy bien, muy bien! ¡Impactará sin duda! Tiene que terminar así. ¡Se lo aseguro, se lo aseguro, al menos este primer acto! (Entrará con el PADRE tras el telón.)













Al levantarse el telón se verá que los TRAMOYISTAS y MONTADORES habrán desmantelado el primer simulacro de escena y que, en cambio, habrán colocado una pequeña fuente de jardín. En una parte del escenario estarán sentados en fila los ACTORES y, en la otra, los PERSONAJES. El DIRECTOR estará de pie en mitad del escenario, agarrándose la barbilla con el puño cerrado, pensando.



EL DIRECTOR. (Reaccionando después de una breve pausa.) Entonces... ¡Veamos el segundo acto! ¡Déjenme, déjenme hacer a mí, como había establecido desde un principio! ¡Irá de maravillas!
LA HIJASTRA. Ahora vendría nuestra entrada en su casa (señalará al PADRE), ¡a despecho de él! (Señalará al HlJO.)
EL DIRECTOR. (Impaciente.) Eso está bien, pero deje que yo me encargue. ¿De acuerdo?
LA HIJASTRA. ¡Pero que quede claro su desprecio!
LA MADRE. (Titubeando con un movimiento de cabeza.) Para todo lo que nos ha servido...
LA HIJASTRA. (Dirigiéndose a ella de manera tajante.) ¡No importa! ¡Cuanto más daño para nosotros, más remordimiento para él!
EL DIRECTOR. (Impaciente.) ¡Lo comprendo, lo comprendo! ¡Y se lo tendrá en cuenta! ¡No lo dude!
LA MADRE. (Suplicante.) Pero hágalo entender bien, se lo ruego, señor, por mi conciencia, que yo busqué de cualquier modo...
LA HIJASTRA. (Interrumpiendo despectivamente, retomando la palabra.) ... ¡calmarme, aconsejarme que no lo menospreciara! (Al DIRECTOR) Déle el gusto, complázcala, ¡porque es verdad! Yo disfruto muchísimo porque, mientras tanto, a la vista está: ¡cuanto más ella suplica o trata de conmoverlo, tanto más se aleja él, se «ausenta»! ¡Qué maravilla!, ¿no?
EL DIRECTOR. ¿Vamos empezar de una vez el segundo acto?
LA HIJASTRA. No digo ni una palabra más. ¡Pero tenga en cuenta que desarrollar todo en el jardín, como quiere, no será posible!
EL DIRECTOR. Y ¿por qué no?
LA HIJASTRA. Porque él (señalará de nuevo al HlJO) está siempre encerrado en su habitación, ¡apartado! Luego, como le he dicho, habrá que desarrollar todo el papel de ese pobre muchacho confundido en casa.
EL DIRECTOR. ¡Sí, pero como comprenderán, no podemos colgar cartelitos o cambiar el escenario a cada momento!
EL PRIMER ACTOR. Antes sí se hacía...
EL DIRECTOR. ¡Cuándo el público era quizá como esa niña!
LA PRIMERA ACTRIZ. ¡E incluso era más fácil lograr la ilusión!
EL PADRE. (Levantándose de golpe.) ¿La ilusión? ¡Les suplico que no hablen de ilusión! No usen esa palabra. ¡Es demasiado cruel para nosotros!
EL DIRECTOR. (Sorprendido.) ¿Se puede saber por qué?
EL PADRE. ¡Es cruel, muy cruel! ¡Debería entenderlo!
EL DIRECTOR. Entonces, ¿Cómo deberíamos llamarla? ¿Cómo llamar a la ilusión de crear, aquí, a los espectadores...
EL PRIMER ACTOR. ... con nuestra representación...
EL DIRECTOR. ... la ilusión de una realidad!
EL PADRE. Comprendo, señor. Quizá sea usted quien no nos comprende. ¡Tiene que disculparme! Para usted y sus actores todo esto no es más que un juego, y no lo critico.
LA PRIMERA ACTRIZ. (Interrumpiendo ofendida.) ¡De qué juego habla! ¡No somos niños! ¡Aquí se actúa de verdad!
EL PADRE. ¡Sí, no lo niego, no! Y comprendo, justamente, que el juego de su arte tiene que lograr, como dice el señor, una perfecta ilusión de realidad.
EL DIRECTOR. ¡Eso es exactamente!
