LEWIS
CARROLL (1832-1898)
ALICIA
EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS
LEWIS
CARROLL, además del gran escritor que fue, era matemático, dibujante, se le
considera uno de los mejores fotógrafos de su tiempo y un poeta genial. Era
profesor en la universidad de Oxford. Allí conoció a la pequeña Alicia, a quien
durante un paseo por el bosque, empezó a contar una historia: Las aventuras de
Alicia en el País de las Maravillas, libro clave de la literatura no sólo
infantil sino también para mayores, pues Carroll sabía que para entrar en el
terreno de la fantasía y el ingenio, no existe distinción de edades.
INDICE
EN
LA MADRIGUERA DEL CONEJO
EL
CHARCO DE LAGRIMAS
UNA
CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA
LA
CASA DEL CONEJO
CONSEJOS
DE UNA ORUGA
CERDO
Y PIMIENTA
UNA
MERIENDA DE LOCOS
EL
CROQUET DE LA REINA
LA
HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
EL
BAILE DE LA LANGOSTA
¿QUIEN
ROBO LAS TARTAS?
LA
DECLARACION DE ALICIA
A
través de la tarde color de oro
el
agua nos lleva sin esfuerzo por nuestra parte,
pues
los que empujan los remos
son
unos brazos infantiles
que
intentan, con sus manitas
guiar
el curso de nuestra barca.
Pero,
¡las tres son muy crueles!
ya
que sin fijarse en el apacible tiempo
ni
en el ensueño de la hora presente,
¡exigen
una historia de una voz que apenas tiene aliento,
tanto
que ni a una pluma podría soplar!
Mas,
¿qué podría una voz tan débil
contra
la voluntad de las tres?
La
primera, imperiosamente, dicta su decreto:
"¡Comience
el cuento!"
La
segunda, un poco más amable, pide
que
el cuento no sea tonto,
mientras
que la tercera interrumpe la historia
nada
más que una vez por minuto.
Conseguido
al fin el silencio,
con
la imaginación las lleva,
siguiendo
a esa niña soñada,
por
un mundo nuevo, de hermosas maravillas
en
el que hasta los pájaros y las bestias hablan
con
voz humana, y ellas casi se creen estar allí.
Y
cada vez que el narrador intentaba,
seca
ya la fuente de su inspiración
dejar
la narración para el día siguiente,
y
decía: "El resto para la próxima vez",
las
tres, al tiempo, decían: "¡Ya es la próxima vez!"
Y
así fue surgiendo el "País de las Maravillas",
poquito
a poco, y una a una,
el
mosaico de sus extrañas aventuras.
Y
ahora, que el relato toca a su fin,
También
el timón de la barca nos vuelve al hogar,
¡una
alegre tripulación, bajo el sol que ya se oculta!
Alicia,
para tí este cuento infantil.
Ponlo
con tu mano pequeña y amable
donde
descansan los cuentos infantiles,
entrelazados,
como las flores ya marchitas
en
la guirnalda de la Memoria.
Es
la ofrenda de un peregrino
que
las recogió en países lejanos.
Capítulo
1 - EN LA MADRIGUERA DEL CONEJO
Alicia
empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin
tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana
estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro
sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.
Así
pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del
día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda
de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas,
cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.
No
había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy
extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a
llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera
debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del
mundo). Pero cuando el conejo se sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró
y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe que
ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él,
y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la pradera, y
llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se
abría al pie del seto.
Un
momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a
considerar cómo se las arreglaría después para salir.
Al
principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta como un túnel, y
después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo
siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía
un pozo muy profundo.
O
el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia,
mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para
preguntarse qué iba a suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo y ver
a dónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada.
Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de
armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de
clavos. Cogió, a su paso, un jarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que
decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con desencanto, que estaba vacío.
No
le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por
abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía
descendiendo.
«¡Vaya!
», pensó Alicia. «¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras me
parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos! ¡Ni siquiera
lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.)Abajo, abajo, abajo. ¿No
acabaría nunca de caer?
--Me
gustaría saber cuántas millas he descendido ya --dijo en voz alta--.
Tengo
que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a
cuatro mil millas de profundidad...
Como
veis, Alicia había aprendido algunas cosas de éstas en las clases de la
escuela, y aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus
conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció
que repetirlo le servía de repaso.
--Sí,
está debe de ser la distancia... pero me pregunto a qué latitud o longitud
habré llegado.
Alicia
no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco la longitud, pero
le pareció bien decir unas palabras tan bonitas e impresionantes. Enseguida
volvió a empezar.
--¡A
lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde
vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia
se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba
del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el nombre del país. Por
favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia?
Y
mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras
caía por el aire! ¿Creéis que esto es posible?
--¡Y
qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor será no preguntar nada. Ya
lo veré escrito en alguna parte.
Abajo,
abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar
otra vez.
--¡Temo
que Dina me echará mucho de menos esta noche ! (Dina era la gata.) Espero que
se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría
tenerte conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías
cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me
pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?
Al
llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio dormida y siguió diciéndose
como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y
a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a
ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cual de las dos se formulara.
Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano
y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has
comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar
sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.
Alicia
no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo
estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al
Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y
Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llego justo a tiempo para
oírle decir, mientras doblaba un recodo:
--¡Válganme
mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!
Iba
casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al
Conejo por ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo amplio y bajo, iluminado
por una hilera de lámparas que colgaban del techo.
Había
puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas estaban cerradas con llave,
y cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el
otro, probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la
habitación, y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de allí.
De
repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal macizo.
No
había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le
ocurrió a Alicia fue que debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo.
Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado
pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la
vuelta por segunda vez, descubrió una cortinilla que no había visto antes, y
detrás había una puertecita de unos dos palmos de altura. Probó la llave de oro
en la cerradura, y vio con alegría que ajustaba bien.
Alicia
abrió la puerta y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho
que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más
maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura
sala y de pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y aquellas
frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y
aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco iba a servirme
sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un telescopio! Creo que
podría hacerlo, sólo con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a
Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día, que había
empezado a pensar que casi nada era en realidad imposible.
De
nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que volvió a la mesa,
casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un
libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta
vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes»,
dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel
con la palabra «BEBEME» hermosamente impresa en grandes caracteres.
Está
muy bien eso de decir «BEBEME», pero la pequeña Alicia era muy prudente y no
iba a beber aquello por las buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo, «para
ver si lleva o no la indicación de veneno.» Porque Alicia había leído preciosos
cuentos de niños que se habían quemado, o habían sido devorados por bestias
feroces, u otras cosas desagradables, sólo por no haber querido recordar las
sencillas normas que las personas que buscaban su bien les habían inculcado:
como que un hierro al rojo te quema si no lo sueltas en seguida, o que si te
cortas muy hondo en un dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no
olvidaba nunca que, si bebes mucho de una botella que lleva la indicación
«veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte daño.
Sin
embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno», así que Alicia se
atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho,
una mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y
tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén.
* *
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* *
--¡Qué
sensación más extraña! --dijo Alicia--. Me debo estar encogiendo como un
telescopio.
Y
así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco centímetros, y su cara se
iluminó de alegría al pensar que tenía la talla adecuada para pasar por la
puertecita y meterse en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó
unos minutos para ver si seguía todavía disminuyendo de tamaño, y esta
posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme del todo, como una
vela», se dijo para sus adentros. «¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar
qué ocurría con la llama de una vela, cuando la vela estaba apagada, pues no
podía recordar haber visto nunca una cosa así.
Después
de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir en seguida al jardín.
Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se encontró con que había
olvidado la llavecita de oro, y, cuando volvió a la mesa para recogerla,
descubrió que no le era posible alcanzarla. Podía verla claramente a través del
cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las patas de la mesa, pero era
demasiado resbaladiza. Y cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó
en el suelo y se echó a llorar.
«¡Vamos!
¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante
firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo
general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas
veces se reñía con tanta dureza que se le saltaban las lágrimas. Se acordaba
incluso de haber intentado una vez tirarse de las orejas por haberse hecho
trampas en un partido de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa
criatura le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez.
«¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!»,
pensó la pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser una sola
persona como Dios manda!»Poco después, su mirada se posó en una cajita de
cristal que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un diminuto
pastelillo, en que se leía la palabra «COMEME», deliciosamente escrita con
grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer, podré
coger la llave, y, si me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo
de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que importa.»Dio
un mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia
dónde?» Al mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué
dirección se iniciaba el cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía
con el mismo tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se
da un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo
lo que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y muy tonto
que la vida discurriese por cauces normales.
Así
pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del pastelito.
Capítulo
2 - EL CHARCO DE LAGRIMASEL CHARCO DE LAGRIMAS
--¡Curiorífico
y curiorífico! --exclamó Alicia (estaba tan sorprendida, que por un momento se
olvidó hasta de hablar correctamente)--. ¡Ahora me estoy estirando como el
telescopio más largo que haya existido jamás! ¡Adiós, pies! --gritó, porque
cuando miró hacia abajo vio que sus pies quedaban ya tan lejos que parecía
fuera a perderlos de vista--. ¡Oh, mis pobrecitos pies! ¡Me pregunto quién os
pondrá ahora vuestros zapatos y vuestros calcetines! ¡Seguro que yo no podré
hacerlo! Voy a estar demasiado lejos para ocuparme personalmente de vosotros:
tendréis que arreglároslas como podáis... Pero voy a tener que ser amable con
ellos --pensó Alicia--, ¡o a lo mejor no querrán llevarme en la dirección en
que yo quiera ir! Veamos: les regalaré un par de zapatos nuevos todas las
Navidades.
Y
siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo:
--Tendrán
que ir por correo. ¡Y qué gracioso será esto de mandarse regalos a los propios
pies! ¡Y qué chocante va a resultar la dirección!
Al
Sr. Pie Derecho de Alicia
Alfombra
de la Chimenea,
junto
al Guardafuegos
(con
un abrazo de Alicia).
¡Dios
mío, qué tonterías tan grandes estoy diciendo!
Justo
en este momento, su cabeza chocó con el techo de la sala: en efecto, ahora
medía más de dos metros. Cogió rápidamente la llavecita de oro y corrió hacia
la puerta del jardín.
¡Pobre
Alicia! Lo máximo que podía hacer era echarse de lado en el suelo y mirar el
jardín con un solo ojo; entrar en él era ahora más difícil que nunca.
Se
sentó en el suelo y volvió a llorar.
--¡Debería
darte vergüenza! --dijo Alicia--. ¡Una niña tan grande como tú (ahora sí que
podía decirlo) y ponerse a llorar de este modo! ¡Para inmediatamente!
Pero
siguió llorando como si tal cosa, vertiendo litros de lágrimas, hasta que se
formó un verdadero charco a su alrededor, de unos diez centímetros de
profundidad y que cubría la mitad del suelo de la sala.
Al
poco rato oyó un ruidito de pisadas a lo lejos, y se secó rápidamente los ojos
para ver quién llegaba. Era el Conejo Blanco que volvía, espléndidamente
vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano y un gran
abanico en la otra. Se acercaba trotando a toda prisa, mientras rezongaba para
sí:
--¡Oh!
¡La Duquesa, la Duquesa! ¡Cómo se pondrá si la hago esperar!
Alicia
se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a pedir socorro a cualquiera.
Así pues, cuando el Conejo estuvo cerca de ella, empezó a decirle tímidamente y
en voz baja:
--Por
favor, señor...
El
Conejo se llevó un susto tremendo, dejó caer los guantes blancos de cabritilla
y el abanico, y escapó a todo correr en la oscuridad.
Alicia
recogió el abanico y los guantes, Y, como en el vestíbulo hacía mucho calor,
estuvo abanicándose todo el tiempo mientras se decía:
--¡Dios
mío! ¡Qué cosas tan extrañas pasan hoy! Y ayer todo pasaba como de costumbre.
Me pregunto si habré cambiado durante la noche. Veamos: ¿era yo la misma al
levantarme esta mañana? Me parece que puedo recordar que me sentía un poco
distinta. Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta es ¿quién demonios
soy? ¡Ah, este es el gran enigma!
Y
se puso a pensar en todas las niñas que conocía y que tenían su misma edad,
para ver si podía haberse transformado en una de ellas.
--Estoy
segura de no ser Ada --dijo--, porque su pelo cae en grandes rizos, y el mío no
tiene ni medio rizo. Y estoy segura de que no puedo ser Mabel, porque yo sé
muchísimas cosas, y ella, oh, ¡ella sabe Poquísimas! Además, ella es ella, y yo
soy yo, y... ¡Dios mío, qué rompecabezas! Voy a ver si sé todas las cosas que
antes sabía. Veamos: cuatro por cinco doce, y cuatro por seis trece, y cuatro
por siete...
¡Dios
mío! ¡Así no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la tabla de multiplicar no
significa nada. Probemos con la geografía. Londres es la capital de París, y
París es la capital de Roma, y Roma... No, lo he dicho todo mal, estoy segura.
¡Me debo haber convertido en Mabel! Probaré, por ejemplo el de la industriosa
abeja."
Cruzó
las manos sobre el regazo y notó que la voz le salía ronca y extraña y las
palabras no eran las que deberían ser:
`¡Ves
como el industrioso cocodrilo
Aprovecha
su lustrosa cola
Y
derrama las aguas del Nilo
Por
sobre sus escamas de oro!
`¡Con
que alegría muestra sus dientes
Con
que cuidado dispone sus uñas
Y
se dedica a invitar a los pececillos
Para
que entren en sus sonrientes mandíbulas!
¡Estoy
segura que esas no son las palabras! Y a la pobre Alicia se le llenaron otra
vez los ojos de lágrimas.
--¡Seguro
que soy Mabel! Y tendré que ir a vivir a aquella casucha horrible, y casi no
tendré juguetes para jugar, y ¡tantas lecciones que aprender! No, estoy
completamente decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí! De nada servirá que
asomen sus cabezas por el pozo y me digan: «¡Vuelve a salir, cariño!» Me
limitaré a mirar hacia arriba y a decir: «¿Quién soy ahora, veamos? Decidme
esto primero, y después, si me gusta ser esa persona, volveré a subir. Si no me
gusta, me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto...» Pero, Dios mío
--exclamó Alicia, hecha un mar de lágrimas--, ¡cómo me gustaría que asomaran de
veras sus cabezas por el pozo! ¡Estoy tan cansada de estar sola aquí abajo!
Al
decir estas palabras, su mirada se fijó en sus manos, y vio con sorpresa que
mientras hablaba se había puesto uno de los pequeños guantes blancos de
cabritilla del Conejo.
--¿Cómo
he podido hacerlo? --se preguntó--. Tengo que haberme encogido otra vez.
Se
levantó y se acercó a la mesa para comprobar su medida. Y descubrió que, según
sus conjeturas, ahora no medía más de sesenta centímetros, y seguía achicándose
rápidamente. Se dio cuenta en seguida de que la causa de todo era el abanico
que tenía en la mano, y lo soltó a toda prisa, justo a tiempo para no llegar a
desaparecer del todo.
--¡De
buena me he librado ! --dijo Alicia, bastante asustada por aquel cambio
inesperado, pero muy contenta de verse sana y salva--. ¡Y ahora al jardín!
Y
echó a correr hacia la puertecilla. Pero, ¡ay!, la puertecita volvía a estar
cerrada y la llave de oro seguía como antes sobre la mesa de cristal. «¡Las
cosas están peor que nunca!», pensó la pobre Alicia. «¡Porque nunca había sido
tan pequeña como ahora, nunca! ¡Y declaro que la situación se está poniendo
imposible!»
Mientras
decía estas palabras, le resbaló un pie, y un segundo más tarde, ¡chap!, estaba
hundida hasta el cuello en agua salada. Lo primero que se le ocurrió fue que se
había caído de alguna manera en el mar. «Y en este caso podré volver a casa en
tren», se dijo para sí. (Alicia había ido a la playa una sola vez en su vida, y
había llegado a la conclusión general de que, fuera uno a donde fuera, la costa
inglesa estaba siempre llena de casetas de baño, niños jugando con palas en la
arena, después una hilera de casas y detrás una estación de ferrocarril.) Sin
embargo, pronto comprendió que estaba en el charco de lágrimas que había
derramado cuando medía casi tres metros de estatura.
--¡Ojalá
no hubiera llorado tanto! --dijo Alicia, mientras nadaba a su alrededor, intentando
encontrar la salida--. ¡Supongo que ahora recibiré el castigo y moriré ahogada
en mis propias lágrimas! ¡Será de veras una cosa extraña! Pero todo es extraño
hoy.
En
este momento oyó que alguien chapoteaba en el charco, no muy lejos de ella, y
nadó hacia allí para ver quién era. Al Principio creyó que se trataba de una
morsa o un hipopótamo, pero después se acordó de lo pequeña que era ahora, y
comprendió que sólo era un ratón que había caído en el charco como ella.
--¿Servirá
de algo ahora --se preguntó Alicia-- dirigir la palabra a este ratón? Todo es
tan extraordinario aquí abajo, que no me sorprendería nada que pudiera hablar.