EL PADRE. ¡Pero también tiene que pensar que nosotros (se señalará a sí mismo y rápidamente a los otros cinco PERSONAJES) no tenemos otra realidad más allá de esta ilusión!
EL DIRECTOR. (Aturdido, mirando a sus actores también perplejos y desorientados.) ¿Y eso qué quiere decir?
EL PADRE. (Después de observarlos minuciosamente, con una leve sonrisa.) ¡Por supuesto que sí, señores! ¿Qué otra realidad? Lo que para ustedes es una ilusión a crear, para nosotros es la única realidad. (Breve pausa. Dará unos cuantos pasos en dirección al DIRECTOR y proseguirá.) ¡Y no solamente para nosotros, créame! Piénselo bien. (Lo mirará fijamente a los ojos.) ¿Podría decirme quién es usted? (Y se quedará apuntándolo con el dedo.)
EL DIRECTOR. (Turbado, sonriendo a medias.) ¿Cómo que quién soy?... ¡Soy yo!
EL PADRE. ¿Y si le dijera que no es verdad, porque usted es yo?
EL DIRECTOR. ¡Le diría simplemente que está loco! (Los ACTORES reirán.)
EL PADRE. Tienen razón para reírse: esto es un juego (al DIRECTOR) y usted, por lo tanto, puede objetarme que sólo por un juego ese señor, allá (señalará al PRIMER ACTOR), que es «él», tiene que ser «yo», que sin embargo soy yo, «éste» ¿Se da cuenta cómo ha caído en la trampa? (Los ACTORES reirán de nuevo.)
EL DIRECTOR. (Cortante.) ¡Ya hemos hablado de esto! ¿Se lo repito de nuevo?
EL PADRE. No, no. No quería decir eso precisamente. Incluso lo invito a salir de este juego (mirando a la PRIMERA ACTRIZ, como anticipándose) —¡teatral, teatral!— que usted acostumbra hacer aquí con sus actores. Pero vuelvo a preguntarle en serio: ¿quién es usted?
EL DIRECTOR. (Dirigiéndose, maravillado y fastidiado, al mismo tiempo, hacia los ACTORES) ¡Vaya si se puede ser descarado! ¡Uno que se da ínfulas de personaje tiene el atrevimiento de preguntarme quién soy!
EL PADRE. (Con dignidad pero sin soberbia.) Un personaje, señor, siempre puede preguntar a un hombre quién es. Porque un personaje tiene realmente una vida, con sus propios atributos, por los que siempre es «alguien». Mientras que un hombre —y no estoy hablando de usted ahora— un hombre cualquiera puede que no sea «nadie».
EL DIRECTOR. ¡Claro! ¡Pero usted me lo pregunta a mí, que soy el Director! ¡El Director de la compañía! ¿Se da cuenta?
EL PADRE. (Casi susurrando, con una meliflua humildad.) Sólo lo hago para saber, señor, si verdaderamente usted puede verse cómo es ahora mismo... y como ve, por ejemplo, con la distancia del tiempo, a aquel que fue, con las ilusiones que tenía entonces; con todas las cosas, dentro y a su alrededor, de acuerdo a cómo las veía entonces —y que eran realmente así para usted—. Pues bien, señor. Recordando esas ilusiones que ya no se plantea, todas aquellas cosas que ahora ya no le «parecen» como «eran» hace un tiempo para usted, ¿no siente como si faltara, no digo estas tablas del escenario, sino un piso firme, el suelo bajo sus pies, sobre todo si piensa que de igual manera «esto» que siente ahora, toda su realidad actual, tal como es, también está destinada a parecerle una ilusión el día de mañana?
EL DIRECTOR. (Sin haber comprendido muy bien, aturdido por la densa argumentación.) ¿Y? ¿Adónde quiere llegar?
EL PADRE. A ningún sitio, señor. Tan sólo hacerle ver que si nosotros (se señalará a sí mismo otra vez, así como a los otros PERSONAJES) no tenemos otra realidad más allá que la ilusión, también sería bueno que usted desconfiase de su realidad, de la que usted hoy respira y toca, porque, como la de ayer, está destinada a revelársele el día de mañana como una ilusión.
EL DIRECTOR. (Volviendo a tomárselo en broma.) ¡Tiene toda la razón! ¡Ahora sólo falta que usted diga que con esta comedia que viene a representarme es más verdadero y real que yo!
EL PADRE. (Decididamente serio.) ¡No tengo la menor duda, señor!
EL DIRECTOR. ¿Ah, sí?
EL PADRE. Supuse que usted lo había comprendido desde un principio.
EL DIRECTOR. ¿Más real que yo?
EL PADRE. Si su realidad puede alterarse de un día para el otro...
EL DIRECTOR. ¡Pero claro que puede cambiar! ¡Y continuamente! ¡Cómo todos!
EL PADRE. (Dando un grito.) ¡Pero la nuestra no, señor! ¿Entiende? ¡Ésa es la diferencia! No cambia, no puede cambiar ni ser otra, jamás, porque ha sido fijada, así, «ésta», y para siempre. ¡Y eso es terrible, señor! ¡Es realmente inalterable! ¡Hasta deberían sentir un escalofrío cerca de nosotros!
EL DIRECTOR. (Tajante, colocándose delante por una idea que se le ocurrirá de improviso.) Yo quisiera saber, sin embargo, ¿cuándo se ha visto a un personaje salir de su papel para dedicarse a ponderar como lo hace usted, exponiendo y explicando sus ideas? ¿Me lo podría decir? ¡Jamás lo he visto en mi vida!
EL PADRE. No lo ha visto, señor, porque los autores esconden con mucha frecuencia las inquietudes de su creación. Cuando los personajes están vivos, verdaderamente vivos delante de su autor, éste no hace otra cosa que observar las palabras y los gestos que ellos proponen, y es necesario que él los acepte tal como son, porque ¡mucho cuidado si no es así! Cuando nace un personaje, éste adquiere de inmediato una independencia tal, incluso frente a su propio autor, que puede ser imaginado en muchísimas otras circunstancias que el autor ni siquiera imaginó. ¡Y, con eso, incluso adquiere, en ciertas ocasiones, un significado que el autor jamás soñó!
EL DIRECTOR. ¡Por supuesto que lo sé!
EL PADRE. Entonces, ¿por qué se asombra de nosotros? Imagine la desgracia que es para un personaje todo lo que le dicho, haber nacido vivo de la fantasía de un autor que luego quiso negarle la vida. Y luego dígame si este personaje, abandonado de esa manera, vivo y sin vida, no tiene razón para hacer lo que nosotros estamos haciendo, en este momento, frente a ustedes, luego de haberlo hecho muchas veces, créame, delante de nuestro autor, todo para animarlo, compareciendo unas veces yo, otras ella (señalará a la HIJASTRA), otras esa pobre madre...
LA HIJASTRA. (Adelantándose, ensimismada.) Es verdad. Yo también, señor, yo también lo tenté muchas veces en medio de la melancolía de su escritorio, al atardecer, cuando él, derrumbado en su sillón, no se animaba a encender la luz y dejaba que las sombras invadieran la habitación, y que nosotros pululáramos en ellas, tratando de persuadirlo... (Como si todavía se viera allá en ese escritorio y le fastidiara la presencia de todos los ACTORES) ¡Si todos se marcharan! ¡Si nos dejaran a solas! Esa madre, con ese hijo. Yo con esa niña. Ese muchacho siempre sólo. Y después yo con él. (Señalará apenas al PADRE) Y luego yo sola, sola... en esa sombra. (Se sobresaltará, como si quisiera agarrarse de la visión que tiene de sí misma, luminosa y viva en esa sombra.) ¡Ah, mi vida! ¡Qué escenas, qué escenas le sugeríamos! ¡Era yo, yo quien más lo provocaba!
EL PADRE. ¡Sí! ¡Pero quizá fue por tu culpa, por esas insistencias tuyas, por tu excesivo descontrol!
LA HIJASTRA. ¡No es cierto! ¡Si él mismo quiso que yo fuera así! (Irá hacia el DIRECTOR  para hablar en confidencia.) Yo, señor, creo que se debió al envilecimiento y al tedio debidos al tipo de teatro que al público le gusta y pide ver...
EL DIRECTOR. ¡Avancemos, por Dios! ¡Y vamos a los hechos!
LA HIJASTRA. ¡Me parece que hechos hay demasiados desde que entramos en su casa! (Señalará al PADRE) ¡Decía usted que no podía colgar cartelitos o cambiar el escenario cada cinco minutos!