De todos modos, nada se pierde por intentarlo. --Así pues, Alicia empezó a
decirle-: Oh, Ratón, ¿sabe usted cómo salir de este charco? ¡Estoy muy cansada
de andar nadando de un lado a otro, oh, Ratón!
Alicia
pensó que éste sería el modo correcto de dirigirse a un ratón; nunca se había
visto antes en una situación parecida, pero recordó haber leído en la Gramática
Latina de su hermano «el ratón -- del ratón -- al ratón -- para el ratón --
¡oh, ratón!» El Ratón la miró atentamente, y a Alicia le pareció que le guiñaba
uno de sus ojillos, pero no dijo nada. «Quizá no sepa hablar inglés», pensó
Alicia. «Puede ser un ratón francés, que llegó hasta aquí con Guillermo el
Conquistador.» (Porque a pesar de todos sus conocimientos de historia, Alicia
no tenía una idea muy clara de cuánto tiempo atrás habían tenido lugar algunas
cosas.) Siguió pues:
--Où
est ma chatte?
Era
la primera frase de su libro de francés. El Ratón dio un salto inesperado fuera
del agua y empezó a temblar de pies a cabeza.
--¡Oh,
le ruego que me perdone! --gritó Alicia apresuradamente, temiendo haber herido
los sentimientos del pobre animal--. Olvidé que a usted no le gustan los gatos.
--¡No
me gustan los gatos! --exclamó el Ratón en voz aguda y apasionada--. ¿Te
gustarían a ti los gatos si tú fueses yo?
--Bueno,
puede que no -dijo Alicia en tono conciliador-. No se enfade por esto. Y, sin
embargo, me gustaría poder enseñarle a nuestra gata Dina.
Bastaría
que usted la viera para que empezaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan
suave --siguió Alicia, hablando casi para sí misma, mientras nadaba perezosa
por el charco--, y ronronea tan dulcemente junto al fuego, lamiéndose las
patitas y lavándose la cara... y es tan agradable tenerla en brazos... y es tan
hábil cazando ratones... ¡Oh, perdóneme, por favor! --gritó de nuevo Alicia,
porque esta vez al Ratón se le habían puesto todos los pelos de punta y tenía que
estar enfadado de veras--. No hablaremos más de Dina, si usted no quiere.
--¡Hablaremos
dices! chilló el Rat6n, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la
cola--. ¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado
siempre a los gatos: ¡bichos asquerosos, despreciables, vulgares! ¡Que no
vuelva a oír yo esta palabra!
--¡No
la volveré a pronunciar! -dijo Alicia, apresurándose a cambiar el tema de la
conversación-. ¿Es usted... es usted amigo... de... de los perros? El Ratón no
dijo nada y Alicia siguió diciendo atropelladamente--: Hay cerca de casa un
perrito tan mono que me gustaría que lo conociera! Un pequeño terrier de
ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo, rizado, castaño. Y si le tiras un
palo, va y lo trae, y se sienta sobre dos patas para pedir la comida, y muchas
cosas más... no me acuerdo ni de la mitad... Y es de un granjero, sabe, y el
granjero dice que es un perro tan útil que no lo vendería ni por cien libras.
Dice que mata todas las ratas y... ¡Dios mío! --exclamó Alicia trastornada--.
¡Temo que lo he ofendido otra vez!
Porque
el Ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas, y organizaba una
auténtica tempestad en la charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó
dulcemente mientras nadaba tras él:
--¡Ratoncito
querido! ¡vuelve atrás, y no hablaremos más de gatos ni de perros, puesto que
no te gustan!
Cuando
el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y nadó lentamente hacia ella:
tenía la cara pálida (de emoción, pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa:
--Vamos
a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué
odio a los gatos y a los perros.
Ya
era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y más de los
pájaros y animales que habían caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y
un aguilucho y otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo
nadó hacia la orilla.
Capítulo
3 - UNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIAUNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA
El
grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente extraño: los
pájaros con las plumas sucias, los otros animales con el pelo pegado al cuerpo,
y todos calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos.
Lo
primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse: lo discutieron entre
ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse
en aquella reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los
conociera de toda la vida. Sostuvo incluso una larga discusión con el Loro, que
terminó poniéndose muy tozudo y sin querer decir otra cosa que «soy más viejo
que tú, y tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida
sin saber antes la edad del Loro, y el Loro se negó rotundamente a confesar su
edad, ahí acabó la conversación.
Por
fin el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del grupo, les
gritó:
--¡Sentaos
todos y escuchadme! ¡Os aseguro que voy a dejaros secos en un santiamén!
Todos
se sentaron pues, formando un amplio círculo, con el Ratón en medio.
Alicia
mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba a
pescar un resfriado de aúpa si no se secaba en seguida.
--¡Ejem!
--carraspeó el Ratón con aires de importancia--, ¿Estáis preparados? Esta es la
historia más árida y por tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por
favor! «Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue
aceptado muy pronto por los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban ha
tiempo acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de
Mercia y Northumbría...»
--¡Uf!
--graznó el Loro, con un escalofrío.
--Con
perdón --dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía--.
¿Decía
usted algo?
--¡Yo
no! --se apresuró a responder el Loro.
--Pues
me lo había parecido -dijo el Ratón--. Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de
Mercia y Northumbría, se pusieron a su favor, e incluso Stigandio, el
patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró conveniente...»--¿Encontró qué?
-preguntó el Pato.
--Encontrólo
-repuso el Ratón un poco enfadado--. Desde luego, usted sabe lo que lo quiere
decir.
--¡Claro
que sé lo que quiere decir! --refunfuñó el Pato--. Cuando yo encuentro algo es
casi siempre una rana o un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que
encontró el arzobispo.
El
Ratón hizo como si no hubiera oído esta pregunta y se apresuró a continuar con
su historia:
--«Lo
encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de
Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con moderación.
Pero
la insolencia de sus normandos...» ¿Cómo te sientes ahora, querida? continuó,
dirigiéndose a Alicia.
--Tan
mojada como al principio --dijo Alicia en tono melancólico--. Esta historia es
muy seca, pero parece que a mi no me seca nada.
--En
este caso --dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie--, propongo que
se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata de
remedios más radicales...
--¡Habla
en cristiano! --protestó el Aguilucho--. No sé lo que quieren decir ni la mitad
de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que
significan!
Y
el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de los otros
pájaros rieron sin disimulo.
--Lo
que yo iba a decir --siguió el Dodo en tono ofendido-- es que el mejor modo
para secarnos sería una Carrera Loca.
--¿Qué
es una Carrera Loca? --preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de
averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que
alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.
--Bueno,
la mejor manera de explicarlo es hacerlo.
(Y
por si alguno de vosotros quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día
de invierno, voy a contaros cómo la organizó el Dodo.)
Primero
trazó una pista para la Carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no
tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá
a lo largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino
que todos empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de
modo que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando
llevaban corriendo más o menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo
gritó súbitamente:
--¡La
carrera ha terminado!
Y
todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando:
--¿Pero
quién ha ganado?
El
Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas
cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en la
frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores),
mientras los demás esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo:
--Todos
hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio.
--¿Pero
quién dará los premios? --preguntó un coro de voces.
--Pues
ella, naturalmente --dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo.
Y
todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como locos:
--¡Premios!
¡Premios!
Alicia
no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró
una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado dentro), y los
repartió como premios. Había exactamente un confite para cada uno de ellos.
--Pero
ella también debe tener un premio --dijo el Ratón.
--Claro
que sí -aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó--: ¿Qué
más tienes en el bolsillo?
--Sólo
un dedal -dijo Alicia.
--Venga
el dedal -dijo el Dodo.
Y
entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le ofrecía
solemnemente el dedal con las palabras:
--Os
rogamos que aceptéis este elegante dedal.
Y
después de este cortísimo discurso, todos aplaudieron con entusiasmo.
Alicia
pensó que todo esto era muy absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan en
serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco se le ocurría nada que decir,
se limitó a hacer una reverencia, y a coger el dedal, con el aire más solemne
que pudo.
Había
llegado el momento de comerse los confites, lo que provocó bastante ruido y
confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los
pájaros pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda.
Sin embargo, por fin terminaron con los confites, y de nuevo se sentaron en
círculo, y pidieron al Ratón que les contara otra historia.
--Me
prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? --dijo Alicia--. Y por qué odias a
los... G. y a los P. --añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los
gatos y a los perros por su nombre completo para no ofender al Ratón de nuevo.
--¡Arrastro
tras de mí una realidad muy larga y muy triste! --exclamó el Ratón,
dirigiéndose a Alicia y dejando escapar un suspiro.
--Desde
luego, arrastras una cola larguísima --dijo Alicia, mientras echaba una mirada
admirativa a la cola del Ratón--, pero ¿por qué dices que es triste?
Y
tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a su cola, que, cuando
él empezó a hablar, la historia que contó tomó en la imaginación de Alicia una
forma así:
"Cierta
Furia dijo a un
Ratón
al que se encontró
en
su casa: "Vamos a ir juntos ante la Ley: Yo te acusaré, y tú te
defenderás.
¡Vamos!
No admitiré más
discusiones
Hemos de
tener
un proceso, porque esta mañana no he
tenido
ninguna otra
cosa
que hacer". El
Ratón
respondió a la
Furia:
"Ese pleito, señora no servirá si no
tenemos
juez y jurado,
y
no servirá más que
para
que nos gritemos
uno
a otro como una
pareja
de tontos"
Y
replicó la Furia: "Yo seré
al
mismo tiempo
el
juez y el
jurado."
Lo dijo
taimadamente
la
vieja Furia. "Yo seré
la
que diga
todo
lo que
haya
que decir, y también quien
a
muerte condene."
--¡No
me estás escuchando! --protestó el Ratón, dirigiéndose a Alicia--.
¿Dónde
tienes la cabeza?
--Por
favor, no te enfades -dijo Alicia con suavidad--. Si no me equivoco, ibas ya
por la quinta vuelta.
--¡Nada
de eso! --chilló el Ratón--. ¿De qué vueltas hablas? ¡Te estás burlando de mí y
sólo dices tonterías!
Y
el Ratón se levantó y se fue muy enfadado.
--¡Ha
sido sin querer! exclamó la pobre Alicia--. ¡Pero tú te enfadas con tanta
facilidad!
El
Ratón sólo respondió con un gruñido, mientras seguía alejándose.
--¡Vuelve,
por favor, y termina tu historia! --gritó Alicia tras él.
Y
los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro:
--¡Sí,
vuelve, por favor!
Pero
el Ratón movió impaciente la cabeza y apresuró el paso.
--¡Qué
lástima que no se haya querido quedar! -suspiró el Loro, cuando el Ratón se
hubo perdido de vista.
Y
una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a su hija:
--¡Ah,
cariño! ¡Que te sirva de lección para no dejarte arrastrar nunca por tu mal
genio!
--¡Calla
esa boca, mamá! -protestó con aspereza la Cangrejita-. ¡Eres capaz de acabar
con la paciencia de una ostra!
--¡Ojalá
estuviera aquí Dina con nosotros! --dijo Alicia en voz alta, pero sin dirigirse
a nadie en particular--.
¡Ella
sí que nos traería al Ratón en un santiamén!
--¡Y
quién es Dina, si se me permite la pregunta? --quiso saber el Loro.
Alicia
contestó con entusiasmo, porque siempre estaba dispuesta a hablar de su amiga
favorita:
--Dina
es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar lo lista que es para cazar ratones! ¡Una
maravilla! ¡Y me gustaría que la vierais correr tras los pájaros!
¡Se
zampa un pajarito en un abrir y cerrar de ojos!
Estas
palabras causaron una impresión terrible entre los animales que la rodeaban.
Algunos pájaros se apresuraron a levantar el vuelo. Una vieja urraca se
acurrucó bien entre sus plumas, mientras murmuraba: «No tengo más remedio que
irme a casa; el frío de la noche no le sienta bien a mi garganta». Y un canario
reunió a todos sus pequeños, mientras les decía con una vocecilla temblorosa:
«¡Vamos, queridos! ¡Es hora de que estéis todos en la cama!» Y así, con distintos
pretextos, todos se fueron de allí, y en unos segundos Alicia se encontró
completamente sola.
--¡Ojalá
no hubiera hablado de Dina! --se dijo en tono melancólico--. ¡Aquí abajo, mi
gata no parece gustarle a nadie, y sin embargo estoy bien segura de que es la
mejor gata del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida Dina! ¡Me pregunto si volveré a
verte alguna vez!
Y
la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo, porque se sentía muy sola y muy
deprimida. Al poco rato, sin embargo, volvió a oír un ruidito de pisadas a lo lejos
y levantó la vista esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón había cambiado
de idea y volvía atrás para terminar su historia.
Capítulo
4 - LA CASA DEL CONEJOLA CASA DEL CONEJO
Era
el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a
su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia oyó que murmuraba:
--¡La
Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas ! ¡Oh, mi piel y mis bigotes !
¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos son grillos ! ¿Dónde demonios
puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde?
Alicia
comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el par de guantes
blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso también ella a buscar
por todos lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo parecía
haber cambiado desde que ella cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de
cristal y la puertecilla habían desaparecido completamente.
A
los pocos instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia, que andaba
buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy enfadado:
--¡Cómo,
Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre inmediatamente a casa y
tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa!
Alicia
se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que el Conejo le
señalaba, sin intentar explicarle que estaba equivocándose de persona.
--¡Me
ha confundido con su criada! --se dijo mientras corría--. ¡Vaya sorpresa se va
a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico
y sus guantes... Bueno, si logro encontrarlos.
Mientras
decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en cuya puerta brillaba una
placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin
llamar, y corrió escaleras arriba, con mucho miedo de encontrar a la verdadera
Mary Ann y de que la echaran de la casa antes de que hubiera encontrado los
guantes y el abanico.
--¡Qué
raro parece --se dijo Alicia eso de andar haciendo recados para un conejo!
¡Supongo que después de esto Dina también me mandará a hacer sus recados! --Y
empezó a imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita Alicia, venga aquí
inmediatamente y prepárese para salir de paseo!», diría la niñera, y ella
tendría que contestar: «¡Voy en seguida! Ahora no puedo, porque tengo que
vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dina y cuidar de que no se escape ningún
ratón»--. Claro que --siguió diciéndose Alicia--, si a Dina le daba por empezar
a darnos órdenes, no creo que parara mucho tiempo en nuestra casa.
A
todo esto, había conseguido llegar hasta un pequeño dormitorio, muy ordenado,
con una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa (como esperaba) un abanico y
dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla. Cogió el abanico y
un par de guantes, y, estaba a punto de salir de la habitación, cuando su
mirada cayó en una botellita que estaba al lado del espejo del tocador. Esta
vez no había letrerito con la palabra «BEBEME», pero de todos modos Alicia lo
destapó y se lo llevó a los labios.
--Estoy
segura de que, si como o bebo algo, ocurrirá algo interesante --se dijo--. Y
voy a ver qué pasa con esta botella. Espero que vuelva a hacerme crecer, porque
en realidad, estoy bastante harta de ser una cosilla tan pequeñeja.
¡Y
vaya si la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa de lo que imaginaba! Antes de que
hubiera bebido la mitad del frasco, se encontró con que la cabeza le tocaba
contra el techo y tuvo que doblarla para que no se le rompiera el cuello. Se
apresuró a soltar la botella, mientras se decía:
--¡Ya
basta! Espero que no seguiré creciendo... De todos modos, no paso ya por la
puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido tan aprisa!
¡Por
desgracia, era demasiado tarde para pensar en ello! Siguió creciendo, y
creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas en el suelo. Un minuto más
tarde no le quedaba espacio ni para seguir arrodillada, y tuvo que intentar
acomodarse echada en el suelo, con un codo contra la puerta y el otro brazo
alrededor del cuello. Pero no paraba de crecer, y, como último recurso, sacó un
brazo por la ventana y metió un pie por la chimenea, mientras se decía:
--Ahora
no puedo hacer nada más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí?
Por
suerte la botellita mágica había producido ya todo su efecto, y Alicia dejó de
crecer. De todos modos, se sentía incómoda y, como no parecía haber posibilidad
alguna de volver a salir nunca de aquella habitación, no es de extrañar que se
sintiera también muy desgraciada.
--Era
mucho más agradable estar en mi casa --pensó la pobre Alicia--. Allí, al menos,
no me pasaba el tiempo creciendo y disminuyendo de tamaño, y recibiendo órdenes
de ratones y conejos. Casi preferiría no haberme metido en la madriguera del
Conejo... Y, sin embargo, pese a todo, ¡no se puede negar que este género de
vida resulta interesante! ¡Yo misma me pregunto qué puede haberme sucedido!
Cuando leía cuentos de hadas, nunca creí que estas cosas pudieran ocurrir en la
realidad, ¡y aquí me tenéis metida hasta el cuello en una aventura de éstas!