EL DIRECTOR. ¡Sí, exacto! Prepararlos, agruparlos en una acción simultánea y compacta, y no como pretende usted, que quiere ver primero a su hermanito regresando de la escuela y deambulando como una sombra por las habitaciones, escondiéndose detrás de las puertas para meditar en un propósito en el cual... ¿cómo había dicho?
LA HIJASTRA. ¡Se desuca, señor, se desuca todo!1
EL DIRECTOR. ¡No había escuchado nunca esa palabra! Da igual: un muchacho al que se le están «abriendo los ojos», ¿verdad?
LA HIJASTRA. Sí, señor. ¡Ahí lo tiene! (Lo señalará junto a la madre)
EL DIRECTOR. ¡Muy bien! Luego, al mismo tiempo, quisiera también a esa niña que juega, incauta, en el jardín. Uno en la casa y la otra en el jardín. ¿Es posible?
LA HIJASTRA. ¡Al sol, señor, y contenta! Su alegría, su fiesta en ese jardín es mi mejor recompensa. Sacada de la miseria, de la sordidez de un horrible dormitorio en el que dormíamos los cuatro, y yo con ella. ¡Yo, imagínelo! Con el horror de mi cuerpo pecaminoso junto a ella, que me abrazaba con fuerza con sus bracitos amorosos e inocentes. En el jardín, apenas me veía, corría a tomarme de la mano. No miraba las flores grandes, pero en cambio descubría todas las flores «pequeñitas, pequeñitas», como las llamaba. ¡Y me las quería mostrar, con una alegría, como si fuera una fiesta!

1 «Dissuga», en el original. Arcaísmo italiano que, utilizado en el contexto de! personaje, de una aparente sofisticación y pedantería, quiere dar a entender que se abstrae por completo. (N. del T.)




(Hablando así, desgarrada por el recuerdo, romperá a llorar largamente, con desesperación, reclinando la cabeza entre los brazos extendidos sobre la mesita. Todos acabarán dominados por la conmoción.)
(El DIRECTOR se le acercará paternalmente, y le hablará para confortarla.)
EL DIRECTOR. ¡Haremos ese jardín, lo haremos, no lo dude! ¡Ya verá como se pone contenta! ¡Agruparemos allí las escenas! (Llamando por su nombre a un MONTADOR.) ¡Que traigan unos apliques de árboles! ¡Dos cipreses pequeños para colocarlos delante de la alberca! (Se verán bajar desde lo alto un bastidor con la imagen de dos cipreses. Se acercará el TRAMOYISTA para fijarlos al piso.)
EL DIRECTOR. (A la HIJASTRA.) Ahora lo dejaremos así, sólo para dar una idea. (Llamará de nuevo al MONTADOR.) ¡Dame un poco de cielo!
EL MONTADOR. (Desde arriba.) ¿Cómo?
el DIRECTOR. ¡Un poco de cielo! ¡Un fondo de cielo para colocar detrás de la alberca! (Se verá descender desde la parte superior del escenario una tela blanca.)
EL DIRECTOR. ¡Blanca no! ¡Te dije color cielo! No importa, déjalo. Yo me encargaré. (Llamando.) ¡Electricista! ¡Apague todas las luces! Quiero algo parecido a una atmósfera lunar... sí, lunar... luces azules, luces azules sobre la tela... con el reflector... ¡Eso! ¡Así está bien! (Se compondrá, de acuerdo a lo solicitado por el DIRECTOR, una misteriosa iluminación lunar, que inducirá a los ACTORES a hablar y moverse en el jardín como si fuera de noche, bajo la luna.)
EL DIRECTOR. (A la hijastra.) ¡Mire! ¿Qué le parece? Y ahora el muchachito, en vez de esconderse detrás de las puertas de las habitaciones, podría venir al jardín y esconderse detrás de los árboles. Pero debe tener en cuenta que será difícil encontrar a una niña que haga bien la escena con usted, cuando le muestre las flores. (Dirigiéndose al MUCHACHO.) ¡Ven, ven acá! ¡Concretemos un poco lo que hay que hacer! (Y viendo que el muchacho no se mueve.) ¡Vamos, vamos! (Lo irá a buscar, tratando que mantenga la cabeza erguida a pesar de que el muchacho la deja caer.) ¡Vaya problema, este chico! ¿Cómo se puede hacer, Dios mío? Es necesario que por lo menos diga algo... (Le pondrá las manos sobre los hombros y lo conducirá detrás del bastidor de los árboles.) Colócate aquí, eso... Así... Escóndete un poco... Así... Trata de asomarte un poco, como si espiaras... (El DIRECTOR se alejará un poco para evaluar el efecto. Apenas el MUCHACHO se asoma, los ACTORES quedan impresionados.) ¡Muy bien!... Eso está muy bien... (Dirigiéndose a la HIJASTRA.) Y si la niña lo descubriera espiando de esa manera, ¿no cree que podría acercarse y hacerlo hablar aunque sea unas cuantas palabras?