Creo que debiera escribirse un libro sobre mí, sí señor. Y cuando sea mayor, yo
misma lo escribiré... Pero ya no puedo ser mayor de lo que soy ahora --añadió
con voz lúgubre--. Al menos, no me queda sitio para hacerme mayor mientras esté
metida aquí dentro. Pero entonces, ¿es que nunca me haré mayor de lo que soy
ahora? Por una parte, esto sería una ventaja, no llegaría nunca a ser una
vieja, pero por otra parte ¡tener siempre lecciones que aprender! ¡Vaya lata!
¡Eso si que no me gustaría nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia! --se rebatió a
sí misma--. ¿Cómo vas a poder estudiar lecciones metida aquí dentro? Apenas si
hay sitio para ti, ¡Y desde luego no queda ni un rinconcito para libros de
texto!
Y
así siguió discurseando un buen rato, unas veces en un sentido y otras
llevándose a sí misma la contraria, manteniendo en definitiva una conversación
muy seria, como si se tratara de dos personas. Hasta que oyó una voz fuera de
la casa, y dejó de discutir consigo misma para escuchar.
--¡Mary
Ann! ¡Mary Ann! --decía la voz--. ¡Tráeme inmediatamente mis guantes!
Después
Alicia oyó un ruidito de pasos por la escalera. Comprendió que era el Conejo
que subía en su busca y se echó a temblar con tal fuerza que sacudió toda la
casa, olvidando que ahora era mil veces mayor que el Conejo Blanco y no había
por tanto motivo alguno para tenerle miedo.
Ahora
el Conejo había llegado ante la puerta, e intentó abrirla, pero, como la puerta
se abría hacia adentro y el codo de Alicia estaba fuertemente apoyado contra
ella, no consiguió moverla. Alicia oyó que se decía para sí:
--Pues
entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.
--Eso
sí que no --pensó Alicia.
Y,
después de esperar hasta que creyó oír al Conejo justo debajo de la ventana,
abrió de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo que estuviera a su alcance.
No encontró nada, pero oyó un gritito entrecortado, algo que caía y un
estrépito de cristales rotos, lo que le hizo suponer que el Conejo se había
caído sobre un invernadero o algo por el estilo. Después se oyó una voz muy
enfadada, que era la del Conejo:
--¡Pat!
¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Y
otra voz, que Alicia no había oído hasta entonces:
--¡Aquí
estoy, señor! ¡Cavando en busca de manzanas, con permiso del señor!
--¡Tenías
que estar precisamente cavando en busca de manzanas! --replicó el Conejo muy
irritado--. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y ayúdame a salir de esto!
Hubo
más ruido de cristales rotos. --Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la
ventana?
--Seguro
que es un brazo, señor --(y pronunciaba «brasso»).
--¿Un
brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si llena
toda la ventana!
--Seguro
que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo!
--Bueno,
sea lo que sea no tiene por que estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo de ahí!
Siguió
un largo silencio, y Alicia sólo pudo oír breves cuchicheos de vez en cuando,
como «¡Seguro que esto no me gusta nada, señor, lo que se dice nada!» y «¡Haz
de una vez lo que te digo, cobarde!» Por último, Alicia volvió a abrir la mano
y a moverla en el aire como si quisiera atrapar algo. Esta vez hubo dos
grititos entrecortados y más ruido de cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos
de cristal debe de haber ahí abajo!», pensó Alicia. «¡Me pregunto qué harán
ahora! Si se trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran lograrlo. No tengo
ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí dentro.»Esperó unos minutos
sin oír nada más. Por fin escuchó el rechinar de las ruedas de una carretilla y
el sonido de muchas voces que hablaban todas a la vez. Pudo entender algunas
palabras: «¿Dónde está la otra escalera?... A mí sólo me dijeron que trajera
una; la otra la tendrá Bill... ¡Bill! ¡Trae la escalera aquí, muchacho!...
Aquí, ponedlas en esta esquina... No, primero átalas la una a la otra... Así no
llegarán ni a la mitad... Claro que llegarán, no seas pesado... ¡Ven aquí,
Bill, agárrate a esta cuerda!...
¿Aguantará
este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja suelta!... ¡Eh, que se cae!
¡Cuidado con la cabeza!» Aquí se oyó una fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha
sido?... Creo que ha sido Bill... ¿Quién va a bajar por la chimenea?...
¿Yo?
Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar! Tiene que bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El
amo dice que tienes que bajar por la chimenea!»
--¡Vaya!
¿Conque es Bill el que tiene que bajar por la chimenea? se dijo Alicia--.
¡Parece que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría estar en su pellejo: desde
luego esta chimenea es estrecha, pero me parece que podré dar algún puntapié
por ella.
Alicia
hundió el pie todo lo que pudo dentro de la chimenea, y esperó hasta oír que la
bestezuela (no podía saber de qué tipo de animal se trataba) escarbaba y
arañaba dentro de la chimenea, justo encima de ella. Entonces, mientras se
decía a sí misma: «¡Aquí está Bill! », dio una fuerte patada, y esperó a ver
qué pasaba a continuación.
Lo
primero que oyó fue un coro de voces que gritaban a una: «¡Ahí va Bill!», y
después la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis junto a la
valla!» Siguió un silencio y una nueva avalancha de voces: «Levantadle la
cabeza... Venga un trago... Sin que se ahogue... ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo
todo!»
Por
fin se oyó una vocecita débil y aguda, que Alicia supuso sería la voz de Bill:
--Bueno,
casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias, ya me siento mejor... Estoy
tan aturdido que no sé qué decir... Lo único que recuerdo es que algo me golpeó
rudamente, ¡y salí por los aires como el muñeco de una caja de sorpresas!
--¡Desde
luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! --dijeron los otros.
--¡Tenemos
que quemar la casa! --dijo la voz del Conejo.
Y
Alicia gritó con todas sus fuerzas:
--¡Si
lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se
hizo inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia pensó para sí:
--Me
pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una pizca de sentido común,
levantarían el tejado.
Después
de uno o dos minutos se pusieron una vez más todos en movimiento, y Alicia oyó
que el Conejo decía:
--Con
una carretada tendremos bastante para empezar.
--¿Una
carretada de qué? --pensó Alicia.
Y
no tuvo que esperar mucho para averiguarlo, pues un instante después una
granizada de piedrecillas entró disparada por la ventana, y algunas le dieron
en plena cara.
--Ahora
mismo voy a acabar con esto --se dijo Alicia para sus adentros, y añadió en
alta voz--: ¡Será mejor que no lo repitáis!
Estas
palabras produjeron otro silencio de muerte. Alicia advirtió, con cierta
sorpresa, que las piedrecillas se estaban transformando en pastas de té, allí
en el suelo, y una brillante idea acudió de inmediato a su cabeza.
«Si
como una de estas pastas», pensó, «seguro que producirá algún cambio en mi
estatura. Y, como no existe posibilidad alguna de que me haga todavía mayor,
supongo que tendré que hacerme forzosamente más pequeña».
Se
comió, pues, una de las pastas, y vio con alegría que empezaba a disminuir
inmediatamente de tamaño. En cuanto fue lo bastante pequeña para pasar por la
puerta, corrió fuera de la casa, y se encontró con un grupo bastante numeroso
de animalillos y pájaros que la esperaban. Una lagartija, Bill, estaba en el
centro, sostenido por dos conejillos de indias, que le daban a beber algo de una
botella. En el momento en que apareció Alicia, todos se abalanzaron sobre ella.
Pero Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y pronto se encontró a salvo
en un espeso bosque.
--Lo
primero que ahora tengo que hacer --se dijo Alicia, mientras vagaba por el
bosque --es crecer hasta volver a recuperar mi estatura. Y lo segundo es
encontrar la manera de entrar en aquel precioso jardín. Me parece que éste es
el mejor plan de acción.
Parecía,
desde luego, un plan excelente, y expuesto de un modo muy claro y muy simple.
La única dificultad radicaba en que no tenía la menor idea de cómo llevarlo a
cabo. Y, mientras miraba ansiosamente por entre los árboles, un pequeño ladrido
que sonó justo encima de su cabeza la hizo mirar hacia arriba sobresaltada.
Un
enorme perrito la miraba desde arriba con sus grandes ojos muy abiertos y
alargaba tímidamente una patita para tocarla.
--¡Qué
cosa tan bonita! --dijo Alicia, en tono muy cariñoso, e intentó sin éxito
dedicarle un silbido, pero estaba también terriblemente asustada, porque
pensaba que el cachorro podía estar hambriento, y, en este caso, lo más
probable era que la devorara de un solo bocado, a pesar de todos sus mimos.
Casi
sin saber lo que hacía, cogió del suelo una ramita seca y la levantó hacia el
perrito, y el perrito dio un salto con las cuatro patas en el aire, soltó un
ladrido de satisfacción y se abalanzó sobre el palo en gesto de ataque.
Entonces Alicia se escabulló rápidamente tras un gran cardo, para no ser
arrollada, y, en cuanto apareció por el otro lado, el cachorro volvió a
precipitarse contra el palo, con tanto entusiasmo que perdió el equilibrio y
dio una voltereta. Entonces Alicia, pensando que aquello se parecía mucho a
estar jugando con un caballo percherón y temiendo ser pisoteada en cualquier momento
por sus patazas, volvió a refugiarse detrás del cardo. Entonces el cachorro
inició una serie de ataques relámpago contra el palo, corriendo cada vez un
poquito hacia adelante y un mucho hacia atrás, y ladrando roncamente todo el
rato, hasta que por fin se sentó a cierta distancia, jadeante, la lengua
colgándole fuera de la boca y los grandes ojos medio cerrados.
Esto
le pareció a Alicia una buena oportunidad para escapar. Así que se lanzó a
correr, y corrió hasta el límite de sus fuerzas y hasta quedar sin aliento, y
hasta que las ladridos del cachorro sonaron muy débiles en la distancia.
--Y,
a pesar de todo, ¡qué cachorrito tan mono era! --dijo Alicia, mientras se
apoyaba contra una campanilla para descansar y se abanicaba con una de sus
hojas--. ¡Lo que me hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera tenido
yo el tamaño adecuado para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había olvidado que
tengo que crecer de nuevo! Veamos: ¿qué tengo que hacer para lograrlo? Supongo
que tendría que comer o que beber alguna cosa, pero ¿qué? Éste es el gran
dilema.
Realmente
el gran dilema era ¿qué? Alicia miró a su alrededor hacia las flores y hojas de
hierba, pero no vio nada que tuviera aspecto de ser la cosa adecuada para ser
comida o bebida en esas circunstancias. Allí cerca se erguía una gran seta,
casi de la misma altura que Alicia. Y, cuando hubo mirado debajo de ella, y a
ambos lados, y detrás, se le ocurrió que lo mejor sería mirar y ver lo que
había encima.
Se
puso de puntillas, y miró por encima del borde de la seta, y sus ojos se
encontraron de inmediato con los ojos de una gran oruga azul, que estaba
sentada encima de la seta con los brazos cruzados, fumando tranquilamente una
larga pipa y sin prestar la menor atención a Alicia ni a ninguna otra cosa.
Capítulo
5 - CONSEJOS DE UNA ORUGACONSEJOS DE UNA ORUGA
La
Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por fin la Oruga se
sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada.
--¿Quién
eres tú? --dijo la Oruga.
No
era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia contestó
un poco intimidada:
--Apenas
sé, señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era al levantarme esta
mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.
--¿Qué
quieres decir con eso? --preguntó la Oruga con severidad--. ¡A ver si te
aclaras contigo misma!
--Temo
que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora --dijo Alicia--, porque yo no
soy yo misma, ya lo ve.
--No
veo nada --protestó la Oruga.
--Temo
que no podré explicarlo con más claridad --insistió Alicia con voz amable--,
porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas
veces de estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.
--No
resulta nada --replicó la Oruga.
--Bueno,
quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido --dijo Alicia--, pero
cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en
mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree?
--Ni
pizca --declaró la Oruga.
--Bueno,
quizá los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le aseguro
que a mi me parecería muy raro.
--¡A
ti! --dijo la Oruga con desprecio--. ¿Quién eres tú?
Con
lo cual volvían al principio de la conversación. Alicia empezaba a sentirse
molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que
se puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad:
--Me
parece que es usted la que debería decirme primero quién es.
--¿Por
qué? --inquirió la Oruga.
Era
otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta
convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más
antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.
--¡Ven
aquí! --la llamó la Oruga a sus espaldas--. ¡Tengo algo importante que decirte!
Estas
palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.
--¡Vigila
este mal genio! --sentenció la Oruga.
--¿Es
eso todo? --preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.
--No
--dijo la Oruga.
Alicia
decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si
la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena. Durante unos minutos la
Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos, volvió a
sacarse la pipa de la boca y dijo:
--Así
que tú crees haber cambiado, ¿no?
--Mucho
me temo que si, señora. No me acuerdo de cosas que antes sabía muy bien, y no
pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.
--¿No
te acuerdas ¿de qué cosas?
--Bueno,
intenté recitar los versos de "Ved cómo la industriosa abeja... pero todo
me salió distinto, completamente distinto y seguí hablando de cocodrilos".
--Pues
bien, haremos una cosa.
--¿Que?
--Recítame
eso de "Ha envejecido, Padre Guillermo..." --Ordenó la Oruga.
Alicia
cruzó los brazos y empezó a recitar el poema:
"Ha
envejecido, Padre Guillermo," dijo el chico,
"Y
su pelo está lleno de canas;
Sin
embargo siempre hace el pino--
¿Con
sus años aún tiene las ganas?
"Cuando
joven," dijo Padre Guillermo a su hijo,
"No
quería dañarme el coco;
Pero
ya no me da ningún miedo,
Que
de mis sesos me queda muy poco."
"Ha
envejecido," dijo el muchacho,
"Como
ya se ha dicho;
Sin
embargo entró capotando--
¿Como
aún puede andar como un bicho?
"Cuando
joven," dijo el sabio, meneando su pelo blanco,
"Me
mantenía el cuerpo muy ágil
Con
ayuda medicinal y, si puedo ser franco,
Debes
probarlo para no acabar débil."
"Ha
envejecido," dijo el chico, "y tiene los dientes inútiles
para
más que agua y vino;
Pero
zampó el ganso hasta los huesos frágiles--
A
ver, señor, ¿que es el tino?"
Cuando
joven," dijo su padre, "me empeñé en ser abogado,
Y
discutía la ley con mi esposa;
Y
por eso, toda mi vida me ha durado
Una
mandíbula muy fuerte y musculosa."
"Ha
envejecido y sería muy raro," dijo el chico,
"Si
aún tuviera la vista perfecta;
¿Pues
cómo hizo bailar en su pico
Esta
anguila de forma tan recta?"
"Tres
preguntas ya has posado,
Y
a ninguna más contestaré.
Si
no te vas ahora mismo,
¡Vaya
golpe que te pegaré!
--Eso
no está bien --dijo la Oruga.
--No,
me temo que no está del todo bien --reconoció Alicia con timidez--.
Algunas
palabras tal vez me han salido revueltas.
--Está
mal de cabo a rabo-- sentenció la Oruga en tono implacable, y siguió un
silencio de varios minutos.
La
Oruga fue la primera en hablar.
¿Qué
tamaño te gustaría tener? --le preguntó.
--No
soy difícil en asunto de tamaños --se apresuró a contestar Alicia--. Sólo que
no es agradable estar cambiando tan a menudo, sabe.
--No
sé nada --dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca en toda su vida le habían
llevado tanto la contraria, y sintió que se le estaba acabando la paciencia.
--¿Estás
contenta con tu tamaño actual? --preguntó la Oruga.
--Bueno,
me gustaría ser un poco más alta, si a usted no le importa. ¡Siete centímetros
es una estatura tan insignificante!
¡Es
una estatura perfecta! --dijo la Oruga muy enfadada, irguiéndose cuan larga era
(medía exactamente siete centímetros).
--¡Pero
yo no estoy acostumbrada a medir siete centímetros! se lamentó la pobre Alicia
con voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros: «¡Ojalá estas criaturas
no se ofendieran tan fácilmente!»
--Ya
te irás acostumbrando --dijo la Oruga, y volvió a meterse la pipa en la boca y
empezó otra vez a fumar.
Esta
vez Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a hablar de nuevo. Al cabo
de uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa de la boca, dio unos bostezos y
se desperezó. Después bajó de la seta y empezó a deslizarse por la hierba, al
tiempo que decía:
--Un
lado te hará crecer, y el otro lado te hará disminuir.
--Un
lado ¿de qué? El otro lado ¿de que? --se dijo Alicia para sus adentros.
--De
la seta --dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera preguntado en voz alta.
Y
al cabo de unos instantes se perdió de vista.
Alicia
se quedó un rato contemplando pensativa la seta, en un intento de descubrir
cuáles serían sus dos lados, y, como era perfectamente redonda, el problema no
resultaba nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo lo que pudo alrededor
de la seta y arrancó con cada mano un pedacito.
--Y
ahora --se dijo--, ¿cuál será cuál?
Dio
un mordisquito al pedazo de la mano derecha para ver el efecto y al instante
sintió un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le había chocado con los
pies!
Se
asustó mucho con este cambio tan repentino, pero comprendió que estaba
disminuyendo rápidamente de tamaño, que no había por tanto tiempo que perder y
que debía apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía la mandíbula tan apretada
contra los pies que resultaba difícil abrir la boca, pero lo consiguió al fin,
y pudo tragar un trocito del pedazo de seta que tenía en la mano izquierda.
* *
* * *
* *
* *
* * *
*
* *
* * *
* *
«¡Vaya,
por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con alivio, pero el alivio se
transformó inmediatamente en alarma, al advertir que había perdido de vista sus
propios hombros: todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un larguísimo
pedazo de cuello, que parecía brotar como un tallo del mar de hojas verdes que
se extendía muy por debajo de ella.
--¿Qué
puede ser todo este verde? --dijo Alicia--. ¿Y dónde se habrán marchado mis
hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros?
Mientras
hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, salvo un
ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante.
Como
no había modo de que sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la
cabeza hasta las manos, y descubrió con entusiasmo que su cuello se doblaba con
mucha facilidad en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr
que su cabeza descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se disponía a
introducirla entre las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los
árboles bajo los que antes había estado paseando, cuando un agudo silbido la
hizo retroceder a toda prisa. Una gran paloma se precipitaba contra su cabeza y
la golpeaba violentamente con las alas.
--¡Serpiente!
--chilló la paloma.
--¡Yo
no soy una serpiente! --protestó Alicia muy indignada--. ¡Y déjame en paz!
--¡Serpiente,
más que serpiente! --siguió la Paloma, aunque en un tono menos convencido, y
añadió en una especie de sollozo--: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado
resultado!
--No
tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! --dijo Alicia.
--Lo
he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y
lo he intentado en los setos --siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le
decía--. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas!
Alicia
se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que
ella pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su
discurso.
--¡Como
si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos! --dijo la Paloma--. ¡Encima
hay que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo
durante tres semanas!
--Siento
mucho que sufra usted tantas molestias --dijo Alicia, que empezaba a comprender
el significado de las palabras de la Paloma. --¡Y justo cuando elijo el árbol
más alto del bosque --continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido--, y
justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar
culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!
--Pero
le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una...
--Bueno,
qué eres, pues? --dijo la Paloma--. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
--Soy...
soy una niñita --dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos
los cambios que había sufrido a lo largo del día.
--¡A
otro con este cuento! --respondió la Paloma, en tono del más profundo
desprecio--. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna
que tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada
sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un
huevo!
--Bueno,
huevos si he comido --reconoció Alicia, que siempre decía la verdad--. Pero es
que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
--No
lo creo --dijo la Paloma--, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no
son más que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era
una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo
que dio oportunidad a la Paloma de añadir:
--¡Estás
buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una
serpiente?
--¡Pues
a mí sí me da! --se apresuró a declarar Alicia--. Y además da la casualidad de
que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría
los tuyos: no me gustan crudos.
--Bueno,
pues entonces, lárgate --gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar en el
nido.
Alicia
se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre
las ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato,
recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la
obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y creciendo unas veces y
decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal.
Hacía
tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que
al principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y
empezó a hablar consigo misma como solía.
--¡Vaya,
he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No
puede estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que
he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel
precioso jardín... Me pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo.
Mientras
decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una casita
de poco más de un metro de altura.
--Sea
quien sea el que viva allí --pensó Alicia--, no puedo presentarme con este
tamaño. ¡Se morirían del susto!
Así
pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y no se
atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos
veinte centímetros.
Capítulo
6 - CERDO Y PIMIENTACERDO Y PIMIENTA
Alicia
se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a hacer,
cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le
pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su
cara, habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos.
Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una cara redonda y grandes ojos de
rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado y rizado.
Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió
cautelosamente del bosque para oír lo que decían.
El
lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan
grande como él, y se la entregó al otro lacayo, mientras decía en tono solemne:
--Para
la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El
lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el
orden de las palabras:
--De
la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Después
los dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados rizos entrechocaron
y se enredaron.
A
Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que correr a esconderse en el bosque
por miedo a que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había
marchado y el otro estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando
estúpidamente el cielo.
Alicia
se acercó tímidamente y llamó a la puerta.
--No
sirve de nada llamar --dijo el lacayo--, y esto por dos razones. Primero,
porque yo estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están
armando tal ruido dentro de la casa, que es imposible que te oigan.
Y
efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso: aullidos,
estornudos y de vez en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato o una olla
se hubiera roto en mil pedazos.
--Dígame
entonces, por favor --preguntó Alicia--, qué tengo que hacer para entrar.
--Llamar
a la puerta serviría de algo --siguió el lacayo sin escucharla--, si tuviéramos
la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías
llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes.
Había
estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le pareció
a Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se
dijo para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo
menos podría responder cuando se le pregunta algo».
--¿Qué
tengo que hacer para entrar? --repitió ahora en voz alta.
--Yo
estaré sentado aquí --observó el lacayo-- hasta mañana...
En
este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por
los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a
estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.
--...
o pasado mañana, quizás --continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si
no hubiese pasado absolutamente nada.
--¿Qué
tengo que hacer para entrar? --volvió a preguntar Alicia alzando la voz.
--Pero
¿tienes realmente que entrar? --dijo el lacayo--. Esto es lo primero que hay
que aclarar, sabes.
Era
la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.
--¡Qué
pesadez! --masculló para sí--. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas
criaturas! ¡Hay para volverse loco!
Al
lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con
variaciones:
--Estaré
sentado aquí --dijo-- días y días.
--Pero
¿qué tengo que hacer yo? --insistió Alicia.
--Lo
que se te antoje --dijo el criado, y empezó a silbar.
--¡Oh,
no sirve para nada hablar con él! --murmuró Alicia desesperada--. ¡Es un
perfecto idiota!
Abrió
la puerta y entró en la casa.
La
puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de
humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y
con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía
el interior de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa.
--¡Esta
sopa tiene por descontado demasiada pimienta! --se dijo Alicia para sus
adentros, mientras soltaba el primer estornudo.
Donde
si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de
vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento
de respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la
cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de
oreja a oreja.
--¿Por
favor, podría usted decirme --preguntó Alicia con timidez, pues no estaba
demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la
conversación-- por qué sonríe su gato de esa manera?
--Es
un gato de Cheshire --dijo la Duquesa--, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó
esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto
de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y
no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
--No
sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni
siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
--Todos
pueden --dijo la Duquesa--, y muchos lo hacen.
--No
sabía de ninguno que lo hiciera --dijo Alicia muy amablemente, contenta de
haber iniciado una conversación.
--No
sabes casi nada de nada --dijo la Duquesa--. Eso es lo que ocurre.
A
Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería
oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera
apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus
manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una
lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse,
ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con
tanta fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.
--¡Oh,
por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! --gritó Alicia, mientras
saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles--. ¡Le va a arrancar su
preciosa nariz! --añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande
volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
--Si
cada uno se ocupara de sus propios asuntos --dijo la Duquesa en un gruñido--,
el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.
--Lo
cual no supondría ninguna ventaja --intervino Alicia, muy contenta de que se
presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos--. Si la tierra
girase más aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche!
Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo
sobre su propio eje...
--Hablando
de ejecutar --interrumpió la Duquesa--, ¡que le corten la cabeza!
Alicia
miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido,
pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar
oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección:
--Veinticuatro
horas, creo, ¿o son doce? Yo...
--Tú
vas a dejar de fastidiarme --dijo la Duquesa--. ¡Nunca he soportado los
cálculos!
Y
empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y
al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.
Grítale
y zurra al niñito
si
se pone a estornudar,
porque
lo hace el bendito
sólo
para fastidiar.
CORO
(Con
participación de la cocinera y el bebé)
¡Gua!
¡Gua! ¡Gua!
Cuando
comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo
luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello.
Alicia apenas podía distinguir las palabras:
A
mi hijo le grito,
y
si estornuda, ¡menuda paliza!
Porque,
¿es que acaso no le gusta
la
pimienta cuando le da la gana?
CORO
¡Gua!
¡Gua! ¡Gua!
--¡Ea!
¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! --dijo la Duquesa al concluir la
canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire--. Yo tengo que ir a
arreglarme para jugar al croquet con la Reina.
Y
la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una
sartén en el último instante, pero no la alcanzó.
Alicia
cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una
criaturita de forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas
direcciones, «como una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño
resoplaba como una maquina de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se
estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y
deseó para evitar que se le escabullera de los brazos.
En
cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en
retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien
sujetos para impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no
me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos.
¿Acaso
no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta
voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de
estornudar).
--No
gruñas --le riñó Alicia--. Ésa no es forma de expresarse.
El
bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le
pasaba algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más
parecida a un hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban
poniendo demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni
pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado
llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna
lágrima. No, no había lágrimas.
--Si
piensas convertirte en un cerdito, cariño --dijo Alicia muy seria--, yo no
querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!
La
pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible
asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.
Alicia
estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con
este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con
tanta violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda:
no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo
seguir llevándolo en brazos.
Así
pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y
se adentraba en el bosque.
«Si
hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo,
pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que
ella conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos.
«¡Si
supiéramos la manera de transformarlos!», se estaba diciendo, cuando tuvo un
ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado en la rama de
un árbol muy próximo a ella.
El
Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter,
pero también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de modo que sería
mejor tratarlo con respeto.
--Minino
de Cheshire --empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si
le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su
sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba--.
Minino
de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de
aquí?
--Esto
depende en gran parte del sitio al que quieras llegar --dijo el
Gato.
--No
me importa mucho el sitio... --dijo Alicia.
--Entonces
tampoco importa mucho el camino que tomes --dijo el Gato.
--...
siempre que llegue a alguna parte --añadió Alicia como explicación.
--¡Oh,
siempre llegarás a alguna parte --aseguró el Gato--, si caminas lo suficiente!
A
Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra
pregunta:
¿Qué
clase de gente vive por aquí?
--En
esta dirección --dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha-- vive un
Sombrerero. Y en esta dirección --e hizo un gesto con la otra pata-- vive una
Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.
--Pero
es que a mí no me gusta tratar a gente loca --protestó Alicia.
--Oh,
eso no lo puedes evitar --repuso el Gato--. Aquí todos estamos locos. Yo estoy
loco. Tú estás loca.
--¿Cómo
sabes que yo estoy loca? --preguntó Alicia.
--Tienes
que estarlo afirmó el Gato--, o no habrías venido aquí.
Alicia
pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
--¿Y
cómo sabes que tú estás loco?
--Para
empezar -repuso el Gato--, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
--Supongo
que sí --concedió Alicia.
--Muy
bien. Pues en tal caso --siguió su razonamiento el Gato--, ya sabes que los
perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos.
Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy
enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
--A
eso yo le llamo ronronear, no gruñir --dijo Alicia.
--Llámalo
como quieras --dijo el Gato--. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
--Me
gustaría mucho --dijo Alicia--, pero por ahora no me han invitado.
--Allí
nos volveremos a ver --aseguró el Gato, y se desvaneció.
A
Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que
sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato
había estado, cuando éste reapareció de golpe.
--A
propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? --preguntó--. Me olvidaba de
preguntarlo.
--Se
convirtió en un cerdito --contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato
hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.
--Ya
sabía que acabaría así --dijo el Gato, y desapareció de nuevo.
Alicia
esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no fue
así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección
en que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.
--Sombrereros
ya he visto algunos --se dijo para sí--. La Liebre de Marzo será mucho más
interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca... o al
menos quizá no esté tan loca como en marzo.
Mientras
decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más,
sentado en la rama de un árbol.
--¿Dijiste
cerdito o cardito? --preguntó el Gato.
--Dije
cerdito --contestó Alicia--. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y
desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo!
--De
acuerdo --dijo el Gato.
Y
esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta de
la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el
resto del Gato ya había desaparecido.
--¡Vaya!
--se dijo Alicia--. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una
sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!
No
tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser
forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y
el techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió
a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de la mano
izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos dos palmos. Aún así, se
acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:
--¿Y
si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor
ir a ver al Sombrerero!
Capítulo
7 - UNA MERIENDA DE LOCOSUNA MERIENDA DE LOCOS
Habían
puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y
el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que
dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando
los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el
Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa».
La
mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los
extremos.
--¡No
hay sitio! --se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.
--¡Hay
un montón de sitio! --protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a
un extremo de la mesa.
--Toma
un poco de vino --la animó la Liebre de Marzo.
Alicia
miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.
--No
veo ni rastro de vino --observó.
--Claro.
No lo hay --dijo la Liebre de Marzo.
--En
tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo --dijo Alicia
enfadada.
--Tampoco
es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada
--dijo la Liebre de Marzo.
--No
sabía que la mesa era suya --dijo Alicia--. Está puesta para muchas más de tres
personas.
--Necesitas
un buen corte de pelo --dijo el Sombrerero.
Había
estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas eran sus primeras
palabras.
--Debería
aprender usted a no hacer observaciones tan personales --dijo Alicia con
acritud--. Es de muy mala educación.
Al
oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo
fue:
--¿En
qué se parece un cuervo a un escritorio?
«¡Vaya,
parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me encanta que hayan empezado
a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta:
--Creo
que sé la solución.
--¿Quieres
decir que crees que puedes encontrar la solución? --preguntó la Liebre de
Marzo.
--Exactamente
--contestó Alicia.
--Entonces
debes decir lo que piensas --siguió la Liebre de Marzo.
--Ya
lo hago --se apresuró a replicar Alicia-. O al menos... al menos pienso lo que
digo... Viene a ser lo mismo, ¿no?
--¿Lo
mismo? ¡De ninguna manera! --dijo el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo
decir «veo lo que como» que «como lo que veo»!
--¡Y
sería lo mismo decir --añadió la Liebre de Marzo- «me gusta lo que tengo» que
«tengo lo que me gusta»!
--¡Y
sería lo mismo decir --añadió el Lirón, que parecía hablar en medio de sus
sueños- «respiro cuando duermo» que «duermo cuando respiro»!
--Es
lo mismo en tu caso --dijo el Sombrerero.
Y
aquí la conversación se interrumpió, y el pequeño grupo se mantuvo en silencio
unos instantes, mientras Alicia intentaba recordar todo lo que sabía de cuervos
y de escritorios, que no era demasiado.
El
Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
--¿Qué
día del mes es hoy? --preguntó, dirigiéndose a Alicia.
Se
había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole
violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído.
Alicia
reflexionó unos instantes.
--Es
día cuatro dijo por fin.
--¡Dos
días de error! --se lamentó el Sombrerero, y, dirigiéndose amargamente a la
Liebre de Marzo, añadió--: ¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a
la maquinaria!
--Era
mantequilla de la mejor --replicó la Liebre muy compungida.
--Sí,
pero se habrán metido también algunas migajas --gruñó el Sombrerero--.
No
debiste utilizar el cuchillo del pan.
La
Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró con aire melancólico: después lo
sumergió en su taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se le ocurrió nada mejor
que decir y repitió su primera observación:
--Era
mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia
había estado mirando por encima del hombro de la Liebre con bastante
curiosidad.
--¡Qué
reloj más raro! --exclamó--. ¡Señala el día del mes, y no señala la hora que
es!
--¿Y
por qué habría de hacerlo? --rezongó el Sombrerero--. ¿Señala tu reloj el año
en que estamos?
--Claro
que no --reconoció Alicia con prontitud--. Pero esto es porque está tanto
tiempo dentro del mismo año.
--Que
es precisamente lo que le pasa al mío --dijo el Sombrerero.
Alicia
quedó completamente desconcertada. Las palabras del Sombrerero no parecían
tener el menor sentido.
--No
acabo de comprender --dijo, tan amablemente como pudo.
--El
Lirón se ha vuelto a dormir -dijo el Sombrerero, y le echó un poco de té
caliente en el hocico.
El
Lirón sacudió la cabeza con impaciencia, y dijo, sin abrir los ojos:
--Claro
que sí, claro que sí. Es justamente lo que yo iba a decir.
--¿Has
encontrado la solución a la adivinanza? --preguntó el Sombrerero, dirigiéndose
de nuevo a Alicia.
--No.
Me doy por vencida. ¿Cuál es la solución?
--No
tengo la menor idea -dijo el Sombrerero.
--Ni
yo --dijo la Liebre de Marzo.
Alicia
suspiró fastidiada.
--Creo
que ustedes podrían encontrar mejor manera de matar el tiempo --dijo-- que ir
proponiendo adivinanzas sin solución.
--Si
conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo --dijo el Sombrerero--, no
hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!
--No
sé lo que usted quiere decir --protestó Alicia.
--¡Claro
que no lo sabes! --dijo el Sombrerero, arrugando la nariz en un gesto de
desprecio--. ¡Estoy seguro de que ni siquiera has hablado nunca con el Tiempo!
--Creo
que no --respondió Alicia con cautela--. Pero en la clase de música tengo que
marcar el tiempo con palmadas.
--¡Ah,
eso lo explica todo! --dijo el Sombrerero--. El Tiempo no tolera que le den
palmadas. En cambio, si estuvieras en buenas relaciones con él, haría todo lo
que tú quisieras con el reloj. Por ejemplo, supón que son las nueve de la
mañana, justo la hora de empezar las clases, pues no tendrías más que
susurrarle al Tiempo tu deseo y el Tiempo en un abrir y cerrar de ojos haría
girar las agujas de tu reloj. ¡La una y media! ¡Hora de comer!