LA HIJASTRA. (Poniéndose de pie.) ¡Ni lo sueñe! ¡No hablará mientras esté aquí él! (Señalará al Hijo.) Primero sería necesario que lo sacará de aquí a él.
EL HlJO. (Encaminándose resuelto hacia una de las dos escalerillas.) ¡De inmediato y con gusto! ¡No espero otra cosa!
EL DIRECTOR. (Reteniéndolo al instante.) ¡No, no! ¿Adónde va? ¡Espere un momento!
(La MADRE Se levantará asustada y angustiada sólo por la posibilidad de que se vaya de verdad, así que instintivamente alzará los brazos como para retenerlo, aunque no se mueva de su sitio.)
EL HlJO. (Ya en el proscenio, dirigiéndose al DIRECTOR, que lo retiene.) ¡Yo no tengo nada que hacer aquí! ¡Déjeme ir, por favor! ¡Deje que me vaya de una vez!
EL DIRECTOR. ¿Cómo que no tiene nada que hacer?
LA HIJASTRA. (Plácidamente, irónica.) ¡No lo retenga, no! ¡No se irá!
EL PADRE. ¡Tiene que representar la terrible escena del jardín junto a su madre!
EL HlJO. (De inmediato, resuelto y furibundo.) ¡Yo no haré nada! ¡Lo dije desde un comienzo! ¡Nada! (Al DIRECTOR.) ¡Déjeme ir!
LA HIJASTRA. (Acercándose al DIRECTOR) ¿Me permite, señor? (Aflojará los brazos del DIRECTOR que retienen al HlJO) Déjelo. (Luego, dirigiéndose al HlJO, apenas lo suelte el DIRECTOR.) Ya está. ¡Vete! (El HlJO permanecerá quieto junto a la escalerilla. No podrá bajar los escalones como si estuviera retenido por un oculto poder. Luego, ante el estupor y la sorpresa de los ACTORES, caminará a lo largo del proscenio hacia la otra escalerilla del escenario. Se detendrá de nuevo y tampoco podrá bajar. La HIJASTRA, que lo habrá seguido con la mirada, estallará en carcajadas.) ¿Lo ve? ¡No puede hacerlo, no puede! Tiene que quedarse aquí por fuerza, encadenado irremediablemente. Si yo, señor, cuando ocurra lo que tenga que ocurrir, levanto el vuelo —justamente por el odio que siento por él, para no tener que verlo más—, si incluso yo me quedo todavía aquí y soporto sus miradas y su presencia, ¡imagine si va a irse él que tendrá que permanecer con su maravilloso padre, y con esa madre que ya no tiene otros hijos que él!... (Dirigiéndose a la madre.) ¡Ven mamá, ven!... (Señalándosela al DIRECTOR) Mire. Se había levantado, se había levantado para retenerlo... (A la MADRE, casi atrayéndola como por efecto de magia.) Ven, ven... (Luego, al /DIRECTOR) Imagine la resistencia que puede tener ella como para mostrar a sus actores lo que está sintiendo. Es tanto el anhelo por acercarse a él... ¡Ahí lo tiene!... ¿Lo ve?... ¡Tanto que está dispuesta a vivir su escena! (Efectivamente, la MADRE se habrá acercado, y apenas la HIJASTRA termine de decir sus últimas palabras, abrirá los brazos para dar a entender que asiente a lo dicho.)
EL HlJO. (De inmediato.) ¡No me puedo ir! ¡No! ¡Si no me puedo ir, entonces me quedaré aquí! ¡Pero le repito que no representaré nada!
EL PADRE. (Al DIRECTOR, agitado.) ¡Usted puede obligarlo, señor!
EL HIJO. ¡Nadie puede hacerlo!
EL PADRE. ¡Lo haré yo, entonces!