(«¡Cómo
me gustaría que lo fuera ahora!», se dijo la Liebre de Marzo para sí en un
susurro).
--Sería
estupendo, desde luego --admitió Alicia, pensativa--. Pero entonces todavía no
tendría hambre, ¿no le parece?
--Quizá
no tuvieras hambre al principio --dijo el Sombrerero--. Pero es que podrías
hacer que siguiera siendo la una y media todo el rato que tú quisieras.
--¿Es
esto lo que ustedes hacen con el Tiempo? --preguntó Alicia.
El
Sombrerero movió la cabeza con pesar.
--¡Yo
no! --contestó--. Nos peleamos el pasado marzo, justo antes de que ésta se
volviera loca, sabes (y señaló con la cucharilla hacia la Liebre de Marzo).
--¿Ah,
si?-- preguntó Alicia interesada.
--Si.
Sucedió durante el gran concierto que ofreció la Reina de Corazones, y en el
que me tocó cantar a mí.
--¿Y
que cantaste?-- preguntó Alicia.
--Pues
canté:
"Brilla,
brilla, ratita alada,
¿En
que estás tan atareada"?
--Porque
esa canción la conocerás, ¿no?
--Quizá
me suene de algo, pero no estoy segura-- dijo Alicia.
--Tiene
más estrofas --siguió el Sombrerero--. Por ejemplo:
"Por
sobre el Universo vas volando,
con
una bandeja de teteras llevando.
Brilla,
brilla..."
Al
llegar a este punto, el Lirón se estremeció y empezó a canturrear en sueños:
«brilla, brilla, brilla, brilla... », y estuvo así tanto rato que tuvieron que
darle un buen pellizco para que se callara.
--Bueno
--siguió contando su historia el Sombrerero--. Lo cierto es que apenas había
terminado yo la primera estrofa, cuando la Reina se puso a gritar:
«¡Vaya
forma estúpida de matar el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!»
--¡Qué
barbaridad! ¡Vaya fiera! --exclamó Alicia.
--Y
desde entonces --añadió el Sombrerero con una voz tristísima--, el Tiempo cree
que quise matarlo y no quiere hacer nada por mí. Ahora son siempre las seis de
la tarde.
Alicia
comprendió de repente todo lo que allí ocurría.
--¿Es
ésta la razón de que haya tantos servicios de té encima de la mesa? --preguntó.
--Sí,
ésta es la razón --dijo el Sombrerero con un suspiro--. Siempre es la hora del té,
y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
--¿Y
lo que hacen es ir dando la vuelta? a la mesa, verdad? --preguntó Alicia.
--Exactamente
--admitió el Sombrerero--, a medida que vamos ensuciando las tazas.
--Pero,
¿qué pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa? --se atrevió a
preguntar Alicia.
--¿Y
si cambiáramos de conversación? --los interrumpió la Liebre de Marzo con un
bostezo--. Estoy harta de todo este asunto. Propongo que esta señorita nos
cuente un cuento.
--Mucho
me temo que no sé ninguno --se apresuró a decir Alicia, muy alarmada ante esta
proposición.
--¡Pues
que lo haga el Lirón! --exclamaron el Sombrerero y la Liebre de Marzo--.
¡Despierta, Lirón!
Y
empezaron a darle pellizcos uno por cada lado.
El
Lirón abrió lentamente los ojos.
--No
estaba dormido --aseguró con voz ronca y débil--. He estado escuchando todo lo
que decíais, amigos.
--¡Cuéntanos
un cuento! --dijo la Liebre de Marzo.
--¡Sí,
por favor! --imploró Alicia.
--Y
date prisa --añadió el Sombrerero--. No vayas a dormirte otra vez antes de
terminar.
--Había
una vez tres hermanitas empezó apresuradamente el Lirón--, y se llamaban Elsie,
Lacie y Tilie, y vivían en el fondo de un pozo...
--¿Y
de qué se alimentaban? --preguntó Alicia, que siempre se interesaba mucho por todo
lo que fuera comer y beber.
--Se
alimentaban de melaza --contestó el Lirón, después de reflexionar unos
segundos.
--No
pueden haberse alimentado de melaza, sabe --observó Alicia con amabilidad--. Se
habrían puesto enfermísimas.
--Y
así fue --dijo el Lirón--. Se pusieron de lo más enfermísimas.
Alicia
hizo un esfuerzo por imaginar lo que sería vivir de una forma tan
extraordinaria, pero no lo veía ni pizca claro, de modo que siguió preguntando:
--Pero,
¿por qué vivían en el fondo de un pozo?
--Toma
un poco más de té --ofreció solícita la Liebre de Marzo.
--Hasta
ahora no he tomado nada --protestó Alicia en tono ofendido--, de modo que no
puedo tomar más.
--Quieres
decir que no puedes tomar menos --puntualizó el Sombrerero--. Es mucho más
fácil tomar más que nada.
--Nadie
le pedía su opinión --dijo Alicia.
--¿Quién
está haciendo ahora observaciones personales? --preguntó el Sombrerero en tono
triunfal.
Alicia
no supo qué contestar a esto. Así pues, optó por servirse un poco de té y pan
con mantequilla. Y después, se volvió hacia el Lirón y le repitió la misma
pregunta: --¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?
El
Lirón se puso a cavilar de nuevo durante uno o dos minutos, y entonces dijo:
--Era
un pozo de melaza.
--¡No
existe tal cosa!
Alicia
había hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron
callar con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:
--Si
no sabes comportarte con educación, mejor será que termines tú el cuento.
--No,
por favor, ¡continúe! --dijo Alicia en tono humilde--. No volveré a
interrumpirle. Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
--¡Claro
que existe uno! -exclamó el Lirón indignado. Pero, sin embargo, estuvo
dispuesto a seguir con el cuento--. Así pues, nuestras tres hermanitas...
estaban aprendiendo a dibujar, sacando...
--¿Qué
sacaban? --preguntó Alicia, que ya había olvidado su promesa.
--Melaza
--contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para reflexionar.
--Quiero
una taza limpia --les interrumpió el Sombrerero--. Corrámonos todos un sitio.
Se
cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó
a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la
Liebre de Marzo. El Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y
Alicia estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de Marzo acababa de
derramar la leche dentro de su plato.
Alicia
no quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a hablar con mucha
prudencia:
--Pero
es que no lo entiendo. ¿De donde sacaban la melaza?
--Uno
puede sacar agua de un pozo de agua --dijo el Sombrerero--, ¿por qué no va a
poder sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
--Pero
es que ellas estaban dentro, bien adentro --le dijo Alicia al Lirón, no
queriéndose dar por enterada de las últimas palabras del Sombrerero.
--Claro
que lo estaban --dijo el Lirón--. Estaban de lo más requetebién.
Alicia
quedó tan confundida al ver que el Lirón había entendido algo distinto a lo que
ella quería decir, que no volvió a interrumpirle durante un ratito.
--Nuestras
tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar --siguió el Lirón,
bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando un sueño
terrible--, y dibujaban todo tipo de cosas... todo lo que empieza con la letra
M...
--¿Por
qué con la M? --preguntó Alicia.
--¿Y
por qué no? --preguntó la Liebre de Marzo.
Alicia
guardó silencio.
Para
entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los
pellizcos del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó un gritito y siguió la
narración: --... lo que empieza con la letra M, como matarratas, mundo, memoria
y mucho... muy, en fin todas esas cosas. Mucho, digo, porque ya sabes, como
cuando se dice "un mucho más que un menos". ¿Habéis visto alguna vez
el dibujo de un «mucho»?
--Ahora
que usted me lo pregunta --dijo Alicia, que se sentía terriblemente confusa--,
debo reconocer que yo no pienso...
--¡Pues
si no piensas, cállate! --la interrumpió el Sombrerero.
Esta
última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy
disgustada y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de
los otros dio la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque Alicia miró
una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La última vez que
los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
--¡Por
nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! --se dijo Alicia,
mientras se adentraba en el bosque--. ¡Es la merienda más estúpida a la que he
asistido en toda mi vida!
Mientras
decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles tenía una puerta en el
tronco.
--¡Qué
extraño! --pensó--. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre
en seguida.
Y
entró en el árbol.
Una
vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la mesita de cristal.
«Esta vez haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger
la llavecita de oro y abrir la puerta que daba al jardín. Entonces se puso a
mordisquear cuidadosamente la seta (se había guardado un pedazo en el bolsillo),
hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se adentró por el estrecho
pasadizo. Y entonces... entonces estuvo por fin en el maravilloso jardín, entre
las flores multicolores y las frescas fuentes.
Capítulo
8 - EL CROQUET DE LA REINAEL CROQUET DE LA REINA
Un
gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas eran blancas,
pero había allí tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le
pareció muy extraño, y se acercó para averiguar lo que pasaba, y al acercarse a
ellos oyó que uno de los jardineros decía:
--¡Ten
cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
--No
es culpa mía --dijo Cinco, en tono dolido--. Siete me ha dado un golpe en el
codo.
Ante
lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
--¡Muy
bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!
--¡Mejor
será que calles esa boca! --dijo Cinco--. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que
debían cortarte la cabeza!
--¿Por
qué? --preguntó el que había hablado en primer lugar.
--¡Eso
no es asunto tuyo, Dos! --dijo Siete.
--¡Sí
es asunto suyo! --protestó Cinco--. Y voy a decírselo: fue por llevarle a la
cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete
tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya! De todas las
injusticias...», cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba
allí observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se volvieron también
hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.
--¿Querrían
hacer el favor de decirme --empezó Alicia con cierta timidez-- por qué están
pintando estas rosas?
Cinco
y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en una vocecita
temblorosa:
--Pues,
verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo,
y nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre,
nos cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita, estamos
haciendo lo posible, antes de que ella llegue, para...
En
este momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín,
gritó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron
inmediatamente de bruces en el suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y Alicia
miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero
aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la misma forma que los
tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas.
Después seguían diez cortesanos, adornados enteramente con diamantes, y
formados, como los soldados, de dos en dos. A continuación venían los infantes
reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos de la mano de dos en
dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados, casi todos reyes y
reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba
atropelladamente, muy nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la presencia
de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que llevaba la corona
del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al final de este espléndido
cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia
estaba dudando si debería o no echarse de bruces como los tres jardineros, pero
no recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba
un desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el mundo
tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera ver nada?» Así pues, se
quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando
el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la
Reina preguntó severamente:
--¿Quién
es ésta?
La
pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no hizo más que
inclinarse y sonreír por toda respuesta.
--¡Idiota!
--dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y, volviéndose hacia
Alicia, le preguntó--: ¿Cómo te llamas, niña?
--Me
llamo Alicia, para servir a Su Majestad --contestó Alicia en un tono de lo más
cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que
una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sentirme asustada!»
--¿Y
quiénes son éstos? --siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres
jardineros que yacían en torno al rosal.
Porque,
claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de atrás, que era igual en
todas las cartas de la baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o
soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
--¿Cómo
voy a saberlo yo? --replicó Alicia, asombrada de su propia audacia--.
¡No
es asunto mío!
La
Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz,
empezó a gritar:
--¡Que
le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
--¡Tonterías!
--exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y
la Reina se calló.
El
Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:
Considera,
cariño, que sólo se trata de una niña!
La
Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:
--¡Dales
la vuelta a éstos!
Y
así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.
--¡Arriba!
--gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.
Y
los tres jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron a hacer
profundas reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a
todo el mundo.
--¡Basta
ya! --gritó la Reina--. ¡Me estáis poniendo nerviosa! --Y después, volviéndose
hacia el rosal, continuó--: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?
--Con
la venia de Su Majestad --empezó a explicar Dos, en tono muy humilde, e
hincando en el suelo una rodilla mientras hablaba--, estábamos intentando...
--¡Ya
lo veo! --estalló la Reina, que había estado examinando las rosas ¡Que les
corten la cabeza!
Y
el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se quedaron allí
para ejecutar a los desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse junto a
Alicia.
--¡No
os cortarán la cabeza! --dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había
allí cerca.
Los
tres soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por allí, buscando a los
jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.
--¿Han
perdido sus cabezas? --gritó la Reina.
--Sí,
sus cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad --gritaron los soldados
como respuesta.
--¡Muy
bien! --gritó la Reina--. ¿Sabes jugar al croquet?
Los
soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia Alicia, porque era
evidente que la pregunta iba dirigida a ella.
--¡Sí!
--gritó Alicia.
--¡Pues
andando! --vociferó la Reina.
Y
Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué iba a suceder
a continuación.
--Hace...
¡hace un día espléndido! --murmuró a su lado una tímida vocecilla.
Alicia
estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con ansiedad.
--Mucho
--dijo Alicia--. ¿Dónde está la Duquesa?
--¡Chitón!
¡Chit6n! --dijo el Conejo en voz baja y apremiante. Miraba ansiosamente a sus
espaldas mientras hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a
la oreja de Alicia y susurró--: Ha sido condenada a muerte.
--¿Por
qué motivo? --quiso saber Alicia.
--¿Has
dicho «pobrecilla»? --preguntó el Conejo.
--No,
no he dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué
motivo?»
--Le
dio un sopapo a la Reina... --empezó a decir el Conejo, y a Alicia le dio un
ataque de risa--. ¡Chitón! ¡Chitón! --suplicó el Conejo con una vocecilla
aterrada--. ¡Va a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó bastante
tarde, y la Reina dijo...
--¡Todos
a sus sitios! --gritó la Reina con voz de trueno.
Y
todos se pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros.
Sin
embargo, unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.
Alicia
pensó que no había visto un campo de croquet tan raro como aquél en toda su
vida. Estaba lleno de montículos y de surcos. as bolas eran erizos vivos, los
mazos eran flamencos vivos, y los soldados tenían que doblarse y ponerse a
cuatro patas para formar los aros.
La
dificultad más grave con que Alicia se encontró al principio fue manejar a su
flamenco. Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del brazo, con las
patas colgando detrás, pero casi siempre, cuando había logrado enderezarle el
largo cuello y estaba a punto de darle un buen golpe al erizo con la cabeza del
flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a los ojos con tanta
extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a
bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy irritante
descubrir que el erizo se había desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si
todo esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la dirección en
que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados doblados en forma
de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia
llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida realmente
difícil.
Los
jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su turno, discutiendo sin cesar y
disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un paroxismo de
furor y andaba de un lado a otro dando patadas en el suelo y gritando a cada
momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la
cabeza!».
Alicia
empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna
disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. «Y
entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas.
Lo extraño es que quede todavía alguien con vida!»Estaba buscando pues alguna
forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran,
cuando advirtió una extraña aparición en el aire.
Al
principio quedó muy desconcertada, pero, después de observarla unos minutos,
descubrió que se trataba de una sonrisa, y se dijo:
--Es
el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.
--¿Qué
tal estás? --le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder
hablar.
Alicia
esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De
nada servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos una de
ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia
dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy
contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin duda que su
parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.
--Me
parece que no juegan ni un poco limpio --empezó Alicia en tono quejumbroso--, y
se pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que
haya reglas ningunas... Y, si las hay, nadie hace caso de ellas... Y no puedes imaginar
qué lío es el que las cosas estén vivas.
Por
ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del
campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó
cuando vio que se acercaba el mío!
--¿Qué
te parece la Reina? --dijo el Gato en voz baja.
--No
me gusta nada --dijo Alicia . Es tan exagerada... --En este momento, Alicia
advirtió que la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de
modo que siguió--: ... tan exageradamente dada a ganar, que no merece la pena
terminar la partida.
La
Reina sonrió y reanudó su camino.
--¿Con
quién estás hablando? --preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la
cabeza del Gato con gran curiosidad.
--Es
un amigo mío... un Gato de Cheshire --dijo Alicia--. Permita que se lo
presente.
--No
me gusta ni pizca su aspecto --aseguró el Rey--. Sin embargo, puede besar mi
mano si así lo desea.
--Prefiero
no hacerlo --confesó el Gato.
--No
seas impertinente --dijo el Rey--, ¡Y no me mires de esta manera!
Y
se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
--Un
gato puede mirar cara a cara a un rey --sentenció Alicia--. Lo he leído en un
libro, pero no recuerdo cuál.
--Bueno,
pues hay que eliminarlo --dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que
precisamente pasaba por allí--. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este
gato!
Para
la Reina sólo existía un modo de resolver los problemas, fueran grandes o
pequeños.
--¡Que
le corten la cabeza! --ordenó, sin molestarse siquiera en echarles una ojeada.
--Yo
mismo iré a buscar al verdugo --dijo el Rey apresuradamente.
Y
se alejó corriendo de allí.
Alicia
pensó que sería mejor que ella volviese al juego y averiguase cómo iba la
partida, pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor.
Acababa
de dictar sentencia de muerte contra tres de los jugadores, por no haber jugado
cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que
estaba tomando todo aquello, porque la partida había llegado a tal punto de
confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo no. Así
pues, se puso a buscar su erizo.
El
erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo, y esto le pareció a
Alicia una excelente ocasión para hacer una carambola: la única dificultad era
que su flamenco se había largado al otro extremo del jardín, y Alicia podía
verlo allí, aleteando torpemente en un intento de volar hasta las ramas de un
árbol.
Cuando
hubo recuperado a su flamenco y volvió con el, la pelea había terminado, y no
se veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero esto no tiene demasiada
importancia», pensó Alicia, «ya que todos los aros se han marchado de esta
parte del campo». Así pues, sujetó bien al flamenco debajo del brazo, para que
no volviera a escaparse, y se fue a charlar un poco más con su amigo.
Cuando
volvió junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver que un gran grupo de
gente se había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina
discutían acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras los demás
guardaban silencio y parecían sentirse muy incómodos.
En
cuanto Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella para que decidiera
la cuestión, y le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se
le hizo muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La
teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar una cabeza si no había
cuerpo del que cortarla; decía que nunca había tenido que hacer una cosa
parecida en el pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas alturas de su
vida.
La
teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser decapitado, y que
se dejara de decir tonterías.
La
teoría de la Reina era que si no solucionaban el problema inmediatamente, haría
cortar la cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía
que todos tuvieran un aspecto grave y asustado.)A Alicia sólo se le ocurrió
decir:
--El
Gato es de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo que debe hacerse con
él.
--La
Duquesa está en la cárcel --dijo la Reina al verdugo--. Ve a buscarla.
Y
el verdugo partió como una flecha.
La
cabeza del Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en que el verdugo se
fue, y, cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido totalmente. Así
pues, el Rey y el verdugo empezaron a corretear de un lado a otro en busca del
Gato, mientras el resto del grupo volvía a la partida de croquet.
Capítulo
9 - LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGALA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
--¡No
sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía! --dijo la Duquesa,
mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear con
ella.
Alicia
se alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para sus adentros que quizá
fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia cuando se conocieron en
la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no con demasiadas
esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta en mi
cocina. La sopa está muy bien sin pimienta... A lo mejor es la pimienta lo que
pone a la gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber hecho un
nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas agrias.,. y la
manzanilla lo que las hace amargas... y... el regaliz y las golosinas lo que
hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo supiera! Entonces no serían
tan tacaños con los dulces...»
Entretanto,
Alicia casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un pequeño sobresalto
cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
--Estás
pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo
decirte en este instante la moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
--Quizá
no tenga moraleja --se atrevió a observar Alicia.
--¡Calla,
calla, criatura! -dijo la Duquesa--. Todo tiene una moraleja, sólo falta saber
encontrarla.
Y
se apretujó más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A Alicia no le
gustaba mucho tenerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era muy fea; y,
segundo, porque tenía exactamente la estatura precisa para apoyar la barbilla
en el hombro de Alicia, y era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable.
Sin
embargo, como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor que pudo.
--La
partida va ahora un poco mejor --dijo, en un intento de reanudar la
conversación.
--Así
es --afirmó la Duquesa--, y la moraleja de esto es... «Oh, el amor, el amor. El
amor hace girar el mundo.»
--Cierta
persona dijo --rezongó Alicia-- que el mundo giraría mejor si cada uno se
ocupara de sus propios asuntos.
--Bueno,
bueno. En el fondo viene a ser lo mismo --dijo la Duquesa, y hundió un poco más
la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al añadir--: Y la moraleja de
esto es...
«¡Qué
manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
--Me
parece que estás sorprendida de que no te pase el brazo por la cintura --dijo
la Duquesa tras unos instantes de silencio--. La razón es que tengo mis dudas
sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que intente el experimento?
--A
lo mejor le da un picotazo --replicó prudentemente Alicia, que no tenía las
menores ganas de que se intentara el experimento.
--Es
verdad --reconoció la Duquesa--. Los flamencos y la mostaza pican. Y la
moraleja de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
--Sólo
que la mostaza no es un pájaro --observó Alicia.
--Tienes
toda la razón --dijo la Duquesa--. ¡Con qué claridad planteas las cuestiones!
--Es
un mineral, creo --dijo Alicia.
--Claro
que lo es --asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a estar de acuerdo con
todo lo que decía Alicia--. Hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la
moraleja de esto es...
--¡Ah,
ya me acuerdo! --exclamó Alicia, que no había prestado atención a este último
comentario--. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
--Enteramente
de acuerdo --dijo la Duquesa--, y la moraleja de esto es: «Sé lo que quieres
parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más simple: «Nunca imagines ser
diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les
hubiera parecido que no fueses lo que eres».
--Me
parece que esto lo entendería mejor --dijo Alicia amablemente-- si lo viera
escrito, pero tal como usted lo dice no puedo seguir el hilo.
--¡Esto
no es nada comparado con lo que yo podría decir si quisiera! --afirmó la
Duquesa con orgullo.
--¡Por
favor, no se moleste en decirlo de una manera más larga! --imploró Alicia.
--¡Oh,
no hables de molestias! --dijo la Duquesa--. Te regalo con gusto todas las
cosas que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya
regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen regalos de cumpleaños de
este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
--¿Otra
vez pensativa? --preguntó la Duquesa, hundiendo un poco más la afilada barbilla
en el hombro de Alicia.
--Tengo
derecho a pensar, ¿no? --replicó Alicia con acritud, porque empezaba a estar
harta de la Duquesa.
--Exactamente
el mismo derecho dijo la Duquesa-- que el que tienen los cerdos a volar, y la
mora...
Pero
en este punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se perdió en
un susurro, precisamente en medio de su palabra favorita, «moraleja», y el
brazo con que tenía cogida a Alicia empezó a temblar. Alicia levantó los ojos,
y vio que la Reina estaba delante de ellas, con los brazos cruzados y el ceño
tempestuoso.
--¡Hermoso
día, Majestad! --empezó a decir la Duquesa en voz baja y temblorosa.
--Ahora
vamos a dejar las cosas bien claras rugió la Reina, dando una patada en el
suelo mientras hablaba--: ¡O tú o tu cabeza tenéis que desaparecer del mapa! ¡Y
en menos que canta un gallo! ¡Elige!
La
Duquesa eligió, y desapareció a toda prisa.
--Y
ahora volvamos al juego --le dijo la Reina a Alicia.
Alicia
estaba demasiado asustada para decir esta boca es mía, pero siguió dócilmente a
la Reina hacia el campo de croquet.
Los
otros invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y se habían tumbado
a la sombra, pero, en cuanto la vieron, se apresuraron a volver al juego,
mientras la Reina se limitaba a señalar que un segundo de retraso les costaría
la vida.
Todo
el tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó de pelearse con los otros
jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le
corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los que condenaba eran puestos bajo la
vigilancia de soldados, que naturalmente tenían que dejar de hacer de aros, de
modo que al cabo de una media hora no quedaba ni un solo aro, y todos los
jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban arrestados y bajo
sentencia de muerte.
Entonces
la Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y le preguntó a Alicia :
--¿Has
visto ya a la Falsa Tortuga?
--No
--dijo Alicia--. Ni siquiera sé lo que es una Falsa Tortuga.
--¿Nunca
has comido sopa de tortuga? --preguntó la Reina--. Pues hay otra sopa que
parece de tortuga pero no es de auténtica tortuga. La Falsa Tortuga sirve para
hacer esta sopa.
--Nunca
he visto ninguna, ni he oído hablar de ella --dijo Alicia.
--¡Andando,
pues! --ordenó la Reina--. Y la Falsa Tortuga te contará su historia.
Mientras
se alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja a todo el grupo:
«Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está bien!», se dijo Alicia, que
se sentía muy inquieta por el gran número de ejecuciones que la Reina había
ordenado.
Al
poco rato llegaron junto a un Grifo, que yacía profundamente dormido al sol.
(Si no sabéis lo que es un grifo, mirad el dibujo).
--¡Arriba,
perezoso! --ordenó la Reina--. Y acompaña a esta señorita a ver a la Falsa
Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo que volver para vigilar unas cuantas
ejecuciones que he ordenado.
Y
se alejó de allí, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le gustaba
nada el aspecto de aquel bicho, pero pensó que, a fin de cuentas, quizás
estuviera más segura si se quedaba con él que si volvía atrás con el basilisco
de la Reina. Así pues, esperó.
El
Grifo se incorporó y se frotó los ojos; después estuvo mirando a la Reina hasta
que se perdió de vista; después soltó una carcajada burlona.
--¡Tiene
gracia! --dijo el Grifo, medio para sí, medio dirigiéndose a Alicia.
--¿Qué
es lo que tiene gracia? --preguntó Alicia.
--Ella
--contestó el Grifo. Todo son fantasías suyas. Nunca ejecutan a nadie, sabes.
¡Vamos!
«Aquí
todo el mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras lo seguía con desgana.
«¡No
había recibido tantas órdenes en toda mi vida! ¡Jamás!»No habían andado mucho
cuando vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada triste y solitaria sobre
una roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como si se le partiera
el corazón. Le dio mucha pena.
--¿Qué
desgracia le ha ocurrido? --preguntó al Grifo.
Y
el Grifo contestó, casi con las mismas palabras de antes:
--Todo
son fantasías suyas. No le ha ocurrido ninguna desgracia, sabes.
¡Vamos!
Así
pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró con sus grandes ojos
llenos de lágrimas, pero no dijo nada.
--Aquí
esta señorita -explicó el Grifo-- quiere conocer tu historia.
--Voy
a contársela --dijo la Falsa Tortuga en voz grave y quejumbrosa--.
Sentaos
los dos, y no digáis ni una sola palabra hasta que yo haya terminado.
Se
sentaron pues, y durante unos minutos nadie habló. Alicia se dijo para sus
adentros: «No entiendo cómo va a poder terminar su historia, si no se decide a
empezarla». Pero esperó pacientemente.
--Hubo
un tiempo --dijo por fin la Falsa Tortuga, con un profundo suspiro-- en que yo
era una tortuga de verdad.
Estas
palabras fueron seguidas por un silencio muy largo, roto sólo por uno que otro
graznido del Grifo y por los constantes sollozos de la Falsa Tortuga.
Alicia
estaba a punto de levantarse y de decir: «Muchas gracias, señora, por su
interesante historia», pero no podía dejar de pensar que tenía forzosamente que
seguir algo más, conque siguió sentada y no dijo nada.
--Cuando
éramos pequeñas --siguió por fin la Falsa Tortuga, un poco más tranquila, pero
sin poder todavía contener algún sollozo--, íbamos a la escuela del mar. El
maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
--¿Por
qué lo llamaban Galápago, si no era un galápago? --preguntó Alicia.
--Lo
llamábamos Galápago porque siempre estaba diciendo que tenía a «gala» enseñar
en una escuela de «pago» --explicó la Falsa Tortuga de mal humor--.
¡Realmente
eres una niña bastante tonta!
--Tendrías
que avergonzarte de ti misma por preguntar cosas tan evidentes --añadió el
Grifo.
Y
el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron sentados en silencio, mirando a la
pobre Alicia, que hubiera querido que se la tragara la tierra. Por fin el Grifo
le dijo a la Falsa Tortuga:
--Sigue
con tu historia, querida. ¡No vamos a pasarnos el día en esto!
Y
la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
--Sí,
íbamos a la escuela del mar, aunque tú no lo creas...
--¡Yo
nunca dije que no lo creyera! --la interrumpió Alicia.
--Sí
lo hiciste --dijo la Falsa Tortuga. --¡Cállate esa boca! --añadió el Grifo,
antes de que Alicia pudiera volver a hablar.
La
Falsa Tortuga siguió:
--Recibíamos
una educación perfecta... En realidad, íbamos a la escuela todos los días...
--También
yo voy a la escuela todos los días --dijo Alicia--. No hay motivo para presumir
tanto.
--¿Una
escuela con clases especiales? --preguntó la Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
--Sí
--contestó Alicia. Tenemos clases especiales de francés y de música.
--¿Y
lavado? --preguntó la Falsa Tortuga.
--¡Claro
que no! --protestó Alicia indignada.
--¡Ah!
En tal caso no vas en realidad a una buena escuela --dijo la Falsa Tortuga en
tono de alivio--. En nuestra escuela había clases especiales de francés, música
y lavado.
-No
han debido servirle de gran cosa --observó Alicia--, viviendo en el fondo del
mar.
--Yo
no tuve ocasión de aprender --dijo la Falsa Tortuga con un suspiro--.
Sólo
asistí a las clases normales.
--¿Y
cuales eran esos? --preguntó Alicia interesada.
--Nos
enseñaban a beber y a escupir, naturalmente. Y luego, las diversas materias de
la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar y sobre todo la dimisión.
--Jamás
oí hablar de feificar --respondió Alicia.
El
Grifo se alzó sobre dos patas, muy asombrado:
--¡Cómo!
¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo menos sabrás lo que significa
"embellecer".
--Pues...
eso sí, quiere decir hacer algo más bello de lo que es.
--Pues
--respondió el Grifo triunfalmente-, si no sabes ahora lo que quiere decir feificar
es que estás completamente tonta.
Con
lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a seguir preguntando lo
que significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
--¿Qué
otras cosas aprendías allí?
--Pues
aprendía Histeria, histeria antigua y moderna. También Mareografía, y dibujo.
El profesor era un congrio que venía a darnos clase una vez por semana y que
nos enseñó eso, más otras cosas, como la tintura al boleo.
--¿Y
eso qué es? --preguntó Alicia.
--No
puedo hacerte una demostración, ya que ahora estoy muy baja de forma
--respondió la Falsa Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá decirte, nunca
aprendió a tintar al boleo.
--Nunca
tuve tiempo suficiente --se excusó el Grifo. --Pero sí que iba a las clases de
Letras. Y teníamos un maestro que era un gran maestro, un viejo cangrejo.
--Nunca fui a sus clases --dijo la Falsa Tortuga lloriqueando--, dicen que
enseñaba patín y riego.
--Sí,
sí que lo hacía --respondió el Grifo. Y las dos se taparon la cabeza con las
patas, muy soliviantadas.
--¿Cuantas
horas al día duraban esas lecciones? --preguntó Alicia interesada, aunque no
lograba entender mucho qué eran aquellas asignaturas tan raras, o si es que no
sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura al óleo, y patín y
riego serían latín y griego, pero lo que es las otras, se le escapaban.
--Teníamos
diez horas al día el primer día. Luego, el segundo día, nueve y así
sucesivamente.
--Pues
me resulta un horario muy extraño --observó la niña.
--Por
eso se llamaban cursos, no entiendes nada. Se llamaban cursos porque se
acortaban de día en día.
Eso
resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer una nueva pregunta le dio unas
cuantas vueltas al asunto.
Por
fin preguntó:
--Entonces,
el día once, sería fiesta, claro.
--Naturalmente
que sí --respondió la Falsa Tortuga.
--¿Y
el doceavo?
--Basta
de cursos ya --ordenó el Grifo autoritariamente. --Cuéntale ahora algo sobre
los juegos.
Capítulo
10 - EL BAILE DE LA LANGOSTAEL BAILE DE LA LANGOSTA
La
Falsa Tortuga suspiró profundamente y se enjugó una lágrima con la aleta. Antes
de hablar, miró a Alicia durante bastante tiempo, mientras los sollozos casi la
ahogaban.
--Se
te ha atragantado un hueso, parece --dijo el Grifo poco respetuoso. Y se puso a
darle golpes en la concha por la parte de la espalda.
Por
fin la Tortuga recobró la voz y reanudó su narración, solo que las lágrimas
resbalaban por su vieja cara arrugada.
--Tú
acaso no hayas vivido mucho tiempo en el fondo del mar...
--Desde
luego que no», dijo Alicia.
--Y
quizá no hayas entrado nunca en contacto con una langosta.
Alicia
empezó a decir: «Una vez comí...», pero se interrumpió a toda prisa por si
alguien se sentía ofendido.
--No,
nunca --respondió.
Pues
entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo agradable que resulta el Baile de la
Langosta.
--No
reconoció Alicia--. ¿Qué clase de baile es éste?
--Verás
--dijo el Grifo--, primero se forma una línea a lo largo de la playa...
--¡Dos
líneas! --gritó la Falsa Tortuga--. Focas, tortugas y demás. Entonces, cuando
se han quitado todas las medusas de en medio...
--Cosa
que por lo general lleva bastante tiempo --interrumpió el Grifo.
--...
se dan dos pasos al frente...
--¡Cada
uno con una langosta de pareja! --gritó el Grifo.
--Por
supuesto --dijo la Falsa Tortuga--. Se dan dos pasos al frente, se forman
parejas...
--...
se cambia de langosta, y se retrocede en el mismo orden --siguió el Grifo.
--Entonces
--siguió la Falsa Tortuga-- se lanzan las...
--¡Las
langostas! --exclamó el Grifo con entusiasmo, dando un salto en el aire.
--...lo
más lejos que se pueda en el mar...
--¡Y
a nadar tras ellas! -chilló el Grifo.
--¡Se
da un salto mortal en el mar! --gritó la Falsa Tortuga, dando palmadas de
entusiasmo.