LA HIJASTRA. ¡Un momento, un momento! ¡Primero tiene que estar la niña en la alberca! (Correrá a coger a la NIÑA, se arrodillará delante de ella y le sujetará el rostro entre las manos.) Pobrecita mía, miras todo esto asustada, con esos lindos ojitos. ¿Qué pensarás de todo esto? Estamos en un teatro, preciosa. ¿Qué es un teatro? ¿Lo ves? Es un lugar donde se juega a fingir las cosas en serio. Se representan las comedias. Y nosotros haremos ahora la comedia. ¡Pero de verdad! Y tú también lo harás... (La abrazará, apretándola contra su pecho y meciéndola un poco.) ¡Cariño mío, cariño mío, qué fea comedia te va a tocar! ¡Qué cosa horrible han pensado para ti! El jardín, la alberca... Es falsa, por supuesto. Lo terrible es eso, querida: ¡que aquí todo es falso! Aunque quizá te guste más una alberca falsa que una verdadera. ¿Para jugar, no? Pero no, el juego es para los demás, no para ti, que eres real, cariño, y que juegas de verdad en una alberca de verdad, una alberca grande, verde, con tantos bambús que dan sombra, reflejándose en el agua, y muchos patitos que nadan en ella, atravesando las sombras. Tú quieres atrapar a uno de estos patitos... (Con un grito que sorprende a todos.) ¡No, Rosetta, no! ¡Mamá no se ocupa de ti por el canalla ése de su hijo! ¡Y yo estoy con todos mis demonios en la cabeza!... Y él... (Dejará a la niña y se dirigirá con el mismo tono al MUCHACHO) ¿Qué hace aquí, siempre con ese aire de mendigo? También será por culpa tuya si esa pequeña se ahoga. ¡Por quedarte así, de esa manera, como si yo no hubiera pagado por todos el ingreso en esa casa! (Agarrándolo de un brazo para obligarle a que saque la mano del bolsillo.) ¿Qué guardas? ¿Qué escondes? ¡Saca la mano! (Lo obligará a sacar la mano y se descubrirá, en medio del horror de todos, que empuña un pequeño revólver. Lo mirará satisfecha por su descubrimiento, pero luego añadirá de manera sombría.) ¿Dónde, cómo la has conseguido? (Sin embargo, el MUCHACHO, intimidado, siempre con la cabeza gacha, no responderá.) ¡Tonto! En vez de matarte, yo habría asesinado a cualquiera de esos dos, o a los dos: ¡al padre y al hijo! (Lo llevará de nuevo detrás de los árboles desde los que espiaba. Luego tomará a la NlÑA y la introducirá en la alberca, de tal manera que quedará oculta, y yacerá así, con el rostro entre los brazos, que permanecerán apoyados sobre el borde de la alberca.)
EL DIRECTOR. ¡Magnífico! (Dirigiéndose al HlJO.) Y al mismo tiempo...
EL HIJO. (Desdeñoso.) ¡Nada de al mismo tiempo! ¡Nada de eso es verdad, señor! ¡No hubo ninguna escena entre ella y yo! (Señalará a la MADRE.) Que ella misma le diga lo que ocurrió. (Entretanto, la SEGUNDA ACTRIZ  y el ACTOR JOVEN se habrán separado del grupo de los ACTORES. Ella se habrá puesto a observar con mucha atención a la MADRE, que estará enfrente, y él al Hijo, de manera que sabrán después cómo interpretar sus papeles.)
LA MADRE. ¡Es verdad, señor! Yo había entrado en su habitación.
EL HIJO. En mi cuarto, ¿se da cuenta? ¡No en el jardín!
EL DIRECTOR. ¡Eso que importa! ¡Hay que reagrupar los acontecimientos, ya lo dije!
EL HIJO. (Percatándose de que el ACTOR joven lo observa.) ¿Y usted qué quiere?
EL ACTOR JOVEN. Nada, observo.
EL HIJO. (Dirigiéndose al otro lado, a la segunda ACTRIZ.) ¡Ah!... Y allí está usted. ¿Seguro que para interpretar el papel de ella? (Señalará a la madre.)
EL DIRECTOR. ¡Justamente! ¡Por eso mismo! ¡Debería agradecer la preocupación que tienen!