--¡Se
cambia otra vez de langosta! --aulló el Grifo.
--Se
vuelve a la playa, y... aquí termina la primera figura --dijo la Falsa Tortuga,
mientras bajaba repentinamente la voz.
Y
las dos criaturas, que habían estado dando saltos y haciendo cabriolas durante
toda la explicación, se volvieron a sentar muy tristes y tranquilas, y miraron
a Alicia.
--Debe
de ser un baile precioso --dijo Alicia con timidez.
--¿Te
gustaría ver un poquito cómo se baila? --propuso la Falsa Tortuga.
--Claro,
me gustaría muchísimo -dijo Alicia.
--¡Ea,
vamos a intentar la primera figura! --le dijo la Falsa Tortuga al Grifo--.
Podemos hacerlo sin langostas, sabes. ¿Quién va a cantar?
--Cantarás
tú --dijo el Grifo--. Yo he olvidado la letra.
Empezaron
pues a bailar solemnemente alrededor de Alicia, dándole un pisotón cada vez que
se acercaban demasiado y llevando el compás con las patas delanteras, mientras
la Falsa Tortuga entonaba lentamente y con melancolía:
"¿Porqué
no te mueves más aprisa? le pregunto una pescadilla a un caracol.
Porque
tengo tras mí un delfín pisoteándome el talón.
¡Mira
lo contentas que se ponen las langostas y tortugas al andar!
Nos
esperan en la playa --¡Venga! ¡Baila y déjate llevar!
¡Venga,
baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar!
¡Baila,
venga, baila, venga, baila, venga y déjate llevar!"
"¡No
te puedes imaginar qué agradable es el baile cuando nos arrojan con las
langostas hacia el mar!
Pero
el caracol respondía siempre: "¡Demasiado lejos, demasiado lejos!" y
ni siquiera se preocupaba de mirar.
"No
quería bailar, no quería bailar, no quería bailar..."
--Muchas
gracias. Es un baile muy interesante --dijo Alicia, cuando vio con alivio que
el baile había terminado--. ¡Y me ha gustado mucho esta canción de la
pescadilla!
--Oh,
respecto a la pescadilla... --dijo la Falsa Tortuga--. Las pescadillas son...
Bueno, supongo que tú ya habrás visto alguna.
--Sí
-respondió Alicia--, las he visto a menudo en la cen...
Pero
se contuvo a tiempo y guardó silencio.
--No
sé qué es eso de cen --dijo la Falsa Tortuga--, pero, si las has visto tan a
menudo, sabrás naturalmente cómo son.
--Creo
que sí --respondió Alicia pensativa. Llevan la cola dentro de la boca y van
cubiertas de pan rallado.
--Te
equivocas en lo del pan --dijo la Falsa Tortuga--. En el mar el pan rallado
desaparecería en seguida. Pero es verdad que llevan la cola dentro de la boca,
y la razón es... --Al llegar a este punto la Falsa Tortuga bostezó y cerró los
ojos--. Cuéntale tú la razón de todo esto -añadió, dirigiéndose al Grifo.
--La
razón es --dijo el Grifo-- que las pescadillas quieren participar con las
langostas en el baile. Y por lo tanto las arrojan al mar. Y por lo tanto tienen
que ir a caer lo más lejos posible. Y por lo tanto se cogen bien las colas con
la boca. Y por lo tanto no pueden después volver a sacarlas. Eso es todo.
--Gracias
--dijo Alicia--. Es muy interesante. Nunca había sabido tantas cosas sobre las
pescadillas.
--Pues
aún puedo contarte más cosas sobre ellas-- dijo el Grifo.-- ¿A que no sabes por
qué las pescadillas son blancas?
--No,
y jamás me lo he preguntado, la verdad ¿Por qué son blancas? --Pues porque
sirven para darle brillo a los zapatos y las botas, por eso, por lo blancas que
son-- respondió el Grifo muy satisfecho.
Alicia
permaneció asombrada, con la boca abierta.
--Para
sacar brillo-- repetía estupefacta--. No me lo explico.
--Pero,
claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapatos? Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia
se miró los pies, pensativa, y vaciló antes de dar una explicación lógica.
--Con
betún negro, creo.
--Pues
bajo el mar, a los zapatos se les da blanco de pescadilla-- respondió el Grifo sentenciosamente.--
Ahora ya lo sabes.
--¿Y
de que están hechos?
--De
mero y otros peces, vamos hombre, si cualquier gamba sabría responder a esa
pregunta-- respondió el Grifo con impaciencia.
--Si
yo hubiera sido una pescadilla, le hubiera dicho al delfín: "Haga el favor
de marcharse, porque no deseamos estar con usted".-- dijo Alicia pensando
en una estrofa de la canción.
--No--
respondió la Falsa Tortuga.-- No tenían más remedio que estar con él, ya que no
hay ningún pez que se respete que no quiera ir acompañado de un delfín.
--¿Eso
es así? --preguntó Alicia muy sorprendida.
--¡Claro
que no!-- replicó la Falsa Tortuga.-- Si a mí se me acercase un pez y me dijera
que marchaba de viaje, le preguntaría primeramente: "¿Y con qué delfín
vas?
Alicia
se quedó pensativa. Luego aventuró:
--No
sería en realidad lo que le dijera ¿con que fin?
--¡Digo
lo que digo!-- aseguró la Tortuga ofendida.
--Y
ahora --dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia--, cuéntanos tú alguna de tus
aventuras.
--Puedo
contaros mis aventuras... a partir de esta mañana --dijo Alicia con cierta
timidez--. Pero no serviría de nada retroceder hasta ayer, porque ayer yo era
otra persona.
--¡Es
un galimatías! Explica todo esto --dijo la Falsa Tortuga.
--¡No,
no! Las aventuras primero --exclamó el Grifo con impaciencia--, las
explicaciones ocupan demasiado tiempo.
Así
pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a partir del momento en que vio por
primera vez al Conejo Blanco. Al principio estaba un poco nerviosa, porque las
dos criaturas se pegaron a ella, una a cada lado, con ojos y bocas abiertos
como naranjas, pero fue cobrando valor a medida que avanzaba en su relato. Sus
oyentes guardaron un silencio completo hasta que llegó el momento en que le
había recitado a la Oruga el poema aquél de "Has envejecido, Padre
Guillermo..." que en realidad le había salido muy distinto de lo que era.
Al llegar a este punto, la Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:
--Todo
eso me parece muy curioso.
--No
puede ser más curioso- remachó el Grifo.
--Te
salió tan diferente... --repitió la Tortuga--, que me gustaría que nos
recitases algo ahora.
Se
volvió al Grifo.
--Dile
que empiece.
El
Grifo indicó:
--Ponte
en pie y recita eso de "Es la voz del perezoso..."
--Pero,
¡cuántas órdenes me dan estas criaturas! --dijo Alicia en voz baja--.
Parece
como si me estuvieran haciendo repetir las lecciones. Para esto lo mismo me
daría estar en la escuela.
Pero
se puso en pie y comenzó obedientemente a recitar el poema. Mientras tanto, no
dejaba de darle vueltas en su cabeza a la danza de las langostas y en realidad
apenas sabía lo que estaba diciendo. Y así le resultó lo que recitaba:
La
voz de la Langosta
he
oído declarar:
Me
han tostado demasiado
y
ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo
mismo que el pato hace con los párpados
hace
la langosta con su nariz:
ajustarse
el cinturón y abotonarse
mientras
tuerce los tobillos.
Cuando
la arena está seca
Está
feliz, tanto como una perdiz,
y
habla con desprecio del tiburón.
Pero
cuando la marea sube
y
los tiburones la cercan,
se
le quiebra la voz
Y
sólo sabe balbucear.
El
Grifo dijo:
--No
lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.
--Puede
ser, aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese poema-- dijo la Falsa
Tortuga--, pero el caso es que me suena a disparates.
Alicia
no contestó. Se cubrió la cara con las manos, tras de sentarse de nuevo y se
preguntó si sería posible que nada pudiera suceder allí de una manera natural.
--Veamos,
me gustaría escuchar una explicación lógica-- dijo la Falsa Tortuga.
--No
sabe explicarlo-- intervino el Grifo.-- Pero, bueno, prosigue con la siguiente
estrofa.
--Pero--
insistió la Tortuga--, ¿qué hay de los tobillos! ¿Cómo podía torcérselos con la
nariz?
--Se
trata de la primera posición de todo el baile-- aclaró Alicia, que, sin
embargo, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el
tema de la conversación.
--¡Prosigue
con la siguiente estrofa!-- reclamó el Grifo.-- Si no me equivoco es la que
comienza diciendo: "Pasé por su jardín...".
Alicia
obedeció, aunque estaba segura de que todo iba a seguir saliendo tergiversado.
Con voz temblorosa dijo:
Pasé
por su jardín
y
con un solo ojo
pude
observar muy bien
cómo
el búho y la pantera
estaban
repartiéndose un pastel.
La
pantera se llevó la pasta,
la
carne y el relleno,
mientras
que al búho le tocaba
sólo
la fuente que contenía el pastel.
Cuando
terminaron de comérselo,
al
búho le tocaba
sólo
la fuente que contenía el pastel.
Cuando
terminaron de comérselo,
el
búho como regalo,
se
llevó en el bolsillo la cucharilla,
en
tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba
el singular banquete.
--Lo
que digo yo-- dijo la Tortuga, --es ¿de qué nos sirve tanto recitar y recitar?
¿Si no explicas el significado de los que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es lo
más confuso que he oído en mi vida!
--Desde
luego --asintió el Grifo--. Creo que lo mejor será que lo dejes.
Y
Alicia se alegró muchísimo. --¿Intentamos otra figura del Baile de la Langosta?
--siguió el Grifo--. ¿O te gustaría que la Falsa Tortuga te cantara otra
canción?
--¡Otra
canción, por favor, si la Falsa Tortuga fuese tan amable! --exclamó Alicia, con
tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.
--¡Vaya!
--murmuró en tono dolido--. ¡Sobre gustos no hay nada escrito! ¿Quieres
cantarle Sopa de Tortuga, amiga mía?
La
Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y empezó a cantar con voz ahogada por los
sollozos:
Hermosa
sopa, en la sopera,
tan
verde y rica, nos espera.
Es
exquisita, es deliciosa.
¡Sopa
de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa
soooo-pa!
¡Hermooo~-sa
soooo-pa!
¡Soooo-pa
de la noooo-che!
¡Hermosa,
hermosa sopa!
--¡Canta
la segunda estrofa! --exclamó el Grifo.
Y
la Falsa Tortuga acababa de empezarla, cuando se oyó a lo lejos un grito de
«¡Se abre el juicio!»
--¡Vamos!
--gritó el Grifo.
Y,
cogiendo a Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar el final de la
canción.
--¿Qué
juicio es éste? --jadeó Alicia mientras corrían.
Pero
el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos! », y se puso a correr aún más aprisa,
mientras, cada vez más débiles, arrastradas por la brisa que les seguía, les
llegaban las melancólicas palabras:
¡Soooo-pa
de la noooo-che!
¡Hermosa,
hermosa sopa!
Capítulo
11 - ¿QUIEN ROBO LAS TARTAS?
Cuando
llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en sus tronos, y
había una gran multitud congregada a su alrededor: toda clase de pajarillos y
animalitos, así como la baraja de cartas completa. El Valet estaba de pie ante
ellos, encadenado, con un soldado a cada lado para vigilarlo. Y cerca del Rey
estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino
en la otra. Justo en el centro de la sala había una mesa y encima de ella una
gran bandeja de tartas: tenían tan buen aspecto que a Alicia se le hizo la boca
agua al verlas. «¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y repartan la merienda!»
Pero no parecía haber muchas posibilidades de que así fuera, y Alicia se puso a
mirar lo que ocurría a su alrededor, para matar el tiempo.
No
había estado nunca en una corte de justicia, pero había leído cosas sobre ellas
en los libros, y se sintió muy satisfecha al ver que sabía el nombre de casi
todo lo que allí había.
--Aquél
es el juez --se dijo a sí misma--, porque lleva esa gran peluca.
El
Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba la corona encima de la peluca, no
parecía sentirse muy cómodo, y desde luego no tenía buen aspecto.
--Y
aquello es el estrado del jurado --pensó Alicia--, y esas doce criaturas (se
vio obligada a decir «criaturas», sabéis, porque algunos eran animales de pelo
y otros eran pájaros) supongo que son los miembros del jurado.
Repitió
esta última palabra dos o tres veces para sí, sintiéndose orgullosa de ella:
Alicia pensaba, y con razón, que muy pocas niñas de su edad podían saber su
significado.
Los
doce jurados estaban escribiendo afanosamente en unas pizarras.
--¿Qué
están haciendo? --le susurró Alicia al Grifo--. No pueden tener nada que anotar
ahora, antes de que el juicio haya empezado.
--Están
anotando sus nombres --susurró el Grifo como respuesta--, no vaya a ser que se
les olviden antes de que termine el juicio.
--¡Bichejos
estúpidos! --empezó a decir Alicia en voz alta e indignada.
Pero
se detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco gritaba: «¡Silencio en la
sala!», y al ver que el Rey se calaba los anteojos y miraba severamente a su
alrededor para descubrir quién era el que había hablado.
Alicia
pudo ver, tan bien como si estuviera mirando por encima de sus hombros, que
todos los miembros del jurado estaban escribiendo «¡bichejos estúpidos!» en sus
pizarras, e incluso pudo darse cuenta de que uno de ellos no sabía cómo se
escribía «bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Menudo lío habrán
armado en sus pizarras antes de que el juicio termine!», pensó Alicia.
Uno
de los miembros del jurado tenía una tiza que chirriaba. Naturalmente esto era
algo que Alicia no podía soportar, así pues dio la vuelta a la sala, se colocó
a sus espaldas, y encontró muy pronto oportunidad de arrebatarle la tiza. Lo
hizo con tanta habilidad que el pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no
se dio cuenta en absoluto de lo que había sucedido con su tiza; y así, después
de buscarla por todas partes, se vio obligado a escribir con un dedo el resto
de la jornada; y esto no servía de gran cosa, pues no dejaba marca alguna en la
pizarra.
--¡Heraldo,
lee la acusación! -dijo el Rey.
Y entonces
el Conejo Blanco dio tres toques de trompeta, y desenrolló el pergamino, y leyó
lo que sigue:
La
Reina cocinó varias tartas
un
día de verano azul,
el
Valet se apoderó de esas tartas
Y
se las llevó a Estambul.
--¡Considerad
vuestro veredicto! --dijo el Rey al jurado.
--¡Todavía
no! ¡Todavía no! le interrumpió apresuradamente el Conejo--. ¡Hay muchas otras
cosas antes de esto!
--Llama
al primer testigo --dijo el Rey.
Y
el Conejo dio tres toques de trompeta y gritó:
--¡Primer
testigo!
El
primer testigo era el Sombrerero. Compareció con una taza de té en una mano y
un pedazo de pan con mantequilla en la otra.
--Os
ruego me perdonéis, Majestad --empezó--, por traer aquí estas cosas, pero no
había terminado de tomar el té, cuando fui convocado a este juicio.
--Debías
haber terminado --dijo el Rey--. ¿Cuándo empezaste?
El
Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que, del brazo del Lirón, lo había
seguido hasta allí.
--Me
parece que fue el catorce de marzo.
--El
quince --dijo la Liebre de Marzo.
--El
dieciséis --dijo el Lirón.
--Anotad
todo esto --ordenó el Rey al jurado.
Y
los miembros del jurado se apresuraron a escribir las tres fechas en sus
pizarras, y después sumaron las tres cifras y redujeron el resultado a chelines
y peniques.
--Quítate
tu sombrero --ordenó el Rey al Sombrerero.
--No
es mío, Majestad --dijo el Sombrero.
--¡Sombrero
robado! --exclamó el Rey, volviéndose hacia los miembros del jurado, que
inmediatamente tomaron nota del hecho.
--Los
tengo para vender --añadió el Sombrerero como explicación--. Ninguno es mío.
Soy sombrerero.
Al
llegar a este punto, la Reina se caló los anteojos y empezó a examinar
severamente al Sombrerero, que se puso pálido y se echó a temblar.
--Di
lo que tengas que declarar --exigió el Rey--, y no te pongas nervioso, o te
hago ejecutar en el acto.
Esto
no pareció animar al testigo en absoluto: se apoyaba ora sobre un pie ora sobre
el otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal su confusión que dio un tremendo
mordisco a la taza de té creyendo que se trataba del pan con mantequilla.
En
este preciso momento Alicia experimentó una sensación muy extraña, que la
desconcertó terriblemente hasta que comprendió lo que era: había vuelto a
empezar a crecer. Al principio pensó que debía levantarse y abandonar la sala,
pero lo pensó mejor y decidió quedarse donde estaba mientras su tamaño se lo
permitiera.
--Haz
el favor de no empujar tanto --dijo el Lirón, que estaba sentado a su lado--.
Apenas puedo respirar.
--No
puedo evitarlo --contestó humildemente Alicia--. Estoy creciendo.
--No
tienes ningún derecho a crecer aquí --dijo el Lirón.