EL HIJO. ¡Ah, sí! ¡Gracias! Pero, ¿todavía no se da cuenta de que no puede representar esta comedia? Nosotros no estamos dentro de usted, y sus actores lo ven todo desde fuera. ¿Le parece posible que se viva delante de un espejo que, a lo más, no satisfecho con devolvernos la imagen de nuestra misma expresión, nos la devuelva como una mueca irreconocible de nosotros mismos?
EL PADRE. ¡Eso es verdad! ¡Eso es verdad! ¡Acéptelo!
EL DIRECTOR. (Al actor joven y a la segunda actriz) ¡Está bien, pero háganse a un lado!
EL HlJO. ¡Es inútil! Yo no me presto.
EL DIRECTOR. ¡Quédese callado, por ahora, y déjeme escuchar a su madre! (A la MADRE) ¿Entonces? ¿Había entrado?
LA MADRE. Sí, señor. Entré en su habitación porque no resistí más. Tenía que desahogar toda la angustia que me oprimía. Pero apenas él me vio entrar...
EL HlJO. ¡Ninguna escena! Me fui, me fui porque no quería hacer una escena. Porque yo nunca he hecho escenas, ¿comprende?
LA MADRE. ¡Es verdad! ¡Fue así! ¡Fue así!
EL DIRECTOR. ¡Pero ahora es necesario hacer esa escena entre usted y él! ¡Es indispensable!
LA MADRE. ¡Aquí me tiene, señor! Aunque a lo mejor debería permitirme hablar un momento con él para revelarle mi corazón.
EL PADRE. (Acercándose al HlJO de manera agresiva.) ¡Lo tienes que hacer! ¡Por tu madre! ¡Por tu madre!
EL HlJO. (Más convencido que nunca.) ¡No haré nada!
EL PADRE. (Agarrándolo por los hombros y sacudiéndolo.) ¡Por Dios, obedece! ¡Obedece! ¿No escuchas cómo te está hablando? ¿No tienes entrañas?
EL HlJO. (Agarrándolo también.) ¡No! ¡No! ¡No insistas! (Agitación general. La MADRE, temerosa, tratará de interponerse y separarlos.)
LA MADRE. ¡Por favor! ¡Por favor!
El PADRE. (Sin soltarlo.) ¡Tienes que obedecer! ¡Tienes que obedecer!
EL HlJO. (Luchando con él, terminará por tumbarlo cerca de la escalerilla, entre la consternación de todos.) ¿Qué locura te ha dado? ¡No tiene dignidad como para dejar de mostrar a todos su vergüenza y la nuestra! ¡A eso no me presto! ¡Eso no! ¡Así interpreto la voluntad de quien no quiso hacer de nosotros un espectáculo!
EL DIRECTOR. ¡Pero si han venido todos!
EL HlJO. (Señalando al PADRE) ¡Él, no yo!
EL DIRECTOR. ¿No está usted también aquí?
EL HlJO. ¡Fue él quien quiso venir, arrastrándonos a todos y prestándose para arreglar con usted, no sólo lo que ocurrió, sino también lo que no ha ocurrido, como si aquello fuera insuficiente!
EL DIRECTOR. ¡Entonces dígame, dígame qué fue lo que ocurrió! ¡Dígamelo! ¿Se fue de su habitación sin decir nada?
EL HlJO. (Después de un momento de indecisión.) Nada. Justamente nada, para no dar pie a ninguna escena!
EL DIRECTOR. (Incitándolo.) Bien, ¿y luego qué hizo?
EL HIJO. (En medio de la angustiosa atención de todos, que incluso se aproximan sobre el escenario.) Nada... Crucé el jardín...
Se interrumpirá, hosco, absorto.
EL DIRECTOR. (Empujándolo para que hable, impresionado por su contención.) ¿Y? ¿Cruzó el jardín y...?
EL HlJO. (Exasperado, escondiendo el rostro con el brazo.) ¿Por qué quiere que hable, señor? ¡Es horrible!
(La MADRE se estremecerá toda, con gemidos sofocados, mirando la alberca.)
EL DIRECTOR. (Despacio, consciente de la mirada, se dirigirá al HlJO con aprensión creciente.) ¿La niña?
EL HIJO. (Mirando hacia delante, hacia la sala del teatro.) Allá, en la alberca...
EL PADRE. (En el suelo, señalando de manera compasiva a la MADRE.) ¡Y ella lo seguía, señor!