--No
digas tonterías --replicó Alicia con más brío--. De sobra sabes que también tú
creces.
--Sí,
pero yo crezco a un ritmo razonable --dijo el Lirón--, y no de esta manera
grotesca.
Se
levantó con aire digno y fue a situarse al otro extremo de la sala.
Durante
todo este tiempo, la Reina no le había quitado los ojos de encima al
Sombrerero, y, justo en el momento en que el Lirón cruzaba la sala, ordenó a
uno de los ujieres de la corte:
--¡Tráeme
la lista de los cantantes del último concierto!
Lo
que produjo en el Sombrerero tal ataque de temblor que las botas se le salieron
de los pies.
--Di
lo que tengas que declarar --repitió el Rey muy enfadado--, o te hago ejecutar
ahora mismo, estés nervioso o no lo estés.
--Soy
un pobre hombre, Majestad --empezó a decir el Sombrerero en voz temblorosa--...
y no había empezado aún a tomar el té... no debe hacer siquiera una semana... y
las rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada vez más delgadas... y el titileo
del té...
--¿El
titileo de qué? --preguntó el Rey.
--El
titileo empezó con el té --contestó el Sombrerero.
--¡Querrás
decir que titileo empieza con la T! --replicó el Rey con aspereza--. ¿Crees que
no sé ortografía? ¡Sigue!
--Soy
un pobre hombre --siguió el Sombrerero-... y otras cosas empezaron a titilear
después de aquello... pero la Liebre de Marzo dijo...
--¡Yo
no dije eso! --se apresuró a interrumpirle la Liebre de Marzo.
--¡Lo
dijiste! --gritó el Sombrerero.
--¡Lo
niego! --dijo la Liebre de Marzo.
--Ella
lo niega --dijo el Rey--. Tachad esta parte.
--Bueno,
en cualquier caso, el Lirón dijo... --siguió el Sombrerero, y miró ansioso a su
alrededor, para ver si el Lirón también lo negaba, pero el Lirón no negó nada,
porque estaba profundamente dormido--. Después de esto --continuó el
Sombrerero--, cogí un poco más de pan con mantequilla...
--¿Pero
qué fue lo que dijo el Lirón? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--De
esto no puedo acordarme --dijo el Sombrerero.
--Tienes
que acordarte --subrayó el Rey--, o haré que te ejecuten.
El
desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla, y cayó
de rodillas.
--Soy
un pobre hombre, Majestad --empezó.
--Lo
que eres es un pobre orador --dijo sarcástico el Rey.
Al
llegar a este punto uno de los conejillos de indias empezó a aplaudir, y fue
inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso de «reprimir»
puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud lo que pasó.
Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una cuerda:
dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por delante, y
después se sentaron encima).
--Me
alegro muchísimo de haber visto esto --se dijo Alicia--. Estoy harta de leer en
los periódicos que, al final de un juicio, «estalló una salva de aplausos, que
fue inmediatamente reprimida por los ujieres de la sala», y nunca comprendí
hasta ahora lo que querían decir.
--Si
esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del estrado --siguió
diciendo el Rey.
--No
puedo bajar más abajo --dijo el Sombrerero--, porque ya estoy en el mismísimo
suelo.
--Entonces
puedes sentarte --replicó el Rey.
Al
llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a aplaudir, y fue
también reprimido.
--¡Vaya,
con eso acaban los conejillos de indias! --se dijo Alicia--. Me parece que todo
irá mejor sin ellos.
--Preferiría
terminar de tomar el té --dijo el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta
hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de cantantes.
--Puedes
irte --dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la sala, sin esperar
siquiera el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.
--Y
al salir que le corten la cabeza -añadió la Reina, dirigiéndose a uno de los
ujieres.
Pero
el Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el ujier pudiera llegar a
la puerta de la sala.
--¡Llama
al siguiente testigo! --dijo el Rey.
El
siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba el pote de pimienta en
la mano, y Alicia supo que era ella, incluso antes de que entrara en la sala,
por el modo en que la gente que estaba cerca de la puerta empezó a estornudar.
--Di
lo que tengas que declarar --ordenó el Rey.
--De
eso nada --dijo la cocinera.
El
Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo Blanco dijo en voz baja:
--Su
Majestad debe examinar detenidamente a este testigo.
--Bueno,
si debo hacerlo, lo haré --dijo el Rey con resignación, y, tras cruzarse de
brazos y mirar de hito en hito a la cocinera con aire amenazador, preguntó en
voz profunda--: ¿De qué se hacen las tartas?
--Sobre
todo de pimienta --respondió la cocinera.
--Melaza
-dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
--Prended
a ese Lirón --chilló la Reina--. ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón
de la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!
Durante
unos minutos reinó gran confusión en la sala, para arrojar de ella al Lirón, y,
cuando todos volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera había desaparecido.
--¡No
importa! --dijo el Rey, con aire de alivio--. Llama al siguiente testigo. --Y añadió
a media voz dirigiéndose a la Reina-: Realmente, cariño, debieras interrogar tú
al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de cabeza!
Alicia
observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y se preguntó con curiosidad
quién sería el próximo testigo. «Porque hasta ahora poco ha sido lo que han
sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa cuando el Conejo
Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó el nombre de:
--¡Alicia!
Capítulo
12 - LA DECLARACION DE ALICIALA DECLARACION DE ALICIA
--¡Estoy
aquí! --gritó Alicia.
Y
olvidando, en la emoción del momento, lo mucho que había crecido en los últimos
minutos, se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el borde de su
falda el estrado de los jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de
cabeza encima de la gente que había debajo, y quedaron allí pataleando y
agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de peces de
colores que ella había volcado sin querer la semana pasada.
--¡Oh,
les ruego me perdonen! --exclamó Alicia en tono consternado.
Y
empezó a levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su mente el
accidente de la pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas
cuanto antes y devolverlos al estrado, o de lo contrario morirían.
--El
juicio no puede seguir --dijo el Rey con voz muy grave-- hasta que todos los
miembros del jurado hayan ocupado debidamente sus puestos... todos los miembros
del jurado --repitió con mucho énfasis, mirando severamente a Alicia mientras
decía estas palabras.
Alicia
miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las prisas, había colocado a
la Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse, no
podía hacer otra cosa que agitar melancólicamente la cola.
Alicia
lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.
«Aunque
no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me parece que el juicio no
va a cambiar en nada por el hecho de que este animalito esté de pies o de
cabeza».
Tan
pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que había sufrido, y
hubo encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusieron todos a
escribir con gran diligencia para consignar la historia del accidente. Todos
menos la Lagartija, que parecía haber quedado demasiado impresionada para hacer
otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el
techo de la sala.
--¿Qué
sabes tú de este asunto? --le dijo el Rey a Alicia.
--Nada
--dijo Alicia.
--¿Nada
de nada? --insistió el Rey.
--Nada
de nada --dijo Alicia.
--Esto
es algo realmente trascendente --dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.
Y
los miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus pizarras, cuando
intervino a toda prisa el Conejo Blanco:
--Naturalmente,
Su Majestad ha querido decir intrascendente --dijo en tono muy respetuoso, pero
frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.
Intrascendente
es lo que he querido decir, naturalmente --se apresuró a decir el Rey.
Y
empezó a mascullar para sí: «Trascendente... intrascendente...
trascendente...
intrascendente...», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba
mejor.
Parte
del jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió «intrascendente».
Alicia pudo verlo, pues estaba lo suficiente cerca de los miembros del jurado
para leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo para
sí.
En
este momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo algo en su
libreta de notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
--Artículo
Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un kilómetro tendrá que abandonar
la sala.
Todos
miraron a Alicia.
--Yo
no mido un kilómetro --protestó Alicia.
--Sí
lo mides --dijo el Rey.
--Mides
casi dos kilómetros añadió la Reina.
--Bueno,
pues no pienso moverme de aquí, de todos modos --aseguró Alicia--. Y además
este artículo no vale: usted lo acaba de inventar.
--Es
el artículo más viejo de todo el libro --dijo el Rey.
--En
tal caso, debería llevar el Número Uno --dijo Alicia.
El
Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.
--¡Considerad
vuestro veredicto! --ordenó al jurado, en voz débil y temblorosa.
--Faltan
todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad --dijo el Conejo Blanco,
poniéndose apresuradamente de pie--. Acaba de encontrarse este papel.
--¿Qué
dice este papel? --preguntó la Reina.
--Todavía
no lo he abierto --contestó el Conejo Blanco--, pero parece ser una carta,
escrita por el prisionero a... a alguien.
--Así
debe ser --asintió el Rey--, porque de lo contrario hubiera sido escrita a
nadie, lo cual es poco frecuente.
--¿A
quién va dirigida? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--No
va dirigida a nadie --dijo el Conejo Blanco--. No lleva nada escrito en la
parte exterior. --Desdobló el papel, mientras hablaba, y añadió--: Bueno, en
realidad no es una carta: es una serie de versos.
--¿Están
en la letra del acusado? --preguntó otro de los miembros del jurado.
--No,
no lo están --dijo el Conejo Blanco--, y esto es lo más extraño de todo este
asunto.
(Todos
los miembros del jurado quedaron perplejos).
--Debe
de haber imitado la letra de otra persona --dijo el Rey.
(Todos
los miembros del jurado respiraron con alivio).
--Con
la venia de Su Majestad --dijo el Valet--, yo no he escrito este papel, y nadie
puede probar que lo haya hecho, porque no hay ninguna firma al final del
escrito.
--Si
no lo has firmado --dijo el Rey--, eso no hace más que agravar tu culpa.
Lo
tienes que haber escrito con mala intención, o de lo contrario habrías firmado
con tu nombre como cualquier persona honrada.
Un
unánime aplauso siguió a estas palabras: en realidad, era la primera cosa
sensata que el Rey había dicho en todo el día.
--Esto
prueba su culpabilidad, naturalmente --exclamó la Reina--. Por lo tanto, que le
corten...
--¡Esto
no prueba nada de nada! --protestó Alicia--. ¡Si ni siquiera sabemos lo que hay
escrito en el papel!
--Léelo
--ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El
Conejo Blanco se puso las gafas. --¡Por dónde debo empezar, con la venia de Su
Majestad? --preguntó.
--Empieza
por el principio --dijo el Rey con gravedad-- y sigue hasta llegar al final;
allí te paras.
Se
hizo un silencio de muerte en la sala, mientras el Conejo Blanco leía los
siguientes versos:
Dijeron
que fuiste a verla
y
que a él le hablaste de mí:
ella
aprobó mi carácter
y
yo a nadar no aprendí.
Él
dijo que yo no era
(bien
sabemos que es verdad):
pero
si ella insistiera
¿qué
te podría pasar?
Yo
di una, ellos dos,
tú
nos diste tres o más,
todas
volvieron a ti, y eran
mías
tiempo atrás.
Si
ella o yo tal vez nos vemos
mezclados
en este lío,
él
espera tú los libres
y
sean como al principio.
Me
parece que tú fuiste
(antes
del ataque de ella),
entre
él, y yo y aquello
un
motivo de querella.
No
dejes que él sepa nunca
que
ella los quería más,
pues
debe ser un secreto
y
entre tú y yo ha de quedar.
--¡Ésta
es la prueba más importante que hemos obtenido hasta ahora! --dijo el Rey,
frotándose las manos--. Así pues, que el jurado proceda a...
--Si
alguno de vosotros es capaz de explicarme este galimatías --dijo Alicia (había
crecido tanto en los últimos minutos que no le daba ningún miedo interrumpir al
Rey)--, le doy seis peniques.
Yo
estoy convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza.
Todos
los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «Ella está convencida de
que estos versos no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se atrevió a
explicar el contenido del escrito.
--Si
el poema no tiene sentido --dijo el Rey--, eso nos evitará muchas
complicaciones, porque no tendremos que buscárselo. Y, sin embargo --siguió,
apoyando el papel sobre sus rodillas y mirándolo con ojos entornados--, me
parece que yo veo algún significado... Y yo a nadar no aprendí... Tú no sabes
nadar, ¿o sí sabes? --añadió, dirigiéndose al Valet.
El
Valet sacudió tristemente la cabeza.
--¿Tengo
yo aspecto de saber nadar? --dijo.
(Desde
luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramente de cartón.)--Hasta aquí todo
encaja --observó el Rey, y siguió murmurando para sí mientras examinaba los
versos--: Bien sabemos que es verdad... Evidentemente se refiere al jurado...
Pero si ella insistiera... Tiene que ser la Reina...
¿Qué
te podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una, ellos dos... Vaya, esto debe
ser lo que él hizo con las tartas...
--Pero
después sigue todas volvieron a ti --observó Alicia.
--¡Claro,
y aquí están! --exclamó triunfalmente el Rey, señalando las tartas que había
sobre la mesa . Está más claro que el agua. Y más adelante... Antes del ataque
de ella... ¿Tú nunca tienes ataques, verdad, querida? --le dijo a la Reina.
--¡Nunca!
--rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero contra la pobre Lagartija.
(La
infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir en su pizarra con el dedo,
porque se dio cuenta de que no dejaba marca, pero ahora se apresuró a empezar
de nuevo, aprovechando la tinta que le caía chorreando por la cara, todo el
rato que pudo).
--Entonces
las palabras del verso no pueden atacarte a ti --dijo el Rey, mirando a su
alrededor con una sonrisa.
Había
un silencio de muerte.
--¡Es
un juego de palabras! --tuvo que explicar el Rey con acritud.
Y
ahora todos rieron.
--¡Que
el jurado considere su veredicto! --ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.
--¡No!
¡No! --protestó la Reina--. Primero la sentencia... El veredicto después.
--¡Valiente
idiotez! --exclamó Alicia alzando la voz--. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia
primero!
--¡Cállate
la boca! --gritó la Reina, poniéndose color púrpura.
--¡No
quiero! --dijo Alicia.
--¡Que
le corten la cabeza! --chilló la Reina a grito pelado.
Nadie
se movió.
--¡Quién
le va a hacer caso? --dijo Alicia (al llegar a este momento ya había crecido
hasta su estatura normal)--. ¡No sois todos más que una baraja de cartas!
Al
oír esto la baraja se elevó por los aires y se precipitó en picada contra ella.
Alicia dio un pequeño grito, mitad de miedo y mitad de enfado, e intentó
sacárselos de encima... Y se encontró tumbada en la ribera, con la cabeza
apoyada en la falda de su hermana, que le estaba quitando cariñosamente de la
cara unas hojas secas que habían caído desde los árboles.
--¡Despierta
ya, Alicia! --le dijo su hermana--. ¡Cuánto rato has dormido!
--¡Oh,
he tenido un sueño tan extraño! --dijo Alicia.
Y
le contó a su hermana, tan bien como sus recuerdos lo permitían, todas las
sorprendentes aventuras que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo terminado, su
hermana le dio un beso y le dijo:
--Realmente,
ha sido un sueño extraño, cariño. Pero ahora corre a merendar. Se está haciendo
tarde.
Así
pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y mientras corría no dejó
de pensar en el maravilloso sueño que había tenido.
Pero
su hermana siguió sentada allí, tal como Alicia la había dejado, la cabeza
apoyada en una mano, viendo cómo se ponía el sol y pensando en la pequeña
Alicia y en sus maravillosas aventuras. Hasta que también ella empezó a soñar a
su vez, y éste fue su sueño:
Primero,
soñó en la propia Alicia, y le pareció sentir de nuevo las manos de la niña
apoyadas en sus rodillas y ver sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella.
Oía todos los tonos de su voz y veía el gesto con que apartaba los cabellos que
siempre le caían delante de los ojos. Y mientras los oía, o imaginaba que los
oía, el espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló con los extraños
personajes del sueño de su hermana.
La
alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo Blanco; el
asustado Ratón chapoteó en un estanque cercano; pudo oír el tintineo de las
tazas de porcelana mientras la Liebre de Marzo y sus amigos proseguían aquella
merienda interminable, y la penetrante voz de la Reina ordenando que se cortara
la cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-cerdito estornudó en brazos de la
Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de nuevo se
llenó el aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de la tiza de la Lagartija
y los aplausos de los «reprimidos» conejillos de indias, mezclado todo con el
distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La
hermana de Alicia estaba sentada allí, con los ojos cerrados, y casi creyó
encontrarse ella también en el País de las Maravillas. Pero sabía que le
bastaba volver a abrir los ojos para encontrarse de golpe en la aburrida
realidad. La hierba sería sólo agitada por el viento, y el chapoteo del
estanque se debería al temblor de las cañas que crecían en él. El tintineo de
las tazas de té se transformaría en el resonar de unos cencerros, y la
penetrante voz de la Reina en los gritos de un pastor. Y los estornudos del
bebé, los graznidos del Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos, se
transformarían (ella lo sabía) en el confuso rumor que llegaba desde una granja
vecina, mientras el lejano balar de los rebaños sustituía los sollozos de la
Falsa Tortuga.
Por
último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo sería
Alicia cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservaría, a lo
largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que
reuniría a su alrededor a otros chiquillos, y haría brillar los ojos de los
pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño del País de
las Maravillas que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría las pequeñas
tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando
su propia infancia y los felices días del verano.
FIN
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