EL DIRECTOR. (Al Hijo, con ansiedad.) ¿Y entonces, usted?
EL HlJO. (Lentamente, siempre mirando hacia delante.) Me di cuenta y me precipité a salvarla... Pero me detuve en seco porque detrás de los árboles vi algo que me heló la sangre: era el muchacho, el muchacho que estaba allí quieto, con ojos enloquecidos, mirando a la hermana ahogada en la alberca... (La HIJASTRA, todavía inclinada sobre la alberca para esconder a la NlÑA, responderá con un sollozo amargo, profundo como un eco. Pausa.) Me aproximé a él, y entonces... (Estallará un disparo detrás de los árboles, donde el MUCHACHO permanecía escondido.)
LA MADRE. (Dando un grito desgarrado, se acercará junto con el HlJO y con todos los ACTORES en medio de la conmoción general.) ¡Hijo! ¡Hijo mío! (Luego, en medio de la confusión y los gritos incoherentes de los demás.) ¡Auxilio, auxilio!
EL DIRECTOR. (En medio de los gritos, tratará de abrirse paso mientras levantan al MUCHACHO y lo llevan detrás de la tela blanca.) ¿Está herido? ¿Está herido de verdad?
(Todos, salvo el DIRECTOR y el padre, que yacía en el suelo, desaparecerán detrás de la tela blanca que hacía de cielo, y permanecerán un rato comentando desesperadamente lo ocurrido. Luego reaparecerán en escena, saliendo por ambos lados de la tela.)
LA PRIMERA ACTRIZ. (Saliendo por la derecha, apenada.) ¡Está muerto! ¡Pobre chico! ¡Está muerto, Dios mío!
EL PRIMER ACTOR. (Saliendo por la izquierda, riendo.) ¡Qué muerto ni qué nada! ¡Un simulacro, nada más! ¡No lo crean!
Los ACTORES DE LA DERECHA. ¿Simulacro? ¡Es la pura realidad! ¡Está muerto!
Los ACTORES DE IZQUIERDA. ¡No es cierto! ¡Es un simulacro! ¡Un simulacro!
EL PADRE. (Poniéndose de pie y gritando en medio de todos.) ¡Ningún simulacro! ¡Es la pura realidad, señores, es la realidad! (Y desaparecerá, alterado, detrás de la tela.)
EL DIRECTOR. (Sin contenerse.) ¡Ficción! ¡Realidad! ¡Váyanse todos al diablo! ¡Luces! ¡Luces! ¡Luces! (Al mismo tiempo, todo el escenario y todo el teatro se iluminarán intensamente. El DIRECTOR suspirará como si se hubiera librado de una pesadilla, y todos se mirarán entre sí, perplejos y desorientados.) ¡Nunca me había ocurrido algo así! ¡Me han hecho perder un día entero! (Mirará el reloj.) ¡Váyanse, váyanse! ¿Qué más quieren hacer ahora? Ya es muy tarde para retomar el ensayo. ¡Nos veremos por la noche! (Apenas los actores se marchen, saludándolo, añadirá:) ¡Electricista! ¡Apáguelo todo! (A continuación, el teatro caerá en una oscuridad total durante pocos segundos.) ¡Por Dios! ¡Al menos déjeme una lucecita para ver por dónde camino!




Enseguida, detrás de la tela, como por error, se encenderá un reflector verde que proyectará, aumentadas y espigadas, las sombras de los personajes, salvo el muchacho y la niña, El director, al verlos, huirá aterrado del escenario. Al mismo tiempo se apagará el reflector detrás de la tela, y volverá a iluminarse el escenario con la luz nocturna, azulada, del comienzo. Lentamente, del lado derecho de la tela, saldrá primero el HIJO, seguido por la MADRE, con los brazos tendidos hacia él; luego, por la izquierda, el PADRE. Se detendrán en el centro del escenario y se quedarán allí como seres fantasmales. El último saldrá por la izquierda, la HIJASTRA, que correrá hacia una de las escalerillas. Se detendrá en el primer escalón para mirarlos y estallará en una estridente carcajada, para luego precipitarse por la escalera. Correrá a lo largo del pasillo de butacas, se detendrá otra vez y reirá de nuevo mirando a los tres personajes que permanecen arriba, en el escenario. Saldrá de la sala  y todavía se escuchará su risa.



Poco después caerá el telón.

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